La circulación de libros e impresos decimonónicos en México tiene lugar en un siglo marcado por la invasión estadounidense, la Reforma juarista, las luchas entre liberales y conservadores, la intervención francesa, la llegada de Porfirio Díaz al poder y, en el ámbito cultural, por la importación del positivismo, que remata una centuria de influencia francesa sobre el trasfondo asimétrico de un elevado analfabetismo. El periodo colonial legó también una red de imprentas, libreros y colegios que apuntan ya hacia la existencia de un público lector, aunque limitado. Con la consumación de la Independencia (1821) y el restablecimiento de la libertad de imprenta se acrecentó la circulación de impresos, que van desde papeles y publicaciones periódicas, de tiraje y duración inciertos, hasta libros por encargo de particulares e instituciones oficiales.
Según A. Staples, entre 1821 y 1853 el número de imprentas ascendió aproximadamente a trescientas, de las cuales la mayoría se concentraba en la capital, Puebla y Guadalajara. Asimismo, de los casi seiscientos impresores y editores registrados a lo largo de más de tres siglos por Emeterio Valverde Téllez, 497 pertenecen al siglo XIX.
Además de satisfacer la demanda de un lectorado en aumento, la producción de estos impresores respondía a las necesidades de difusión de las instituciones educativas oficiales del México independiente, contribuyendo así a unificar a la nación y a dar a las élites educadas lecturas que correspondían al programa ideológico del Estado. En 1828, por ejemplo, se publicó en la “oficina del Supremo Gobierno” y bajo la responsabilidad de José María Carranco, la Gramática general de Étienne Bonnot de Condillac, “traducida para el uso de los establecimientos científicos del Estado Libre de Guanajuato”. De la misma manera, de las prensas de la Secretaría de Fomento, actual Secretaría de Economía, salieron obras de marcada tendencia positivista, escuela de pensamiento en la que se fundaba el discurso oficial. Destacan, en particular, El antiguo Yucatán (1896) y Los antiguos mexicanos (1898) de Herbert Spencer, tomados de su Descriptive Sociology y traducidos por los abogados Daniel y Genaro García Núñez. Según Valverde Téllez, Genaro García (1867-1920) fue “diputado al Congreso de la Unión y director del Museo Nacional, incansable y afortunado coleccionador de documentos históricos”. Los traductores dedicaron Los antiguos mexicanos a Porfirio Díaz, “restaurador de la paz en la República”, y en el prólogo afirman que ambas obras “son de utilidad incontestable para el estudio de nuestra historia patria”. La Historia de la conquista de Méjico, con una ojeada preliminar sobre la antigua civilización de los mexicanos, y con la vida de su conquistador Fernando Cortés de William H. Prescott, traducida del inglés por Joaquín Navarro en 1844 daba cuenta de un propósito afín, esto es, retomar la mirada del extranjero para incorporarla a la construcción histórica de la nación.
Aunque seguían teniendo una presencia importante, sobre todo en el seno de conventos y seminarios, la traducción clásica y la literatura confesional dejaron de ocupar el lugar predominante de que disfrutaron durante el periodo colonial para coexistir con las obras publicadas por encargo de las instituciones oficiales y con aquellas de corte científico que empezaron a ganar terreno desde fines del siglo XVIII, difundidas por el jesuita José Antonio Alzate y Ramírez (1729-1788) en la prensa periódica y en gran medida a partir de textos franceses.
La presencia del francés como lengua fuente de las traducciones publicadas en el período es manifiesta también en Valverde Téllez. De las 291 traducciones listadas desde la llegada de la imprenta a la Nueva España, en el siglo XVI, a la primera década del siglo XX, 266 fueron publicadas en el siglo XIX, y de estas, 124 procedían del francés.
Es importante señalar que la proliferación de traducciones no necesariamente es sinónimo de una producción traductora “local”. En otros términos, en el México independiente circularon traducciones hechas en Europa, sobre todo en Francia y España. Por ejemplo, de las ciento treinta traducciones al español de Walter Scott publicadas en el siglo XIX, sólo una se publicó en México, en la imprenta Galván, famosa por sus calendarios y almanaques. Se trata de la primera traducción de Waverley (1833), a cargo de José María Heredia, creador junto con Claudio Linati y Florencio Galli de Iris (1826), cuya sección de “Poetas ingleses contemporáneos”, le permitió a Heredia no solo promover una literatura todavía poco conocida en el país sino iniciar el género de la crítica literaria en México.
Podrían multiplicarse ejemplos como el anterior, pero solo se mencionará uno más, Las confesiones de san Agustín (1835), “enteramente conformes a la edición de San Mauro, nuevamente traducidas del latín al castellano e ilustradas con varias notas teológicas, cronológicas y críticas por el R. Pr. Fr. Eugenio Cevallos de la orden de San Agustín”. Aunque esta es la primera edición mexicana, Valverde Téllez indica que retoma una edición española, impresa en Madrid en 1786. De acuerdo con La historia de la lectura en México en el siglo XIX y principios del XX, realizada por E. Loyo, el elevado costo de producción e importación de los libros y la prensa podría haber afectado al número de lectores de estas publicaciones, de por sí bajo.
En este período, México no solo importaba libros en español, sino también en lengua extranjera, como se confirma en los catálogos de los libreros de la época. Uno de los más exitosos de la capital mexicana a mediados del XIX fue Ignacio Cumplido (1811-1887), creador de la librería y del periódico Siglo XIX. En su catálogo, “se ofrecían 880 títulos, de los cuales 475 estaban en español, 478 en francés, 30 en latín, 29 en inglés, y el resto en italiano y alemán”, según informa Pérez Salas Cantú.
La élite mexicana leía tanto en español como en lenguas extranjeras, especialmente en francés, lengua de enorme prestigio en el México decimonónico. De los más de quinientos textos oficiales, informes, calendarios, libros, periódicos y revistas salidos de las prensas de Cumplido entre 1832 y 1906, solo ocho son traducciones, según Villaseñor y Valverde Téllez. Algunos de los autores traducidos son Heinecio (Elementos de Filosofía Moral, vertidos del latín por Gregorio Mayancio, 1841), John Milton (El Paraíso perdido, por Francisco Granados Maldonado, 1858), Jean-Joseph Gaume (Las tres Romas, por Luis Antonio Morán, 1870), Chateaubriand (El genio del Cristianismo, 1853), André Pezzani (La pluralidad de las existencias del alma conforme a la pluralidad de las existencias de los mundos, por Refugio González, 1873) y Charles Dickens (Cuentos de Navidad, por Tirso Rafael Córdoba, 1870). Del francés destaca, además, la traducción anónima de un relato de viaje de Mathieu de Fossey, publicada en 1842 antes incluso que la versión en francés, que es de 1857.
En el terreno filosófico, la circulación de traducciones plasma la controversia entre el positivismo y la neoescolástica. Considerado como el introductor y representante del positivismo en México, Gabino Barreda (1818-1881) se inspiró en la clasificación de las ciencias de Auguste Comte para proponer el plan de estudios de la recién fundada Escuela Nacional Preparatoria (1867) y sugirió además The System of Logic de John Stuart Mill para la enseñanza de la Lógica. Dado que esta propuesta se oponía radicalmente a la lógica escolástica, hasta entonces difundida en las instituciones de educación en México, halló la resistencia de los sectores católicos conservadores. Al perder fuerza el positivismo de Barreda, el texto de Mill fue sustituido por el del filósofo inglés Alexander Bain y luego por el del belga Guillaume Tiberghien, traducido por el abogado José María Castillo Velasco (1820-1888), diputado del Congreso Constituyente de 1856, antiguo magistrado de la Suprema Corte de Justicia y del Tribunal Superior del Distrito y catedrático de la Escuela Nacional de Jurisprudencia.
Es incierto, no obstante, que los textos de Stuart Mill y de Bain fueran traducidos al español en los años en que se emplearon para los cursos de Lógica de la Escuela Nacional Preparatoria. La primera traducción de The System of Logic de la que se tiene noticia -la de Ezequiel A. Chávez Lavista (1868-1946), profesor de Lógica en la Escuela Nacional Preparatoria, con el título Resumen sintético del sistema de lógica y “notas complementarías”- apareció en París (1897) en la imprenta de la viuda de Charles Bouret, que venía dedicándose a la edición de libros en español, muchos de ellos destinados a Hispanoamérica. En consecuencia, para contrarrestar el avance del positivismo, se publicaron obras de apologistas católicos e impugnadores del mismo como El principio regenerador de toda sociedad de Joseph de Maistre, traducido por un “mejicano amante sincero de la Nación” (Imprenta de Galván, 1835).
La polémica entre positivistas y apologistas de la religión no se limitó al libro impreso y se ventiló igualmente en los diarios y publicaciones más especializadas. Entre noviembre de 1821 y enero de 1822, el Semanario Político y Literario de México, dirigido entonces por el liberal José María Luis Mora (1794-1850), publicó por primera vez en México traducciones anónimas de textos fundadores de las revoluciones estadounidense y francesa; a él mismo se le ha atribuido, por ejemplo, la traducción de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. Creadas inmediatamente después de la Independencia y pese al título que ostentaban, estas revistas tuvieron una clara inclinación por temas políticos, confirmando así la tendencia observada durante los primeros quince años de vida independiente, según la cual “frecuentemente lo político superó a lo científico, lo económico y lo literario”, en palabras de Cruz Soto.
La literatura se fue desplegando posteriormente en otros ámbitos y la traducción sirvió a los objetivos de unos y otros. Los grandes periódicos de corte liberal, como Siglo XIX (1841-1896) o El Monitor Republicano (1846-1896), el primero creado y editado en la imprenta de Cumplido y el segundo en la de García Torres, publicaron mucha literatura anticlerical francesa, muy exitosa en la época, de E. Sue, A. Dumas, P. Féval, V. Hugo, A. de Vigny, A. de Lamartine, E. About y otros, según M.-E. Thérenty. Algunas traducciones incluidas en la prensa corrían a cargo del director de la publicación, como en el caso de La cuestión romana de Edmond About (1861) o La tribuna de Alphonse de Lamartine (1861), firmadas por Francisco Zarco, entonces director de Siglo XIX.
La prensa conservadora y católica también tradujo, especializándose en autores menos subversivos y avalados por la Iglesia, como Chateaubriand (El Universal, 1852), relatos históricos como La historia de Europa desde el principio de la Revolución francesa en 1789 hasta la restauración de los Borbones en 1815 de Archibald Alison (El Universal, 1849) o novelas históricas como Los últimos días de Pompei de Edward B. Lytton, traducida del francés por el historiador Niceto de Zamacois (La Voz de México, 1870-1875). Desde sus páginas El Universal atacaba la literatura anticlerical publicada por Siglo XIX o El Monitor, dando preferencia a las fuentes angloamericanas sobre las francesas.
Los gobiernos liberales tuvieron que lidiar con una Iglesia muy presente en la sociedad mexicana que trató de impedir ciertas lecturas. El debate ideológico en torno a la literatura publicada se dio con mucha intensidad entre una prensa y otra y constituye un buen reflejo de la sociedad mexicana de la segunda mitad del siglo XIX.
Hacia fines del siglo surgieron las revistas literarias en cuyas páginas tuvieron acogida la producción literaria nacional y las tendencias literarias extranjeras. La primera época de la Revista Azul (1894- 1896) y las dos épocas de la Revista Moderna (1898-1903 y 1903-1911) asentaron el Modernismo mexicano, concretando, en gran medida, los logros del régimen porfirista en materia cultural. Tanto Azul, fundada por Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufóo, como la Revista Moderna fueron tachadas de “afrancesadas” por la adhesión declarada de sus miembros al Simbolismo y al Parnaso franceses.
La denuncia de afrancesamiento se debía tanto a las características formales de la escritura de los poetas mexicanos publicados, como al gran número de traducciones de autores franceses. Así, según B. G. Cárter, entre dos autores traducidos en Azul, alternando prosa y poesía, se cuentan Charles Baudelaire, Leconte de Lisie, Catulle Mendès, Alfred de Musset, José-Maria de Heredia, Paul Bourget, Hippolyte Taine, los Goncourt, Dumas, François Coppée, Jean Richepin, V. Hugo, Ernest Renan, Émile Zola, Romain Rolland, Anatole France, Stendhal, Guy de Maupassant, Jules Laforgue, Théophile Gautier y Pierre Loti. Quedaba poco espacio para otras literaturas, entre las cuales cabe destacar algunas traducciones de Shakespeare, Henry W. Longfellow, alguna que otra de Edgar A. Poe, unos cuantos poemas de Heinrich Heine y de Giosue Carducci, así como algunos narradores rusos, como Iván Turguénev o Liev Tolstói, traducidos del francés.
La Revista Moderna prosiguió la intensa labor de traducción de Azul, pero dando mayor visibilidad a los traductores. Fernangrana (Enrique Fernández Granados, 1867-1920), José Juan Tablada, Alberto Leduc (1867-1908), Francisco Olaguibel (1874-1924) o Balbino Dávalos, muchos de ellos futuros ateneístas, se dieron cita en sus páginas. La presencia de las letras francesas es aún más notoria que en Azul, con fugaces apariciones de Walt Whitman, traducido por Amado Nervo, Mark Twain (traducción anónima) y con algunos fragmentos de poesía portuguesa traducidos por Tablada, en aquel entonces diplomático en Portugal, o Stefan George, traducido por Jesús Emilio Valenzuela (1856-1911). Frente a las repetidas críticas de afrancesamiento, este, director de la revista, respondió: “Pues bien, el medio intelectual nuestro, y de ello llevamos tiempo, es puramente francés. España dejó de ser madre intelectual desde la propagación de la Enciclopedia por Feijoo. Y mentalmente nos fuimos a París y en París seguimos, no obstante que hoy llega envolviéndonos la corriente americana del norte” (citado por Martínez Peñalosa).
En lo que concierne a los traductores activos en el periodo, se observa que, en general, pertenecen a las élites educadas. La traducción es una más de las prácticas de escritura de los que tienen acceso a la cultura impresa de la época. Vale la pena recordar que Valverde Téllez justifica la inclusión de las traducciones en su Bibliografía atribuyendo al traductor el acuerdo expreso con la obra traducida. “Por regla general, dice, quien traduce una obra, quien se toma la molestia de reimprimir un libro de Filosofía, es casi seguro que acepta las doctrinas que en él se expresan, cree útil la difusión de las ideas y siquiera sea por mero espíritu de especulación, espera encontrar lectores”. Así, abogados, médicos, profesores e ingenieros, pero también miembros del clero secular y de las órdenes religiosas traducen como parte de sus tareas intelectuales. Sin embargo, debe matizarse este retrato del traductor comprometido ideológicamente con las obras traducidas, pues son muchas las traducciones anónimas o firmadas con iniciales, que no han podido ser descifradas.
Pese a la turbulencia política de los años de la Revolución (1910-1921), en 1916, bajo la dirección de Agustín Loera y Chávez (1894-1961) y Julio Torri surgió Cvltvra, subtitulada “Cuadernos quincenales destinados a la divulgación de la buena literatura. Selección de buenos autores antiguos y modernos”. La revista congregó a escritores conocidos que publicaron en sus páginas tanto sus propias obras como traducciones, principalmente del francés, aunque el inglés, el italiano y el náhuatl (un monográfico de la poesía náhuatl traducida por Mariano Jacobo Rojas) estaban también presentes. Entre estos escritores-traductores puede mencionarse a Carlos González Peña (1855-1955), Efrén Rebolledo (1877- 1929), Rafael Cabrera (1884-1943), E. Fernández Granados, Francisco C. Canale (1873-1934), Alfonso Cravioto (1884-1955), Genaro Fernández McGregor (1883-1959), Rafael Nieto (1883-1926), Salvador Novo e incluso al español Marcelino Menéndez Pelayo.
Cvltvra fue la publicación más longeva de la época revolucionaria y precursora de la revista El Maestro (1921-1923), a la que sobrevivió y sobre la que influyó en múltiples aspectos. Son traducciones más de un tercio de los textos publicados. Se encuentran tanto en prólogos (como en el número monográfico dedicado a F. Nietzsche en marzo de 1919, que incluye un fragmento del estudio sobre él de Josiah Royce), como en números monográficos sobre autores extranjeros (El pájaro azul dedicado a Maurice Maeterlinck en 1916, los Cuentos de Andersen escogidos por Julio Torri el mismo año, o La virgen Úrsula dedicado a Gabriele D’Annunzio y traducido del italiano por Carlos González Peña en 1917).
Entre los hispanohablantes publicados figuran escritores-traductores, como Guillermo Valencia, con sus traducciones de Giovanni Pascoli, Stéphane Mallarmé, Oscar Wilde, Stefan George, Hugo von Hofmannsthal y Peter Altenberg (La poesía de Guillermo Valencia, 1917); Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), quien introdujo al poeta portugués Gil Vicente; Enrique González Martínez, con sus traducciones de Tres grandes poetas belgas. Rodenbach-Maeterlinck-Verhaeren y sus Jardines de Francia, a los que añadió nuevas traducciones (1918 y 1919); y Efrén Rebolledo, con su traducción, desde el francés, de Salomé de Wilde (1917).
Para las lenguas todavía poco traducidas, como el italiano, se llega a mencionar “traducción directa del italiano”, pero también hay casos, como El cantar de los cantares que trata de Salomón “traducción literaria y vuelto a poner en escena por Juan Bonnefon” (1917) o los Rubaiyat de Omar Jayam, traducidos por Carlos Muzzio Sáenz- Peña (1918), en los cuales no queda claro qué se traduce, ni de qué lengua.
Creada por José Vasconcelos (1882- 1959) cuando estaba al frente de la Universidad Nacional y de la Secretaría de Educación Pública, la revista El Maestro constituye un esfuerzo de difusión cultural y educativa notorio, con tirajes que llegan hasta setenta y cinco mil ejemplares distribuidos gratuitamente en México y Latinoamérica. A pesar de contar con contribuciones de Agustín Loera y J. Torri, colaboradores de la antigua Cvltvra, El Maestro daba prioridad a la divulgación, hacía hincapié en los valores morales de una cultura universal y se oponía al elitismo y la exquisitez de las revistas modernistas de la década anterior. Las traducciones, abundantes y presentes en todas las secciones, son producto de una selección ecléctica. V. Hugo traducido por Andrés Bello (1921) y E. A. Poe por Rafael Lozano (1922), conviven con autores menos célebres como J. Richepin, traducido por J. Torri (1921), Chang-Wu-Kien por Orozco Muñoz (1921) o William H. Henley por González Garza (1921). José Gorostiza (1901-1973) aparece como traductor de un poema cuyo origen no se menciona (Lamentación).
En la sección “Literatura” se tradujo a Selma Lagerlöf, Leonid Andréiev, Jerome K. Jerome, R. Rolland y Edouard Schuré, entre otros. Algunas traducciones se tomaron de Cvltvra, como Al combate. Flandes, abril de 1915 (1921), sin otra referencia que la de Julián Grenfell, su autor.
En la sección “Conocimientos útiles” se encuentran ensayos diversos sobre la teoría de la relatividad de L. Bolton (1921), “La salud y el buen humor” de un tal Camilo Melineau, o “El arte de traducir” de Ludwig Lewinson, traducido por Rafael Lozano (1922). El hecho de identificar al traductor cuando se trata de poesía confirma que este género y su traducción gozaban de mayor prestigio que la prosa y los textos de carácter histórico o científico. Por tal motivo, no se mencionaba, normalmente, a los traductores de ensayos, relatos, fragmentos de historia y escritos morales, filosóficos o políticos, como “El trabajo según la Biblia” de Mujik Bondareff (1921) o “La única solución posible de la cuestión agraria” de Tolstói (1922). Sin embargo, la diversidad de las fuentes en las que beben sus colaboradores confirma la vocación universalista de la revista y de su promotor.
Por aquellos años fueron varias las revistas, de vida efímera, en las que colaboraron intelectuales de renombre como J. Torri, Torres Bodet, el propio Vasconcelos, Julio Jiménez Rueda, González Martínez, Salvador Novo o Henríquez Ureña y que incluyeron traducciones: La Savia Moderna (1906), Arte (1907-1909), Argos (1912), Nosotros (1913-1914), La Nave (1916), San-Ev-Ank (1918-1919), México Moderno (1920-1921) y La Falange (1922-1923).
Con todo, hubo que esperar al final de la década para que apareciera una revista con tiraje regular que marcó la vida cultural y literaria de México. Los Contemporáneos. Revista mexicana de cultura (1928-1931) reunía a jóvenes intelectuales como Torres Bodet, González Rojo, Ortiz de Montellano, Gorostiza, Novo, Villaurrutia, Gilberto Owen, que reivindicaban a algunos de sus maestros de las décadas anteriores, y en especial a Tablada y López Velarde. Como Azul y la Revista Moderna, incluía en sus páginas traducciones, en general firmadas. En sus tres años de existencia se publicaron diecisiete traducciones del francés, quince del inglés, dos del italiano y dos del maya. La literatura anglófona está más presente que veinte años antes: T. S. Eliot, William Blake, D. H. Lawrence, fragmentos de obras teatrales y, en particular, ensayos de autores estadounidenses que escriben sobre la cultura mexicana y su música. Del francés seguía llegando, sobre todo, literatura: Guillaume Apollinaire, Jean Cocteau, Paul Valéry, Paul Eluard, André Maurois, Jules Romains, André Gide, Jules Supervielle, Valery Larbaud. La actividad traductora, estimulada por la revista, permitió que escritores como Octavio Barreda, Xavier Villaurrutia, Torres Bodet, Gilberto Owen, José Gorostiza, Jorge Cuesta, Ortiz de Montellano y Antonieta Rivas Mercado se afirmaran también como traductores, tanto del inglés y francés, como del italiano. Aunque se pueden encontrar algunas traducciones de los españoles Díez-Canedo, León Felipe o Rafael Alberti, la mayoría de los traductores pertenecen al grupo fundador de la revista. Pese a la diversidad de sus traducciones, la revista y la vanguardia que representaba fueron tachadas nuevamente de afrancesadas, a veces con saña, a veces con simple reconocimiento de la influencia que ejerció en sus integrantes la vanguardia de París, a donde todos viajaban. Muchos de los grandes traductores del período fueron también diplomáticos, tanto en la época porfirista (Balbino Dávalos, Tablada), como en la etapa posrevolucionaria (Alfonso Reyes o Torres Bodet).
Poco a poco las revistas fueron perdiendo terreno frente al despegue de la industria editorial mexicana en los años treinta y cuarenta. Como revista, Cvltvra dejó de publicarse en 1923; a partir de entonces, en la editorial homónima reaparecieron muchas traducciones de la revista como la antología de González Martínez Jardines de Francia, el Prometeo encadenado de Esquilo, traducido por Segundo Brieva Salvatierra, o Vidas imaginarias de Marcel Schwob, traducido por Rafael Cabrera (1922). Asimismo publicó textos sobre temas históricos y estéticos como el Breviario de estética de Benedetto Croce, traducido por Samuel Ramos (1926).
Mientras Cvltvra retomaba traducciones de la revista que le dio nombre, la editorial de los hermanos Porrúa, gracias a su colección “Sepan Cuántos” creada en 1959 por Alfonso Reyes con el lema “La cultura al alcance de todos”, permitió la difusión a gran escala de traducciones de obras de literatura, filosofía, historia, sociología, derecho, etc.
El éxito de las empresas editoriales del siglo xx mexicano, favorecidas por la actividad de la Productora e Importadora de Papel (PIPSA), creada por el presidente L. Cárdenas en 1935, ha consistido en su respuesta a las necesidades educativas y a las preocupaciones de los intelectuales. Para estos, un tema clave ha sido la constitución de la cultura e identidad nacionales frente a una cultura universal.
Así, desde la Secretaría de Educación Pública (SEP), en un México con un alto índice de analfabetismo, Vasconcelos puso en marcha un ambicioso programa de publicaciones con la colección denominada “Clásicos Verdes”. Con una tirada que iba de ochocientos a diez mil ejemplares, la SEP editó diecisiete traducciones de doce autores clásicos de la literatura universal (entre ellos R. Rolland, Goethe, Platón, Eurípides, Esquilo, Dante, Rabindranath Tagore, Plotino, Homero y Tolstói); dicha colección ha sido reeditada en 2011 conjuntamente por Fondo de Cultura Económica, la SEP y la Universidad Nacional Autónoma de México para conmemorar la aventura editorial vasconcelista. A decir de E. C. Frost, es muy probable que estas traducciones fueran realizadas a partir de versiones francesas o inglesas.
Motivada por intereses teóricos o por “necesidad nacional”, a partir de 1934 la imprenta de la Universidad Nacional centralizó la edición de los textos y manuales usados por sus Facultades, con frecuencia traducidos por profesores de las mismas, tal como hicieron otras universidades mexicanas, como la Universidad Veracruzana, que inició su actividad editorial en los años cincuenta y fue dirigida a partir de los setenta por el escritor y traductor Sergio Pitol.
La “Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana” (1944) es una de las colecciones más importantes en términos de traducción. Creada por Agustín Millares Cario tras su llegada a México, se centró en los clásicos grecolatinos en ediciones bilingües acompañadas de estudios críticos de los traductores. Entre las obras editadas, que alcanzan la suma de ciento treinta, están La política de Aristóteles (1963), traducida por Antonio Gómez Robledo (1908-1994), los Diálogos de Platón (1944-1945) y los de Jenofonte (1946), traducidos por Juan David García Bacca durante su breve paso por México y los Tratados morales de Séneca, traducidos por José M. Gallegos Rocafull (1895-1963). Muchas se han reeditado en la colección “Nuestros Clásicos” de la UNAM, lo que da cuenta de su importancia y de la difusión que han alcanzado. De la traducción de las letras clásicas se ocuparon también el propio Millares Cario (Cuestiones académicas de Cicerón, 1941), A. Reyes (La Iliada de Homero, 1951), Gabriel Méndez Plancarte (De la naturaleza de las cosas de Lucrecio, 1946) y Rubén Bonifaz Nuño (Eneida de Virgilio, 1973), quien además dirige la colección desde 1970.
La retraducción de los clásicos en pleno siglo xx no es sino la continuación del proyecto de Vasconcelos y del propio Reyes, para quienes la traducción de los clásicos era inseparable de la construcción de la nueva nación. Con el objetivo de proporcionar las lecturas necesarias a los estudiantes de Economía de la UNAM surgió en 1934 la revista El Trimestre Económico, que se transformó al poco tiempo en el Fondo de Cultura Económica, una de las empresas editoriales más importantes en el mundo de habla hispana a mediados del siglo XX.
Dirigida y fundada por Daniel Cosío Villegas, la editorial integró a partir de 1938 el trabajo traductor de muchos de los intelectuales del exilio español como José Gaos, Eugenio Imaz (1900-1951), José Medina Echavarría (1903-1977), Wenceslao Roces y Manuel Sánchez Sarto (1897-1939), entre muchos otros. Gaos e Imaz, además de lanzar la serie “Filosofía” (1941) y la colección “Textos Clásicos de Filosofía” (1955), realizaron un concienzudo trabajo de edición y fueron traductores incansables (Gaos tradujo, entre muchos otros, a Husserl y a Heidegger, mientras que Imaz procedió a una reconstrucción de las obras completas de Dilthey que goza de mucho reconocimiento entre los especialistas), y formaron a nuevos traductores, entre los que cabe mencionar a Elsa Cecilia Frost (1928-2005) y Francisco González Aramburu (1927).
La intervención de Medina Echavarría fue asimismo clave para la constitución de la colección “Sociología”, en la cual firmó El diagnóstico de nuestro tiempo de Karl Mannheim (1944), y la de Alfonso Caso para la colección de antropología que arrancó en 1944 con La rama dorada de James G. Frazer, traducida por E. y T. Campuzano y Julián Bravo. El trabajo de Sánchez Sarto, por su parte, fue fundamental para la serie “Ciencias Políticas”, a la cual pertenece su traducción del Leviatán de Thomas Hobbes (1945). De igual manera, las traducciones que Roces hizo de las obras de Marx son hoy documentos históricos del marxismo en el mundo hispánico.
Por su parte, la colección “Breviarios”, con casi seiscientos títulos, ha otorgado asimismo a la traducción un lugar predominante. Con tiradas de entre tres mil y cinco mil ejemplares, las series editoriales o colecciones del Fondo de Cultura Económica no solo aprovecharon la experiencia y el conocimiento de los exiliados españoles, sino las condiciones del mercado editorial internacional de la época.
Así, a partir de 1942, Cosío dio prioridad a la traducción de filosofía y ciencias sociales, porque eran campos donde “no había competencia, pues las editoriales argentinas y chilenas (las españolas casi desaparecieron a partir de 1938) se ocupaban de literatura, de la que había cierto hastío”, según Díaz Arciniega. La época de los grandes tirajes vino a confirmar la intuición comercial de Cosío y luego del nuevo director (1948) Arnaldo Orfila con la publicación, en 100.000 ejemplares, de obras como Escucha yanqui. La revolución en Cuba de C. Wright Mills, traducido por Julieta Campos y Enrique González Pedrero (1961).
Si se toma en cuenta que, según G. Sorá, hasta avanzados los años cincuenta las novedades en el ámbito de las ciencias sociales y humanas eran casi todas traducciones, se puede afirmar que el Fondo de Cultura Económica, bajo la tutela del Estado, marcó también el inicio en México de la profesionalización del traductor.
Después de estar al frente del Fondo durante casi veinte años, Orfila se vio forzado a renunciar por un desencuentro con el gobierno y fundó en 1965 la editorial Siglo XXI. Esta editorial se especializó en ciencias sociales y continuó la labor de traducción emprendida por el Fondo, aunque claramente enfocada hacia el marxismo europeo, la filosofía, la antropología y la sociología francesas (Foucault, Lévi-Strauss, Godelier, Meillassoux, Bourdieu), las ciencias del lenguaje (Barthes, Benveniste, Todorov, Bajtín) y el psicoanálisis (Lacan). Un año después de su fundación en México, surgió Siglo XXI Argentina, donde su labor editorial y de traducción ha sido insoslayable. No debe sorprender, por tanto, que la segunda ola de intelectuales refugiados en México que huían de las dictaduras sudamericanas de los años setenta encontraran en las traducciones que hacían para Siglo XXI México un medio de subsistencia.
Asimismo, en estos años se creó también ERA, editorial independiente muy comprometida con la calidad académica, artística y política de sus publicaciones. Aunque con respecto a los catálogos del Fondo de Cultura o de Siglo XXI su catálogo de traducciones sea muy modesto, traducciones que circulan con su sello, como Bajo el volcán de Malcolm Lowry (por Raúl Ortiz y Ortiz, 1964), Pancho Villa de Friedrich Katz (por Paloma Villegas, 1998) o En un abrir y cerrar de ojos de Jacques S. Alexis (por Jorge Zalamea, 1969) son claras muestras de su compromiso editorial. Si bien las dos primeras tuvieron múltiples reediciones en México, la última desapareció de las librerías del país pero se reeditó con la traducción de Zalamea primero en Santo Domingo (1978) y recientemente en Cuba (2010), lo cual ilustra claramente la circulación regional de ciertas traducciones. Las instituciones universitarias del país, a través de sus departamentos de publicaciones, siguen siendo centros de traducción especializada, incluyendo a las literaturas de difícil acceso, en los cuales el perfil de los traductores corresponde al del especialista y académico descrito para los años cuarenta y cincuenta.
A diferencia de lo que sucedía entonces, las lenguas de trabajo se han diversificado considerablemente e incluyen lenguas “objetivamente” extranjeras y lejanas como el ruso y las lenguas orientales. Por otra parte, los distintos movimientos indígenas que tuvieron lugar en México en los últimos treinta años permitieron la emergencia, aunque tímida, de una literatura autóctona, cuya traducción, impulsada por intelectuales de renombre como Carlos Montemayor, ha adquirido cierta vitalidad en los últimos veinte años. Junto con los programas de formación de traductores e intérpretes para la traducción comunitaria y jurídica, y paralelamente a los centros universitarios ya existentes como el Seminario de Cultura Náhuatl de la UNAM, se han creado varias entidades, como la Asociación de Escritores en Lenguas Indígenas ELIAC (1984), cuyos escritores escriben en ambos idiomas, español/lengua materna indígena y se autotraducen, como Irma Pineda (zapoteco) o Juan Gregorio Regina (mazateco).
El auge editorial del México de la segunda mitad del siglo XX coloca al país ante nuevas necesidades. Se crean escuelas de traducción que abren la vía a la profesionalización del oficio. Paulatinamente surge una nueva figura, la del traductor profesional que se organiza, pugna por sus derechos y reivindica la dignidad de la profesión. Poco tiene que ver con la figura del poeta traductor, cuyo reconocimiento descansa más en su actividad literaria que en su actividad traductora propiamente dicha.
Salvo contadas excepciones como Selma Ancira (1956), varias veces premiada por sus traducciones del ruso y del griego, los que logran en México “tener nombre” de traductor como Octavio Paz, Tomás Segovia (1927-2011), José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Carlos Montemayor, José Luis Rivas (1950) y muchos otros igualmente talentosos, es porque tienen prestigio como escritores. Como afirma Orensanz en el volumen De oficio traductor. Panorama de la traducción literaria en México esto ha contribuido a acentuar la escisión entre las distintas formas de traducción y los distintos tipos de traductores, es decir, entre traductores profesionales y académicos o escritores que traducen. Para dar constancia del prestigio de la traducción literaria están los premios creados a lo largo de los últimos treinta años, entre los cuales el más reciente es el Premio de Traducción Literaria Tomás Segovia (2012), sin que por ello el reconocimiento se extienda a la traducción científica y técnica o de ciencias sociales, que es la que realmente se practica en las editoriales mexicanas.
Pese al surgimiento en los últimos años de varias pequeñas editoriales independientes (Aldus, Ediciones sin Nombre, El Ermitaño, Bonilla Artigas, por no citar sino algunas de ellas) que logran mantenerse en el mercado gracias a distintos tipos de subsidios, la literatura del mundo llega a México traducida desde España por grandes consorcios editoriales como Anagrama o Mondadori. Ahora bien, los contactos cada vez más estrechos con otros países del continente, como por ejemplo Canadá, pueden dar a la traducción literaria mexicana un lugar privilegiado en el gigantesco mercado de la traducción al español.
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