2015 / 14 oct 2018
Jaime Torres Bodet (1902-1974) pertenece a las filas de los jóvenes escritores de la generación vanguardista surgida en los primeros años del México posrevolucionario. Su trayectoria tiene dos vertientes claramente diferenciadas. Por un lado, está la labor que desempeñó como hombre público en diversos cargos a lo largo de gran parte de su vida, por otro, su trabajo como escritor. Cultivó tanto la poesía como la narrativa y el ensayo. La poesía constituyó para él una tarea permanente; publicó 14 títulos: el primero, en 1918 y el último, en 1958. En esos cuarenta años, existen cambios notables en sus propuestas poéticas, sin embargo, predomina un interés fundamental por la búsqueda del ser consigo mismo; la mirada con la que indaga es diferente, la intencionalidad no. Como narrador, él mismo se consideró siempre apenas un experimentador. Sus novelas y cuentos se alejan del Realismo para insertarse en las evanescentes atmósferas de la literatura intimista, en la que los giros del pensamiento constituyen el punto focal del desarrollo discursivo. El ensayista que hay en Torres Bodet deambula por una gran variedad de temas, desde los análisis pictóricos y la crítica literaria hasta los discursos políticos y los libros de memorias.
La obra poética de Jaime Torres Bodet puede dividirse en tres etapas. La primera de ellas va de Fervor (1918) hasta su séptimo libro Poemas. En estos primeros textos, los resabios modernistas y aun románticos están muy presentes. Predomina en Fervor un tono melancólico. El joven poeta finge experiencias trágicas inexistentes. Amor y dolor van estrechamente unidos en versos a los que cobija un paisaje etéreo y evanescente. A Fervor le siguieron El corazón delirante (1922), Canciones (1922), Nuevas canciones (1923), La casa (1923), Los días (1923) y Poemas (1924).
Para la generación de Torres Bodet, en esta etapa inicial, Baudelaire y Mallarmé, entre los franceses, y González Martínez como referente inmediato constituyen la base de su quehacer de juventud. Las interrelaciones simbólicas que encierran las palabras que integran la metáfora, rebasando, incluso, la voluntad consciente del poeta, dan al lenguaje una dimensión, a la vez que nueva, plena de sentido. Sólo la poesía es capaz de reunir en su esencia la inteligencia y sensibilidad del poeta y la naturaleza sutil de las cosas; González Martínez escribe: “Cuando sepas hallar una sonrisa / en la gota sutil que se rezuma / de las porosas piedras, en la bruma, / en el sol, en el ave y en la brisa […] sentirás en la inmensa muchedumbre / de seres y de cosas ser tú mismo”.[1] Es por ello que esta generación que surge hacia la segunda década del siglo xx irá abandonando de manera paulatina la adjetivación exacerbada del Modernismo decadente y las atmósferas oscuras posrománticas para intentar formas más integradoras del mundo con el lenguaje.
El corazón delirante llevaba un prólogo del chileno Arturo Torres-Rioseco, quien calificó al poeta en ciernes como “un soñador” que impregnaba sus versos de “una melancolía indefinible, un desencanto de la vida que contrasta con su juventud sana”.[2] No obstante, hay en este libro ejemplos que apuntan ya hacia otros tipos de expresión; el poema “Las segadoras” encierra un esfuerzo loable de síntesis entre fondo y forma: “Por los caminos de la existencia, / como un desfile de segadoras, / cortando el hilo de mis ensueños / pasan las horas”.[3] Canciones es un primer esbozo de lo que sería, un año más tarde, Nuevas canciones, pues veintiuno de las veinticinco piezas que formaban el primer libro pasan íntegras al siguiente. De esta segunda recopilación sobresale el poema “Canción de las voces serenas” que fue reproducido una y otra vez en las distintas antologías que el propio Torres Bodet preparó de su obra; compuesto por cuartetos octosílabos, refleja el carácter volátil del tiempo: “Se nos ha ido la tarde / en cantar una canción, / en perseguir una nube / y en deshojar una flor”.[4] La casa representa al hombre-poeta que crece y se convierte él mismo en una estructura sólida y segura, como la casa. Los días es un libro donde se privilegia la mirada: “Cielo. Sombras espesas. Árboles en la vía”[5] o “Un cielo todo azul y un vuelo agudo”.[6] El propio Torres Bodet, en una encuesta realizada por el periódico El Universal Ilustrado (22 de mayo de 1924), reflexiona sobre su obra poética publicada hasta ese momento: “Deshecho de un golpe mi producción literaria anterior a Canciones”, dice tajante. Respecto a Canciones, Los días, Nuevas canciones y La casa confiesa: “no encuentro en ellos ningún poema que me satisfaga hasta el punto de separarlo del resto de sus hermanos […] Creo que, para escapar a la repetición de los modos conocidos del lirismo latinoamericano, el procedimiento más justo es el de volver al del libro como unidad poemática exclusiva, en el cual los poemas más breves resultan simples estrofas o compases de una melodía superior infinita”. Es clara la propuesta del poeta: considerar cada verso, cada poema, cada libro como unidades completas en sí mismas, como búsquedas enlazadas en ruta por el arduo sendero de la poesía; así lo expresa en: “La flecha” del libro Poemas: “Quiero doblar el arco de la vida / hasta que forme un círculo. / De mis manos saldrá entonces, la flecha / de la existencia que persigo”.[7]
El segundo periodo en la poesía de Jaime Torres Bodet estaría marcado por los libros: Biombo (1925), Destierro (1930), Cripta (1937) y Sonetos (1949), los cuales representan la etapa de innovación formal más importante en la obra del escritor. Biombo se acerca a la síntesis del poema breve oriental, a la manera de José Juan Tablada, a través del hai-kai. Torres Bodet se convierte en este libro en un poeta sucinto y, al mismo tiempo, profundamente expresivo: “Por entrar / a mi alma / gime el mar / contra las rocas del alba”.[8] La poesía de Torres Bodet pocas, muy pocas veces incurre en una expresión sensual exacerbada; en Biombo, empero, hay un poema: “Sinceridad”, que es una joya en este sentido: “Duerme ya, desnuda. / El sueño te viste / mejor que una túnica”;[9] recuerda incluso algunas imágenes de los poemas de Caro Victrix de Efrén Rebolledo. Destierro es el resultado de su primera salida del país, fue escrito durante su gestión consular en Madrid. Tanto Destierro como Cripta se acercan al Surrealismo en aquello que Albert Béguin definía como: “su continua orientación hacia lo esencial y en esa prosecución de su esfuerzo a pesar de sus mismos éxitos o fracasos”.[10] En Destierro, el poeta comienza a buscar en su interior como en un laberinto; “Canción de cuna” es una pieza de este libro que ejemplifica las obsesiones del autor por descubrir sus más profundos meandros: “Un espejo recoge un laberinto. / En sus canales de agua endurecida / me persigo a mí mismo. / Naufrago en mil edades al revés / y en sus retratos últimos me salvo / súbitamente con semblante niño”.[11] La experiencia del laberinto alcanzará su expresión magistral en el poema “Dédalo” que abre el libro Cripta: “Alguien está preso / aquí, en este frío / lúcido recinto, / dédalo de espejos… / Alguien al que imito. / Si se va, me alejo. / Si regresa vuelvo. / Si se duerme, sueño. / ‘Eres tú, me digo’ // Pero no contesto”.[12] Esta infinita profusión de espejos no sólo se observa en “Dédalo”, sino en todo el libro; representa una lucha feroz entre el poeta y un enemigo que acecha en las sombras, un doble que lo anula y lo confronta. Octavio Paz opinó acerca de “Dédalo” diciendo que “cada poeta está condenado a escribir un poema que es, al mismo tiempo, su tumba y su monumento. En el caso de Torres Bodet, ese poema es ‘Dédalo’”.[13]
La tercera etapa en la poesía de Jaime Torres Bodet comprende: Fronteras (1954), Sin tregua (1957) y Trébol de cuatro hojas (1958). Estos títulos representan el punto culminante de su poética. El autor refleja en ellos lo mucho que ha asimilado las múltiples experiencias vividas; es la suya una voz desencantada que camina sin miedo hacia la muerte; el Otro tiene en estos libros un papel fundamental. Fronteras surgió en un momento muy difícil, pues por entonces Torres Bodet sufrió un desprendimiento de retina, después del cual perdió totalmente la visión en un ojo. Mucho tiempo tuvo que guardar reposo tras una operación infructuosa. Este aislamiento fue, no obstante, fructífero, pues le permitió reflexionar intensamente sobre el hombre, el pasado, la historia y, sobre todo, la propia existencia: “existir, existir tan sólo implicaba un misterioso descubrimiento”,[14] descubre Torres Bodet. En Fronteras, la dualidad vida-muerte adquiere pleno sentido: “fronteras del silencio con el canto”[15] las llama el poeta. En esta obra nace, para él, la verdadera conciencia, aquella que es capaz de apreciar el mundo con una diafanidad que su falta de visión compensa con la luz del entendimiento. Sin tregua es un alto en el camino, un momento de reflexión. El poeta se reconoce en la responsabilidad inapelable de su condición humana: “Nunca me cansará mi oficio de hombre. / Hombre he sido y seré mientras exista”.[16] Cuatro objetos generan aquí sendas metáforas que son fundamentales para entender la dialéctica de este poemario: el tornillo, que representa el devenir de un tiempo que se mueve hacia abajo en círculos concéntricos “volviendo sin cesar sobre sí mismo”.[17] La segunda imagen corresponde a la escalera: en su base está la vida; en el piso superior está la muerte. Las dos metáforas conducen por distintas vías al mismo fin: el aprendizaje por parte del poeta de los signos trascendentales de la existencia; dualidad vida-muerte en perfecto equilibrio y en un movimiento constante. El tercer elemento es la isla, cuyo sentido primordial se centra en la soledad; una soledad conquistada; una individualidad conseguida. El cuarto objeto es el nudo ciego: “somos el solo nudo de una cuerda infinita / que nadie tejió nunca y que de nada pende”.[18] Este nudo ciego representa la dramática convicción del poeta de la absoluta orfandad del hombre; una orfandad ontológica y sin sustento en un universo donde Dios está ausente. Trébol de cuatro hojas es, en principio, un homenaje a cuatro amigos: Bernardo Ortiz de Montellano, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza y Carlos Pellicer. Esas cuatro hojas del trébol son cuatro lecturas fraternas y, sin embargo, objetivamente críticas de la obra de estos cofrades convocados en el ara del altar de la poesía. Lectura analítica y poética al mismo tiempo la que hace Torres Bodet de Muerte sin fin: “Vida sin fin y vida sin nepente / es la muerte sin fin que has exaltado: / agua de manantial -pero en la fuente”.[19] De los cuatro poemas, el más intenso, por ser el más cálido, es el dedicado a Bernardo Ortiz de Montellano; el carácter entrañable del poema no lo exime de la agudeza crítica; el autor de Muerte de cielo azul aparece perfectamente delineado incluso en sus defectos: “El sueño fue tu río más compacto. / Y tú que no llegaste a nada en punto, / para soñar mejor te hiciste exacto”.[20] Pellicer, el exuberante cantor de los paisajes de selva, transporta a Torres Bodet hasta el centro mismo de su impenetrable vegetación: “Dejando por el vértigo el reposo, / oigo la edad subir hasta mi puerta / y me pierdo en tu trópico imperioso”.[21] La figura de Xavier Villaurrutia se deslíe en el recuerdo del poeta transformándose en una máscara: “¿Era suya esa máscara –o la invento?”.[22] Imaginación, realidad, evocación, nostalgia, inteligencia, todo eso se conjuga en el último poemario de Jaime Torres Bodet. Ahí el poeta encuentra en el espacio sagrado de la poesía un tiempo inconsútil donde dialogar, incluso más allá de la muerte, con esos camaradas de juventud. Cierra magistralmente así su obra poética; con Trébol de cuatro hojas cumple a cabalidad el ciclo que lo ha conducido al cabo de cuarenta años de sí y para sí mismo.
A pesar de que Jaime Torres Bodet consideró que su obra narrativa no pasaba de ser una simple aproximación, un intento por descubrir nuevos rumbos hacia la consecución de una historia –prueba de ello es que dejó de publicar narrativa muy tempranamente, en 1941– lo cierto es que fue un maestro de la descripción y de la creación de atmósferas. La primera obra que escribió: Margarita de niebla (1927) ha sido vista siempre por la crítica como formando parte de una trilogía vanguardista que venía a contraponer al Realismo promovido por la cultura emanada de la Revolución mexicana un nuevo estilo, al que Juan Coronado ha calificado como: “un erotismo mórbido e indefinido”;[23] dicha trilogía la forman: Novela como nube de Gilberto Owen, Dama de corazones de Xavier Villaurrutia y Margarita de niebla de Torres Bodet. Quizá la definición más exacta y certera a propósito de la esencia de la narrativa torresbodetiana la enuncia Edelmira Ramírez Leiva, quien afirma que las acciones no son lo fundamental en los relatos del escritor, sino que “manifiesta un mayor interés en profundizar en el ser humano y su acontecer vital; por ello el énfasis en las descripciones que, al no ser exhaustivas, proyectan unos personajes construidos con muy pocos rasgos, de tal forma que parecen vistos como en instantáneas o más exactamente como negativos de fotografías en un tiempo congelado”.[24] Tras Margarita de niebla escribió: La educación sentimental (1929), Proserpina rescatada (1931), Estrella de día (1933), Primero de enero (1934), Sombras (1937) y Nacimiento de Venus (1941). Es indudable que el poeta y el narrador son muy cercanos; su narrativa está hecha de metáforas, a través de las cuales se busca alcanzar el mayor grado de significación posible, basten dos ejemplos tomados, el primero de Proserpina rescatada y el segundo de Estrella de día, para hacer evidente la intención poética que encierran: “¿qué parque zoológico podría disponer de una vitrina tan rica, tan variada de especies, como los ojos de una agonizante?”,[25] y: “su idioma, como las filacterias de los vitrales, tenía que leerse a contraluz”.[26] Pero la narrativa de Torres Bodet es, además de poética, profunda; la voz en tercera persona no sólo describe, también reflexiona: “Para la mayoría de los mortales, la libertad no es sino un entreacto entre dos servidumbres, una vacación entre dos presidios”.[27]
La crítica se olvida por lo general, en el contexto de la narrativa de Torres Bodet, de una novela de extraordinaria factura: Sombras; en ella se conjunta la capacidad poética de las descripciones con el ambiente netamente mexicano de la más pura sepa nacionalista. Obras posteriores como Al filo del agua de Agustín Yáñez o Las buenas conciencias de Carlos Fuentes son herederas de esta síntesis que ya avizora Torres Bodet en Sombras: modernidad y tradición unidas de manera estrecha donde lenguaje y atmósferas, paisaje y Costumbrismo forman una unidad indivisible. Otra singularidad, además, tiene esta obra que la crítica ha pasado totalmente desapercibida y es la existencia, en paralelo, de un cuento que con el título de “Insomnio” publicó en la revista dirigida por Octavio G. Barreda: Letras de México, en el mismo año de 1937. Es evidente, al leer ambos textos, que uno y otro tienen en común el mismo punto de partida: la angustia de una anciana preocupada por un asunto familiar. La novela es, desde luego, más explícita; el cuento se circunscribe al transcurso de una noche en vela; la novela, en cambio, alterna días y noches; Eulalia se llama la protagonista de la novela, mientras que Aurelia es el nombre de la anciana del cuento. En ambos textos hay frases iguales, sin embargo, cada uno tiene su lenguaje propio, su ritmo particular; a la manera de Wagner, hay temas que se repiten una y otra vez en un contexto y en otro, pero conservando siempre su unidad e independencia.
La narrativa breve de Jaime Torres Bodet es excepcional y ha sido prácticamente soslayada por la crítica. Tanto el relato anterior, “Insomnio”, como otros dos titulados: “Parálisis” y “La visita”, jamás considerados por los numerosos antologadores del cuento mexicano del siglo xx, son modelos del género y, además, ampliamente representativos de una narrativa mexicana actual, a pesar de haber sido publicada en la primera mitad de la pasada centuria. “Parálisis” está escrito en primera persona y está construido a base de percepciones, especialmente auditivas; la inmovilidad forzosa a la que un hombre enfermo queda constreñido hace más nítidos, para él, los sonidos y la verdad emocional que cada uno encierra: “Una tecla del piano que cierra todas las noches en el salón hunde en la sombra su sonido brusco, penetrante, largo. Como por la grieta de un cristal, las cosas que organizaba, en un plano unido, la superficie lúcida del silencio, cambian de significado, vistas a través de esa rendija sonora”.[28] Por su parte, “La visita” homologa dos posturas que la tradición considera antagónicas: vanguardia y Nacionalismo. De nuevo, Torres Bodet aparece no sólo como un precursor, sino como un escritor adelantado a su propia época, pues hace coincidentes en un texto la temática de la lucha revolucionaria y el tratamiento psicológico intimista de la angustia vivida por el personaje que espera la visita de su antiguo jefe. Torres Bodet refleja con exacta pulcritud el ambiente que campea en el México de la Revolución: “Era de noche, en diciembre. Para recibir a sus hombres las soldaderas habían encendido en las plazas de Zacatecas grandes fogatas de leña, con ramas tiernas que ardían a saltos, como sus risas, tan pronto exageradas por un trago de aguardiente, como interrumpidas luego por un acceso de tos”; asimismo bucea en el interior del protagonista que se debate entre su antigua vida vergonzante y la presente llena del amor de su familia y de la tierra. En general, los relatos de Torres Bodet transcurren por los sinuosos caminos de los conflictos existenciales que agobian el alma de los personajes. Para el autor, la narración es una vía de análisis y autoconocimiento. Los personajes muestran sin cortapisas, ante el lector, los más oscuros meandros de su ser; al final, destruidos o fortalecidos por su misma problemática, han cumplido a cabalidad la dura vía del héroe trágico.
Jaime Torres Bodet fue un ensayista preclaro e incisivo. Publicó artículos de diversa índole en revistas nacionales y extranjeras; entre las primeras se encuentran: La Falange, Contemporáneos y Letras de México, espacios en los que coincidió con los demás miembros de su generación. De entre los textos que publicó en la revista que le dio nombre al grupo, sobresale uno: “Perspectiva de la literatura mexicana actual (1915-1928)” donde parte de la figura del dios Jano para explicar la bipolaridad irreconciliable que, a su juicio, presenta la literatura mexicana en ese momento. Tradición frente a vanguardia; folklor y universalidad; evocación de la lucha armada frente a la búsqueda de espacios oníricos y formas más plurales de descripción tanto de la realidad como de los espacios íntimos del alma humana, formas que el autor define como de “ingravidez real”. Este texto es, a la vez que un manifiesto de grupo, un análisis sistemático de las nuevas necesidades estéticas a las que el momento histórico obligaba. El joven ensayista definía así el quehacer estético de su generación: “literatura que busca a través del dolor de la vida, que no refleja, sino en parte, un cielo más puro que mirar y un horizonte más limpio al que circunscribirse”.
El primer libro de ensayos que publicó Torres Bodet fue Contemporáneos en 1928, año también de la aparición de la revista homónima. Los postulados que ahí propuso el joven escritor incitaban a la polémica; uno, en especial, levantó ámpula: el que cuestionaba la propuesta de José Ortega y Gasset en La deshumanización del arte.
Notable fue el estudio biográfico que realizó sobre León Tolstoi, donde no sólo sigue puntualmente los pormenores de la vida del escritor, sino que también analiza su obra con la pasión de un lector y la justeza de un crítico. En la sección “Motivos” de la revista Contemporáneos, reflexionó Torres Bodet acerca del género biográfico: “¿Hasta qué punto es autor de una biografía quien la escribe? ¿Dónde empieza su obra? ¿Dónde acaba la del personaje, vivo y absolutamente real, que la inspiró? El buen biógrafo –concluye– es aquel que se diluye en un primer plano que representa el biografiado; esta prosa de las buenas biografías no muestra otro deseo que el de adelgazarse y desaparecer”.[29] En la práctica se cumple a cabalidad el presupuesto teórico planteado; el autor de la biografía se diluye, se mimetiza en el discurso para que viva a plenitud el sujeto estudiado.
Igualmente valiosa es su biografía sobre Rubén Darío; en ella no deja nada al azar: su nacimiento y niñez, sus obras de juventud y madurez, su vida en Europa, sus actividades diplomáticas y su muerte. Los jóvenes Contemporáneos se alejaron de Darío, su estética se distanció cada vez más del prócer modernista; pero al hacer, desde la madurez, el recuento, Torres Bodet no duda en escribir:
A cincuenta años de la muerte de Rubén, y a pocos meses de la fecha en que habrá de conmemorarse el centenario del día en que vino al mundo, tenemos la obligación de mostrarnos lúcidos e imparciales, sin acudir a la fórmula de la carta que Darío escribió cierta vez a Miguel de Unamuno: ‘sea usted justo y bueno’ No; los grandes creadores no necesitan piedad de sus herederos. Les basta con su justicia. Y, en efecto, la justicia es el único pedestal perdurable para la estatua que erigimos a su memoria.[30]
Tiempo y memoria en la obra de Proust (1967) es, a la vez que una biografía, una reflexión aguda y puntual de aquellos temas que interesaron de manera fundamental a la generación de Torres Bodet: el tiempo, la memoria, el sueño: “el sueño que invade e ilustra el sueño; al que lo desarticula como descanso y lo convierte, a veces, en pesadumbre y fatiga para el espíritu”.[31]
Tres inventores de realidad. Stendhal, Dostoyevski, Pérez Galdós (1955) es un acercamiento más, brillante y preciso, profundo y certero de Torres Bodet al mundo de la literatura universal.
Maestros venecianos (1961) representa otra faceta del interés del autor por las Bellas Artes, la pintura en este caso. Como en la literatura, igualmente en esta rama del saber Torres Bodet es un maestro, en la medida en que su propia experiencia pasa al lector enriquecida por el cuidadoso análisis y la valoración estética precisa.
Con respecto al volumen que resume sus innumerables discursos, el autor señala: “Todos los textos que aparecen aquí se hallan unidos, en mi recuerdo, a la aceptación de una responsabilidad, al cumplimiento de un deber, a la conciencia de un compromiso”.[32] En efecto, esos textos son la crónica puntual de su desempeño como hombre público; pero más allá de la prosa oficial, está también en ciertos textos el compromiso humano del colega y el amigo. La pieza retórica que pronunció ante la tumba de Alfonso Reyes el 28 de diciembre de 1959 es una impecable muestra de empatía y perspicacia: “Señor de las transparencias, sus libros son un modelo de sonrisa y de claridad”, afirmaba Torres Bodet en el mismo lugar donde años más tarde también descansarían sus propios restos.
Sus libros de memorias: Tiempo de arena (1955), Años contra el tiempo (1969), La victoria sin alas (1970), El desierto internacional (1971), La tierra prometida (1972) y Equinoccio (1974) recogen toda su experiencia en el ámbito público así como las más hondas vivencias interiores del hombre que fue hijo, amigo, humanista y profundo observador del mundo que lo rodeaba. En esos seis libros se condensa la vida laboral, intelectual y familiar de Torres Bodet. Destacan en estos textos su inmejorable colección de retratos literarios, la mirada sagaz del memorialista y la destreza del escritor, que se conjugan para dar al lector una información tridimensional cobijada por una prosa colindante con la poesía.
Con apenas 19 años inició su desempeño en tareas administrativas. Su primer trabajo fue como secretario de la Escuela Nacional Preparatoria. Eran bastantes las responsabilidades que tenía que cubrir, entre ellas la organización de las juntas de profesores, la coordinación de horarios y la correspondencia que se generaba en el plantel. Dos años más tarde, en 1921, sustituyó a Manuel Toussaint en la encomienda de secretario particular del rector José Vasconcelos. En su libro de memorias Tiempo de arena, cuenta cómo fue su primer encuentro con el autor del Ulises criollo, quien al momento de entrar en su despacho su futuro colaborador se hallaba de rodillas frente a un librero tratando de acomodar una pila de tomos encuadernados. Entre 1922 y 1924, Jaime Torres Bodet fungió como jefe del Departamento de Bibliotecas de la Secretaría de Educación Pública. Sobresale en este tiempo la publicación de la colección Lecturas clásicas para niños; también vio la luz, en el mismo periodo, la revista La Falange que hizo junto con su entrañable amigo Bernardo Ortiz de Montellano. Posteriormente, de 1925 a 1929, llegó como titular a la Secretaría de Salubridad el Dr. Bernardo J. Gastélum, a quien los Contemporáneos habían conocido en la Secretaría de Educación Pública, y decidió incorporar a ese grupo de jóvenes poetas a sus oficinas; trabajaron allí: Enrique González Rojo, José Gorostiza, Bernardo Ortiz de Montellano, Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia, además del propio Torres Bodet. Es en esta etapa cuando la interrelación entre ellos es más estrecha; lecturas en común, proyectos editoriales, discusiones de cenáculo y el constante ejercicio de la crítica de su producción literaria sometida al escrutinio de sus camaradas propició la evolución de sus distintos caminos literarios; corresponde también esta época a la aparición de la revista literaria que definiría al grupo: Contemporáneos (1928-1931). Fue en el año de 1929, al finalizar la gestión del doctor Gastélum, cuando Genaro Estrada, por entonces subsecretario de la Secretaría de Relaciones Exteriores, recomendó a Torres Bodet que presentara las oposiciones necesarias a fin de obtener una plaza en el cuerpo consular. Aprobados los exámenes fue designado a España, donde trabajaría bajo las órdenes de Enrique González Martínez, a quien el recién nombrado secretario de la legación definió más tarde como “poeta que pretendía abarcar la integridad de lo humano en sus cimas o en sus abismos y en sus fracasos tanto como en sus éxitos” (Discurso pronunciado en la Academia Mexicana de la Lengua, 16 de abril de 1971) y que había prologado a su vez el primer libro de poesía de Torres Bodet: Fervor, de 1918, cuando el autor contaba apenas con 16 años de edad. En ese prólogo, González Martínez apuntaba: “El flamante poeta de Fervor no se cuela en el parnaso ‘con llave falsa o con violento insulto’, sino por sus pasos contados, y seguro de que el apolíneo gremio ha de concederle cordial y benévola acogida”.[33]
Cuando Torres Bodet se embarcó rumbo a Europa, una pregunta capital rondaba su mente: “[…] ¿por qué, entonces, tomé esa ruta que –para llevarme a mí mismo– iba a tener que pasar por tantas capitales, sortear tantas amenazas, provocar tantas despedidas?”. En efecto, en su larga carrera como diplomático Jaime Torres Bodet hubo de despedirse muchas veces, sortear peligros que pusieron en riesgo su seguridad y la de sus allegados; en especial, cuando tuvo que dejar Bélgica en plena Segunda Guerra Mundial. Pero, frente a estos inconvenientes la vasta experiencia acumulada y los innúmeros personajes del mundo intelectual y político a quienes trató contribuyeron de manera sensible a trazar su crecimiento personal como humanista de alto rango; lo que se tradujo también en su consolidación como narrador, poeta y pensador.
Madrid, su primer destino diplomático, lo hizo advertir su soledad, pero también maduró como poeta; él fue plenamente consciente de ello. En carta a su amigo Ortiz de Montellano, a propósito del libro Sueños, dice: “Este libro, desde luego, como Destierro en mi obra me parece marcar en la tuya un absoluto cambio de orientación”. En Tiempo de arena, abunda: “aquella poesía en el destierro me fue por lo menos útil para saber desde dónde debería regresar al terreno propio”,[34] juicio que confirma la eterna vocación de Ulises que permea entre los miembros de su generación. Torres Bodet vivió un momento crucial de la historia de España: el nacimiento de la Segunda República en 1931. La agudeza de su inteligencia, siempre en acecho, lo hace proferir después de un almuerzo frente a Manuel Azaña, por entonces presidente del Gobierno español, un comentario que resultó un vaticinio que la historia confirmaría lamentablemente algunos años más tarde: “El almuerzo estuvo excelente y de acuerdo en todo con las mejores normas gastronómicas. ¿Sucederá lo mismo con la República? –‘¿Por qué me pregunta usted eso?’ Exclamó Azaña –Porque temo que en lo político, hayan empezado ustedes por el postre y tengan que terminar por la sopa. Azaña me miró sorprendido. Hizo un mohín y cambió de tema”. Perspicaz y satírico resultaba ya por entonces el hombre que llegaría a ocupar la Secretaría de Relaciones Exteriores y la Presidencia de la unesco.
Francia, Holanda, Bélgica, Argentina fueron sedes diplomáticas en las que la inteligencia proverbial de Torres Bodet se hizo notar. A su regreso a México y en el contexto de una Europa devastada por la guerra, el hombre que volvía a la patria distaba mucho de aquel que había partido en 1929. Hábil político, pensador agudo, poeta laureado y elegante narrador, el Jaime Torres Bodet que se hizo cargo de la Subsecretaría de Relaciones Exteriores en 1941 era ya un hombre maduro y experimentado que supo enfrentar con valentía y decisión los retos de un mundo en guerra desde una tribuna estratégica y de gran responsabilidad. México de cara al mundo sorteaba, al lado de los aliados, los embates del fascismo; y desde la trinchera de la diplomacia, una pieza importante fue sin duda Torres Bodet.
Su carrera en el Servicio Exterior lo llevaría a desempeñar la dirección de la Secretaría de Relaciones Exteriores de 1946 a 1948. Antes, de 1943 a 1946, ocupó por primera vez el cargo de secretario de Educación Pública bajo el gobierno del general Manuel Ávila Camacho. En su libro de memorias Años contra el tiempo, narra así el momento en el que el presidente de la República le comunicó la decisión de encomendarle el barco de la educación en México, mismo que por entonces atravesaba por un mar borrascoso. “El martes 21 de diciembre de 1943 –era yo entonces subsecretario de Relaciones Exteriores– sonó en mi despacho el teléfono de la red gubernamental. Tomé el audífono. Reconocí la voz honda, apacible y grave del presidente Ávila Camacho […] quisiera hablar con usted […] Al entrar en su despacho, lo encontré preocupado, pero sonriente”.[35] Ante los graves problemas magisteriales que enfrentaba el régimen la voz del presidente fue contundente; ni todos los argumentos esgrimidos por Torres Bodet para que desistiera de su propósito lograron disuadirlo: “nada de cuanto dije lo persuadió. Sentí que su decisión había sido madurada muy detenidamente y que –por escasas que fueran mis aptitudes– no había encontrado a ningún otro candidato en quien pudiese depositar su confianza de hombre. Esta consideración a la postre, fue la que me venció”.[36] Manuel Ávila Camacho no se equivocó, la labor de Torres Bodet al frente de la Secretaría de Educación fue histórica. Se construyeron aulas en todo el país; se actualizaron los planes y programas de estudio; se emprendió una ardua campaña en contra del analfabetismo y se creó la Biblioteca Enciclopédica Popular, de la cual se editaron 134 cuadernillos en 134 semanas.
En 1958, al tomar posesión como presidente de la República Adolfo López Mateos, Jaime Torres Bodet tuvo oportunidad de continuar la obra educativa que de manera tan apropiada llevó a cabo 15 años atrás. Nuevamente, las reticencias del intelectual pretendían alejar al burócrata: “Más vencido que convencido, salí del despacho de San Jerónimo. En el automóvil, durante el trayecto me asombraron –como si fueran ajenas– mi falta de persistencia y la facilidad final de mi aceptación”.[37] Durante este segundo periodo al frente de la Secretaría de Educación, se formó la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos que presidía –no sin enconadas críticas en contra– Martín Luis Guzmán. El entonces ministro reflexionaba así años después en sus memorias: “Lo sé muy bien; quienes reciben esos volúmenes ignoran hasta el nombre del funcionario que concibió la idea de que el gobierno se los donase. No obstante, cuando al pasar por la calle de alguna ciudad de México encuentro a un niño con sus libros de texto bajo el brazo, siento que algo mío va caminando con él”. El primer tiraje para los libros de primaria fue de 37 millones de ejemplares. Otro de los grandes logros por entonces fue la creación del Plan de Educación de 11 años divididos en 6 de primaria, 3 de secundaria y 2 de bachillerato. Pero, sin duda, la obra más visible y espectacular de esta etapa fue la construcción del Museo Nacional de Antropología y del Museo de Arte Moderno, ambos en las inmediaciones del Bosque de Chapultepec. En el discurso inaugural del museo, Torres Bodet aseveró: “A todas horas y en todas partes, somos los hombres historia viva”.[38] En efecto, el poeta, el funcionario, el intelectual que pronunció aquella frase hacía de cada día, con su vida, Historia.
En los 15 años transcurridos entre una gestión y otra de Torres Bodet al frente de la Secretaría de Educación Pública, además de su desempeño al frente de Relaciones Exteriores, tuvo a su cargo, de 1948 a 1952, la Dirección General de la unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura). Era el año de 1946 y los representantes de los distintos países que integrarían esta filial de la Organización de las Naciones Unidas se congregaron en la Gran Bretaña. Aquel hombre, tan dueño de sí en los espacios gubernamentales, se cuestionaba en la intimidad sobre sus intenciones: “y yo mismo, que presumía de filósofo –egoístamente sentado frente al crepúsculo, ¿a qué iba a Londres? ¿A cumplir con un deber oficial? ¿A ganar una batalla para México? ¿A obtener adeptos para una causa que suponía honorable y justa?”.[39] La respuesta a tantas inquietudes llegaría durante la tercera conferencia general de la unesco en Beirut; Jaime Torres Bodet tendría en sus manos los destinos de una organización tan importante por sus objetivos, pero tan poco apoyada por las Naciones Unidas. Grandes expectativas animaban el espíritu del poeta y pensador. Sin embargo, las decepciones no se hicieron esperar; más interesados en fortalecer sus arsenales bélicos que en ocuparse formalmente de la educación y la cultura de sus pueblos, los representantes de las naciones agrupadas en torno a la unesco escatimaron los recursos al máximo. Torres Bodet, abrumado, intentó dimitir en 1950; entonces la renuncia no le fue admitida. A pesar de las promesas y la palabra empeñada, la situación siguió siendo la misma, por lo que, finalmente, cansado de las constantes negativas para apoyar los proyectos, el estadista mexicano no tuvo más remedio que abandonar la empresa dos años más tarde.
El mejor balance que puede hacerse de la impresionante labor pública de Jaime Torres Bodet en distintos frentes, a lo largo de su carrera como funcionario, lo hace él mismo con la agudeza que lo caracterizó siempre:
Durante años viví de ser. Fui estudiante, profesor universitario, jefe del Departamento de Bibliotecas, consejero de legación, secretario de Relaciones Exteriores, director general de la unesco, y dos veces secretario de Educación Pública. Ahora estoy recordando lo hecho: los personajes que conocí, las ciudades que amé, los trabajos que llevé a término, los que dejé inconclusos, los proyectos que no logré realizar jamás. Sin embargo no he dejado nunca de ser. Cartesiano desde la infancia (acaso por la educación que me dio mi madre), recordar es mi forma de ser actual. Revivo en los que recuerdo, me reconozco en lo que repito, y, por momentos, en cuanto escribo, oigo la voz de mi juventud.
En efecto, Torres Bodet siempre fue congruente con sus propios principios, quizá y sólo quizá por eso, una vez terminadas sus memorias y entregado el último volumen de ellas a la imprenta decidió que era el momento de partir. No le quedaba ya más que hacer, como si poco hubiese sido lo hecho por él en la vida, aún le restaba la última lección, el último rasgo de honestidad que podía legar a las generaciones por venir.
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Nació en la Ciudad de México, el 17 de abril de 1902; se suicidó el 13 de mayo de 1974. Poeta, narrador y ensayista. Estudió en la Escuela Nacional de Jurisprudencia y en la Facultad de Altos Estudios de la Universidad Nacional. Fue profesor y secretario de la Escuela Nacional Preparatoria; profesor de la Facultad de Altos Estudios de la Universidad Nacional; secretario del rector José Vasconcelos; codirector de La Falange y Contemporáneos; secretario de las delegaciones mexicanas en Madrid y París; jefe del Departamento Diplomático de la sre; secretario de Relaciones Exteriores y de Educación Pública en dos ocasiones; representante mexicano en la reunión constitutiva de la Organización de Estados Americanos; embajador de México en Francia; director general de la unesco. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, de El Colegio Nacional, del Instituto de Francia y del Mundo Latino. Colaboró en El Occidente. Premio Nacional de Letras 1966. Doctor honoris causa por las universidades de Alburquerque, Burdeos, Bruselas, La Habana, Lima, Lyon, Mérida, México, París, Sinaloa y del Sur de California.
1995 / 14 ago 2018 18:58
Jaime Torres Bodet (1902-1974) decidió publicar la poesía de sus años de aprendizaje –a partir de 1918– que sus compañeros de generación mantuvieron en silencio. Lo animaba en su decisión su madurez anticipada, su gravedad mental y continencia emotiva. Pero esa misma condición culta y reflexiva de su temperamento, determinarían que en sus primeros libros poéticos (Fervor, prólogo de Enrique González Martínez, 1918; El corazón delirante, prólogo de Arturo Torres Rioseco, 1922; Canciones, prólogo de Gabriela Mistral, 1922; Nuevas canciones, Madrid, 1923; La casa, 1923; Los días, 1923; Poemas, 1924; Biombo, 1925; Poesías, Madrid, 1926; Destierro, Madrid, 1930) quedaran impresas las huellas de sus lecturas y sus admiraciones, mientras iba surgiendo su propia canción. Su lucidez, sin embargo, lo llevó a transformar en poesía aun este mismo dilema, como puede advertirse en el poema inicial de Cripta (1937); el poeta busca su propia voz extraviada en un infinito dédalo de espejos. Pero su voz había iniciado ya su liberación en el grupo de poemas que merecen rescatarse de sus primeros libros, y llegaría a convertirse en un nuevo y desolado canto en los poemas de su madurez.
Dentro de la tradición mexicana de sobriedad y transparencia, Torres Bodet tiene su propia voz en el coro de los poetas de su tiempo. Él se mantendrá leal a la emoción cuando otros preferían la aventura de las sensaciones y las experiencias intelectuales. Mas aquellas formas del espíritu aparecen en su poesía desnudas de cuanto no sea su radical humanidad y balanceadas con símbolos e imágenes plásticas. La renuncia a la embriaguez de los sentidos y a los dones del mundo, la discreta melancolía, persistente desde sus primeros versos, se convertirán, a partir de Sonetos (1949), en estoicismo moral, estremecido por un temblor de lágrimas, expresado en un lenguaje poético tan moderno como cercano a la lección austera del Francisco de Quevedo de los sonetos temporales y fúnebres. Este proceso de depuración interior culminará en sus últimos libros: Fronteras (1954) y Sin tregua (1957), en los que la poesía es expresión de las experiencias radicales del hombre. Su postrer libro de poesía, Trébol de cuatro hojas (1958), es un coloquio, en nobles tercetos, con cuatro de sus amigos poetas: Bernardo Ortiz de Montellano, Carlos Pellicer, José Gorostiza y Xavier Villaurrutia. Su Obra poética (1967) se recogió en dos volúmenes con prólogo de Rafael Solana.
Las novelas y relatos de Torres Bodet –siete volúmenes publicados entre 1927 y 1941, reunidos bajo el título de Narrativa completa (1985), también en dos volúmenes y con prólogo de Rafael Solana– pertenecen a su época de interés por las nuevas direcciones de la prosa narrativa francesa y española. A estos textos debe añadirse El juglar y la domadora y otros relatos desconocidos (1992), recogidos y prologados por Luis Mario Schneider.
En sus ensayos y estudios de crítica literaria, de la época de la revista Contemporáneos, unía un conocimiento siempre renovado de letras antiguas y modernas a un espíritu alerta y a un estilo de transparente riqueza que divulgaba los nuevos valores literarios y contribuía a la formación de las generaciones jóvenes. Paralela a su madurez como poeta alcanzó también su madurez como ensayista y memorialista. Tiempo de arena (1955), primera parte de sus memorias, es uno de sus mejores libros. Más que una autobiografía vital, es sobre todo una biografía intelectual, una historia de su formación espiritual. Por ello las páginas más hermosas de este libro son las que narran la revelación de personalidades artísticas y literarias. En sus últimos años, Torres Bodet se empeñó en narrar puntualmente sus experiencias como funcionario y diplomático, al servicio de México y de la cultura, en cinco volúmenes más: Años contra el tiempo (1969), La victoria sin alas (1970), El desierto internacional (1971), La tierra prometida (1972) y Equinoccio (1974), reimpresos junto con Tiempo de arena en dos volúmenes, como Memorias (1981).
Testimonio de la madurez de Torres Bodet son también sus ensayos acerca de grandes novelistas: Tres inventores de realidad (1955) –Stendhal, Dostoievsky y Pérez Galdós–, y los estudios sobre Balzac (1959), los Maestros venecianos (1961), León Tolstoi, su vida y su obra (1963), Rubén Darío. Abismo y cima (1966) y Tiempo y memoria en la obra de Proust (1967), estudios que analizan los problemas de la creación literaria y artística y los dilemas esenciales que la vida y el arte propusieron a estos creadores.
En su juventud, Torres Bodet hizo crítica cinematográfica, en 1925 y 1926, tiempos del cine mudo. Se firmaba “Celuloide” y su sección se llamaba “La cinta de plata” que se publicaba en Revista de Revistas. Sus crónicas, de “calidad literaria y visión cultural”, fueron reunidas, bajo el nombre que tenía la sección, por Luis Mario Schneider en 1986.
En fin, es necesario hacer mención, en esta obra de tantas facetas, de los discursos y mensajes educativos, culturales y de política internacional de Torres Bodet, recogidos en varios volúmenes, y seleccionados por su autor en Discursos, 1941-1964 (1965). Sus Obras escogidas añaden, en la segunda edición de 1983, un apéndice, a la primera edición de 1961, con textos importantes de sus últimos años.
Sobre Torres Bodet, véanse, además de las introducciones citadas: Jaime Torres Bodet en quince semblanzas, por Marte R. Gómez, Alfonso Caso, José Luis Martínez, Rafael Solana, Antonio Castro Leal, J. M. González de Mendoza, Francisco Cuevas Cancino, Salomón Kahan, Víctor Gallo Martínez, Luis Álvarez Barret, Lucas Ortiz B., Ramón García Ruiz, Jorge Casahonda, Moisés Ochoa Campos y Miguel León-Portilla, Ediciones Oasis, México, 1965. Emmanuel Carballo, Un mexicano y su obra. Jaime Torres Bodet, México, Empresas Editoriales, 1968.
Estudió en la escuela primaria anexa a la Normal de Maestros; en las Escuelas Nacional Preparatoria (enp), en la Nacional de Jurisprudencia y en la Facultad de Altos Estudios, de la Universidad Nacional de México (unm). A los 19 años fue designado profesor de la Universidad y secretario particular del rector José Vasconcelos; de 1922 a 1924 desempeñó el cargo de jefe del Departamento de Bibliotecas de la Secretaria de Educación Pública (sep), donde colaboró en la recopilación y adaptación de las Lecturas clásicas para niños, y dirigió las revistas El Libro y el Pueblo y La Falange, esta última junto con Bernardo Ortiz de Montellano. Fue profesor de Literatura Francesa en la Facultad de Altos Estudios (1925-1928), hasta que ingresó, por oposición, al servicio exterior mexicano. Como diplomático se desempeñó como secretario de las Legaciones de México en Madrid (1929-1931) y en París (1931); fue encargado de Negocios en La Haya (1932) y Buenos Aires (1934), primer secretario en París (1935-1936), jefe del Departamento Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores (1936-1937), encargado de Negocios en Bélgica (1938-1940), subsecretario (1940-1943) y secretario (1946-1948) de Relaciones Exteriores y embajador en Francia (1954-1958). En dos ocasiones fue titular de la Secretaría de Educación Pública (sep), de 1943 a 1946, durante el gobierno de Manuel Ávila Camacho y, de 1958 a 1964, con Adolfo López Mateos. Como titular de dicho cargo, promovió la Campaña Nacional contra el Analfabetismo (1944-1946), estableció el Comité Federal del Programa de Construcción de Escuelas (1944), fundó el Instituto Nacional de Capacitación del Magisterio (1945), dirigió la ejecución del Plan de Once Años para la Extensión y el Mejoramiento de la Enseñanza Primaria (1959-1964) e implantó el sistema de libros de texto gratuitos para la educación básica. Durante sus gestiones se crearon treinta Centros de Capacitación para el Trabajo Industrial y se construyeron numerosos centros educativos; la galería "La Lucha del Pueblo Mexicano por su Libertad", más conocida como Museo del Caracol, y los Museos Nacional de Antropología y el de Arte Moderno. Fue representante de México en numerosas reuniones de carácter internacional: en 1945 asistió a Londres como presidente de la delegación mexicana a la conferencia internacional en la que se constituyó la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (unesco), que presidió de 1948 a 1952; a la Conferencia Interamericana de Quintandinha, Brasil (1947), en la que se formuló el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca; a la ix Conferencia Interamericana de Bogotá, Colombia (1948), donde se aprobó la Carta de la Organización de los Estados Americanos (oea), y a la Mesa Redonda con motivo del vigésimo aniversario de la creación de la unesco. Desde 1964, al dejar el cargo en Educación, dedicó mayor tiempo a su trabajo como escritor: la redacción de sus memorias y la lectura de una serie de conferencias en El Colegio Nacional, del que era miembro.
Jaime Torres Bodet, auténtico hombre de letras, cultivó, con excepción del teatro, todos los géneros literarios, incluida la entonces incipiente crítica cinematográfica; esto, sin olvidar su destacada actuación a nivel educativo, político y diplomático. A decir de Octavio Paz, "Torres Bodet, su obra y su persona, son parte –y parte imprescindible– de la literatura y de la historia del México moderno". El escritor se manifestó precozmente: a los dieciséis años se dio a conocer como poeta con Fervor, libro marcado por la estética decadentista de Enrique González Martínez y Amado Nervo; a este volumen le siguen, en un breve periodo, seis poemarios más que acusan este mismo saber libresco, de falso escepticismo y hastío por la vida. El no encontrar una voz propia llevó al autor a realizar una severa depuración para el volumen de Poesías, que fue incluso más estricta que la realizada en sus Obras escogidas. Sin embargo, esta etapa de experimentación le permitió iniciar la exploración de algunos de sus temas recurrentes, así como lograr el equilibrio entre tradición y novedad, que se refleja en su obra posterior. En 1930 apareció Destierro, libro decididamente vanguardista en el que, a través de imágenes surrealistas y del verso libre, trazó una imagen mecanicista y desolada del mundo. Tras unos años de silencio, en los que ejercita la narrativa, da a conocer Cripta y Sonetos, sus libros más importantes por la depuración y la perfección que alcanza como poeta: su tema es la fugacidad del tiempo, que conduce a la muerte, aunque al final descubre que ésta siempre ha habitado dentro de cada ser vivo. La narrativa de Torres Bodet pertenece a su época, a los intentos de experimentar con la prosa, que se daban tanto en México como en Europa. Sus "Reflexiones sobre la novela" pueden considerarse como el andamiaje teórico de sus relatos, todos ellos caracterizados por la reducción de la anécdota a favor de la exploración en la sicología, en la personalidad o en los sueños de los protagonistas. Esta búsqueda en la mente de los personajes nos da la imagen de unos seres humanos solitarios, imposibilitados para comunicarse con los demás y rodeados por una realidad muy pobre en relación con su capacidad de imaginación. Para el autor, estas narraciones no tuvieron mayor valor que lograr el dominio de un estilo más adecuado para empresas mayores. Como ensayista, Torres Bodet se caracterizó por las cualidades de objetividad y equilibrio que privaron en sus juicios; sin embargo, su libro Contemporáneos y la "Perspectiva de la literatura mexicana actual" resultan los ensayos más atractivos por la audacia con la que se enfrentó a la actualidad literaria de su momento. Sus libros posteriores, escritos en los años cincuenta, son el resultado de algunos de los cursos dictados en El Colegio Nacional sobre novelistas como Dostoievski, Tolstoi, Balzac, Proust y el poeta Rubén Darío; se trata de intentos por explicar el universo artístico a través de la vida del creador y de su entorno. Sus responsabilidades como servidor público propiciaron un cambio en su actitud como creador: la idea del deber y de la responsabilidad se impusieron como una constante, como se ve en sus discursos "Deber y honra del escritor", "El escritor en su libertad" y en algunos pasajes de sus memorias, especialmente las de los últimos años. Estos mismos ideales se ven plasmados poéticamente en Fronteras y Sin tregua, libros en los que el poeta se une solidariamente al sufrimiento de la humanidad. También se interesó por las artes plásticas, especialmente la pintura; en este campo destaca su libro Maestros venecianos.
- Celuloide
- Marcial Rojas
- Sub-Y- Baja
Instituciones, distinciones o publicaciones
El Colegio Nacional (COLNAL)
Asociación de Escritores de México AEMAC
Secretaría de Educación Pública (SEP)
Premio Nacional de Ciencias, Letras y Artes
Contemporáneos. Revista Mexicana de Cultura
La Falange. Revista de Cultura Latina
Premio Mazatlán de Literatura
Secretaría de Educación Pública (SEP)
Academia Mexicana de la Lengua