2016 / 15 oct 2018
Han pasado cincuenta años desde que murió José Vasconcelos (1882-1959) y su figura parece remotísima: la Atlántida misma poblada de titanes rojos transformados en latinoamericanos, de sabios pitagóricos en su faceta de revolucionarios, de educadores predicando entre infieles. Y sin embargo, si se medita un rato, no ha sido un mal medio siglo de posteridad para Vasconcelos. El agrio horror que provocó durante sus últimos veinte años, aquellos en que respaldó todas y cada una de las causas de la Reacción, compensó el fasto apostólico y la desmedida admiración suscitadas, entre la progresía planetaria, durante sus años dorados de educador continental y de demócrata defraudado.
Pasada la delicada operación que hubo de llevar a buen puerto el antiguo régimen de la Revolución mexicana para embalsamar al prohombre sin tocar la costra mal cicatrizada, sobre Vasconcelos cayó un olvido suspicaz. Muerto, se convirtió en una polvorienta osamenta en el armario. Cuenta Claude Fell, el filólogo francés tan eficaz en la recuperación de la obra pública y literaria de Vasconcelos, que preguntar por él, en el México de los años sesenta, era exponerse al silencio incómodo, a las malas caras hipócritas y evasivas.[1] Era, dice Fell, la mala conciencia de México. Pese a los símiles superficiales, ninguna época menos vasconceliana que el 68 y la década de 1970, periodo empeñado en una secularización ajena del todo al misticismo mestizo y mesiánico del primer Vasconcelos y al catolicismo gnostizante del viejo Vasconcelos.
Se dice ahora que la Revolución mexicana nunca existió, que fue inventada. Si así fue, debe decirse que uno de sus principales inventores fue Vasconcelos. En el terreno de los símbolos y en la esfera de los mitos, Vasconcelos ganó al trastocar por completo la percepción de que la guerra civil ocurrida entre los asesinatos de Madero y Carranza había sido sólo una gran matanza apenas justificada por la hechura de una Constitución tan generosa como inaplicable. Presentó Vasconcelos a la Revolución mexicana como el origen de un Estado civilizador, capaz de educar a sus ciudadanos e interesado en plasmar su historia en las paredes de los edificios públicos. Un Estado que se obligaba a imprimir libros de Homero y Tolstoi, y a distribuirlos. Si Vasconcelos hizo eso, sólo por ello debe ser recordado con asombro. Intelectual e idealista práctico, rara combinación, fue Vasconcelos –lo ha dicho medio mundo: de Luis Cardoza y Aragón a Octavio Paz– un hombre genial. A ese reconocimiento no lo maltrató ni su ruptura con el muralismo ni la investigación posterior que ha ajustado a la realidad los tirajes mitológicos de los clásicos editados por Vasconcelos. En el primer caso, Raquel Tibol cuenta cómo terminaron las cosas entre el ex secretario y Diego Rivera: con aquella escena de los murales de la Secretaría de Educación Pública (1928) en que el pintor lo retrata hincado, elefantiásico, mojando la pluma en una bacinica. En el segundo caso, Felipe Garrido pone las cuentas claras en el asunto de la labor editorial de Vasconcelos.[2]
A la figura del civilizador se suma la del escritor que odiaba la literatura, el autor de Ulises criollo, novela y no-novela, autobiografía e iluminación, egolatría y desprendimiento. Al revisar una de las joyas de la erudición mexicanista, la edición crítica que Fell hizo de Ulises criollo (2000) y leer el abultado expediente que muestra la admiración con la que el libro fue recibido, en 1935, por amigos y enemigos, no queda mayor duda: en el caso de Vasconcelos, la riqueza profética del personaje surge de la intensa, fecunda intranquilidad que lo rodeó. Nunca nos ha dejado pensar en él con tranquilidad. Quizá el primero en percibirlo fue Xavier Villaurrutia, en aquella viñeta que le dedicó cuando Vasconcelos renunció a la Secretaría de Educación Pública.[3]
Nos hemos acostumbrado a despreciar a Vasconcelos como filósofo y quizá, para leerlo otra vez, debamos reconsiderar. Se trata de colocarse más allá del propio Vasconcelos, quien ante su propia obra filosófica oscilaba entre la autoconmiseración y la esperanza más castigada. Esa actitud suya dista de ser tan megalomaniaca como podría esperarse: Vasconcelos de hecho, fue fiel a una de las máximas del pensamiento de la India, tan estudiado en su juventud, aquella que alerta al filósofo contra la ilusión de poseer la verdad, sometido como ésta al avatar de las interpretaciones.
Recordemos, primero, las burlas, los denuestos. Ni el exiliado José Gaos, cuidadoso con el medio filosófico mexicano que lo había recibido, se aguantó las ganas de burlarse de quien había llamado, en 1940, “tremendo cogitante mexicano”. Más tarde, en Filosofía mexicana de nuestros días (1953), Gaos reproduce –como lo hará Blanco– el largo párrafo de la Todología: filosofía de la coordinación (1952) sobre la resurrección de la carne, que comienza diciendo “Desde el principio la vida comienza mal...” y se adentra, yo diría, en lo lovefcraftiano, relatando la náusea que le provoca lo viscoso en los primeros seres, el bolo alimenticio y la atrocidad de la digestión, la “curva tentadora que va de la cintura al coxis” y “aquellas suaves medias naranjas” que están “hechas para que el niño o el borracho las llene de babas”. Tras lamentar que la leche “que Homero intentó deificar en la Vía Láctea” deba fermentar y heder para alimentarnos, dice lo que tiene que decir del pubis y concluye: “Hace falta un poco de amor para comer con nuestros semejantes; mucho amor para no asquearse de la relación de los sexos; pero tarde o temprano llega el asco”.[4]
Gaos dice, socarrón, que el filosofar de Vasconcelos es una síntesis tan “singularísimamente personal” que podría constituirse en capítulo aparte de la filosofía de su tiempo, pese a haberse formulado en Henri Bergson, el neoplatonismo y en un catolicismo antitomista.[5] Si de afán iconoclasta se trataba, no cabe duda que Vasconcelos conseguía singularizarse y obtener, más que el escándalo, la pena ajena de sus colegas filósofos. En su Historia del pensamiento filosófico (1937), Vasconcelos despacha, por estreñimiento, al más célebre de sus contemporáneos: “Nos recuerda Heidegger una célebre estampa del Durero: la Melancolía. Entre los restos de una debacle de aparatos científicos y en medio de una visión de crepúsculo, una matrona mira, marcado el rostro con los signos de la constipación. En América todo eso lo curamos con una dosis de aceite de recino”.[6]
Es imposible no volver a citar el dictamen final que de la filosofía de Vasconcelos hizo el crítico uruguayo Alberto Zum Felde en su Índice crítico de la literatura hispanoamericana: los ensayistas (1954):
Son habituales en Vasconcelos, “como puede colegir cualquier estudiante universitario de filosofía", efectos de lenguaje arbitrario, confuso, sin rigor, plagado de equívocos, contradicciones, incoherencias y ampulosamente literateado. [...] Lo poco que hay en todo ello de serio no es precisamente original, como él lo pretende (y no cabría la objeción si él lo pretendiera solemnemente); y lo que podría parecer original no es muy serio. Se percibe una confusa mezcolanza y amasijo de teología dogmática (manejada a capricho) con ideas generales y ya universales del intuicionismo vitalista, bergsoniano, del cual proviene y desde fines del siglo xix, la idea de la singularidad cualitativa de la vida, de los seres, que no puede ser reducida a los rígidos esquemas científicos ni a los principios abstractos de las filosofías intelectuales...[7]
Zum Felde va más lejos y relee la frase con la que Joseph de Keyserling consagró al filósofo mexicano en Meditaciones suramericanas (1930), advirtiendo que aquel conde báltico entonces tan influyente sólo dijo que Vasconcelos era "el pensador más representativo de aquella parte del continente”.[8] Tan representativo, dice Zum Felde, como lo fue el novelista José María Vargas Vila del desorden literario y de la pobreza intelectual de América Latina.
Cuenta Alfonso Taracena, uno de los amigos más constantes y leales de Vasconcelos, que el dictamen de Zum Felde no disgustó del todo al filósofo, cada día más convencido (no sé si por la falsa modestia) de la vanidad del saber.[9]
¿Es entonces un Vargas Vila de la filosofía latinoamericana Vasconcelos? ¿Nada queda de una obra considerable que consumió –en mayor medida que su autobiografía y que cualquier otra actividad literaria– sus muchas horas de lector en las bibliotecas públicas de Lima, Washington, Londres, París, Buenos Aires y a las que dedicó su vida de escritor?
Desde Pitágoras. Una teoría del ritmo (1916) destaca en Vasconcelos la tenacidad del autodidacta curioso, desordenado y megalómano que busca en las bibliotecas lo que no pudo aprender en las aulas y sustituye a los profesores universitarios (no a los que tuvo sino a los que soñó tener) con las interminables horas de lectura del autodidacta. Nunca terminó de estudiar Vasconcelos y libros tan mal hechos como algunos de los suyos, donde ni él ni sus editores ponen cuidado, al menos, en escribir correctamente los nombres extranjeros, como la Historia del pensamiento filosófico o el Manual de filosofía (1940), conservan la impronta de los apuntes de un estudiante a quien la desmesura provinciana lo tentó con la ambición del catedrático. Ello no quiere decir que todo sea baladí en estos libros: con brevedad, de paso, Vasconcelos habló de sus lecturas, infrecuentes en México, de Werner Sombart, de Jorge Santayana y hasta de Freud, a quien desde luego condenó como lectura perniciosa. Desde su Pitágoras, Vasconcelos establece la manera en que escribirá filosofía durante el resto de su vida: lee manuales y los escribe. Uno que otro es excelente, como De Robinsón a Odiseo: pedagogía estructurativa (1935), su breve historia de la educación.
Pitágoras, un Oriente filosófico
Hay mucha generosidad, que haríamos mal en despreciar, en el impulso que convierte a Vasconcelos, el mayor y uno de los menos preparados intelectualmente de su generación, en un filósofo, llamémosle así, aficionado. A Vasconcelos, desde la ortografía y la gramática, le toma mucho tiempo refinarse, pulirse, a diferencia de Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Antonio Caso, Julio Torri, entre los escritores asociados al Ateneo de la Juventud.[10] Pero una vez que se adueña del continente de la filosofía, Vasconcelos se agarra de él con una pasión bárbara que no ha vuelto a verse entre nosotros: si a algo no le temía Vasconcelos es a la improvisación. Improvisando se volvió un genio.
El hombre que merodeaba exiliado por Lima en 1916, sin dinero y sin futuro y ya habiendo probado la amargura de ser, por unas semanas, ministro de instrucción pública del gobierno revolucionario de Eulalio Gutiérrez, se decide a descabalgar al pensamiento mexicano de la rutina universitaria del positivismo. Las condiciones se prestan para emprender un acto de fundación: junto a la guerra civil que modifica el mapa humano del centro y del norte de México, todo parece haberse perdido y en ello un aspirante a profeta se encuentra la buenaventura. Justo Sierra, el patriarca intelectual del Antiguo Régimen a quien Vasconcelos imitará y cuyo ejemplo sublima, había muerto en 1912, justo durante la transición malogradísima entre el porfiriato y el maderismo.
Le faltaba entonces a Vasconcelos un Oriente filosófico y fue a buscarlo en Pitágoras. Ayuda mucho a trazar la silueta filosófica vasconceliana la elección de un filósofo legendario, Pitágoras, como patrón o iniciador. No Sócrates, no Platón (de quien le interesa sobre todo la mitológica Atlántida), no Aristóteles, sino el menos fiable de los presocráticos, es el que satisface la ansiedad de Vasconcelos. Pitágoras, cuya doctrina y su escuela se conserva gracias al imperio de un recuerdo musical, el filósofo del cual se habla más –dicen los especialistas– en la medida en que se aleja en el tiempo, pensador del que se conservan sólo unos 350 fragmentos fiables ya menospreciados en la Atenas de Pericles, ése y no otro el que satisface a Vasconcelos.
Émulo de Ulises y divulgador dispuesto a reescribir el mito de Prometeo (Prometeo vencedor: tragedia moderna en un prólogo y tres actos aparecerá en 1920), a Vasconcelos le sirve mucho, como soporte, un filósofo cuya obra escrita no podrá ser fijada nunca. En el pitagorismo –que es más un temperamento arcaico que una filosofía clásica– Vasconcelos se encuentra con la leyenda de un educador y con la noción de una armonía musical. Más allá del sonido reconstruido por imperativo ético (y Vasconcelos, como la mayoría de quienes predican la música como sanación de la humanidad, era de gustos musicales muy convencionales), el filósofo deduce del pitagorismo una doctrina que años después será el centro de su Estética (1935), doctrina que le permite una clasificación de las artes que reúne a la arquitectura, la poesía, la retórica, la religión y la ética.
Descartando el maniqueísmo que había en la doctrina original de los pitagóricos, Vasconcelos diseña un “monismo estético" –sigo el resumen hecho por Abelardo Villegas en 1959 de la filosofía vasconceliana– en el cual la energía estética, en su ascensión hacia lo místico-religioso, es a la vez causa primera y eterna revulsión del universo.[11] Desde el principio, en El monismo estético: ensayos (1918), a la filosofía de Vasconcelos no le hace falta nutrirse ni de Plotino ni de Bergson: la idea del cuerpo como la tumba del alma y los ascos que le hace a la procreación tienen un origen pitagórico. O más bien, Vasconcelos encontró en Pitágoras y en los neoplatónicos una oportunidad de transformar la concupiscencia decadentista en un sistema.
Tampoco fue indiferente Vasconcelos al prestigioso destino de los pitagóricos, cuya sabiduría hizo que fueran llamados a ejercer el gobierno. La envidia los convirtió en víctimas de una conjura y los legendarios pitagóricos fueron expulsados del poder, tal cual le ocurrió al filósofo cuando en 1924 renunció a la Secretaría de Educación Pública para emprender el camino que lo conduciría a contender, un lustro después, por la presidencia de la República. Del tiempo “pitagórico" de Vasconcelos, como rector de la Universidad Nacional (1920-1921) y como secretario de Educación Pública tenemos el testimonio del poeta Jaime Torres Bodet, que fue su mano derecha, observando el ritmo vertiginoso que le dio Vasconcelos a su labor, dirá Torres Bodet en Tiempo de arena (1955): “la lentitud –ese valor de los orientales– no tenía cabida ni en el calendario de sus trabajos ni en la divagación de sus subalternos. En el fondo, aspiraba a llegar al Nirvana, pero marchando”.[12]
Estudios indostánicos: una ventana
Tal como enseñaba madame Blavatsky –el ecléctico Vasconcelos no desdeñaba ninguna fuente y se sentía autorizado a nutrirse de todas sin citar–, los pitagóricos fueron a dar a la India y a la India –donde Pitágoras descubrió su teorema– fue a buscarlos Vasconcelos. El resultado de ese viaje intelectual –el viaje real de Vasconcelos al Oriente llegó, en 1925, hasta Constantinopla– fue Estudios indostánicos (1920), un manual muy apreciable que abrió una ventana a la que se asomarían numerosos lectores y escritores de nuestra lengua. Nadie antes que Vasconcelos se había tomado la molestia de leer a los grandes descubridores de las religiones de la India –al célebre mitologista alemán Max Müller sobre todo– ni de exponerlos, con crudeza e incomprensión a veces, pero siempre con tino didáctico, como ocurre en Estudios indostánicos. Para su época y en el dominio de la lengua española, fue una útil introducción a la doctrina vedántica, el brahmanismo, los sistemas upanishads. Preámbulo que en aquel Vasconcelos llevaba una segunda intención, ecuménica, la de repetir, con el Indostán, el encuentro entre el cristianismo y el paganismo:
Los teólogos modernos tienen que emprender una obra semejante con toda la cultura indostánica, tanto porque ya no es posible ignorarla cuanto por la gran afinidad que posee con lo nuestro. El decoro del espíritu humano exige que las religiones ya no estén dispersas. Así como las ciencias ya son una sola en el método y en el propósito, urge que las religiones también derriben los muros de la ignorancia y el prejuicio, y junten sus preceptos comunes y organicen sus verdades de acuerdo con un propósito sintético, y que aumente el poder de la revelación.[13]
Carecía Vasconcelos del sentido de la economía formal, acumulaba conocimiento, fichas de lectura y luego no sabía bien a bien qué hacer con ellas y antes que sintetizar –lo que debía de parecerle una amputación– se decidía por el fárrago. Aunque odiaba "escribir bien”, a veces lo lograba y tan sólo en Estudios indostánicos destacan sus viñetas, alimentadas sólo de lecturas, de los misterios de la arquitectura, de la ciudad santa de Benarés: "No hay espectáculo comparable al que debe presentar Benarés, con sus miles de torres y cúpulas elevándose sobre ambas riberas del Ganges, y hacia el cielo luminoso de los trópicos, como diseños de complicadas ideas piadosas”.[14]
Se le daba a Vasconcelos hablar de "la poesía en el espacio” como es notorio en las páginas de viaje en sus memorias. Dice, en El desastre (1938), tercer tomo de sus memorias, de las pirámides egipcias:
Y, por supuesto, hay que hablar de las pirámides. Les hicimos dos o tres visitas: el lugar contiene sortilegio. No obstante todo lo que se ha dicho de él, para cada viajero guarda una nueva sugestión. Dejemos a un lado las magnitudes; pueblo que vive sobre una llanura se desquita levantando eminencias que alivian la monotonía del horizonte; torres en Francia y en Bélgica, y en Egipto, pirámides. Las hay por distintas regiones, pero las más célebres son las de Giza, inmediatas a El Cairo. Trepados en la de Keops, la mayor de todas, contemplamos una puesta de sol. Bloques de granito han rodado por el suelo; épocas bárbaras han robado material y cuatro mil años de intemperie han hecho sentir su efecto; sin embargo, allí está, todavía macizo, el estupendo, inútil, monumento.[15]
El orientalismo de Vasconcelos es, paradójicamente, de lo más "políticamente correcto” en su obra y ha de ser sopesado cuando se lamentan los últimos treinta años de su vida, plenos en comprensión y en miramientos con el fascismo y el nazismo. Nunca debe olvidarse –y de eso hablé con cierta extensión en Tiros en el concierto (1997)– que en La raza cósmica (1925), Vasconcelos postuló la única utopía racial no racista en una época de racismo entusiasta. Fue Vasconcelos, en Estudios indostánicos, el primer mexicano en pensar que un pensamiento no occidental pudiese ser apasionante y formativo para una civilización hispanoamericana que él mismo concibió en términos que casi un siglo después nos parecen chuscos o demagógicos, pero ampliaron una encrucijada limitada a la elección entre dos caminos: el cartesianismo (como se llamaba entonces a tantas de las filosofías seculares cuya andadura había legitimado la Revolución francesa) y la oferta intelectual católica.
Vasconcelos (con el serio y afónico filósofo Antonio Caso, más su hermano que su enemigo, a su lado) legitimó, entre otras novedades, el nombre de Buda como maestro espiritual y autorizó, en México, su comparación con Cristo, de la misma manera en que ilustró, ante un público harto de guerra y rapiña, sus propias lecturas: Schopenhauer y Nietzsche, los trágicos griegos y Bergson, Tolstoi y Andreiév, la Iliada y la Odisea. Y ello lo hizo Vasconcelos, antes de imprimir los famosos clásicos verdes a cuenta de la Secretaría de Educación Pública, en sus ensayos filosóficos. Buena parte del legado intelectual de Vasconcelos ha corrido con el destino tristón reservado al divulgador: al volver público lo que era privado, al comercializar el saber ofreciéndolo en la plaza, se pierde la originalidad histórica que tuvo su cometido. Y es Vasconcelos un lector solemne porque su formación intelectual empezó por ser pobre de solemnidad. Para él, un libro no es cualquier cosa. Escribir libros y leerlos algo tiene de higiénico y mucho de heroico; la cultura no es, para él, un privilegio, más bien es una hombrada. Lo deja muy en claro en “Libros que leo sentado y libros que leo de pie”, apólogo de 1920 que él quiso colocar en el vestíbulo de sus Obras completas.
Quizás Estudios indostánicos en tanto que fichero (y hoy están de moda los ficheros, escudriñados como ruinas postmodernas) sea de lo más interesante en la bibliografía del Vasconcelos pensador; estamos ante el escritor que se está formando y al hacerlo lee y cita, arrebatado, lo mismo a Apolonio de Triana que a San Pablo, subraya la influencia contemporánea de Rabindranath Tagore e invita a la lectura de Vivekananda, lo mismo que a la de Romain Rolland, James Frazer y La rama dorada (1890), esa biblia de los curiosos que abrió el apetito del nuevo siglo por lo primitivo.[16]
Vasconcelos, por supuesto, siempre es Vasconcelos e interrumpe una lección que notoriamente le está aburriendo a él mismo para llevar a sus lectores frente a los faquires y explicar su pretendida demonología. A Vasconcelos nunca le dio por lo esotérico: el supremo misterio era la creación y ella le parecía, ya fuese como plotiniano, como bergsoniano o como católico, un espectáculo universal. Lo suyo era, dicho en esos términos, lo exotérico, aquello que debe y puede explicar públicamente un filósofo.
A su propia fiesta siempre quiso ponerle fin, y tras la exuberancia y el desorden, él mismo pide “la síntesis y la coordinación". Vasconcelos, tan monista, nunca superó el pleito casado entre sus dos naturalezas: un ecléctico llamado al orden por la vara del sistema, por la clasificación definitiva que emprende el positivista. En filosofía, como en otros dominios, su otro yo es de temerse: un prefecto reprimiendo a un danzarín (para usar la imagen que Nietzsche ofrece del supremo movimiento del espíritu). Pero (y he allí el genio del que habló Paz) Vasconcelos se debe a las exigencias de lo práctico, a la fuerza de contención que él mismo se impone. El Vasconcelos que quería danzar, sin el otro que lo limita, hubiera sido, me temo, sólo un bohemio, un poeta de juegos florales ansioso de escribir "superpoemas", como llamaba en la Metafísica a las filosofías. Pero sin el poeta habríamos tenido tan sólo a un pedagogo sacrificado, a un ministro colmado de intenciones magníficas sin manera de llevarlas a cabo.
Vasconcelos escribía contra “la mesura y la proporción del Mediterráneo” y condenaba las filosofías abstractas y heladas. Rechaza a Grecia y a Roma y prefiere, contra ellas, "la maravilla de Alejandría” que conoció a través de la Histoire critique de l’école d’Alexandrie (1846-1851), de Étienne Vacherot, uno de sus libros preferidos. Predica contra los sistemas, pero al mismo tiempo quiere escribir no uno, sino varios tratados asistemáticos que aspiran a la majestad todológica del sistema. Esa ansiedad clasificatoria viene del positivismo y sobrevive en la Estética, donde ofrece su cuadro general de las Bellas Artes basado, nos dice, en el impulso de la imaginación, las pasiones y la religión. Primero estarían las artes apolíneas (dibujo, talla, pintura, escultura, canción), luego las artes dionisiacas (danza, poesía, teatro, tragedia, literatura, música) y finalmente las artes místicas, que incluirían a la danza religiosa, a la música sacra, a la liturgia, a la arquitectura eclesial y a poemas universales como la Divina comedia, el Eclesiastés y los libros de los profetas.
Ese afán sistemático es anacrónico: publicada en 1936, la Estética omitía casi toda referencia al arte moderno, que le parecía detestable. Como su maestro Bergson –"acusado” de prohijar a las vanguardias–, en música, Vasconcelos apenas aceptaba a Debussy como lo valioso entre lo contemporáneo, y en la Estética tiene la bondad de mencionar a Stravinski, a quien ligaba, sin ningún criterio, con Tchaikovski y Rimski-Korsakov. Lo que me repugna, parecía decirse Vasconcelos, no existe. Y sin embargo, debe recordarse que una pluma mejor educada que la suya y situada en las antípodas ideológicas, la de Alain (Émile Chartier) también había intentado remar contra la corriente de la modernidad con su propio Système des Beaux-Arts en 1920. En Francia es de buen tono citar a Alain como maestro liberal anacrónico. A nosotros, en cambio, nos cuesta darle un lugar semejante a Vasconcelos.
Al Tratado de metafísica (1929), cuyas pruebas corregía Vasconcelos durante la campaña presidencial, le siguieron, entre otros tratados, una Ética (1932), una Lógica orgánica (1945), la Filosofía estética (1952) y la Todología. Como filósofo, tal cual lo apuntaron Gaos, Zum Felde y algunos más, fue Vasconcelos, esencialmente, un bergsoniano. Pese a las apariencias, Nietzsche no lo tocó tanto: respondió al relativismo de La genealogía de la moral con más relativismo aún y declaró que el esclavo de hoy será el amo del mañana. Mucha munición tomó Vasconcelos, a su vez, de Schopenhauer, pero aun tras la "reconversión a la gracia" de 1940, se mantuvo fiel a la esencia de su formación, a Bergson. No fue el único de los bergsonianos católicos, pues ese menú –aspiración vitalista, antiintelectualismo y anticartesianismo, exaltación de la energía, misticismo y militancia en la extrema derecha– era perfectamente compatible con el catolicismo, como lo dice François Azouvi en La gloire de Bergson (2006).[17]
Del eclecticismo propio de los bergsonianos, del que se burló Julien Benda en sus panfletos, Vasconcelos lo comparte casi todo. Según Benda, el bergsonianismo era algo más peligroso que una moda, pues invasor de todas disciplinas, se adueñaba lo mismo de las cátedras que de la sociedad mundana, mostrándose como una verdadera caractelogía del moderno que, para el polemista francés, era un bizantino irresponsable, enemigo de la claridad y del raciocinio. Si Vasconcelos siguió la polémica antibergsoniana, no le hubiera molestado encontrarse con esa y otras calificaciones, como la de alejandrino ansioso de diluir las fronteras entre el filósofo y el mundo, exaltando la continuidad del pensamiento en la materia. Menos gracia le habría hecho leer a Benda denunciando a la raza como uno de los temas líricos predilectos de los estridentes bergsonianos y alzaría las cejas al escuchar la confusión gratuita que les achacaba entre la religión y la ideología. Creaba el bergsonianismo, concluía Benda, una mezcla de religión, literatura, moral, pintura y música en la forma de un espejo donde cada mundano descubría su propia conciencia. Era, dicho con otras palabras, una "filosofía” irracionalista manufacturada para sorprender y halagar a la clase media y a las damas aristócratas.[18]
Desde "Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas” (1910) hasta “Bergson en México” (1941), un ensayo inusualmente calmo y claro con el que contribuyó a homenajear al recién fallecido filósofo francés, convocado por la Universidad Nacional Autónoma de México, Vasconcelos se reconoció bergsoniano, distinguiéndose del neotomismo que dominaba en la filosofía católica. Escribe en “Bergson en México”:
Un mundo reducido a universales sería tan aburrido como una clase de filosofía idealista; el mundo es creación divina, única en cada átomo, en cada célula, en cada cuantificación, en cada alma no se diga; por eso, para verlo, para entenderlo, hace falta, no la razón discursiva, ni la abstracción, sino aquella intuición angélica que ejercitaron, desde antes del cristianismo, los supremos conocedores –sin teoría del conocer, que fueron los profetas hebreos–. La diferencia que hay entre un universal y un salmo marca la posición entre unos y otros. Aristotélicos o tomistas, da lo mismo si son abstraccionistas. Los otros, artistas y hombres de religión, para pensar, imitan a Dios, abarcando de golpe la multitud de las maravillas sin repetición; en tanto que los otros fabrican universales, manejan fantasmas.[19]
El último Vasconcelos no fue un feligrés cómodo para la Iglesia: se obstinó en respaldar la planificación familiar, eco de las herejías neoplatónicas y gnósticas que uno diría profesaba, horrorizado antagonista de la procreación, que infestaba al mundo de pecado. Digamos que aquello de que el verbo se hiciese carne nunca le acabó de convencer al “ortodoxo” Vasconcelos.
La célebre y majestuosa "duración” de Bergson se convertía en el "ritmo” que exaltaba Vasconcelos desde sus primeros libros, creyente en la materia como un conglomerado de imágenes, lo cual deriva en que toda metafísica termina por ser una estética del orden místico. Lo que emana de la creación divina es arte, y arte dionisiaco es la sustancia que se adueña del tiempo. Junto a la confusión de la materia con la sustancia, el desdén por el pragmatismo y por todo lo anglosajón (que no está en Bergson, intérprete de Herbert Spencer y admirador de William James), casi todo es bergsoniano en Vasconcelos. Hasta podría calificarse, cargando las tintas, a la misma raza cósmica de delirio bergsoniano.
En defensa de la elección bergsoniana de Vasconcelos debe decirse que ésta lo separó de raíz de la consternación por el genio del pueblo y la identidad, tan presente en el pensamiento hispanoamericano desde Miguel de Unamuno hasta Ezequiel Martínez Estrada, pasando por verdaderas cuadrillas de nacionalistas filosofantes. Estuviese en la duración o en el Padre Nuestro, en Pitágoras o en Boutroux, Vasconcelos rechazó el patriotismo filosófico y aspiró, con desesperación y hasta demagogia, a la universalidad plena que le daría a los indoamericanos reconocer su origen en la Atlántida, y como su destino, el conformar una cuarta raza. Eso de que, como lo aseguraba el conde de Keyserling, América era un continente recién horneado por el creador, era una invención colonial, aseguraba Vasconcelos, jugando a dar gato por liebre, a lo nuevo por lo antiguo.
Vasconcelos, como Bergson, no podía concebir a la filosofía sin el respaldo cómplice de la ciencia –lo que decimonónicamente se entendía por tal–, y como su inspirador, era indiferente y hasta hostil a la historia. Ante Roma, en El desastre, dice que "la historia es odiosa”:
La historia es el resumen de los acontecimientos corrientes, por lo mismo, inimportantes de la humanidad. Sólo a un sujeto sin inventiva espiritual, hombre de mera lógica como Hegel, se le pudo ocurrir que la historia era no instrumento del destino, sino su realización. [...] Sin historia y con desdén de la historia, se creó el mundo mental y artístico de los indostanos, lo mejor de la humanidad antes de Grecia y Cristo. Y Cristo no necesitó de la historia y es su constante problema, su negación y, también, su inspiración y su única guía válida. [...] La historia, en suma, es ciega y sorda ante las cosas del espíritu y un amontonamiento de sucesos que no nos importan. Por ello se hallan tan encima de la historia la Mitología, la Poesía, la Fábula, el Arte y la Literatura.[20]
Para sustituir o para negar a la historia recurrió al mito o, si se prefiere, al uso compulsivo y didáctico de figuras mitológicas como las de Prometeo y Ulises. Le encantaba que el universo primitivo de los Vedas, por ejemplo, no tuviese historia ni apenas cronología. Los titanes, aquellos que habían fundado religiones y civilizaciones, no estaban para menudencias dinásticas ni para pies de página. Era irrespetuoso con los hechos –como se lo reclamaron quienes leyeron Ulises criollo como unas simples memorias históricas– no sólo por conveniencia política o consumada egolatría sino por un prurito, digámoslo así, metodológico. Lo importante no era el pasado sino el futuro o la voluntad de hacer del devenir una armonía.
Mestizaje, panamericanismo y la raza cósmica
Es equívoco creer que Vasconcelos se propuso crear el nacionalismo cultural de la Revolución mexicana y si así ocurrió, en efecto, se debió a un colosal accidente en el camino, aquel que impidió, en carambola, que el secretario Educación Pública se convirtiera en 1929 en presidente de México, es decir, en príncipe filósofo a la manera pitagórica. Quien lea La raza cósmica (1925) e Indología (1927), su secuela teorizadora, echará de menos la habitual angustia (española y latinoamericana) por el ser nacional y sus desventuras lógicas (lo argentino, lo mexicano, etc.) y no encontrará elogio alguno de esta o aquella psicología propiamente nacional. Sólo en el caso del influjo del medio ambiente, Vasconcelos le concedía razón al positivismo, subrayando la influencia del clima en el alma... pero lo que había sido condena nórdica de los calores degradantes del clima tórrido en Vasconcelos es fulgor, fiesta y color. No es casual que La raza cósmica haya sido acompañada de las impresiones del viaje vasconceliano por la América del Sur en 1929. Más que originada en el temple europeo y progresista de la democracia argentina, la raza cósmica es, en cierta forma, el resultado de la grata impresión que dejó en Vasconcelos la belleza física de la población mestiza de Rio de Janeiro. Con ingenuidad, buena voluntad y docta ignorancia, Vasconcelos pintó ese paraíso cálido y sensual que sería la América de la Raza Cósmica, “la verdadera tierra de promisión cristiana”.
Mestizófilo y antiario es el Vasconcelos de La raza cósmica, donde vende su programa ejemplificando con mezclas raciales tan exitosas como la griega o la ocurrida en los Estados Unidos. En el prólogo de 1948 a la nueva edición de La raza cósmica, Vasconcelos se ve obligado a recordar que él nunca fue hitlerista en su calidad de apóstol del mestizaje.
No es la historia lo que rige el destino sino los fallos en la voluntad: entre nosotros, argumenta, o cree hacerlo, el mestizaje se interrumpió demasiado pronto y predominó, motivo de atraso, lo indígena. Siempre fue antiindígena, y aún antes de que borrara a la civilización mesoamericana de su mapa, cuando todavía elogiaba a Cuauhtémoc entre sus héroes, consideraba que entre más pronto se disolviera la sangre india en el continente mestizo, mejor.
La latinidad contra el sajonismo, latinidad que a lo largo de las décadas de 1930 y 1940 quedará sintetizada como catolicidad, es el viejo tema dramático de José Enrique Rodó que Vasconcelos radicalizó en Bolivarismo y monroísmo (1934), de donde se concluye que de la historia los españoles y los hispanoamericanos sólo hemos conocido humillaciones, desde la derrota de la Armada Invencible hasta la calamitosa venta de la Luisiana por Napoleón. Nuestras veinte banderas desplegadas en la Unión Panamericana (antecedente de la oea) en Washington son para Vasconcelos un motivo de vergüenza.
Cortés y Pizarro, y tras ellos los misioneros, fueron los hombres libres que, todavía impulsados con el brío que les había dado a los peninsulares la Reconquista contra los árabes, ratifican el lugar de América en la historia universal. Lo que importa para el bergsoniano (y para el antihegeliano) es la energía y la voluntad, elementos que fatalmente se tornan estáticos cuando se establece el imperio español, del que abusaran las dinastías de origen francés y los piratas ingleses hasta consumar su obra de desgregación, hace doscientos años, con las independencias, la gran catástrofe, más geológica que histórica, para Vasconcelos. Sólo Bolívar –a quien le dedicó una pieza dramática en 1939–, el mariscal Sucre y el haitiano Alexandre Pétion tuvieron la osadía de ver lejos, tramando una gran república continental que tomase el testigo de la vieja idea imperial española.
El anglosajón, al no mezclarse, se dice en La raza cósmica, se condena a la decadencia cultural y hasta biológica. Es el caos primigenio el que hace posible el mestizaje, dice en un pasaje famoso donde aquella “primera revulsión de la energía” se expresa sonoramente mediante lo sinfónico: no en balde uno de sus ensayos más inspirados, incluido en El monismo estético, es “La sinfonía como forma literaria”. Pero lo estético no le impide llamar a la Ciencia a votar en su favor y son las leyes de la herencia de Mendel las que aparecen en su auxilio para rebatir el darwinismo social de los positivistas. La raza cósmica culmina con un elogio de su empresa, recién interrumpida, como secretario de Educación Pública.
En 1937 se reúne Vasconcelos, sin mayor éxito, con su archienemigo Plutarco Elías Calles para conspirar contra el gobierno de Lázaro Cárdenas. Quizás el mayor yerro de Vasconcelos fue no haber reconocido en el cardenismo, pese a la detestable mezcla entre ateísmo y socialismo que encontraba en él, un cambio dramático que convertiría al régimen postrevolucionario, durante medio siglo, en indestructible. Ni siquiera tuvo Vasconcelos, tan presto a denunciar la conjura angloprotestante, la generosidad de respaldar la expropiación petrolera de 1938, dirigida contra empresas inglesas.
E incluso para quien no comparte la leyenda piadosa del cardenismo, son difíciles de tragar las majaderías firmadas por Vasconcelos contra las campañas de educación sexual, entre algunos otros detalles, llamémosle escabrosos, de la Breve historia de México. Toda la revisión hecha por Vasconcelos de la historia contemporánea (de hecho la edición que sigue circulando es la de 1956 donde se agrega un capítulo sobre el régimen del general Manuel Ávila Camacho) es tendenciosa, un rosario de verdades a medias y denuncias políticas cuya veracidad queda opacada por la prisa periodística, ajena al temple del verdadero historiador, con que Vasconcelos las despacha.
Envalentonado por el gran éxito de Ulises criollo, la primera entrega de sus memorias, Vasconcelos regresó a México en 1938. Un año antes había publicado otro éxito de librería, la Breve historia de México, el compendio aplica a la historia nacional el ideario de Bolivarismo y monroísmo. El manual, descalificado en su día por no ser "ni breve, ni historia ni de México”, es grosero en sus desprecios, terminante en sus negaciones, machacón para quien conozca las ideas fijas del profeta panfletero. Y sin embargo, cierto tono didáctico, otra vez, le sienta bien al filósofo al obedecer el consejo de Reyes, de que debía, al filosofar, ponerse por encima de sí mismo, como se lo había dicho en una carta de 1921.[21] Le sienta bien a Vasconcelos hablarle a sus compatriotas, aun para aleccionarlos, y si es necesario, sobajarlos. El tono oratorio, obvio en discursos frecuentemente antologados como el de 1920 en que toma posesión de la rectoría de la Universidad Nacional o en el dirigido a los maestros en su día (1923), se adapta bien a la exposición histórica y hay páginas esclarecedoras en la Breve historia de México.
La Breve historia de México es la síntesis del pensamiento conservador mexicano y en ella Vasconcelos subraya lo que para él es decisivo: nada había que conservar del mundo indígena conquistado por los españoles, Cortés es el fundador de México por encima de los soberanos aztecas que no quisieron o pudieron resistir a su genio militar y a la naturaleza, profética y apocalíptica, de su misión. Más aún, en Hernán Cortés: creador de la nacionalidad (1941), Vasconcelos imagina que
Hernán Cortés, al día siguiente de la rendición de Cuauhtémoc, era un Fausto sin literatura, pero fecundo y potente porque sabía que la acción ha de subordinarse al plan y que no hay plan sin idea, es decir, sin revelación de lo alto; que sin ella la obra de abajo deriva hacia el hormiguero, o bien a su réplica, la cuadrícula de los canales y las siembras del Doctor Fausto.[22]
Asumiendo que la vindicación de la obra humanística de los frailes era y es común entre los historiadores liberales y hasta socialistas, quizá sea la rehabilitación de Cortés el tema vasconceliano que con mayor éxito se impuso en la posteridad. Ello no se debe al influjo historiográfico de la Breve historia de México, sino a una maduración intelectual que ha hecho del Cortés de los historiadores contemporáneos. En ese proceso tuvo mucha influencia el Hernán Cortés (1990), de José Luis Martínez, una suerte de reconciliación final de los historiadores con el conquistador.
Con sus luces y sombras, Cortés no es ya ese cruzado católico trazado por Vasconcelos con encono, sino un gran capitán del Renacimiento, a su vez ya muy remoto del bandido denunciado por Schiller o del verdoso sifilítico pintado por Rivera en los murales del Palacio Nacional. No hay todavía (y ya no tendrá por qué haberlos en una democracia que se abstiene de ofrecer verdades históricas oficiales) ni estatuas ni discursos públicos que exalten al conquistador, pero se le admite, siempre y cuando no se diga a viva voz, como el fundador de una nueva nación y a México como aquello que se formó durante el virreinato de la Nueva España.
Mientras el destierro de lo indígena, en Vasconcelos, remite a las coartadas intelectuales que solaparon, de grado o de fuerza, a los genocidios ocurridos durante los años más oscuros del siglo pasado y habla muy mal de su curiosidad intelectual, de la Breve historia de México se rescatan, habitualmente, no sólo el elogio de Cortés sino la ecuanimidad, resaltada por Vasconcelos, con que el conservadurismo (y sobre todo, Lucas Alamán) leyó algunos episodios de la historia mexicana.
La defenestración de Benito Juárez, a través del cual "el anglosajonismo liberal” habría gobernado el siglo xix, era un capítulo de su libro del que Vasconcelos se enorgullecía mucho, pero la diatriba quedó obsoleta cuando empezaron a escribirse verdaderas historias críticas del liberalismo mexicano, como la emprendida por Daniel Cosío Villegas a partir de 1955. Y lo que dice Vasconcelos de la Revolución en la Breve historia de México –la idea esencial es que en Madero la Revolución sacrificó al apóstol que la creó– lo dijo, mucho mejor, en sus memorias.
El historiador Luis González y González consideraba misterioso el éxito de la Breve historia de México, al fin y al cabo un libro malo, creyendo encontrar la solución al enigma en la sencillez de sus miles de lectores, gente rústica que desconfiaba sabiamente de las mentiras oficiales, era ajena a las sofisticaciones de la historiografía académica y encontraba valeroso, desprejuiciada, el ánimo catártico de Vasconcelos.[23]
Tiene razón González y González al registrar a la Breve historia de México como una alternativa plebeya y doméstica a la palaciega Ideología de la Revolución mexicana pero yo sería menos generoso: de principio a fin y pese a la mucha verdad que hay en esas páginas, el resumen de Vasconcelos es de aquellos libros que narcotizan a sus lectores con la teoría de la conspiración que releva al pensamiento de su trabajo. Rinde pleitesía el autor a la idiocia maniquea que lo dominaba y, al final, la explicación de todas las desgracias mexicanas es la conjura judeo-masónica-bolchevique, que en Vasconcelos proviene fatalmente, desde la independencia, de los Estados Unidos y de sus procónsules en México. Vasconcelos, es evidente, despreciaba la historia y la configuración de ésta no le parecía ni tan compleja ni tan bella como las fantasías filosóficas a las que dedicó tantas horas de estudio. Él mismo, con frecuencia intempestivo y sincero gracias al fastidio, lo confiesa.
Como filósofo y como historiador, Vasconcelos siempre es inferior a sí mismo si se le compara con el escritor autobiográfico. O con el novelista, porque novelas fueron los libros de Vasconcelos para muchos de sus contemporáneos, como para Mariano Azuela, quien tanto defendió la naturaleza novelesca de las memorias y confesaba sin rubor alguno que los tratados filosóficos de Vasconcelos se le caían de las manos.[24] Pero un examen detallado de su vida y obra no puede hacerse sin leer aquellos libros de filosofía (y de historia apologética) en los que él invirtió su tiempo y su alegría. Si él se equivocó diseñando sistemas filosóficos, tratemos de no equivocarnos nosotros al censurarlo de oídas, sin leerlo.
El místico como artista, Ulises criollo y las memorias vasconcelianas
El místico, cree Vasconcelos inspirado en Bergson, es el más grande de los artistas, aquel que juega con la creación entera, un género de semidiós sobrecargado de emoción. Vasconcelos confundió el élan vital bergsoniano con el “vivir peligrosamente” ordenado por Gabriele d’Annunzio como la regla existencial para el poeta. No fue el único y esa combinación, a menudo caracterizada con imprecisa eficacia como “nietzscheanismo”, fue la impronta de su generación. El místico como artista se manifiesta, aparatoso y genial, a través de las memorias vasconcelianas, que son, ya sabe, el centro de su obra.
De Ulises criollo (1935) a El proconsulado (1939), pasando por La tormenta (1936) y El desastre (1938), Vasconcelos cuenta su vida y la de México, confundiendo adrede biografía e historia a lo largo de páginas gloriosas, emocionantes, impulsivas. A la tetralogía le siguen otro par de libros autobiográficos escritos en la vejez, En el ocaso de mi vida (1957) y La flama, estos últimos menos tolerables que los primeros, para la opinión liberal que veía con espanto, en Vasconcelos, al verdadero ángel caído del siglo mexicano.
Se ha discutido muchísimo qué son éstas memorias y cuál es su lugar en literatura mexicana, si son, al menos parcialmente, novela, anti-novela, mala novela, historia fiable o falaz, confesiones o ficciones.[25] Encontramos en ellas, a la novela de un niño y al relato de formación de un adolescente, a la crónica de un provinciano que se adueña, tras hacer eficaces circunvalaciones por todo el territorio nacional, de la capital, pecaminosa y babélica. Son también el testimonio de la primera gran revolución del siglo xx firmado por quien en mucho contribuyó a “inventarla" y por aquel que, sin duda, la redimió de ser sólo un episodio de crueldad multitudinaria. Narra Vasconcelos, a su vez, dos grandes amores –por Adriana (Elena Arizmendi), por Valeria (Antonieta Rivas Mercado)– y es tal la tensión erótica en los libros que el pudibundo autor reintegrado al catolicismo hubo de expurgarlas, culpable de haber predicado contra el matrimonio y de condenar la incesante reproducción de la especie. En las extraordinarias entrevistas que le concedió en sus últimos meses de vida a Emmanuel Carballo, todo lo pudo contestar Vasconcelos con verticalidad, ingenio y arrogancia menos por qué él, que nunca había aspirado a la ejemplaridad, decidió autocensurarse.[26]
Son, finalmente, las memorias la bitácora de un filósofo que narra su fracaso como redentor de su patria y registra la amargura que sus hijos los mexicanos, al desobedecerlo, le provocaron. No hay travesía en el desierto más impresionante que la escrita por Vasconcelos. Si la literatura fuera realmente universal, si la edición consagrara a todas las naciones fundadoras (y el México surrealista, eisensteniano, paziano está, de manera excéntrica, entre ellas), las memorias vasconcelianas estarían editadas en otros idiomas entre lo más representativo de la literatura secular.
Pero no vayamos tan lejos. Basta con decir que muchas de las mejores páginas, enérgicas y energéticas, de la prosa mexicana están en Ulises criollo y en La tormenta, tal cual lo ha dicho, por ejemplo, Sergio Pitol en El arte de la fuga (1996).[27] Se admite, a la vez, que no hay autor menos considerado con su trabajo que Vasconcelos, capaz de rellenar sus libros, sin la menor piedad, de todo aquello que lo embriaga, sin destilación alguna: artículos, textos de otros, invectivas políticas, duelos periodísticos, historia diaria y profetismo. Inclasificables sin ser nunca ilegibles, las memorias vasconcelianas reinan sobre la literatura en nuestra lengua como las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand, reinaron sobre la Europa de la Revolución, el Imperio y la Restauración.
Ulises criollo y La tormenta fueron el éxito de público y de crítica más impresionante en la historia de un país donde se lee poco y se lee mal. Antes de Vasconcelos, sólo los libros políticos e históricos, coyunturales, de Francisco Bulnes (El verdadero Díaz y la Revolución) y Francisco I. Madero (La sucesión presidencial de 1910) habían suscitado semejante atención pública. Fue leído Vasconcelos por mexicanos de todas las clases sociales, por los que leen todo y por los que leen sólo un libro al año, se le tomó por un sincero, a la Rousseau, y se le tomó por un pecador arrepentido, como San Agustín. Quienes le debían o creían deberle la educación que la Revolución mexicana les había dado, veneraron su obra autobiográfica como el testamento de un educador y sus enemigos, zaheridos en La tormenta, El desastre o El proconsulado, tuvieron que responder con libros para defenderse o justificarse. No sólo le dio Vasconcelos expresión gráfica, colorida y mítica a la Revolución mexicana al ofrecer los edificios públicos para la pintura mural en el llamado Renacimiento de los años veinte; más de una década después, desterrado, publicó unas memorias cuyo ejemplo fue decisivo para crear, en el México posrevolucionario, una literatura histórica y memorialística, vehementemente política.
Lectores tan distintos, como Carballo, Sylvia Molloy[28] o González y González, han subrayado la novedad latinoamericana que fueron las memorias vasconcelianas, lo impresionante que resultaron esos libros en manos de lectores que, antes de Vasconcelos, eran de alguna manera ingenuos y fueron liberados de toda inocencia gracias a Ulises criollo y sus secuelas. Yo diría que ante las memorias de Vasconcelos y su impacto, uno tiende a rehuir el escepticismo y creer en libros que cambian el mundo de sus lectores. Agregaría, también, que el impacto de su influencia fue tan hondo porque se trataba, en lo más profundo, de una obra literaria. Ni antes ni después, en México, la literatura resultó tan ligada al tiempo histórico de sus lectores como cuando apareció, en 1935, Ulises criollo.
Místico que con sus memorias moldea el arte e insufla de energía caprichosa una nación que lo defrauda, Vasconcelos –lo dicen dos de las mujeres que mejor lo han entendido, Fabienne Bradu y Martha Robles–[29] narraba no sólo sus aventuras revolucionarias (en La tormenta), su periodo como educador nacional (en El desastre) y su derrota como candidato presidencial (en El proconsulado), sino su experiencia interior como hijo y como amante. Y como enamorado ejemplar de su madre, desde luego. Habla de la masturbación, ilustra sus amores de adolescencia, no rehúye el relato de sus primeros encuentros venéreos, donde la tentación de redimir prostitutas y mujeres caídas estaba a la orden del día, en aquel fin de siglo xix, a su manera más libre de lo que imaginamos. Vasconcelos, además, no expurgó sus ediciones sino hasta 1948, dándole a sus lectores más de una década para leer las versiones originales.
Todavía a fines de la centuria pasada era posible encontrarse, en el público libre de las conferencias dominicales, en el centro de la Ciudad de México, con hombres ya entrados en la vejez orgullosos de una peculiar veteranía, la de haberse iniciado como lectores con Ulises criollo. Solemnes, nerviosos, algo infatuados de energía patriótica y de “energía” a secas, por lo general católicos e inconformistas, para ellos Vasconcelos había sido, a la vez, un Dostoievski y un Tomás de Kempis. Lectores para los cuales Vasconcelos nunca dejó de ser secretario de Educación Pública, reuniendo en una misma especie y en un mismo cargo a aquel que regresa para ser ignorado como profeta y al Gran Inquisidor.
Las memorias de Vasconcelos para la crítica
Examinando el expediente de prensa recopilado por Fell en su edición crítica de Ulises criollo, no queda sino rendirse a la evidencia: en el horror y en la emoción, admirativos o furiosos, todos los críticos que reseñaron aquel primer tomo de las memorias, los notables lo mismo que quienes cuyo nombre ya nada nos dice, se situaron (la gente no se engaña tanto como uno cree) frente a un libro que les exigía ponerse a la altura del místico desdoblado en escritor. Dirá Jorge Cuesta de Vasconcelos, con motivo de la aparición de Ulises criollo en 1935:
La de Vasconcelos es la vida de un místico; pero de un místico que busca el contacto de la divinidad a través de las pasiones sensuales. Su camino a Dios no es la abstinencia, no es la renunciación del mundo. Por el contrario, tal parece que en Dios no encuentra sino una representación adecuada de sus emociones desordenadas y soberbias, que no admiten que pertenecen a un ser hecho de carne mortal. Su misticismo es titánico.[30]
Antonio Castro Leal, prologando las Páginas escogidas (1940) de ese “maestro imposible” que para su generación fue Vasconcelos, encontrará que es:
por temperamento, un solitario. Lo mueve una fuerza perpendicular, que brota de los cielos en los que, por anticipado, siente solidaridad con las demás criaturas, una vez que éstas se rediman. Está casi exento de esa fuerza horizontal que nos asocia a los demás en esta vida del mundo. A veces le ocurre que desorienta o descorazona intencionalmente a los que quieren seguirle, sólo porque no sabe caminar acompañado.[31]
Un joven Paz, reseñando la antología de Castro Leal, asume que:
El solo nombre de Vasconcelos suscita, en cualquier mexicano de nuestro tiempo, una serie de adhesiones y repulsiones, de cóleras y simpatías, que lo hacen el escritor más vivo de México. Ninguno como él está tan hundido en el tiempo, en la duración; otros hablan “desde la historia”, desde los futuros libros de historia literaria (con derecho, sin duda); él, por el contrario, habla, a veces sin tino, desde el instante mismo. La literatura no es un sillón, parece decirnos, ni un sitio cómodo; es un arma, un instrumento, tanto de amor como de pelea. No sólo pretende seducir, sino que, muchas veces, deliberadamente, se complace en desagradar. […] La obra de Vasconcelos es la única, entre las de sus contemporáneos, que tiene ambición de grandeza y de monumentalidad. Quiso hacer de su vida y de su obra un gran monumento clásico, como sus maestros; quizá el monumento no sea clásico, sino dinámico.[32]
José Luis Martínez, finalmente, escribió en 1949:
Distingue José Vasconcelos, en uno de sus más característicos ensayos, dos grandes especies de libros, los que se leen sentados y los que piden leerse de pie. Los primeros se leen sin sobresalto, nos vuelven a la calma y al buen sentido, nos engañan quizá, pero nos apegan a la vida; los otros, en cambio, "nos hacen levantar, como si de tierra sacasen una fuerza que nos empuja a los talones y nos obliga a esforzamos como para subir”; nos vuelven exigentes e insumisos y nos hacen reclamar “lo que aquí no se encuentra”. Si los libros mexicanos de esa época pertenecen, con muy contadas excepciones, a la primera especie, los veinticinco volúmenes que hasta la fecha lleva publicados Vasconcelos participan casi sin excepción, aunque por diversos caminos y con las más disímiles circunstancias, de las virtudes de los libros que deben leerse de pie.[33]
Si Vasconcelos se hubiera muerto en 1923, llegó a decir Cosío Villegas, se le recordaría como un héroe juvenil, como el regenerador, como el hombre del fuego nuevo. Las memorias, en consecuencia, aseguraban el mito y lo fijaban como literatura. Podía irse al diablo la Revolución mexicana, podía no quedar ni una hierba del jardín educativo cultivado por el secretario de Educación Pública, podía pasar cualquier cosa, pero Vasconcelos, admirado y vilipendiado, se convertía, gracias a Ulises criollo y su saga, en un clásico discutido en una aula que congregaba a muchísimos mexicanos.
La imagen mítica de Vasconcelos no ha cambiado mucho desde entonces; el mito quedó grabado con Ulises criollo. Para todos los que hemos escrito sobre él desde que lo hicieran Cuesta, Paz, Martínez, es el místico creador que con diversos nombres gobernó, al menos, el mundo nacido de la Revolución mexicana. Además, Vasconcelos, salvo para algunos sicofantes de pocas luces, no puede ser endiosado: sus verdaderos admiradores solemos ser quienes nos cuesta darle la razón. Es probable que sea, como lo definió el crítico argentino Noé Jitrik, “el mejor de los mexicanos y el espejo brillante de la equivocación”.[34] Llegó a la santidad literaria por el camino de la transgresión, pecando como cristiano (lo cual para quienes no lo somos importa poco) y pecando como moderno en tanto antagonista de la democracia, del liberalismo, de la utopía racial preconizada en los años veinte. Al místico Vasconcelos se le admira por réprobo. No se le quiere, tal cual él mismo lo pidió en el prólogo de Ulises criollo, por su ejemplaridad.
Si la admiración, con sus altibajos, no ha cedido en tantos años, ello no quiere decir que no sepamos, actualmente, más de él, leyendo su vida y obra con la liberalidad y el rigor que se espera del tiempo que pasa. Muchas cosas han cambiado en la apreciación de Vasconcelos y acaso la primera sea el abandono de la cesura entre los dos Vasconcelos, uno “bueno”, progresista y hasta revolucionario, antes de 1929 y otro “malo”, reaccionario y fascista, después. En La raza cósmica, en Indología y aun antes, el pensamiento vasconceliano aparece formado en su integridad, al grado que quizá sus extravíos se deban no al cambio, sino a la incapacidad de cambiar esa matriz racial y bergsoniana en su origen.[35]
El signo, como lo dije en Tiros en el concierto, se invirtió y lo que fue inclusión tornóse, a partir de los años treinta, en exclusión. Desde el principio el indio estaba excluido del esplendor de la raza cósmica (víctima de la miscenegación se disolvería en el nuevo crisol racial) y desde el principio, dada la lección inaugural de José Enrique Rodó, la amenaza para América Latina era el Calibán anglosajón y protestante. La derrota en las elecciones de 1929, consentida por Washington, sólo confirma a Vasconcelos en su horror por los Estados Unidos, horror tanto más grave por provenir de uno de los pocos latinoamericanos de su generación que hablaba inglés, habiendo crecido en la frontera y disfrutado, más tarde, de las bibliotecas estadounidenses. Un Vasconcelos que, durante el maderismo, fue un exitoso abogado que tuvo entre sus principales clientes a las compañías de los Estados Unidos.
De Vasconcelos, el político, tenemos ideas cada vez más precisas, menos idealizadas. Gracias a Javier Garciadiego, el autorretrato vasconceliano como jovial e imperturbable maderista en 1909-1910, adquiere matices y en algunos puntos se cuartea.[36] En los muchos meses que van de la rebelión de Madero a su elección como presidente, pasando por la renuncia del general Porfirio Díaz, Vasconcelos dudó y dudó mucho, atemorizado por la represión y vocacionalmente dubitativo. Del Ateneo de la Juventud –que Vasconcelos preside en 1911– salen pocos maderistas convencidos. Muchos respaldan al general Bernardo Reyes y la mayoría son porfiristas (con o sin Porfirio Díaz al frente). Vasconcelos, públicamente comprometido con la convicción de que el Porfiriato es "cosa podrida y abominable” a la espera de sepultura, se aleja del maderismo con la victoria, cuando el partido antirreleccionista, cumplida su meta de impedir una nueva reelección del dictador, se transforma, para gobernar, en Partido Constitucional Progresista. Es cierto que Madero apreciaba a su “supermuchacho", pero no queda claro que haya sido la convicción de independencia de Vasconcelos el impedimento para ser funcionario en el gobierno maderista, sino las divisiones internas y la desconfianza que suscitaba su excepcionalidad. No se olvide, también, que el régimen maderista duró poco. De haber sobrevivido a la Decena Trágica es difícil no pensar que tarde o temprano un Vasconcelos habría sido llamado al gabinete.
Vasconcelos "fracasó” una y otra vez al enfrentarse a la lenidad y al cálculo propios de la vida política cotidiana: no se acomodó entre los maderistas triunfantes; principal intelectual de la Convención de Aguascalientes y su ministro de Educación, fue testigo impotente de los desmanes de las tropas zapatistas y villistas durante 1914; quedó excluido del poder con la victoria de Venustiano Carranza, no quiso implicarse en la rebelión delahuertista y le renunció al general Álvaro Obregón justo cuando estaba en la cima de su apostolado como educador. Naturalmente, algunas de estas “derrotas” fueron impaciencias o indignaciones que lo honran como intelectual pero, vistas en retrospectiva, anticipan el desastre de 1929, derrota quizá fatal dado el poder de la maquinaria que enfrentó, pero muy mal digerida por Vasconcelos.
Como lo ha señalado varias veces Enrique Krauze[37] nuestro filósofo no tenía carne de mártir y no se inmoló, por fortuna, pero se abstuvo de tomar la decisión política a que lo urgía Manuel Gómez Morin y que habría cambiado la historia democrática de México: si Vasconcelos se hubiera replegado en orden, fundando un partido político de oposición, es probable que al Partido Nacional Revolucionario (pnr) le hubiera sido más ardua la imposición del régimen de partido casi único que imperó en el país durante siete décadas.
Un carismático presidente Vasconcelos no hubiera sido, además, necesariamente más democrático que los caudillos sonorenses. Y tampoco es evidente –para la nueva historiografía electoral escrita desde que comenzó la transición democrática en 1977– que aquellas elecciones presidenciales del 17 de noviembre de 1929 las haya ganado Vasconcelos. Fue una contienda sin registros documentales, donde no tenían derecho a voto ni las mujeres ni los menores de 21 años, los dos sectores de la población donde, según los propios vasconcelistas, gozaba su candidato de gran predicamento. Además, según dice Garciadiego, el candidato despreció el voto de los militares, de los rebeldes cristeros (a quienes miraba todavía con desdén de cristiano ecuménico) y de las organizaciones obrero-campesinas. Más allá de las ínfulas de Vasconcelos, quien se proclamó ganador desde el principio de la contienda, no se ve cómo podría haber obtenido la mayoría de los votos. Garciadiego, el principal revisor del caso, concluye con una verdad incómoda: en 1929 lo moderno era el naciente partido corporativo y no la campaña personalista de Vasconcelos, diseñada según el modelo maderista de los primeros años del siglo.[38]
Pero sabemos (y es saber mucho: es cosa de leer Las palabras perdidas de Mauricio Magdaleno[39] que Vasconcelos entusiasmó a las clases medias como nadie lo había hecho desde Madero y que su campaña fue hostigada, con saña homicida, antes, durante y después de la cita con las urnas. El llamado a la rebelión de Vasconcelos, el 1 de diciembre de 1929, fue un acto teatral que casi nadie tomó en serio. El país estaba harto de la guerra civil. El dramaturgo Rodolfo Usigli retrató así la amargura de los cientos de jóvenes, muy jóvenes, vasconcelistas entre los que él se contó: "Todos nos refugiamos por deporte, en el chiste sin fin, cruel, huitzilopxtliano, contra el gobernante que, por los poderes que eran, había derrotado a nuestro ídolo, espíritu en pegaso, conciencia de cristal, lengua de oro a nuestro sentir”.[40]
Antonieta, la protagonista póstuma
1929 también está asociado a la mujer que cambió, con su protagonismo póstumo, la manera en que leemos la vida de Vasconcelos: Antonieta Rivas Mercado (1900-1931). Él mismo, sin hacerlas pasar como propias pero a título de una extensión de su epopeya personal, incluyó en La flama las crónicas que ella escribió durante la campaña electoral, publicadas primeramente en La Antorcha, la revista internacional en cuyo relanzamiento trabajaba la pareja cuando ella murió.[41]
Rivas Mercado dejó de ser simplemente “Valeria”, la amante de Vasconcelos que pone fin a su vida dándose un disparo en el corazón, en la catedral de Notre Dame en 1931, para convertirse en un gran personaje de la cultura mexicana del siglo xx. En 2008, por ejemplo, se le dedicó una exposición nacional en el Palacio de Bellas Artes, homenaje que cierra una vindicación que se ha valido del teatro (El destierro, de Juan Tovar, en 1982), de una película de Carlos Saura (Antonieta, 1982), de una biografía (Antonieta, 1991), de Fabienne Bradu y de la novela de Katheryn Blair (A la sombra del ángel, 1995).
Estrella tardía de nuestro romanticismo, en la fama de Rivas Mercado se combinan, volviéndose indiscernibles, dos fenómenos distintos: la escritura de la historia cultural a través de la mujer y el curso mediático, hipercomercial, que inauguró el culto Frida Kahlo. Guardando toda proporción con la manera en que la celebérrima pintora ha acabado por convertir a su esposo Diego Rivera en un personaje en apariencia secundario, Antonieta (mecenas, novelista frustrada, militante democrática, heroína sentimental, periodista política) ha balanceado la imagen de Vasconcelos.
En La flama, el escritor condenó a Antonieta Rivas Mercado, en compañía de otra pecadora con posibilidades de redención (la filósofa judía Simone Weil que se queda en el límite del catolicismo), a ser un alma del purgatorio. Pero del purgatorio salió Antonieta en rescate de su "Ulises criollo”, dándole a su biografía un espesor sentimental de la que carecía, perdido en larga travesía como profeta, por decirlo así, desempleado. La humillación de 1929, propinada al orgullo del profeta menos por el fraude denunciado que por la negativa de los mexicanos a inmolarse por él, se complementaba, menos de dos años después, con el suicidio de Antonieta en Notre Dame, la pena de la que Vasconcelos acaso nunca se curó, tal cual lo escribí en Tiros en el concierto.
Vislumbres para la recuperación de Vasconcelos
La recuperación de Vasconcelos empezó con el centenario de su nacimiento, en 1982, y fue una empresa universitaria: la Universidad Nacional Autónoma de México festejaba al Vasconcelos puro, al rector que había inventado, en 1921, la Secretaría de Educación Pública, autocoronándose como educador de la nación. Los que lo llaman “maestro” cuando regresó a México en 1938, decía Vasconcelos, eran aquellos que no se querían comprometer en público con su derrota política. Mientras tanto, la incomodidad producida por Vasconcelos en el mundo oficial era la suficiente para que el presidente de México en 1982, un jurisconsulto soñador muy sensible a la declamación de la raza cósmica, no se atreviera a hacerle un homenaje nacional en toda la regla, aunque meditase en los enigmas del filósofo mientras decidía qué tanto podía demolarse del centro colonial de la Ciudad de México para dar paso al recién emergido Templo Mayor.
Siguió la recuperación crítica, literaria e historiográfica. Lectores de Emil M. Ciorán, de Edmund Wilson y de León Edel, escritores como José Joaquín Blanco (con Se llamaba Vasconcelos, 1977) y Enrique Krauze, con sus ensayos sobre Vasconcelos publicados en Vuelta a principios de los ochenta, revelaron un personaje fascinante colmando un capítulo entero de la historia de las ideas en Occidente (y en Oriente, pues Vasconcelos, en ese punto heredero y superador del modernismo, mira al este y al oeste).[42]
Se publicaron, también, estudios históricos como el de John Skirius (José Vasconcelos y la cruzada de 1929, 1978), sobre las elecciones de 1929 o la biografía escrita por Alfonso Taracena (José Vasconcelos, 1982), el más longevo de los vasconcelistas. En 1982, el Fondo de Cultura Económica reeditó las Memorias, recuperando el texto original que Vasconcelos mismo y un par de amigos censores habían expurgado. Al director del Fondo de Cultura Económica, el poeta Jaime García Terrés, que había escrito un duro denuesto de Vasconcelos a la hora de su muerte, le supo mal, según contaba con toda honradez, reeditar su tetralogía autobiográfica: Ulises criollo, La tormenta, El desastre, El proconsulado[43] “No te imaginas –me decía Alejandro Rossi, estudiante de filosofía en la Escuela de Mascarones durante los años cincuenta– lo repugnante que podía ser Vasconcelos para las nuevas generaciones”. Quizá ya sea hora de hacer una edición crítica de las destartaladas memorias de la vejez, que como La Flama. Los de arriba en la Revolución. Historia y tragedia (1959) han sido tenidos indignas de una edición que las restaure.[44]
La herencia política de Vasconcelos como candidato democrático vencido en 1929 por un régimen de partido de Estado que hizo sus primeras armas en contra, debería haberse actualizado ante el deterioro electoral del Partido Revolucionario Institucional (pri) y la victoria, en el año 2000, del candidato del Partido Acción Nacional (pan). Pero se presentaron, entonces, ironías típicamente históricas: para la izquierda, derrotada de mala manera en 1988 y reunida en torno de Cuauhtémoc Cárdenas, pesó más el recuerdo del anti-cardenismo belicoso de Vasconcelos que la victimización vasconcelista. Y en el conflicto poselectoral de 2006 se escucharon, en cambio, algunos ecos del Vasconcelos que se dijo despojado. Tampoco al pan en el gobierno, pese a algunos flirteos retóricos, le interesó gran cosa buscarse en Vasconcelos, cuyo viaje a la extrema derecha se cruzó con el dilatado desplazamiento de los panistas hacia el centro. La alternancia democrática volvió ineficaz recurrir, al menos en voz alta, a la leyenda de la Revolución mexicana. Y un Vasconcelos, políticamente, también se volvió, por fortuna, historia.
La caída del muro de Berlín en 1989, a su vez, relativizó los pecados de ese anticomunista perfecto que fue el Vasconcelos de la Guerra Fría, el autor de aquel artículo en que decía preferir la purificación del planeta gracias a la Bomba H a ver a sus hijos esclavizados por el ateísmo soviético.[45] La fascistización de Vasconcelos fue menos un accidente existencial que el resultado de una tendencia violentamente antiliberal que convergió, en la historia del siglo xx, con el sometimiento de los intelectuales progresistas a la urss, al otro totalitarismo, servidumbre que se justificaba, invariablemente, con la denuncia de los Vasconcelos de este mundo. Y a diferencia de otros apestados, apenas escondió Vasconcelos su predilección hitleriana, mientras que muchos otros escritores con un historial fascista y sometidos a una presión histórica superior, en Europa, hubieron de esconder o falsificar su historia. Pienso, por ejemplo, en los rumanos Mircea Eliade y Ciorán, dedicados durante décadas y con éxito temporal a limpiar su abierta solidaridad juvenil con el fascismo rumano. En el caso de Vasconcelos nunca hubo ocultación; su filonazismo se interpretó como una pública amargura de vejez que volvió redundante el ajuste de cuentas. Además, al contrario que en los casos de Eliade y de Ciorán, el prestigio internacional de Vasconcelos se fue desvaneciendo con los años. Sus pecados se volvieron una impertinencia sólo apta para mexicanos.
Gran memorialista latinoamericano, civilizador comparado una y otra vez con Sarmiento, escritor de genio, filósofo despreciado por la academia y consultado sin tregua en las bibliotecas provincianas, éxito de librería en la década de 1930 y autor que se mueve imperturbable en las librerías de viejo, Vasconcelos cumple medio siglo de muerto cuando la Revolución mexicana alcanza cien años de haberse iniciado, asociado como pocos al legado civilizatorio de una guerra civil que no parecía proponer otra cosa que fuego y sangre. Sus culpas lo han tornado entrañable: lo vio Cristina Pacheco, ya muy viejo, tronando las cuentas del rosario con una mano y apostrofándola en su despacho de la biblioteca de México. Lo ha imaginado José Emilio Pacheco dialogando con su hermano Alfonso Reyes en la esquina de la Colonia Condesa donde se juntan las calles que llevan sus nombres. Han escrito sobre él (entre muchos otros), Álvaro Matute, Víctor Díaz Arciniega, Rafael Olea Franco, Andrea Revueltas, Cardoza y Aragón (en El río. Novelas de caballería, 1986), y todos ellos van elevando sus méritos y sopesado sus fallas. Vasconcelos ha sido, también, una compañía inesperada en el camino de la nueva democracia mexicana durante el último cuarto de siglo, una conciencia, a veces buena, a veces mala. En una lista de los mejores mexicanos de todos los tiempos siempre aparecerá Vasconcelos.
Fue demasiado humano Vasconcelos, el filósofo fracasado y el seductor tenido por erotómano, para permitirse una posteridad de prohombre forjado en bronce. Al hablar de Vasconcelos es difícil no incurrir en la demagogia, el florilegio sentimental, la elegía apasionada –como tituló Carlos Pellicer el poema en su honor–,[46] la imitación estilística, la cháchara retórica, la falacia patética. Pero basta leerlo para aborrecerlo y adorarlo en igual medida.
A mí, José Vasconcelos nunca me ha dejado tranquilo y estas páginas intentan compartir esa inquietud de duermevela que se padece ante los retornos de nuestro Ulises.
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1995 / 03 ago 2017 20:14
Nació en Oaxaca, Oaxaca, en 1881 y murió en la Ciudad de México en 1959. Rector de la Universidad de México. Fundador de la Secretaría de Educación Pública. Dirigió la Biblioteca Nacional. Doctor honoris causa de la UNAM y de las universidades de Puerto Rico, Chile, Guatemala y El Salvador. Miembro del Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua. Candidato a la presidencia de la República.
2007 / 03 ago 2017 19:32
Nació en Oaxaca y murió en la Ciudad de México. Abogado, educador y filósofo. Maderista, participó en el Gobierno de la Convención de Aguascalientes. Rector y transformador de la Universidad Nacional; es el quien acuña el lema de la institución "Por mi raza hablará el espíritu", (1920-1921); y más tarde ocupó el cargo de secretario de Educación Pública, de 1921 a 1924. Fue también presidente del Ateneo de México en 1909.
Vasconcelos impulsó el arte mexicano de manera vigorosa, tanto al muralismo, como a la literatura y al teatro. Como ministro de la Educación impulsó también la edición masiva de libros y la organización de bibliotecas públicas, así como la revista El maestro y el semanario La Antorcha. En 1929 participa como candidato en las elecciones presidenciales, siendo apoyado multitudinariamente. Es derrotado por el candidato del PNR Pascual Ortiz Rubio en elecciones no del todo claras.
Entre su vasta obra destacan obras filosóficas, narrativa, memorias y teatro. Pitágoras, una teoría del ritmo (1916), El monismo estético (1918), Estudios Indostánicos (1920), La raza cósmica (1925), Páginas escogidas (1940). Sus memorias: Ulises criollo (1935), La tormenta (1936), El desastre (1938), El proconsulado (1939). Escribió también un prospecto de guión cinematográfico sobre la vida de Simón Bolívar.
Obra dramática: Prometeo vencedor (1916), La mancornadora (1946), Los robachicos (1946).
1995 / 16 ago 2018 16:10
Distingue José Vasconcelos, en uno de sus más característicos ensayos, dos grandes especies de libros, los que se leen sentados y los que piden leerse de pie. Los primeros se leen sin sobresalto, nos vuelven a la calma y al buen sentido, nos engañan quizás pero nos apegan a la vida; los otros, en cambio, “nos hacen levantar, como si de tierra sacasen una fuerza que nos empuja los talones y nos obliga a esforzarnos como para subir”; nos vuelven exigentes e insumisos y nos hacen reclamar “lo que aquí no se encuentra”.
Si los libros mexicanos de esta época pertenecen, con muy contadas excepciones, a la primera especie, los treinta y cinco volúmenes que publicó Vasconcelos participan casi sin excepción, aunque por diversos caminos y con las más disímiles sustancias, de las virtudes de los libros que deben leerse de pie. En efecto, muchas de sus obras levantaron, ciegos de ira o de admiración y dispuestos a seguirlo por los caminos del espíritu o a través de los riesgos de las aventuras políticas, a los lectores de su país y aun a los del continente de habla española. Fue en su tiempo nuestro escritor más leído. Estaba en todas las manos, colmando con creces la voracidad pública por el escándalo, alentando nuestro resentimiento pero arrebatándonos también con tantas páginas admirables. Las canas fueron al fin sosegándolo; el tiempo nos fue haciendo olvidar sus yerros, y, al releerlo, una conciencia sólo un poco menos confusa puede desprenderse de su torbellino para examinar los valores literarios de su obra.
Congruentes con su voluntad de universalidad, los escritos de Vasconcelos abarcan buena parte de las disciplinas del pensamiento, pero pueden clasificarse como sigue: i. Obras filosóficas: Pitágoras: una teoría del ritmo (1916 y 1921), Estudios indostánicos (1920), Tratado de metafísica (1929), Ética (1932), Estética (1935), Historia del pensamiento filosófico (1937), Manual de filosofía (1940), Lógica orgánica (1945), Todología (1952); ii. Obras sociológicas y pedagógicas: La raza cósmica (1925), Indología (1927), Bolivarismo y monroísmo (1934), De Robinsón a Odiseo (1935); iii. Ensayos y otros trabajos: Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas (1910), La intelectualidad mexicana (1916), El monismo estético (1918), Divagaciones literarias (1919), La caída de Carranza: de la dictadura a la libertad (1920), Prometeo vencedor (1920), Pesimismo alegre (1931), Sonata mágica (1933), Qué es el consumismo (1936), Qué es la revolución (1937), Discursos, 1920-1950 (1950), Pesimismo heroico (1954), Letanías del atardecer (1950); y, además, una abundantísima producción periodística de todas las especies y calidades; iv. Obras históricas: Breve historia de México (1936), Simón Bolívar (1939), Hernán Cortés (1941); y v. Obras autobiográficas: Ulises criollo (1936), La tormenta (1936), El desastre (1938), El proconsulado (1939), y La flama. Los de arriba de la Revolución (1959).
Como puede advertirse, la mayor parte de estos trabajos caen fuera de los márgenes de este estudio, y aquella que tiene características literarias no es, quizá, la más importante dentro del cuadro general. Esta primacía suele reservarse, en la obra de Vasconcelos, a sus escritos filosóficos y sociológicos que han hecho de su autor el único a quien se deba, en México contemporáneo, la formulación de un sistema original aunque, hasta ahora, no haya ganado discípulos sino sólo algunos expositores y críticos. Su pensamiento sociológico y pedagógico lo hizo el defensor de nuestra raza y aun su profeta, como quiere Castro Leal. Hermann de Keiserling en sus Meditaciones sudamericanas, lo llamó “el pensador más representativo” de esa parte del continente, y Medardo Vitier “el hombre más interesante de México y una de las primeras cabezas de Hispanoamérica”, “de las cuatro o cinco primeras”, puntualiza. Es pues, además de un hombre de tormentas, una personalidad ilustre en el pensamiento; y aunque aquí no vayamos a juzgarlo como tal, muchas de las observaciones que se apunten acerca de su obra literaria convienen también a algunos aspectos de su doctrina.
En cuanto a sus obras históricas, digamos tan sólo que su Breve historia de México –de la que amplifica uno de sus capítulos en la biografía de Hernán Cortés– parece nacida de la necesidad de fundamentar en nuestra historia el criterio que sustenta Vasconcelos. Los personajes que por ella desfilan –con pocas excepciones– parecen haber sido invertidos respecto de la apreciación tradicional u oficial. Los héroes y beneméritos de nuestros textos son aquí los traidores, y a la inversa. Con todo, no pocas revelaciones le esperan al lector, y la tesis que gobierna el libro –que pudo haber sido expuesta con fortuna en un ensayo sin que fuera preciso violentar su demostración en el campo de nuestra historia– puede aún reputarse valiosa y fértil para nuestro destino, siempre que se vaya a ella con todas las reservas que Vasconcelos, precisamente, abandona en el umbral. ¿Y por qué no recordar, a propósito, que en un libro publicado sólo un año antes de la Breve historia Vasconcelos había escrito estas palabras justas y acusadoras?: “Las escuelas del Estado no tolerarían escritos antipatrióticos, así contengan la verdad histórica” (De Robinsón a Odiseo, cap. vii).
La porción que puede considerarse literaria dentro de su obra comprende las secciones iii y v de la clasificación propuesta, es decir los ensayos, trabajos periodísticos e intentos dramáticos y poéticos y los libros autobiográficos. Pero antes de iniciar el examen de estos textos, conviene anticipar algunas observaciones generales que puedan introducirnos a su carácter.
De manera opuesta al temperamento que suele ser común entre nuestros escritores, Vasconcelos se distingue por imprimir en sus obras la huella de su vida, no sólo la intelectual sino la de todas sus potencias. Los libros de sus contemporáneos nos delatan quizá la educación y la sensibilidad de sus autores, su habilidad literaria y algunas de sus ideas y creencias, pero no nos muestran mucho del hombre mismo. Nuestro temperamento reservado y discreto, interviene aquí para determinar éstas que son acaso, al mismo tiempo que nuestras limitaciones, nuestras virtudes. Pero los libros de Vasconcelos, excepción que sola justifica la regla, transparentan voluntariamente y con predominio invencible al hombre, y quedan transidos como del reflujo cálido de su respiración apasionada y, aun cuando serena, animada por un irreprimible torrente de ideas y emociones. Su tono más constante es el del alegato, así se refiera a filósofos o entes filosóficos o a militares asesinos. Vasconcelos tiene una notoria incapacidad para tratar objetivamente las ideas, no porque no sepa conceder razón al prójimo sino porque su propia ideación se lo invade todo: potencia original que hinca sobre cuanto su pluma toca; pero tiene, por el contrario, una capacidad manifiesta para comprender y expresar la realidad, personas, cosas, lugares y acontecimientos a través de su propio cristal estremecido. No le abandona entonces su pasión; antes, conducido por ella, transmuta sus materiales en imágenes siempre vivientes, así la justicia les asista o les falte.
Consecuentemente, el sistema y el método rigurosos están también ausentes de sus obras, ya sean éstas de formas libres, como sus memorias y ensayos, o de naturaleza filosófica. Puede repetirse aquí lo dicho a propósito de su falta de objetividad como expositor doctrinario, y además, que su informidad, que pocas veces es confusión, se trueca en riqueza desbordante reacia a las acotaciones. No se preocupa tampoco Vasconcelos por el aparato técnico que precise alusiones y ayude al lector a navegar sus escritos que suelen carecer de fechas, fichas bibliográficas y algunas veces de índices. No le inquieta tampoco consignar correctamente un nombre y así sucede que en una misma página lo escriba con curiosas variantes. Y por supuesto, ¿qué no ocurrirá con los hechos mismos? Estos descuidos, sin embargo, no indican sino el cuidado mayor que reserva Vasconcelos para lo que juzga con razón lo esencial, y es el espíritu y sobre todo su particular emoción frente a la materia que trata. “Como todos los grandes convencidos –advierte Medardo Vitier–, trabaja con cuatro o cinco nociones meditadas, en torno de las cuales forman coro adicto otras subalternas”. El hecho es que, a pesar de la devoción que Vasconcelos muestra por la estructura ambiciosa y noble del tratado –imagen lógica de las catedrales que tanto admira–, sus escritos más severos se inclinan fatalmente a la libertad y flexibilidad del ensayo, y, en el caso de sus volúmenes autobiográficos, llegan a esbozar desarrollos sinfónicos, según las ideas que ha expuesto en “La sinfonía como forma literaria”.
Confiesa Vasconcelos su inclinación por el estilo oratorio, aunque en su prosa la rotundidad de la frase sea mucho más producto de la intensidad del pensamiento que efecto buscado y superpuesto. Pero oigámosle discurrir a este propósito, ya que al mismo tiempo nos anticipará otras nociones sobre su estilística:
Es verdad –le dice a Chacón y Calvo en página de El desastre (p. 483)– que el estilo oratorio de que hoy se abomina y al cual yo tengo tendencia, resulta vano, pomposo, cansado; pero también es cierto que hoy se incurre en otro defecto acaso peor, y es el estilismo. El esfuerzo del virtuoso literato, lo padece el lector […] Ninguna obra maestra se ha escrito jamás de ese modo […] Sí, abomino del estilo […] hay más salud, en todo caso, en la logorrea del orador que en el estreñimiento de los estilistas. No me gusta Castelar porque no tenía ideas, pero hay páginas suyas que se leerán siempre con gusto, como aquélla en que habla de la danza andaluza […] En cambio, los estilistas nos hacen sudar y no nos dejan ni siquiera un recuerdo de lo leído […] Un buen estilo se identifica con la acción de pensar. No es ornamento ni vestidura: es savia y no hojarasca.
Detengámonos en la afirmación final de este alegato y apliquémoslo al estilo de Vasconcelos. Cuando en sus años mozos luchaba con las dificultades de expresión percibía ya que lo que le faltaba no era un estilo “sino precisión, claridad del concepto. Pues mi concepto resultaba de tal magnitud que al desenvolverse crearía un estilo, construiría su propia arquitectura” (Ulises criollo, p. 315). Otro tanto afirma, enriqueciendo el concepto, en uno de los ensayos de El monismo estético: “el estilo eficaz para el arte es el que dinámicamente se inserta en el impulso lírico, lo perfecciona y cumple sin restarle energía, sin desviarlo de su sentido profundo”. Tal es pues la condición del estilo de Vasconcelos, funcional, como diría un arquitecto, orgánico o, para seguir usando sus propias palabras, “como canal de transmisión entre cuyos bordes va el pensamiento y se manifiesta a las almas; de modo que el verbo y la escritura sean, para la mayor precisión del pensar, de un ritmo neutro…” (“Don Gabino Barreda”).
¿Cuál es pues el secreto del interés y la atracción que los escritos de Vasconcelos tienen para sus lectores? Proponiéndose una pregunta semejante, Castro Leal ha concluido por suponer que sea:
algo común al estilo, a los asuntos y a las opiniones; algo que les da vitalidad imprevista, variable; algo que no está ausente de sus libros más que para agradar y sorprender cuando aparece de nuevo; algo que hace perder su carácter público a un escrito político, su carácter académico a un tratado filosófico, su carácter histórico a un libro de historia; algo que coincide a veces con la razón, a veces con la verdad, a veces con la inteligencia y a veces con la perfección; algo que es real y vivo aunque no coincida con ninguna de estas categorías; algo que todos tienen y que en todos ha sido móvil de juicios, de antipatías, de inclinaciones: la emoción.
Cuenta habida de las anteriores consideraciones generales sobre el carácter de sus escritos, puede intentarse el examen particular de las obras literarias de Vasconcelos. “Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas” fue el nombre de la conferencia con que participó en la serie que, para festejar el primer centenario de la Independencia mexicana, organizó el Ateneo de la Juventud, grupo al que entonces, no sin violencia, pertenecía. Es de sus primeros escritos publicados y, antes de él, acaso sólo exista su tesis profesional, “Teoría dinámica del derecho”, recogida por la Revista Positiva en 1907. Su lectura delata muchas de las que llegarán a ser características del pensamiento vasconceliano. Ante todo, su cultura. El positivismo de Barreda es analizado aún con simpatía pero a la manera de un “elogio fúnebre”; las fuentes de esa doctrina han sido frecuentadas, pero Bergson está ya ante ellas para anunciar el ingreso de una nueva fe en el espíritu. El pensamiento, noble y original, parece, sin embargo, frenado como en todo escrito primerizo, quizá por preocupaciones de estilo contagiadas por sus compañeros ateneístas que le aconsejaban modelos contradictorios. Pero sus ideales estilísticos se postulan ya con nitidez en sus líneas fundamentales, y aun se anticipa su concepción trágica de la vida.
El monismo estético –que prefiero considerar como un libro de ensayos antes que como obra filosófica– es también semillero de algunas de sus concepciones estéticas más importantes. Desde luego, el ensayo que da nombre al volumen expone la teoría, luego ampliamente desarrollada en su libro sobre esa materia, de la naturaleza estética del conocimiento y de la síntesis mística. Contiene también este volumen, además de otros ensayos y cuadros de viaje, uno de los más brillantes y agudos textos de Vasconcelos, “La sinfonía como forma literaria”.
Divagaciones literarias, Pesimismo alegre, Sonata mágica y Qué es la revolución son volúmenes integrados por ensayos, visiones de ciudades y paisajes –como los llama Castro Leal–, cuentos y relatos recogidos casi siempre de la dispersión periodística, que nos ofrecen, en consecuencia, al Vasconcelos más diluido e irregular. Los ensayos suelen ser de muy diverso valor y habría que destacar aquí y allá unas líneas, una interpretación sagaz, una sentencia luminosa, y pocas veces un artículo entero, acaso, “Los signos”, “Pesimismo alegre” y el fascinante que se llama “El amargado”, lo último revelador de su genio que escribió Vasconcelos.
Sus visiones de ciudades tienen una gracia suave y su autor reserva para ellas la dulzura que rehúsa en otras de sus páginas. Se ha hecho notar el encanto de sus recuerdos limeños y habrá que recordar también la calidad pictórica y emotiva de los cuadros de viaje italianos que figuran especialmente en su autobiografía.
Respecto a sus cuentos, no comparto la estimación que por ellos manifiesta Castro Leal. “El fusilado” es más bien, al principio, una página posible de la autobiografía, concluida con las observaciones de ultratumba que repiten, a la manera vasconceliana, un viejo tema. De semejantes limitaciones se resienten casi todos sus demás cuentos y relatos, que son muy pocos; no logran desprenderse del cordón umbilical autobiográfico y carecen, con todo, del brío que su autor pondría en esas páginas si se refirieran directamente a la realidad. “Una cacería trágica” me parece no sólo el más “cuento” de todos sino también el más interesante. Su tema escasamente original, se entronca con la novela iberoamericana contemporánea; diríase un capítulo, acaso más sobrio, de una novela de José Eustasio Rivera o de Rómulo Gallegos. A pesar de ello, “Una cacería trágica” es, dentro de este aspecto de su obra, el cuento mejor logrado…
Tampoco ha sido ajeno Vasconcelos a la poesía y al drama a los que consagró esporádicos intentos. A pesar de su desprecio manifiesto por el verso, cayó alguna vez en la tentación y aun publicó, en la revista Hoy, composiciones de esta naturaleza y con pretensiones filosóficas. Son indescifrables como filosofía y nada tienen que ver con la poesía. Pero en sus “Himnos breves” (publicados en 1920 en la revista México Moderno, núm. 1, y más tarde en Pesimismo alegre) encontró Vasconcelos una de sus expresiones más puras. El himno breve, en realidad, es su auténtica manera poética y la flor de su pensamiento que tiene no pocos filones místicos. Es deplorable que no los haya frecuentado más, aunque pueden extraerse otros himnos breves a lo largo de toda su obra, fragmentos iluminados, plenos de ese rumor interno de que habla Castro Leal y cruzados por el relámpago intermitente que advertía otro de sus contemporáneos. Léase, por ejemplo, este iluminado trozo destacado de una de sus obras:
Nada hay más compacto y más profundo, más confuso y también más claro; nada más superficial y al mismo tiempo más insondable que este instante igual a sí mismo, sin cesar repetido y siempre nuevo, presente e inaprehensible, cercano y distante, ya mínimo, ya inmenso; íntimamente nuestro y a ratos tan raramente extraño; brizna de existencia encerrada en latires de bestia; aterra mirarla informe, sentirla fugaz, quererla eterna, nuestra única, insustituible y desamparada realidad.
La mancornadora, pieza en un acto representada sin éxito en 1936, y Prometeo vencedor son los únicos intentos dramáticos de Vasconcelos. Esta última es una obra en principio irrepresentable, más bien un diálogo realizado con materiales heterogéneos. Su tema es de los cruciales de Vasconcelos y el héroe es también representativo de su temperamento. Otros trabajos semejantes de ateneístas –Ifigenia cruel, de Reyes, El nacimiento de Dionisios, de Henríquez Ureña– tienen visiblemente, con Prometeo vencedor de Vasconcelos, una comunidad de inspiración en las lecturas de aquellos años, aunque sus fechas de publicación sean posteriores.
Pero donde José Vasconcelos muestra sus más característicos dones como escritor es en la nutrida serie de páginas que dedicó a las cosas que le atañen, a las que ama u odia ferozmente, más que en aquellas para las que se requiere cierta creación y elaboración separadas de la realidad. Cuatro nutridos volúmenes integran estas desiguales memorias que son, con todo, unas de las más originales y brillantes obras en prosa narrativa de las letras mexicanas. Su ámbito cronológico se extiende desde los primeros recuerdos del autor, nacido en 1882, hasta su última estancia como desterrado político en España, antes de la guerra civil. Medio siglo de uno de los períodos más activos de nuestra historia que Vasconcelos supo vivir, según la deformación característica de los memorialistas, colocado en el eje mismo de los acontecimientos. Mas no sólo se ocupan estas páginas de la vida de quien las escribe sino que atienden también a los hechos de cuantos le rodearon entre quienes figuran muchos de los personajes significativos por algún concepto en México o en los países que su afán aventurero y sus protestas políticas le hicieron visitar. Su manera característica de considerar a unos y otros es la de enjuiciarlos moralmente, aunque con escasa penetración psicológica, debida, acaso, a que a Vasconcelos le importa el valor esencial de cada alma antes que su mecanismo. Un interés nunca exento de escándalo saludó la aparición de los libros en que tan poderosas pasiones y tan cortantes opiniones se daban a la publicidad.
Del juicio moral sobre situaciones o personajes, Vasconcelos suele derivar hacia meditaciones filosóficas –que constituyen acaso sus más perdurables páginas– cuyos temas constantes son el destino y condición humanos y, en torno a estos persistentes, los de carácter histórico-político, estético, sociológico y religioso. Y la fuerza que lo mueve en su vida y en cada una de las experiencias a que se entrega con violencia no es otra que la aspiración hacia las calidades más nobles de lo humano, hacia la justicia, la verdad y la belleza, sólo que entendidas a la manera vasconceliana que es una mezcla de una fuerte dosis de cristianismo, con budismo, malthusianismo y nietzscheanismo, en cantidades que muchas veces superan la proporción que convendría a la simple curiosidad.
Mucho se ha reprochado a estas memorias sus contradicciones y equívocos y la exhibición franca de las intimidades de su autor. De lo primero puede encontrarse una explicación plausible en el temperamento de Vasconcelos y en el medio en que existe. En su batallar constante por lo grande y lo noble, y por una humanidad al mismo tiempo íntegra e ideal, le ha sido preciso partir de un medio que no condiciona aún, sino violentándose, la aspiración de tales especímenes. Por eso, ni psicológica ni socialmente está adaptado a su circunstancia, como una planta que hubiese crecido y florecido desmesuradamente extrayendo sus jugos de la aridez, desproporcionado junto a sus vecinos y cuyos contactos con ellos oscilaran entre los polos de la admiración y del odio, y aun sus mismos intentos de comprender el resto del mundo y comprenderse a sí mismo. Muchas páginas de la autobiografía de Vasconcelos nos dan testimonio de este sentimiento de desamparo altivo, de quien, a pesar de sentirse negado y acosado por todos, guarda aún la certeza de que con él sólo está la justicia y el espíritu de la patria.
En cuanto a la exhibición franca de sus intimidades, comprenderemos sus móviles examinando los que determinaron a Vasconcelos a escribir sus memorias. Ante todo, notemos que en los cuatro volúmenes autobiográficos ocupa mayor espacio la crónica histórica y pública que la privada, aunque aquélla esté considerada siempre en función de ésta. Frente a los hechos históricos la actitud de Vasconcelos es clara. “Tengo yo –advertirte en la introducción a El proconsulado– particular deber de proclamar ciertos hechos referentes a la vida pública de mi país. En épocas angustiosas de la historia, fui parte a que se levantaran esperanzas, que únicamente provocaron crímenes”. Pero como por otra parte percibe con razón “que mal podría expresar la verdad ajena quien no comenzase usando la verdad en su daño” (“Preámbulo” a La tormenta), he aquí el porqué de la aparición de esas páginas acusadas de cinismo, pero que su autor ha querido escribir para ser leídas a los cincuenta años de publicadas y recordando, al mismo tiempo,
que toda vida completa es una experiencia vasta, semejante a la obra de las catedrales majestuosas que son resumen de la fe. Y pese a su carácter sagrado, en ellas se tolera el rincón de las tallas obscenas que sólo se muestran al visitante sensato y se ocultan del inexperto. De otra manera perdería el edificio el sentido cabal de la totalidad.
No considero oportuno, por ello, buscar una justificación de los pasajes a que me refiero –que son contados y no pocas veces admirables como obra literaria– por su semejanza con ciertos episodios de Las confesiones de San Agustín, como lo hace Fernández Mac Gregor. Éstas se escribieron con un propósito de ejemplaridad, de contrición pública, mientras que las memorias vasconcelianas buscan el conocimiento (“Advertencia” a Ulises criollo) y el testimonio. ¿Y por qué no traer aquí a cuento, como una explicación, menos noble si se quiere pero más imperiosa, de los móviles de las memorias de Vasconcelos y al mismo tiempo de su interés, aquel consejo perturbador de Edgar Poe, que Baudelaire quiso practicar con más inteligencia que sinceridad en uno de sus textos?
Si un hombre ambicioso –escribió el poeta en su Marginalia– quiere revolucionar de un golpe el mundo entero del pensamiento humano, de la opinión y del sentimiento humanos, he aquí lo que puede darle esa facultad. El camino hacia su gloria imperecedera está abierto en línea recta y sin obstáculo ante él. No tiene más que escribir un librito: su título será sencillo, unas palabras sin pretensiones: “Mi corazón al desnudo”. Pero ese librito debe cumplir todas sus promesas.
Otros de los reproches que se han hecho a la autobiografía de Vasconcelos se refieren a asuntos de estilo y composición. Torres Bodet, en páginas escritas antes de la aparición de Ulises criollo y su secuencia, lamentaba ya la prisa, enemiga de la perfección, que contagiaba los libros de Vasconcelos, aunque aceptaba que, si esa prisa perjudicaba al pensador, ayudaba en cambio en él al polemista. Castro Leal ha comentado, apoyándose en una alusión de Vasconcelos en la que se clasifica entre los escritores que escriben mal, el desaliño de su prosa y la ausencia de composición y arquitectura de sus obras, aunque él mismo advierte cuánto se nos ofrece a cambio de esas perfecciones convencionales. El hecho es que Vasconcelos pertenece a ese raro tipo de escritores que, precisamente porque no escriben para ser juzgados literariamente puesto que sus palabras no son en sus manos un fin sino un medio, dejan a sus críticos apenas el triste papel de disculpar y explicar sus evasiones, o mejor aún, superaciones de las reglas. Los datos que sobre el estilo de Vasconcelos fueron destacados más arriba, pueden ser traídos a colación con provecho, para ilustrar estas peculiaridades de sus memorias. Y por todo ello, antes de insistir en estos achaques, es más prudente considerar estos libros, cuenta habida de su función y de la voluntad que les preside; separando para nuestro propósito aquello que, de acuerdo con sus propias normas, tiene caracteres literarios del resto que prefiere inclinarse a la crónica o al alegato político.
En los dos primeros volúmenes puso sin duda Vasconcelos un entusiasmo que le abandona visiblemente en los dos finales. Pero Castro Leal prefiere, a la narración lineal y los cuadros sucesivos de Ulises criollo, La tormenta, que encuentra mejor construida porque se desarrolla alrededor de dos temas, la confusión revolucionaria de aquellos momentos y el amor de Adriana. Sin embargo, ¿cómo no reservar para nuestro deleite aquellas páginas en que la rememoración se vuelve más cálida y profunda, más apretada y rica la imaginación de la infancia y la juventud, más cordial el hombre todavía no herido, más apasionado el amante todavía no frustrado? ¿Cómo no preferir, pues, aquellas páginas de Ulises criollo que hablan de la madre, de la vida en provincia, del descubrimiento del “chorro de claridad” de Dante, del violín escuchado en la montaña, de los primeros pasos en la vida de la pasión y del espíritu atento al crecimiento de una vocación y un destino?
En El desastre, tercer volumen de la autobiografía, el relato va perdiendo progresivamente su calidad literaria para ganar importancia documental. Como en el volumen anterior, coexisten aquí dos grandes temas, la obra educativa realizada en la Secretaría de Educación y las impresiones de viaje como desterrado político, sólo que sin esa relación armónica que presidía la composición de La tormenta y más bien desajustados, unidos por agregación y no a la manera de un acorde.
El volumen final, El proconsulado, tiene muy pocos de los elementos que han hecho de los dos iniciales obras literarias de primera importancia en nuestras letras. No puede encontrarse en él ninguno de los móviles que presiden la estilística y el arte de la composición vasconcelianos. Es una obra informe que el dolor y la violencia no permitieron cuidar. El autor deja muchas veces la pluma a otras manos, y le asiste razón en sus elogios a la crónica de su campaña política de 1929, escrita por Antonieta Rivas Mercado, de la que recoge páginas de una severidad y elegancia en verdad admirables.
Antes de concluir el examen de la obra literaria de Vasconcelos es pertinente detenernos en una afirmación que Xavier Villaurrutia ha propuesto con fortuna, ya que se ha visto repetida y aceptada algunas veces. Dijo Villaurrutia, con su peculiar manera elusiva, que sólo encontraba en México una novela, una verdadera novela, el libro de memorias, Ulises criollo, de José Vasconcelos. Arma de dos filos, como puede advertirse, pues que concede el talento narrativo e imaginativo y rehúye la capacidad de memorialista veraz a que su autor aspiraba. ¿Pero no son acaso novelas autobiográficas muchas de las mejores obras del género? Recordemos tan sólo entre las modernas, En busca del tiempo perdido, de Proust, y El último puritano, de Santayana. ¿Y qué otra cosa, sino novelas autobiográficas, suelen ser casi todas nuestras novelas de la Revolución, dentro de las que puede considerarse parte de las memorias de Vasconcelos? Sin embargo, y a pesar de la amplitud de contenidos y de tratamientos que puede soportar una obra a la que llamamos novela, quedan, en la obra de Vasconcelos, muchos elementos que la sujetan a sus propósitos antes que inclinarla hacia el terreno de la ficción. Thibaudet diría que Vasconcelos hace revivir lo real, mientras que la misión del novelista es darle vida a lo posible. Los personajes de su obra muestran demasiado visibles esos lazos con la realidad, ese cordón umbilical que los une en carne viva al autor, cuando, por el contrario, la novela aspira a destruir esas ataduras para crearlos libres de elegir entre las infinitas direcciones de lo posible.
Algunos comentaristas de la obra vasconceliana suelen deplorar que el gran público conozca sobre todo sus memorias y no sus ensayos o sus trabajos filosóficos. Aun al mismo autor se le escuchaba dolerse de la poca atención que se les concedía a sus trabajos “serios”. Con todo, ¿no nos enseñan acaso sus memorias mucho de lo esencial de su pensamiento, formulado con más fatigas académicas en sus tratados? ¿Y no nos dan, además, el rastro venerable de su obra de educador, el reflejo de la gallardía de su empresa humana, el testimonio de sus caídas y el rastro todo de una de las vidas más plenas de nuestro tiempo, en la que no faltan siquiera junto a la virtud legendaria del profeta y del maestro de un día las caídas injustificables?
Los libros principales de Vasconcelos se han reunido en Obras completas (4 vols., 1957-1961). Las cuatro obras que integran sus Memorias las reimprimió el Fondo de Cultura Económica en dos volúmenes (1982). Existen varias antologías vasconcelianas, y un libro fundamental acerca de su obra educativa y cultural: Claude Fell, José Vasconcelos. Los años del águila (1920-1925), traducción de María Palomar, México, unam, 1989.
Nació en la ciudad de Oaxaca, el 27 de febrero de 1882; murió en la ciudad de México, el 30 de junio de 1959. Escritor, abogado, filósofo, novelista y político. Realizó sus estudios en una escuela de Eagle Pass; en el Instituto Campechano; en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, de donde se graduó en 1907. En 1909 fundó el Ateneo de la Juventud y participó como conferencista. En 1910 dirigió El Antirreeleccionista y fungió como representante de Francisco I. Madero en Washington. En 1912 fundó y se convirtió en el presidente del Ateneo de México, que fue una continuación del Ateneo de la Juventud. En ese mismo año fundó la Universidad Popular Mexicana. En 1914 fue nombrado director de la Escuela Nacional Preparatoria, así como Ministro de Instrucción Pública, pero al triunfo del carrancismo, Vasconcelos se exilió en los Estados Unidos y Perú. En 1920 regresó a México y fue nombrado rector de la Universidad Nacional de México y Jefe del Departamento Universitario y de Bellas Artes. En 1921 se le designó como Secretario de Educación Pública. En 1924 buscó la gubernatura del Estado de Oaxaca, pero, al ser derrotado, sale nuevamente al exilio en París y Madrid. Regresó a México en 1928 y participó como candidato a la presidencia de la República en la elección de 1929. Al ser derrotado, de nueva cuenta se exilia en Estados Unidos, Colombia y Francia. En 1940 regresó a México. En el año de 1943 se integró como miembro fundador de El Colegio Nacional. En 1946 dirigió la Biblioteca México. Ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua en 1953. Se desempeñó como profesor huésped de la Universidad de Chicago; de la Universidad de La Plata, así como rector de la Universidad de Sonora. Recibió los grados de Doctor Honoris Causa por la unam, Puerto Rico, Chile, Guatemala y El Salvador. Colaboró en El Maestro, México Moderno, Revista de la Universidad de México, Repertorio Americano, Hoy, Todo, El Universal, El Nacional, Excélsior y Novedades. Dirigió La Antorcha, Timón y la Revista Mexicana de Filosofía.
24 jul 2007 / 17 sep 2018 15:52
Hijo de Ignacio Vasconcelos y de Carmen Calderón, pasó una niñez itinerante debido al cargo de su padre, agente aduanal, por lo que tuvo diversas residencias entre 1887 y 1894: Soconusco, Chiapas; El Sásabe, Sonora, y Piedras Negras, Coahuila, donde realizó sus estudios primarios, también, asistió a una escuela del otro lado de la frontera, en Eagle Pass, Texas. En 1888 su familia se estableció en el puerto de Campeche, del que emigró finalmente a la capital del país, donde Vasconcelos realizó sus estudios en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, donde obtuvo el título de licenciado en Derecho en 1905. En estos años conoció y trabó amistad con Alfonso Reyes, Antonio Caso e Isidro Fabela, con los que después integraría el grupo de los ateneístas. En Durango, se instaló durante algunos meses como agente federal del despacho neoyorquino Warner, Johnson and Galdston. Más tarde, de regreso a la ciudad de México, participó en la fundación del Ateneo de la Juventud, el 28 de octubre de 1909. Entre algunos de sus cofundadores y miembros más relevantes, se encontraban, además de Vasconcelos, Reyes, Caso y Fabela; Julio Torri y Enrique González Martínez; así como el dominicano Pedro Henríquez Ureña. Vasconcelos tomó parte en la revolución maderista, no sólo escribiendo contra el régimen de Díaz, sino incluso al participar en un asalto a algún cuartel militar. Durante el movimiento armado, colaboró con Francisco Vázquez Gómez representando a Madero ante los Estados Unidos, en Washington. Nuevamente, tras el asesinato del presidente Madero, representó al disidente gobierno revolucionario en Washington y Londres. Al dejar la presidencia Victoriano Huerta, regresó al país, donde -como asistente de la Convención Nacional-, el recién elegido presidente Eulalio Gutiérrez lo nombró ministro de Instrucción Pública. Al triunfo del carrancismo, tuvo que exiliarse del país, hasta que fue llamado por Álvaro Obregón para encomendarle, primero, la rectoría de la Universidad Nacional (9 de junio de 1920 al 12 de octubre de 1921) y, más tarde, la Secretaría de Educación Pública. En el desempeño de este cargo organizó el ministerio en tres departamentos: Escolar, de Bellas Artes y de Bibliotecas y Archivos; mejoró la Biblioteca Nacional y fundó varias bibliotecas públicas; editó una importante serie de clásicos de la literatura universal, la revista El Maestro y el semanario La Antorcha (1924-1925); invitó a trabajar en el país a los educadores Gabriela Mistral y Pedro Henríquez Ureña; impulsó la escuela y las misiones rurales, y fomentó la pintura mural, particularmente la de Diego Rivera, a pesar de las diferencias estéticas que mantuvo con éste. Opositor de la política de Plutarco Elías Calles, participó en las elecciones del estado de Oaxaca como gobernador; al no ganar en ellas, nuevamente se fue del país. Regresó a México en noviembre de 1928 y, al año siguiente, lanzó su candidatura a la presidencia de la República, con el apoyo de toda una generación de estudiantes. Derrotado por fraude en las elecciones, y tras sentirse traicionado por sus seguidores que no lo secundaron en su llamado a la rebelión armada, volvió a desterrarse. Regresó a México en 1940, tras concluir el gobierno de Lázaro Cárdenas; en 1943 se reintegró a la vida nacional. Fundó y dirigió la Biblioteca de México, en 1946, cargo que ejerció hasta su muerte. Fue miembro fundador de El Colegio Nacional (8 de abril de 1943); fue electo miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, en 1939, pero no fue sino hasta 1950 cuando se le otorgó la silla número V y dictó su discurso: "Fidelidad al idioma" y ocupó el cargo de bibliotecario (1947-1959). Recibió los doctorados Honoris Causa de las Universidades Nacional Autónoma de México, de Puerto Rico, Chile, Guatemala y El Salvador. Su abundante producción hemerográfica permanece dispersa en publicaciones como las revistas y diarios México Moderno, Universidad de México, Repertorio Americano, Hoy (1937-1939), Todo (1939-1954), El Universal (1920-1929), El Nacional, Excelsior y Novedades (1943-1954); así como otros muchos que reprodujeron sus textos. Fue, además, director de la Revista Mexicana de Filosofía.
José María Albino Vasconcelos Calderón, filósofo, educador, historiador y narrador. Como éste último destacan sus Memorias (escritas desde el exilio), contenidas en cuatro tomos: Ulises criollo, que es el recorrido de su infancia hasta el asesinato de Francisco I. Madero; La tormenta comprende los años 1913 a 1920, en los que recuerda sus múltiples exilios y amoríos; El desastre, de 1920 a 1928, en la que relata su gestión en la Secretaría de Educación Pública, la Universidad Nacional, su labor como educador y creador de una nueva cultura nacional (y bibliotecas públicas), así como de su fracaso y desencanto; El proconsulado, cuyo título alude sarcásticamente a la intervención estadounidense en la política nacional, consigna su candidatura como presidente de la República y su relación intelectual y sentimental con Antonieta Rivas Mercado. Parte de su obra narrativa, de la que algunos críticos consideran que una parte son cuentos, son en realidad relatos filosóficos y didácticos, o ensayos narrados, si bien algunos de ellos se distinguen por magníficas descripciones del paisaje mexicano que también se revelan en sus Memorias. Divagaciones literarias reúne ensayo, relatos de ficción y de viajes; “Libros que leo sentado y libros que leo de pie”, es un ensayo sobresaliente por su emotividad; “El fusilado”, subtitulado como “Cuento mexicano”, es una mezcla de realidad (la del México combatiente en la Revolución) e irrealidad o idealidad, que también es una constante temática de los relatos vasconcelianos, en los que un espíritu intelectualizado y despojado de toda materia puede observar, reflexionar y teorizar de una manera más clara; “Una cacería trágica” es una muestra extraña en la narrativa del autor, pues relata con toda crudeza la matanza de sus compañeros en un día de caza, aunque también es un buen ejemplo del carácter didáctico de algunos de sus textos. “La sonata mágica”, cuento homónimo del libro, expresa la pasión y la fuerza creadora del artista, quien tiene que extraer los elementos telúricos y cósmicos para la creación de la obra artística, en este caso un músico que se ve poseído por estas fuerzas, que a la postre son inalcanzables, ya que después de interpretar su sonata al piano, un extraño relámpago destruye la partitura. Uno de sus escasos textos amorosos, “La cita”, relata el encuentro de unos antiguos amantes, que al verse nuevamente desechan la idea de un reencuentro, ante su imposibilidad en este mundo. Otro de sus textos literarios, Prometeo vencedor, tratado filosófico dramatizado, es una parábola sobre la existencia del existir sin la materia, en la que el autor se vale de las figuras míticas del héroe Prometeo y del ángel caído, Satanás, para entablar un diálogo sobre el presente y el futuro de la humanidad. Su obra filosófica está dedicada a desarrollar la metafísica del monismo estético, en el que “el ser aparece realizado y cumplido en un propósito eterno o bien entregándose a ritmos de movimiento y ascensión sobrenaturales”. Su pensamiento está fundado en el conocimiento científico; así, organiza todo el saber en tres disciplinas: la física, la ética y la estética; únicamente la religión o teodicea queda fuera de la filosofía, al excederla. Tal es la explicación que proporciona en el Tratado de Metafísica. La raza cósmica, una de sus obras más conocidas, propone la primera gran utopía de la raza iberoamericana; en este libro parte de la idea de que las mezclas de estirpes similares son fecundas, mientras que las provenientes de tipos raciales muy distintos, como sería el caso latinoamericano, son de dudoso resultado; sin embargo, esta situación adversa puede superarse si el factor espiritual logra imponerse. En este sentido, Hispanoamérica cuenta con las características materiales y espirituales adecuadas para que surja de ella una quinta raza, en la que se fundirían todos los pueblos, principalmente a partir de la fusión de los elementos aportados por las civilizaciones de España, Grecia y la India. Este mito lo continúa en Indología, tratado en el que enfatiza las diferencias entre Hispanoamérica y la América del Norte, para concluir que América Latina no es una vaga denominación geográfica, sino un grupo étnico perfectamente homogéneo. Esta teoría racial, a su vez, se sustenta en una idea de la historia que se resume en la “Ley de los tres estados sociales”, los que representan un proceso que va liberando al hombre del imperio de la necesidad y va sometiendo su vida a las normas superiores del sentimiento y la fantasía. Todo lo anterior deriva en el reconocimiento de la necesidad de una educación que permita al individuo forjarse en los nuevos valores de la raza por venir; de allí que como ministro de educación le otorgó a la labor magisterial un tono de cruzada religiosa. Su obra histórica, a la que consagró los últimos años de su vida, resulta ser un testimonio de su empresa política más que el resultado de una labor historiográfica. La Breve historia de México, su mayor éxito editorial, presenta una visión personalísima de la historia nacional, ya que está escrita con un afán de desquite, pues no sólo altera el valor de las figuras contemporáneas, sino que subvierte toda la tradición liberal, violentando incluso los datos históricos. Por ejemplo, Hernán Cortés, creador de la nacionalidad es una amplificación de uno de los capítulos que le sirven para demostrar que los héroes son los traidores y viceversa. En De Robinson a Odiseo reflexiona, a diez años de distancia, sobre los problemas a los que se enfrentó como ministro de Educación; además, confronta sus propias ideas pedagógicas con las de Dewey y Decroly, entonces en boga. Para Vasconcelos, el hombre necesita educarse para una vida que sea camino de salvación, para lo cual es indispensable que adquiera el don esencial de la naturaleza humana, es decir, la facultad de organizar todo saber en un sistema. Toda la magna obra de Vasconcelos es un ejemplo indudable de lo que apunta una de sus críticas, Sylvia Molloy: “así como José Vasconcelos convierte a México en un mural, él mismo se ‘muraliza’ presentando una imagen gigantesca de sí que se impone a la de México a la vez que se nutre de ella”.
- J.V.C.
Instituciones, distinciones o publicaciones
El Colegio Nacional (COLNAL)
Secretaría de Educación Pública (SEP)
Universidad Nacional Autónoma de México UNAM
Academia Mexicana de la Lengua
México Moderno. Revista de Letras y Artes
Revista de la Universidad de México
El Nacional