Juan Antonio Rosado | Angélica Tornero.
2004 / 09 oct 2018 10:45
La década que se extiende de mediados de los años cuarenta a mediados de los cincuenta fue crucial para la cultura mexicana. En esos años se produjo en México un cambio que resultaría definitivo en todos los ámbitos artísticos: el paso de una cultura eminentemente rural, heredera de la Revolución Mexicana y preocupada, ante todo, por los problemas sociales del campesino y del indígena a otra en la que predominaba su carácter urbano y cosmopolita, en la que sus búsquedas inquirían más por el sujeto individual, por su vida íntima y secreta, por las razones existenciales que le permitían vivir día con día. El interés que había despertado la gesta revolucionaria y los temas de índole social en las distintas esferas de la producción artística –pintura, música, cine, literatura– comenzaba ya a prefigurar un declive que resultaría definitivo.
Son figuras importantes de las letras, entre otros: Inés Arredondo, Julieta Campos, Emmanuel Carballo, Amparo Dávila, Salvador Elizondo, Carlos Fuentes, Sergio Galindo, Juan García Ponce, Jorge Ibargüengoitia, Sergio Magaña, Sergio Pitol, Ulalume González de León, Jaime García Terrés, Eduardo Lizalde, Marco Antonio Montes de Oca, Rubén Bonifaz Nuño, Rosario Castellanos, Álvaro Mutis, Jaime Sabines, Tomás Segovia, Gabriel Zaid, Antonio Alatorre, Margit Frenk, José Pascual Buxó, Héctor Azar, Emilio Carballido, Juan José Gurrola, Luisa Josefina Hernández y Vicente Leñero. No obstante también se cuentan dentro de esta generación a historiadores, politólogos, economistas, sociólogos, filósofos, antropólogos, pintores, arquitectos, músicos y cineastas, la mayoría nacidos entre 1921 y 1935.
1940, el muralismo mexicano –Siqueiros, Rivera y Orozco– había producido ya la parte medular de su obra y empezaba a perder terreno frente a otras manifestaciones pictóricas de carácter marcadamente vanguardista. Ya para entonces, pero sobre todo durante el sexenio de Miguel Alemán (1946-1952), el muralismo había perdido toda la fuerza de su retórica, que en el Manifiesto del Sindicato de Artistas Revolucionarios proponía, como señala Jorge Alberto Manrique, “un arte público, para todos, y por lo tanto monumental; descalificaba como inútil a la pintura de caballete; reconocía como fuente inspiradora al arte popular mexicano... y pedía un arte para la revolución, que actuara sobre el pueblo para encaminarlo a adelantar el proceso revolucionario”,[1] había devenido un arte puramente decorativo: ornamento insulso en los muros de edificios públicos u hoteles de lujo, su mensaje revolucionario había quedado reducido a una mera fraseología huera y sin sentido, a una imagen fría y hierática que ya no le decía nada a nadie. Recuérdese tan sólo la frase con la que Rufino Tamayo termina ridiculizando al movimiento: “Los campesinos han triunfado en México solamente en los murales”.[2]
Algo similar ocurriría también, a mediados de la década, con la Escuela Mexicana de Pintura, que trataría de prolongar inútilmente la vida del muralismo y sus principales postulados ideológicos y artísticos. Sus esfuerzos, en realidad, no pasaron de ser un vano intento de darle respiración artificial a un moribundo. “Los que se metieron en la llamada Escuela Mexicana de Pintura –señala José Agustín– ignoraban que se habían trepado en el peor de los carros posibles y que su destino se limitaría a pintar murales en presidencias municipales”.[3]
Una nueva corriente pictórica venía gestándose con fuerza desde años atrás y sería la que, negándolo, sucedería al muralismo mexicano. Ya en 1940, cuando la Galería de Arte Mexicano presenta una exposición internacional del surrealismo, esa nueva corriente comienza a manifestar abiertamente sus afinidades. Es también el momento en que algunos artistas europeos, tránsfugas de la guerra, comienzan a llegar a México: Wolfgang Paalen y Leonora Carrington, entre ellos, cuya obra estimula y da seguridad a este nuevo grupo de jóvenes pintores mexicanos.
Su mentor fue esencialmente Rufino Tamayo, quien, en su sonada polémica contra el muralismo, se apoyaría en la tesis, entonces apenas en boga, de que en arte lo revolucionario no radica en los contenidos, en el mensaje, sino en las formas de expresión: “El pintor revolucionario –señala Tamayo– es el que en lo pictórico trata de encontrar nuevas formas de expresión y se da el caso en México, de que los pintores, como hombres, pueden ser de vanguardia; en lo pictórico, son simples conformistas académicos, porque encontraron una receta que les pareció eficaz y la usan hasta el infinito”. En torno a las tesis de Tamayo cerraría filas un nutrido grupo de pintores: primero, Carlos Mérida, Juan Soriano, Pedro Coronel, Corzas y Alfonso Michel y, más tarde, los más jóvenes: Cuevas, Vicente Rojo, Manuel Felguérez, Lilia Carrillo, Alberto Gironella, Fernando García Ponce y Arnaldo Coen. Fue gracias a ellos que se revaloró la obra de artistas como Gunther Gerszo, Leonora Carrington y Remedios Varo, entre otros, que de haber seguido bajo el predominio tiránico del muralismo, habrían permanecido en el olvido.
Por lo que respecta a la música, ocurriría algo similar a lo acontecido en la pintura. La gran corriente nacionalista, cuyos principales exponentes fueron Silvestre Revueltas (que moriría en 1940), Carlos Chávez y Pablo Moncayo (cuyo Huapango se estrenó con gran éxito en 1941), comenzaría a ceder terreno a favor de patrones de composición plenamente acordes con los lineamientos que ya, desde hacía tiempo, regían a la vanguardia musical en otras latitudes. Sin embargo, es necesario señalar que fue el propio Carlos Chávez, sin duda el más cosmopolita de los tres, el que se constituiría en un puente entre las dos generaciones. El hecho de incorporar en sus composiciones los descubrimientos de la música europea, en particular de Stravinsky, como se evidencia en su Toccata para instrumentos de percusión o en su Quinta sinfonía, lo sitúa como un punto de partida indiscutible para la nueva generación de músicos. Entre los nuevos compositores, cuyas obras marcarían las décadas de los cincuenta y sesenta, destacan: Joaquín Gutiérrez Heras, Armando Lavalle, Raúl Cosío, Manuel Henríquez, Héctor Quintanar y Julio Estrada.
La industria cinematográfica, por su parte, conoció durante esta década su indiscutible “Época de Oro”. No sólo había conquistado plenamente el mercado nacional, sino que sus productos ganaban creciente presencia en Centro y Sudamérica, desplazando incluso al cine norteamericano. A diferencia de las nuevas tendencias observadas en la pintura y en la música, el cine acentuó, sobre todo, la visión de un México rural y popular, enraizado en tradiciones ancestrales y con una fuerte presencia del pasado revolucionario reciente.
Fue la época de actores como María Félix y Jorge Negrete, Arturo de Córdova y Dolores del Río, Andrea Palma, Pedro Armendáriz y Cantinflas, Joaquín Pardavé y los hermanos Soler, el Indio Fernández y Pedro Infante, que estelarizaron películas en las que una cierta imagen (estereotipada y mistificada) de México y el mexicano se proyectaría con fuerza hacia el exterior: la de un México rural, indígena, heredero de la Revolución, y en la que destacarían algunas figuras predominantes: la del revolucionario con sus cananas, su caballo y su Adelita, la del indio bueno e inocente, sometido y explotado por la maldad del terrateniente, y la del ranchero macho y bragado conquistador de las mejores hembras de la región; o bien, la de un México urbano y popular que encarnaría, a través de la comedia, en la figura del “peladito”, caracterizada por dos de los actores más prestigiosos de la época: Cantinflas y Pedro Infante. Aunque se trataba de un cine fácil, convencional y sin ningún tipo de búsquedas o planteamientos significativos (ellos comenzarían con Los olvidados de Luis Buñuel en la década siguiente), tuvo un fuerte arraigo popular y una amplia aceptación por parte del público y de la crítica. No habría que olvidar aquí la participación, como guionistas, de algunos destacados escritores de la época: Juan de la Cabada, Mauricio Magdaleno y José Revueltas, entre otros.
El ámbito literario fue tal vez, junto con el cine, el más reticente en asumir los cambios que ya venían produciéndose en otras esferas, especialmente en las artes plásticas y en la música. Durante los cuarenta, siguió todavía la controversia que había recorrido el siglo entre la literatura de contenido social, heredera en buena medida de la novela de la Revolución Mexicana y con una fuerte influencia del realismo-socialista soviético, y las corrientes de vanguardia, inauguradas por el Estridentismo y el grupo de Contemporáneos, que ya habían producido lo mejor de su obra durante las décadas anteriores.
Dentro de la primera corriente, destacan escritores como José Rubén Romero, Gregorio López y Fuentes, Mauricio Magdaleno, Francisco Rojas González, José Mancisidor, Ermilo Abreu Gómez, Juan de la Cabada y Rubén Salazar Mallén, en cuya obra conviven preocupaciones revolucionarias con intenciones de denuncia social, en particular por lo que se refiere a la situación del campesino mexicano y de las comunidades indígenas después de la Revolución y la descripción de los bajos fondos y su problemática de explotación y marginación en la ciudad de México. Es la década en que aparecerá un nuevo novelista, José Revueltas, su novelas y cuentos –Los muros de agua (1941), El luto humano (1943), Dios en la tierra (1944) y Los días terrenales (1949)– lo colocarían como la figura señera de este grupo.
En cuanto a las corrientes de vanguardia, habría que señalar ante todo que grupos como el Estridentismo o los Contemporáneos, que habían marcado las dos décadas anteriores, a partir de 1940, aunque sus integrantes seguirían publicando individualmente, como grupo perderían la fuerza que los había caracterizado hasta entonces. El relevo lo asumirían sobre todo los poetas y narradores que se agruparon en torno a las revistas Taller (1938-1941) y Tierra Nueva (1940-1942): Octavio Paz, Efraín Huerta, Neftalí Beltrán, Rafael Solana y Alí Chumacero, entre otros.
Habría que señalar también que la cultura mexicana de estos años se vio enriquecida por un fenómeno de carácter político que tendría significativas derivaciones en el plano cultural y que coadyuvaría a abrir los intereses y las preocupaciones intelectuales hacia horizontes más amplios y universales. En 1939, con la caída de la República Española, llegaría a México un nutrido grupo de intelectuales españoles que desde un principio se integraría activamente a la vida académica y artística del país. A su llegada a México, fundarían La casa de España, dirigida por Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas, que en 1940 se convertiría en El Colegio de México. Colaboraron con decidido entusiasmo y dieron nuevo impulso a la que por entonces era (y sigue siendo) una de las casas editoras más importantes del continente: Fondo de Cultura Económica, fundada en 1934 por Daniel Cosío Villegas. Publicaron, además, una serie de revistas que no sólo marcarían el pulso de la literatura del exilio, sino que a su vez constituirían un punto de confluencia y encuentro con la literatura mexicana: España peregrina (1940), Romance (1940-1941), Ruedo ibérico (1942), Las Españas (1946-1963), Ultramar (1948) y Clavileño (1948). Y colaboraron asiduamente en las principales revistas mexicanas de la época: Letras de México (1937-1947), Taller (1938-1941), Tierra Nueva (1940-1942), Cuadernos Americanos (1942- ) y El Hijo Pródigo (1943-1946).
La década de los cuarenta cerraría con la publicación de un libro clave en varios sentidos: Al filo del agua, de Agustín Yánez. Clave no sólo por el hecho de haber sido considerado por la crítica como el acontecimiento literario más importante del país desde la narrativa de la Revolución Mexicana, sino sobre todo porque en él confluyen y se resuelven las dos tendencias literarias básicas que habían marcado la década. Si en el plano del contenido la novela de Yánez podría ubicarse dentro de la corriente de tendencia social (aunque también es cierto que su problemática apunta a su vez en otros sentidos), formalmente incorpora las técnicas narrativas puestas al día por la vanguardia, en particular los recursos usados por Dos Passos en Manhattan Transfer.
Otro acontecimiento editorial de señalada importancia que cerraría la década es la publicación de Libertad bajo palabra de Octavio Paz, en el que la palabra poética se transporta a dimensiones universales, a esa región sin fronteras en la que todo hombre, sin importar las latitudes sociales o culturales que lo conforman, puede reconocerse plenamente. Y su influencia en las generaciones venideras sería definitiva: “De Octavio Paz tengo que hablarte –dice Juan Vicente Melo en una conversación con Huberto Batis–; en su obra encuentro, más que en ninguna otra, material para mis cuentos, sobre todo la concepción. Leyendo Libertad bajo palabra han nacido mis libros”.[4]
Como certeramente ha señalado Jorge Alberto Manrique, resumiendo este agitado y convulso periodo de historia cultural en México, la década de los cincuenta inicia basculando la balanza hacia una nueva versión de la cultura mexicana, en la que el país abandonaría su esquizofrénico enclaustramiento para abrirse a un fructífero diálogo con otras culturas.
El hecho es que para principios de los años cincuenta, mientras más orgulloso de sí mismo estaba el ‘renacimiento mexicano’ y más apoyo y reconocimiento tenía del mundo oficial, muchos jóvenes artistas sentían fatigada la estrecha senda nacionalista y encontraban el ambiente irrespirable. La época de ‘cerrazón’ había alcanzado su ápice y entraba en crisis: se anunciaba el sucesivo momento de ‘apertura’. El regodeo en lo propio se había exacerbado. La tan cantada vuelta a lo propio, aventura indudablemente provechosa en su momento..., había desembocado en un estrecho callejón sin salida.[5]
1950 –año de la muerte de Xavier Villaurrutia– fue un año crucial, decisivo, podríamos decir un parteaguas en la cultura mexicana. Es el momento en el que ciertas líneas, de franca derivación vanguardista, comienzan a definirse con fuerza en detrimento del discurso nacionalista que había marcado las décadas anteriores y que para entonces se había convertido ya en ese “estrecho callejón sin salida” del que hablaba Jorge Alberto Manrique. Es el año en que se publica El laberinto de la soledad de Octavio Paz,[6] que, junto con los planteamientos del grupo Hiperión –José Gaos, Leopoldo Zea, Luis Villoro, Emilio Uranga y José Moreno Villa, entre otros–, vendría a culminar con una serie de reflexiones sobre el ser del mexicano iniciadas por Samuel Ramos[7] en los años treinta. El conjunto de rasgos con los que Paz caracteriza al ser del mexicano –el sentimiento de inferioridad, la soledad, el encerrarse en sí mismo, su veneración por la forma, la mentira y el ocultamiento, la máscara, la fiesta, su actitud ante la muerte– configura una imagen no esencialista sino histórica, pues refleja a un mexicano que responde a un momento específico de la historia de México, el mexicano de los años cuarenta, un sujeto en transición de una cultura rural a una cultura urbana. El conjunto de rasgos de los que habla Paz en El laberinto de la soledad tipifica a un mexicano que termina, que concluye su ciclo vital en los años cincuenta, para dar lugar a un tipo distinto: el mexicano de las áreas rurales o bien de las zonas marginales de la capital (en su mayor parte constituidas por inmigrantes del campo), que conserva aún valores, hábitos y formas de vida tradicionales que pronto se verán suplantados por patrones nuevos, esencialmente urbanos y más acordes con esa hasta entonces incipiente clase media, cuyos anhelos e intereses, sin embargo, cobran cada vez más fuerza en la escena nacional. De alguna manera, el ensayo de Paz representa la totalización de una imagen de la mexicanidad que nos había constituido hasta entonces y que, desde ese momento, comienza también a abandonarnos, por lo menos en los ámbitos urbanos, cuyo peso específico es cada vez mayor en la vida global del país.
1950 es también el año en el que aparecen los Sonetos de Carlos Pellicer y se estrena El cuadrante de la soledad de José Revueltas, que en unos meses alcanzaría las cien representaciones y el escándalo por parte de la crítica de izquierda, que, enclaustrada en patrones estéticos zhdanovistas, no supo ver en la obra sus alcances sociales, éticos y existenciales y la redujo a su mínima expresión ideológica: ser portavoz de la “decadente” filosofía existencialista y, su autor, un intelectual encerrado en su “torre de petate” y traidor a los altos valores del pueblo mexicano (Rafael Solana dixit). Es además el año en que se exhibe Los olvidados de Luis Buñuel que, aunque en México despertó el malestar de un público acostumbrado a una imagen edulcorada y convencional de nuestra realidad social y las suspicacias por parte de la crítica, y tendría que esperar al reconocimiento internacional (en particular, el impacto logrado en el festival de Cannes) para ser aceptada, fue sin duda la película que comenzaría a romper estereotipos, a plantear una visión más profunda y compleja del mexicano y su entorno social y, sobre todo, a abrir nuevos cauces estéticos al cine mexicano.
En fin, entre 1950 y 1955 el ámbito cultural del país se vería enriquecido por una serie de libros que, por una parte, clausuraban una gama de preocupaciones que desde la novela de la Revolución habían marcado a la literatura mexicana y, por otra, abrían el abanico de intereses hacia preocupaciones distintas, esencialmente urbanas y cosmopolitas. Si El llano en llamas o Pedro Páramo de Juan Rulfo dan plena cuenta del primer aspecto, ¿Águila o sol? de Octavio Paz, La X en la frente de Alfonso Reyes y Confabulario de Juan José Arreola, para sólo citar tres casos entre muchos otros, sitúan ya nuestra literatura en parámetros muy distintos.
La región más transparente de Carlos Fuentes, que sería vista por la crítica especializada como la gran novela de la ciudad de México, como el punto de partida indiscutible de nuestra novela urbana, y que, a través del mosaico de voces, clases sociales y escenarios citadinos que la obra configura, constituiría una especie de síntesis narrativa de muchos de los puntos de vista de Jesús Silva Herzog y Daniel Cosío Villegas sobre la Revolución Mexicana, como una revolución traicionada o institucionalizada, como una revolución esencialmente usurpada por un pequeño grupo contra la gran mayoría que la había hecho posible, y por su puesto de los propios planteamientos de Paz, en El laberinto de la soledad, sobre el ser del mexicano.
No podría concluir este breve recorrido por la cultura mexicana de los años cuarenta y cincuenta, sin referirme a un movimiento escénico que por ese entonces (1956), y dentro del afán renovador que recorría como un fantasma juguetón y travieso todas las esferas del quehacer artístico, cobraría una relevancia significativa y terminaría por transformar de raíz al teatro mexicano. Me refiero a Poesía en Voz Alta que, en ese año, vino a trastornar las tradicionales representaciones teatrales, ancladas en el bucólico ambiente costumbrista de décadas anteriores o, en el mejor de los casos, inspiradas en el realismo social de Ibsen o en el realismo psicológico de la dramaturgia norteamericana.
El movimiento nació auspiciado por la Dirección de Difusión Cultural de la unam, que en ese entonces estaba a cargo de Jaime García Terrés. Y el grupo estuvo integrado, más que por profesionales del teatro, por una heterodoxa amalgama de escritores, músicos, pintores, dramaturgos y actores que supieron reunir voluntades e intereses diversos para culminar en una experiencia escénica hasta entonces inédita en México. Octavio Paz y Juan José Arreola fungieron como los primeros directores literarios del grupo. Antonio Alatorre y Margit Frenk fueron los consejeros literarios sobre el Siglo de Oro español y participaron también como actores y cantantes en algunos montajes. A ellos se integrarían más tarde: Elena Garro, León Felipe, Diego de Meza, Sergio Fernández, Juan García Ponce y María Luisa Mendoza, entre otros escritores. En cuanto a los músicos, destacaron Joaquín Gutiérrez Heras, Leonardo Velázquez y Raúl Cosío. Y la escenografía y el vestuario los diseñaron artistas plásticos como Leonora Carrington, Juan Soriano y Héctor Xavier, entre otros.
Los montajes se llevaron a cabo en distintos escenarios de la ciudad: el teatro El Caballito, el Teatro Moderno y la Casa del Lago, principalmente; a cargo de dramaturgos como Héctor Mendoza, José Luis Ibáñez y Diego de Meza. Entre los actores destacan: Carlos Fernández, Tara Parra, Nancy Cárdenas, Ana Ofelia Murguía, Juan Ibáñez y Juan José Gurrola, quien más tarde se convertiría en un destacado director de escena.
La intención del grupo era volver a los orígenes del teatro, despojándolo de artificios espurios e innecesarios, y al mismo tiempo hacer de la palabra hablada su esencia, su centro motor. Buscaban reunir los presupuestos del teatro español del Siglo de Oro con los de las vanguardias europeas, en particular el teatro breve de Federico García Lorca, e incorporar elementos de carácter popular, como la carpa, el circo, la pantomima, el music hall que enfatizarían el carácter de espectáculo, de juego escénico, de divertimento, que todo teatro conlleva como consustancial a sí mismo.
Aunque Poesía en Voz Alta alcanzó sólo ocho programas, la crítica coincidiría en señalar el carácter innovador, refrescante y despreocupado del movimiento, que daría al traste con la solemnidad y la rigidez que habían caracterizado a la dramaturgia mexicana hasta entonces. Es necesario señalar que Poesía en Voz Alta constituyó el punto de partida de nuestro teatro experimental, que a partir de entonces comenzaría a desarrollarse sobre todo en los ámbitos universitarios, y cuyo único antecedente importante fue el Teatro Ulises, animado por Antonieta Rivas Mercado y el grupo de Contemporáneos.[8]
Un México nuevo estaba naciendo en la década de los cincuenta, con intereses propios, con preocupaciones distintas, pero sobre todo sin el menor sentimiento de culpa por lo que dejaba atrás. Su desprendimiento del pasado le permitía prefigurar un proyecto cultural hasta entonces inédito, en el que su vocación de universalidad, aunque no borraba las profundas raíces que lo ligaban a su historia y a sus tradiciones, le otorgaba la posibilidad de imaginar escenarios y problemáticas diferentes, recurriendo para ello a estrategias discursivas –técnicas, estructuras, léxicos, etcétera– que abrían un campo fértil a la investigación y a la exploración, a la innovación y a la originalidad. Una nueva sensibilidad, entonces, se imponía en todo el ámbito cultural, una sensibilidad que ya no respondía estrictamente a ese tipo de mexicano del que Octavio Paz había hablado en El laberinto de la soledad, sujeto de transición entre el campo y la ciudad desde ahora, se trataba de un mexicano configurado por esa gran urbe, que ya a mediados del siglo pasado comenzaba a cernirse, y que le imponía preocupaciones y búsquedas nuevas, no muy distinto de ese sujeto urbano que recorría las calles de Londres, París o Nueva York. El arte y la literatura, a partir de los cincuenta, no haría más que responder (y contribuir a conformarla) a esa nueva sensibilidad que, más que anclarse en el pasado, exigía un futuro distinto.
A partir de 1956 un nutrido grupo de jóvenes escritores tomarían el relevo de sus mayores para desplegar una nueva concepción del arte y la literatura que conllevaba también una nueva concepción del mundo. A ese emergente grupo de escritores y artistas se les conoció más tarde como la Generación de la Casa del Lago, aunque Huberto Batis prefiere llamarla la Generación de la Insolencia.[9] Muchos de ellos venían de provincia –Huberto Batis y Carlos Valdés de Guadalajara, Inés Arredondo de Sinaloa, Juan Vicente Melo y Sergio Pitol de Veracruz, Jorge Ibargüengoitia de Guanajuato, Juan García Ponce de Yucatán–, buscando tal vez, en la ciudad de México, un horizonte más amplio para desplegar sus inquietudes literarias.
No hay datos precisos del impacto que la Capital pudo producir en ellos, pero no es difícil imaginar el deslumbramiento inicial que una ciudad como la de México (sobre todo si se la compara con las ciudades de provincia de entonces) seguramente provocó en esos jóvenes ávidos de experiencias artísticas y literarias que sus ciudades natales no habían podido colmar. Aunque, como dije antes, no abundan los testimonios sobre ese hecho, Huberto Batis, Sergio Pitol y Juan Vicente Melo nos han dejado al menos una breve semblanza de su llegada a la Capital y de su inserción en los ambientes literarios, guiados siempre de la mano de un avezado Cicerone que les abriría las puertas de revistas y suplementos culturales y los pondría en contacto con otros escritores de su generación.[10]
Aunque aparentemente azaroso, me parece que el encuentro entre ellos estuvo dictado más bien por la necesidad, por la pertinencia. Compartían demasiadas cosas para mantenerse ajenos entre sí: no sólo una misma voluntad de escribir, sino también una concepción semejante de la literatura. En 1956 se había publicado un libro de ensayos de Octavio Paz que fue esencial para todos ellos: El arco y la lira.[11] En ese libro hay un capítulo en particular –“La revelación poética”– en el que Paz analiza una serie de conceptos heredados de romanticismo y ligados a la poesía –lo sagrado, la otra orilla, la parte nocturna del ser, la noción de cambio o metamorfosis, la otredad, la extrañeza, el vértigo, la revelación, el rito, la reconciliación– que ellos inmediatamente hicieron suyos extendiéndolos al cuento y a la novela, al grado de convertirlos en una especie de poética inicial del grupo. De ahí que podría decirse que una amplia red de túneles y pasadizos secretos comunica la obra de Juan Vicente Melo e Inés Arredondo con la de García Ponce, Pitol, Salvador Elizondo o Sergio Fernández, para citar sólo algunos de esos contactos inevitables.
Compartían, además, una decidida vocación crítica, que ya Paz había señalado también como una de las características esenciales de la literatura moderna, y que los llevaría a cuestionar no sólo zonas específicas de la cultura nacional, sino a esa cultura en su conjunto, como una totalidad. La crítica que todos ellos desarrollaron durante varios años en revistas y suplementos literarios abarca por igual la música (Juan Vicente Melo), la pintura (Juan García Ponce), el teatro (Jorge Ibargüengoitia), el cine (José de la Colina), la poesía (Tomás Segovia), el cuento, la novela y el ensayo (todos los integrantes del grupo). Podríamos afirmar, sin temor a excedernos, que no hubo un solo territorio del quehacer intelectual que no hubiera sido tocado por la incisiva actividad crítica del grupo.
Compartían, también, lecturas, intereses, anhelos y una misma voluntad de decir y decir libremente, fuera de los cauces convencionales, ajenos a las normas de la cultura establecida y, sobre todo, sin aceptar ningún tipo de censura. Fue todo ello lo que les permitió establecer los canales de una comunicación y los fundamentos de una amistad que los integraría como grupo.
De ahí que el concepto de “generación” al que aquí aludimos concuerde plenamente con el de Ortega y Gasset,[12] pues no hablamos de generación en un sentido exclusivamente biológico o genealógico –la estricta sucesión de abuelos, padres e hijos–, sino, como quería Ortega, atendiendo sobre todo al elemento histórico y cultural que esencialmente la define: participar de una cierta sensibilidad colectiva, de una manera semejante de percibir y reproducir el mundo, de ideas y actitudes comunes, de anhelos e intereses compartidos. Si a eso agregamos la fecha de nacimiento de todos ellos, ese ritmo de sucesión generacional de 15 años que también marcaba Ortega, nos damos cuenta que no es gratuito ni impostado hablar de ellos como una generación.
El campo intelectual, artístico e institucional
Hay que señalar un aspecto sociológico e institucional que contribuyó sensiblemente a conformar ese imaginario generacional al que nos referimos, pues, junto a voluntades e intereses afines, hubo también una serie de instituciones y publicaciones literarias que, en gran medida, promovería y facilitarían su integración.
Entre las instituciones más destacadas en este sentido figura sin duda el Centro Mexicano de Escritores. Fundado en 1951, por iniciativa de la escritora norteamericana Margaret Shedd, tendría como objetivo fundamental estimular la creación literaria de los escritores jóvenes a través de incentivos económicos, y su modus operandi consistiría en reuniones semanales en las que los becarios leerían y discutirían colectivamente sus trabajos. Shedd le propuso la idea y un programa inicial de actividades a Charles Fahrs, entonces Director de Humanidades de la Fundación Rockefeller, quien accedió a patrocinar el proyecto y a establecer una serie de becas a jóvenes escritores mexicanos, siempre y cuando se diera cabida también en el Centro a jóvenes escritores norteamericanos.
Sobre esas bases, y bajo la dirección inicial de Margaret Shedd, se echó a andar el Centro Mexicano de Escritores. Junto a ella, habría que destacar también la entusiasta participación de Felipe García Beraza, quien se encargaría de promover el proyecto a nivel nacional y constituir a su vez el primer Consejo Literario del Centro, que estaría integrado por Alfonso Reyes, Julio Torri, Agustín Yáñez y el crítico norteamericano Hershel Brickell. Ese mismo año, se establecieron las bases del concurso y se convocó a una reunión de prensa en la que Alfonso Reyes, Presidente del Consejo, se encargaría de dar la noticia de la Fundación del Centro y de la convocatoria a su primer concurso a los medios informativos y culturales.
Si en sus inicios el Centro Mexicano de Escritores estuvo patrocinado exclusivamente por la Fundación Rockefeller, pocos años después comenzarían a participar también capitales mexicanos con aportaciones similares a la que otorgaba la Fundación. El primero en acudir a la solicitud de apoyo fue Carlos Prieto, a quien después se le irían uniendo hombres de negocios, empresas mexicanas tanto públicas como privadas y otras instituciones de diversos órdenes. Entre los principales patrocinadores nacionales de esa naciente institución cabe destacar a Juan Cortina Portilla, Elizabeth De Cou de Beteta, el Departamento del Distrito Federal, el grupo Somex, Petróleos Mexicanos, Fomento Cultural Banamex, los gobiernos de los estados de Guanajuato y Nuevo León, la Secretaría de Educación Pública, la Fundación Mary Street Jenkins de Puebla y la Universidad Nacional Autónoma de México. A la larga, esas contribuciones hicieron posible que el Centro prescindiera del patrocinio de la Fundación Rockefeller, que le había dado origen, y se convirtiera en una institución cultural mexicana independiente.
Si durante la primera década el Centro Mexicano de Escritores dio cabida también a becarios norteamericanos (aunque siempre en menor proporción que los mexicanos), a partir de los años sesenta esas becas serían suspendidas, no tanto porque ahora los recursos eran nacionales, sino porque, según García Beraza, esa mezcla de lenguas y nacionalidades había sido un error desde el principio: “tanto los norteamericanos como los mexicanos estaban en formación. Poco podían aprender unos de otros. Además, existía la barrera verdaderamente infranqueable del idioma”.[13] Desde entonces, y ya bajo la asesoría intelectual de Juan José Arreola y Juan Rulfo, el Centro Mexicano de Escritores acogería exclusivamente a jóvenes escritores mexicanos, entre los que destacarían varios de los narradores de la Generación de Medio Siglo. De mediados de los años cincuenta a fines de los sesenta, gozaron del apoyo del Centro: Jorge Ibargüengoitia (1954-1955 y 1955-1956), Tomás Segovia (1954-1955 y 1955-1956), Juan García Ponce (1957-1958 y 1963-1964), Inés Arredondo (1961-1962), Vicente Leñero (1961-1962 y 1963-1964), Carlos Monsiváis (1962-1963 y 1967-1968), Salvador Elizondo (1963-1964 y 1966-1967), Fernando del Paso (1964-1965) y José Emilio Pacheco (1969-1970), para sólo citar a algunos de ellos. Con la excepción de Juan García Ponce, que renunció a la beca la segunda vez que se le otorgó y desde entonces mantuvo siempre una actitud crítica hacia el Centro, todos ellos coinciden en señalar la importante labor de apoyo, formación y conocimiento mutuo que tuvo el Centro en sus inicios como escritores. Inés Arredondo, por ejemplo, resume su paso por esa institución en una sola palabra: “amistad”.[14]
Es necesario señalar que, entre sus becarios, el Centro Mexicano de Escritores acogió a poetas, dramaturgos, cuentistas y novelistas que, a partir de la mitad de la década de los años cincuenta, marcarían de una manera significativa a la literatura mexicana. Baste citar libros como Pedro Páramo, La región más transparente, Algo sobre la muerte del Mayor Sabines, Balún-Canán y Farabeuf, nacidos entre muchos otros bajo el estímulo de esas becas, para darnos cuenta del papel preponderante que jugó el Centro en la promoción de nuestra literatura desde mediados de siglo.
Otra institución no menos importante para la integración y consolidación del grupo fue la Coordinación de Difusión Cultural de la unam. Esta dependencia universitaria (en ese entonces llevaba el nombre de Departamento de Intercambio y de Extensión Universitaria) se creó en 1921, bajo el rectorado de Antonio Caso y a instancias de José Vasconcelos, entonces Secretario de Educación, para quien “la Universidad tiene como responsabilidad primera, aún por encima de los trabajos de docencia, extender la cultura a todo lo ancho y a todo lo largo de la República”.[15] Desde entonces hasta 1953, en que Jaime García Terrés se hace cargo de esa dependencia, su función consistió principalmente en organizar conferencias, mesas redondas, recitales de poesía, exposiciones de pintura, conciertos, ballets, representaciones de teatro, funciones de cine, la publicación de libros a precios módicos a través de la Imprenta Universitaria, etcétera, con el objeto de extender el patrimonio cultural universitario al conjunto de la sociedad mexicana. De ahí que, a partir de ese momento, entre los objetivos primordiales de la Universidad, junto a la docencia y la investigación, se incluyera también la difusión de la cultura, como una manera de devolver a la sociedad lo que la sociedad aportaba a la Universidad.
En 1957, con el traslado de la unam a las nuevas instalaciones de Ciudad Universitaria, García Terrés no sólo recoge todas estas preocupaciones, que habían guiado la labor de la dependencia durante las administraciones que lo precedieron, sino que las amplía y enriquece con un decidido entusiasmo. Durante su gestión se puso en marcha el movimiento de Poesía en Voz Alta; se reanima la revista Universidad de México (fundada en 1930, bajo la dirección de Julio Jiménez Rueda), al grado de alcanzar en esos años uno de los niveles de calidad más altos en toda su historia; se funda la Casa del Lago, en el bosque de Chapultepec; comienza a editarse la revista Punto de partida, y se lanza la colección de discos Voz Viva de México, que recoge los testimonios de los escritores más representativos de nuestro país.
Para llevar a cabo esta labor con profesionalismo y eficiencia, García Terrés se rodeó de varios de los integrantes de la joven generación hasta llegar a formar un equipo de colaboradores como nunca lo había tenido (ni ha vuelto a tenerlo) la Coordinación de Difusión Cultural: Tomás Segovia primero y más tarde Juan Vicente Melo, que sustituirían en el cargo a su fundador, Juan José Arreola, estuvieron al frente de la Casa del Lago a partir de 1961, y su trabajo constante y decidido logró situar a esta dependencia en una posición de vanguardia en cuanto a la difusión de las distintas esferas del arte y la literatura. En esos mismos años, Juan García Ponce figuraba como Jefe de Redacción de la revista Universidad de México, que conoció, sin duda, como ya lo hemos señalado, una de sus mejores épocas. José de la Colina manejaba los cine clubes y Juan José Gurrola el teatro y la televisión universitarios. Inés Arredondo trabajaba en la Dirección de Prensa y Huberto Batis estaba a cargo de la Dirección General de Publicaciones y de la Imprenta Universitaria. Si tenemos en cuenta –como señala Enrique Krauze–[16] que ya para ese entonces la Universidad había dejado de ser exclusivamente un centro de enseñanza e investigación para convertirse en uno de los principales centros difusores de la cultura del país, no es difícil aceptar que allí, al frente de esa importante función, que rebasaba los márgenes universitarios y se proyectaba en la escena nacional, la labor del grupo fue decisiva.
Un trabajo paralelo: revistas y suplementos
Paralelamente a su trabajo universitario, los integrantes de la generación colaboraban en las principales revistas y suplementos culturales del país: la revista Universidad de México, a la que ya nos hemos referido hace un momento; Cuadernos del viento, que dirigían Huberto Batis y Carlos Valdés; La Palabra y el Hombre, en la que aparecieron varios de los primeros textos de casi todos los integrantes del grupo; la Revista de Bellas Artes, también bajo la dirección de Huberto Batis y, en fin, la que sin duda constituyó el órgano esencial que permitió reunir, integrar y dar solidez teórica y conceptual a la generación: la Revista Mexicana de Literatura en sus tres épocas: de 1955 a 1958, fundada y dirigida por Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo; de 1959 a 1962, dirigida primero por Tomás Segovia y Antonio Alatorre y más tarde por el propio Segovia y Juan García Ponce, y finalmente, de 1963 a 1965, bajo la dirección única de García Ponce.
La labor desarrollada por la Revista Mexicana de Literatura, en el ámbito de la cultura mexicana, es sólo comparable con la desarrollada por revistas como Taller y Contemporáneos. Su propósito fue el de abrir sus páginas a manifestaciones literarias tanto nacionales como extranjeras, con el objeto de contrarrestar la tendencia nacionalista que todavía subsistía con fuerza en la cultura mexicana. El propio título de la revista resulta entonces significativo, en la medida en que establece una clara oposición con la Revista de Literatura Mexicana (1940) de Antonio Castro Leal, cuyos propósitos fueron siempre eminentemente nacionalistas.[17]
En este sentido, la Revista Mexicana de Literatura difundió, a través de traducciones, en mucho casos impecables, la obra de autores europeos y norteamericanos: Pavese, Joyce, Mann, Musil, Miller, Barthes, Camus, Bonnefoy, Auden, entre otros; antologó poesía y narrativa de distintas latitudes, y promovió incluso a muchos escritores latinoamericanos que más tarde alcanzarían prestigio y reconocimiento internacional: José Lezama Lima, Emilio Adolfo Westphalen, Fernando Charry Lara, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Cintio Vitier y Julio Cortázar, para sólo citar a algunos. Pero sobre todo –y esto hay que subrayarlo– se abocó a la tarea de reunir en sus páginas tanto a autores mexicanos consagrados como a aquellos que comenzaban a estrenar sus plumas por ese entonces, sin distinción ideológica de ningún tipo. Lo único que pedían, y en eso sí fueron inflexibles, era calidad.
El ánimo que alentó al grupo, no sólo en la Revista Mexicana de Literatura, sino en general a lo largo de toda su labor editorial, ha quedado fielmente definido en palabras de Huberto Batis: “una defensa de los valores literarios, vengan de donde vengan; un repudio a lo nacionalista, a lo oficialista, a lo ‘mexicano’, así, entre comillas, que es lo que a nosotros más nos unió”.[18] Esa búsqueda estética y cosmopolita que los reunió como grupo, si bien los escinde de un cierto sector de la literatura mexicana (precisamente de aquel que acentuaba lo “social”, lo “político”, lo “nacional”, lo “comprometido”), al mismo tiempo los liga con generaciones anteriores que participaban también de la misma actitud abierta y plural frente a la cultura, concretamente el Ateneo de la Juventud, el grupo de Contemporáneos y, más tarde, la generación de Taller y Tierra Nueva, creando así lo que podríamos llamar una “continuidad en la diferencia”, que ha sido también una constante en nuestras letras.
La desintegración grupal: “el golpe de gracia”
Sé que hasta ahora, en este breve recuento de las publicaciones literarias que acogieron a la Generación de la Casa del Lago, no me he referido a dos suplementos culturales que también fueron esenciales para el grupo: “México en la Cultura” (del periódico Novedades) y “La Cultura en México” (de la revista Siempre!), los dos fundados y dirigidos por Fernando Benítez. Si he preferido tratarlos por separado es porque en torno a ellos, sobre todo, se tejió esa noción que pesaría tanto sobre la cultura mexicana de la época y que haría correr mucha tinta y mucho papel por parte de sus detractores: la de la “mafia literaria”.
- La idea de una “mafia literaria”, que quedaría cifrada en un libro de Luis Guillermo Piazza,[19] comienza a fraguarse sobre todo a partir de la constante e incisiva presencia de esos jóvenes y veleidosos escritores en los dos suplementos que dirigió Benítez en la década de los sesenta. Si es verdad que en el centro de la idea de una mafia literaria mexicana están Benítez, Fuentes y Carballo, no es menos cierto también que, en torno a ellos y desplegando un círculo más amplio, figuran Batis, García Ponce, Melo, Segovia, Arredondo, etcétera. Pues algo que definitivamente no puede negarse es que una buena parte de la crítica de los principales eventos culturales que ocurrían en el país por esos años se debió a ellos. Podríamos decir que, al igual que Jaime García Terrés en la Universidad, Fernando Benítez también descubrió en ellos esa visión de la literatura y esa capacidad crítica que tanta falta hacían en la cultura nacional como un factor necesario de renovación y cambio, y se apoyó en ellos para cubrir esas columnas de crítica semanal que constituyen uno de los pilares fundamentales de todo suplemento literario. Si a ello agregamos su presencia, constante e incisiva también, en las demás publicaciones literarias, en los centros e instituciones de cultura, y además en las principales casas editoras del momento –Fondo de Cultura Económica, Siglo xxi, Era, Joaquín Mortiz, la Universidad de México y la Universidad Veracruzana–, podría parecer que todo el ámbito cultural mexicano estaba dominado por una pequeña élite de muchachos intransigentes, pretenciosos y extranjerizantes que mangoneaban a su gusto los gustos artísticos de un país.
Existe incluso, a este respecto, una acuciosa investigación (aún no publicada en libro, al menos en México) de una escritora belga, Kristine Vanden Berghe, que muestra datos aparentemente reveladores que vendrían a confirmar la indiscutible existencia de un cohecho en la cultura mexicana de los años sesenta: junto a escritores como Emmanuel Carballo, Juan Vicente Melo, Juan García Ponce y Huberto Batis, integrantes confesos de la supuesta “mafia”, cuyas contribuciones a “La Cultura en México” de 1962 a 1967 alcanzan la “alarmante” cifra de casi 180 colaboraciones, hay más de 190 colaboradores que no llega a publicar ni siquiera 10 artículos. No se nos dicen nunca las razones (entre las que podría estar, por ejemplo, el hecho de que ellos eran colaboradores fijos, a cargo de columnas de crítica semanal específicas). Del dato estadístico frío y escueto debemos deducir que la “mafia” tenía sus preferencias. Pero aun aceptándolo, ¿no podríamos pensar que en caso de existir estudios similares al de Vanden Berghe referentes al Ateneo de la Juventud, la revista de Contemporáneos o la revista Taller no arrojarían cifras parecidas? Y si analizáramos con distancia crítica el panorama actual de la literatura mexicana, ¿no podríamos hablar también de “mafias” muy precisas y delimitadas? Una de dos: o aceptamos que en nuestro ámbito cultural la “vocación mafiosa” es un mal endémico que nos constituye y contra el que ya nada podemos hacer, o aceptamos, más bien, que toda revista o grupo literario tiene derecho a tejer su propia red de afinidades y divergencias, sin que por ello se sienta culpable de “elitismo” o en pecado mortal por falta de una “democracia representativa”. ¿No se ha dicho lo mismo, por otra parte, de grupos como el de Sur en Buenos Aires o el de Orígenes en La Habana, para sólo citar dos casos cercanos en el tiempo y en el espacio?
Lo que tampoco se nos dice, sin embargo, al hablar de la “mafia” de los sesenta en textos como el de Vanden Berghe, es la cantidad de espacios intelectuales nuevos que esa supuesta mafia abrió a través de traducciones de escritores europeos y norteamericanos o de la publicación de autores latinoamericanos hasta entonces desconocidos o poco conocidos en México, que nos permitió superar esa “cortina de nopal” de la que hablaba José Luis Cuevas.
Yo puedo decir sinceramente –señala García Ponce en ese sentido– que no había ninguna mafia, que nunca tuvimos intención de ser un grupo cerrado ni mucho menos, que la Revista [Mexicana de Literatura] publicó por primera vez a muchos autores mexicanos, que por algo cambiaba continuamente la redacción, y que la idea de mafia es una estupidez que sólo puede caber en mentes obtusas como Piazza o Monsiváis... Yo preferiría que quede como una generación alcohólica o lo que sea, menos eso.[20]
Y fue precisamente esa mentalidad obtusa y un tanto paranoica la que, con el pretexto de limpiar de mafias a la cultura mexicana, terminó imponiéndose hasta darles un fuerte golpe, el “golpe de gracia”, del que ya, como grupo, no se repondrían. En 1967, con el nombramiento de Gastón García Cantú como Jefe de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM, que sucedería en el cargo a Jaime García Terrés, nombrado ese año Embajador en Grecia, comenzarían las dificultades para el grupo. El detonante que hizo explotar la bomba fue el asesinato de un homosexual italiano en la Facultad de Filosofía y Letras. Huberto Batis se ha referido a ese acontecimiento lamentable como el inicio de las hostilidades: “Había habido además por esos días –señala Batis– un crimen de un homosexual, de la Facultad de Filosofía y Letras, un italiano. Entonces, se vieron envueltas en él todas las gentes que estaban en una agenda del italiano, y en esa agenda estábamos todos, pues todos lo conocíamos”.[21] Sin embargo, fue una la figura que pasaría a convertirse de pronto en el centro de las hostilidades, en el chivo expiatorio de una situación que no tenía que ver directamente con él y que en todo sentido lo rebasaba: Juan Vicente Melo, al ser involucrado en el crimen. El grupo cerraría filas en torno a Melo y decidiría enfrentarse como grupo a García Cantú. El desenlace no se hizo esperar: de una manera sutil, como generalmente suele ocurrir en estos casos, se les obligó a todos ellos a renunciar a sus puestos en la Universidad y de un día para otro se vieron en la calle, sin trabajo. “No los despidió sin más, con pantalones. Inició una persecución puritana, que se ensañó en denunciar sus preferencias sexuales, por ejemplo, o en tasar sus ingestiones etílicas. De hecho se trataba de una purga o una limpia de los restos que quedaban en Difusión de la administración del ‘yernísimo’ del doctor Chávez”.[22] Una vez más, una situación de carácter personal, íntimo o privado vuelve a convertirse en el vehículo de intenciones políticas o culturales más bien oscuras.
Con el fin de truncar la creciente fuerza que cobraba en la escena nacional una corriente amplia, plural y abierta al arte y a la literatura de todas las latitudes, un cierto sector de la intelectualidad mexicana no pudo más que valerse de medios pequeños y mezquinos para alcanzar sus objetivos, pues por lo visto no contaba con argumentos suficientes en el terreno en el que por principio debía haberse dirimido el conflicto: el propio terreno de la cultura.
A partir de entonces, un proyecto generacional quedaría frustrado, un proyecto que se sustentó siempre en la libertad intelectual y en el ejercicio de la crítica, y cuyas últimas manifestaciones, como grupo, serían las protestas públicas de casi todos ellos frente a la brutal represión, un año después, de los afanes libertarios del movimiento estudiantil del 68. Ese año, por otra parte, se convertiría en un año crucial para la generación, un punto de fuga, tal vez el momento definitivo de su dispersión. Después de un paso fugaz por el Comité Olímpico (que organizaba la xix Olimpiada), que gracias a Pedro Ramírez Vázquez los acogió en su Departamento de Publicaciones y les dio trabajo por un tiempo, la diáspora del grupo sería inevitable. Desde entonces, cada uno se dedicaría a sus proyectos personales, proyectos que, por lo demás, no dejarían de seguir marcando a la literatura mexicana con una obra rica, plural y diversa, y que, ante todo, ha sabido conservar siempre su desenfado, su ironía, su crítica punzante y corrosiva de toda pequeña moral instituida, una obra que ha abierto (y sigue abriendo) nuevos cauces a la sensibilidad y a la imaginación, y que ocupa ya, sin duda, un lugar privilegiado en el vasto y fértil panorama de la literatura mexicana de todos los tiempos.
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Juan Antonio Rosado | Angélica Tornero.
2004 / 14 nov 2018 10:09
Fue bautizada así por el historiador Wigberto Jiménez Moreno porque sus integrantes –la mayoría nacidos en México entre 1921 y 1935– comienzan a participar activamente en la cultura nacional durante la década de los cincuenta y porque en esa misma época da inicio la publicación de la revista Medio Siglo (órgano de expresión de los estudiantes de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) en la que algunos de ellos participaron. La generación incluye entre sus filas a historiadores, politólogos, abogados, economistas, demógrafos, sociólogos, filósofos, antropólogos, pintores, arquitectos, lingüistas, autores teatrales, novelistas, ensayistas y poetas, lo cual le da –a diferencia de otros grupos– un carácter heterogéneo e interdisciplinario.
En el área de la literatura, el perfil general de la generación puede dibujarse a partir de varios aspectos: el cosmopolitismo, gracias al cual se fomentó y enriqueció una labor cultural importante en la historia nacional; el pluralismo, que implicó la apertura de los miembros al quehacer cultural y literario de otros países; el fomento y apoyo a otros jóvenes escritores (mexicanos y extranjeros), y su postura crítica, actitud que ejercieron en diversos campos artísticos: cine, poesía, ensayo, cuento, novela, teatro música y artes plásticas. Asimismo, la gran mayoría de los miembros de esta generación adopta una postura contraria al nacionalismo de los años cuarenta, cuestiona los presupuestos de la Revolución Mexicana, denuncia las promesas incumplidas por parte del gobierno y postula la apertura de México y de sus intelectuales a la cultura universal. Algunos de sus integrantes adoptan las filosofías de moda (la fenomenología y el existencialismo), hacen suyo escepticismo, el sentido de fatalidad e incertidumbre posterior a la Segunda Guerra Mundial y conciben su papel en la sociedad ligado a los movimientos populares. A pesar de las diferencias ideológicas, los miembros de esta generación se vieron afectados intelectual y políticamente por la Revolución Cubana y el movimiento del 68 (en ese año, la generación se atomizó y a partir de ese momento sus miembros continuaron con su labor cultural, pero ya sólo como individualidades).
Su labor cultural se desarrolló sobre todo en las décadas de los cincuenta y sesenta, cuando muchos de sus integrantes llegaron a la ciudad de México, provenientes de la provincia, para ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, o regresaron del extranjero tras haber sido becados por alguna institución; inclusive muchos de ellos desarrollaron un importante trabajo como académicos, profesores e investigadores en las diversas áreas de especialidad.
Dentro del campo de la novela, el cuento y el ensayo, destacan los siguientes nombres: Inés Arredondo, Huberto Batis, Julieta Campos, Emmanuel Carballo, Amparo Dávila, José de la Colina, Salvador Elizondo, Sergio Fernández, Carlos Fuentes, Sergio Galindo, Juan García Ponce, Ricardo Garibay, Margo Glantz, Henrique González Casanova, Jorge Ibargüengoitia, Jorge López Páez, Sergio Magaña, Juan Vicente Melo, Ernesto Mejía Sánchez, María Luisa Mendoza, Luis Guillermo Piazza, Sergio Pitol, Alejandro Rossi, Luis Spota y Edmundo Valadés. En poesía: Isabel Fraire, Ulalume González de León, Miguel Guardia, Jorge Hernández Campos. Jaime García Terrés, Eduardo Lizalde, Marco Antonio Montes de Oca, Rubén Bonifaz Nuño, Rosario Castellanos, Álvaro Mutis, Jaime Sabines, Tomás Segovia, Luis Rius y Gabriel Zaid. En el área de lingüística sobresalen: Antonio Alatorre, Margit Frenk y José Pascual Buxó. Y como escritores teatrales destacan: Héctor Azar, Emilio Carballido, Juan José Gurrola, Luisa Josefina Hernández y Vicente Leñero.
La mayoría de los integrantes de la generación ingresó a la vida literaria de México colaborando en distintas revistas que los acogieron (o que, en algunos casos, ellos mismos fundaron y dirigieron) y en las cuales realizaron una importante labor crítica, con reseñas de libros, de música, de teatro, de artes plásticas y de cine. Entre estas publicaciones se encuentran: Medio Siglo, Estaciones, Universidad de México, Bellas Artes, "México en la Cultura” (suplemento cultural del periódico Novedades) "La Cultura en México" (suplemento cultural de la revista Siempre!), La Palabra y el Hombre, Cuadernos del Viento y Revista Mexicana de Literatura (esta última inclusive dio nombre a un grupo minoritario, integrado también por algunos miembros de esta generación).
Sus integrantes se reunieron también en torno de diversas instituciones culturales, pero, fundamentalmente, encontraron apoyo en la Universidad Nacional Autónoma de México, ya que esta institución empleó a varios miembros de esta generación en la Dirección de Prensa, en la Dirección General de Publicaciones, en Imprenta Universitaria, en la Coordinación de Difusión Cultural y en Casa del Lago, organismos que editaron, apoyaron y fomentaron sus obras creativas y críticas.