La figura de Salvador Elizondo (1932-2006) representa en el contexto de la literatura mexicana del siglo xx uno de los proyectos más ambiciosos. Su escritura visita todos los géneros literarios –poesía, cuento, novela, teatro, ensayo, autobiografía, diario, cuaderno de escritura– aunque éstos terminen trastrocando sus límites. Su obra ficcional está conformada por Farabeuf o la crónica de un instante (1965), novela por la que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, Narda o el verano (1996), El hipogeo secreto (1968), El retrato de Zoe y otras mentiras (1969), El grafógrafo (1972), Camera lucida (1983) y Elsinore: un cuaderno (1988). Además de la creación literaria, estudió y practicó la pintura, como su primer impulso artístico. Incursionó en el cine, con la creación del filme experimental Apocalipsis 1900 (1965). Editó dos de las revistas más emblemáticas para comprender el ambiente cultural de la década de 1960. S.nob y Nuevo cine. Conocedor de varias lenguas, tradujo al español textos del francés, inglés, alemán e italiano. Fue asesor de la Escuela de Escritores mexicanos, profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México, miembro de El Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua.
Elizondo pertenece a una generación de escritores que realizan en la tradición literaria mexicana un giro en términos de la relación que establecen entre el gesto creativo y aquello que denominamos “realidad”. Los nombres de Salvador Elizondo, Juan García Ponce, José de la Colina, Sergio Pitol, Inés Arredondo, entre otros, signan el vuelco de la literatura mexicana hacia la mirada del mundo de la subjetividad, de las realidades interiores. Adolfo Castañón reconoce en ellos “una generación mexicana de narradores eminentemente atenta al trabajo de la vida interior para la cual el realismo y el naturalismo son objeto de una espontánea sospecha”.[1] Dermot Curley, por su parte, caracteriza particularmente la obra de Elizondo como “un distanciamiento de la realidad objetiva y un acercamiento cada vez mayor a un universo subjetivo y autorreflexivo”.[2]
En efecto, desde los inicios de su trayectoria, Elizondo dejó claro que su obra estaba determinada por el reconocimiento de una contraposición fundamental: la de la realidad objetiva y la realidad subjetiva (la que nos habita en el universo mental en forma de idea, recuerdo, sueño o imaginación). En esta lógica, hay una lectura que signa el modo en que el autor asume el ejercicio literario: como una búsqueda por hacer trascender en la página escrita ese mundo que nos habita. El cuestionamiento, sin embargo, aparece cuando se piensa en la fiabilidad de dicha operación porque en ese proceso de “traslación” algo se perderá en esencia. La apuesta del escritor radica entonces en afrontar las condiciones impuestas para tratar de salvar la distancia entre el mundo interior y su realización en la palabra escrita, es decir, entre el hombre, el lenguaje y la escritura.
La trayectoria del escritor inicia con la publicación, entre 1952 y 1960, de algunos poemas y ensayos en las revistas Medio siglo y Estaciones. Pero hay una situación que nos hace llevar la mirada mucho más atrás: la escritura de su Diario, iniciado en 1945, cuando contaba solamente con 12 años y que lo acompañaría a lo largo de su vida. De los más de 83 cuadernos que se sumaron en seis décadas hoy conocemos sólo algunos fragmentos, suficientes sin embargo para indagar entre sus primeras páginas sobre su fase formativa.
Además de las notas de su vida personal, el Diario contiene dibujos, poemas, ideas, proyectos de escrituras, cartas, fotografías. Desde los primeros cuadernos se revela la figura del niño-adolescente que consolidará la personalidad del escritor futuro. Entre sus páginas se muestra la formación de un niño lector, cinéfilo, dibujante, sensible y con una precoz capacidad crítica. Los círculos culturales frecuentados gracias a su historia familiar lo acercaron desde temprano a la poesía y al cine. La lectura en casa materna de la obra poética de su tío abuelo, Enrique González Martínez, y la carrera de su padre, Salvador Elizondo Pani, importante productor de cine de la época, contribuyeron a la avidez por conocer y desarrollar sus propias inquietudes artísticas.
De igual forma, el Diario da cuenta de un dato que será definitorio para el desarrollo de la obra de Elizondo: el contacto con distintos idiomas (alemán, inglés, francés, italiano) y culturas, lo cual posibilitará su trabajo futuro como traductor. A los cinco años viaja con su padre a la Alemania nazi, donde éste fue asignado como cónsul del gobierno mexicano (primeros años que después rememorará en su autobiografía). A su regreso a México, es inscrito en el Colegio Alemán Alexander von Humboldt (experiencia recuperada en el cuento “Ein Heldenleben”). En 1945, cuando inicia la escritura del Diario es enviado a un colegio militar en California (estancia que le servirá como material para su última novela Elsinore: un cuaderno). Finalmente, en 1948 parte a una escuela en Ottawa, Canadá, para cursar la preparatoria.
Después de finalizar sus estudios, Elizondo regresa a México con la firme convicción de iniciar su carrera en la pintura. En 1952 viaja por primera vez a Europa con la intención de continuar los estudios que había iniciado en la escuela La Esmeralda y la Escuela Nacional de Artes Plásticas (Academia de San Carlos). Tras una breve estancia en París, regresa a México para incorporarse como alumno irregular en la Universidad Nacional Autónoma de México donde entra en contacto con algunos círculos culturales que definirían su carrera.
En 1953 aparecen sus primeras publicaciones en la revista estudiantil Medio Siglo, la cual congregaba en esos años figuras como Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea y Sergio Pitol. Concentrado aún en su deseo de convertirse en pintor, publica en esta revista su primer texto de corte ensayístico, “Ideas sobre la pintura”[3] donde desarrolla una crítica sobre el ambiente de la pintura en México, sumido –desde su perspectiva– en el desgaste de las pretensiones “realistas”. Estos comentarios tienen un destinatario específico: la huella aún latente del muralismo mexicano. Sus observaciones censuran el desgaste de temas y estilos, convertidos en fórmulas de producción artística. Este primer escrito proyecta la directriz que tomarán sus pretensiones estéticas, deslindadas de todo Realismo y concentradas en el trabajo con la materialidad del lenguaje, como se observa en un ensayo posterior, “En torno al Ulysses de Joyce”, publicado en 1959, cuando su vocación literaria ya estaba totalmente definida. Los comentarios que ahí hace a la obra del escritor irlandés se refieren a su visión respecto a las posibilidades de la escritura que servirá como punta de lanza para desarrollar su propio proyecto literario. Elizondo describe el Ulysses como una intención de concretar por medio del lenguaje el flujo de la conciencia. Se trata, dice, “de recrear una percepción artificial, de sondear en los intersticios de la mecánica del sentir para concretarlos por medio de un lenguaje que tiende, en Joyce, cada vez más, a ser absoluto”.[4] Las reflexiones del joven Elizondo respecto a la obra del escritor irlandés perfilan sus intereses. Si Joyce privilegia la experiencia del hombre en tanto sujeto de la percepción, Elizondo hará lo propio con otras realidades mentales: el sueño, el recuerdo y la imaginación.
En 1960 aparece el primer libro de Elizondo: Poemas (edición de autor). En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, dictado en 1980, Elizondo lo recordaría con cierta nostalgia:
Nada ilustra mejor la vocación de un escritor que la vida de su primer libro. En veinte años que han pasado desde que publiqué el mío –en edición privada de doscientos ejemplares fuera de comercio– he podido rescatar en las librerías de viejo, dedicados y las más de las veces intonsos, un gran número de ellos. Estos libros han cumplido su periplo; en dos décadas han vuelto al lugar de su origen y ahora se apilan en el desván junto a la multitud de sus hermanos que la indiferencia de los dedicatarios, de la vida o de la muerte me han devuelto intonsos también a veces, pero otros marcados con las huellas de lecturas frenéticas o tediosas; cubiertos a veces con las cruentas cicatrices del denuesto, del subrayado burlesco, con los sangrientos escolios y enmendaduras del fastidio.[5]
Poemas, en efecto, no encontró eco en la crítica de su época, motivo que seguramente melló en el ánimo del escritor y por el que decidió abandonar el camino de la poesía, al menos en términos de publicación.[6] Sin embargo, a la luz del tiempo, Poemas muestra la cimiente de las preocupaciones primordiales del autor y ahí reside gran parte de su valor. El libro consta de dos partes: la primera recupera el poema “Réquiem de junio”, publicado un año antes en Estaciones; la segunda agrupa dieciséis poemas inéditos. En ellos se hallan los temas y símbolos que encontraremos reelaborados a lo largo de la obra elizondiana: la noche, el espejo, el instante; la muerte, el tiempo, la memoria. Además involucra uno de los distintivos elizondianos: el privilegio concedido a la mirada. En Poemas se impone la mirada del poeta en el intento de apresar las visiones instantáneas de la realidad, sus ojos fungen cual espejo del mundo, pero al mismo tiempo va desatándose poco a poco la interrogante respecto a la correspondencia entre el reflejo y lo reflejado.
Esta pasión escópica revelada en su poemario se relaciona con otra de sus inquietudes tempranas: el cine. El mismo año en que se publica Poemas, en el ámbito cultural de la época comenzó a gestarse uno de los grupos determinantes en la trayectoria de Elizondo: Nuevo Cine, el cual nació a partir de algunas reuniones a las que asistían Luis Buñuel, Luis Alcoriza, Carlos Fuentes y José Luis Cuevas, aunque finalmente ninguno de ellos se convertiría en miembro. En abril de 1961 quedó formalmente constituido el grupo Nuevo Cine con la aparición del número uno de la revista homónima, en el que se publica su Manifiesto.[7] Ahí exponen sus objetivos: “la superación del deprimente estado del cine nacional”, afirmar la imagen del “cineasta creador”, la defensa de “la producción y libre exhibición de un cine independiente”, entre los más relevantes del Manifiesto grupo cine.[8] De los firmantes, los miembros más activos se encargaron de la preparación de la revista Nuevo Cine, entre ellos, Salvador Elizondo.
La participación del autor en Nuevo Cine significó también ganar espacio en otras publicaciones periódicas como crítico, ejemplo de ello son los suplementos La Cultura en México y El Gallo Ilustrado. Este último acogió en 1962 la publicación de la sección “Pantalla”, espacio que conservaría hasta 1963. Los artículos y reseñas publicadas en estos años bajo la firma de Elizondo muestran claramente el seguimiento de los propósitos del proyecto colectivo que en ese momento compartía, pero, a su vez, marcan la pauta de sus preocupaciones más personales. Sobre todo, el valor otorgado a la posibilidad de la mezcla entre dominios de distintas manifestaciones artísticas, especialmente del cine y la literatura.
En el desarrollo del proyecto literario de Elizondo Farabeuf o la crónica de un instante es un punto clave. Por esta novela recibió el Premio Xavier Villaurrutia y, sin duda, es el texto que lo posicionó en el ambiente literario de la época. Desde su aparición, Farabeuf se reveló como un texto inquietante para el lector en general y para la crítica por su complejidad, debido al quiebre que plantea respecto a las formas tradicionales de la narración. Una extensa lista de acercamientos críticos se ha formado con el paso del tiempo, con líneas de análisis que indagan en sus claves compositivas: las voces narrativas, la intertextualidad, el erotismo, la reflexión sobre la memoria y el tiempo, por mencionar sólo algunas.[9]
Farabeuf parte de una preocupación humana y estética que sentó bases en Elizondo desde sus primeros impulsos artísticos, la reflexión sobre nuestra naturaleza temporal y su vínculo con la memoria, recurso condenado por condición propia a representarnos escindidos en el juego del olvido y el recuerdo. De ahí que los mecanismos de la memoria se conviertan en el modelo que determina el carácter fragmentario y ambiguo de la novela. La invocación del recuerdo con la cual abre el texto, "¿Recuerdas…?", constituye el método de formulación de Farabeuf. Elizondo impone a la escritura la dinámica de reconstrucción de los recuerdos actualizados en imágenes, por ello involucra el juego con formas icónicas concretas cuya procedencia revela el inquietante cruce de discursos y registros involucrados en la configuración del texto: las viñetas del Précis de Manuel Opératoire del cirujano y anatomista francés del siglo xix Louis Hubert Farabeuf; la fotografía de ejecución del leng'tché (tortura china que consiste en someter a la víctima a su desmembramiento) retomada del libro de Georges Bataille Les larmes d'Eros; así como el ideograma chino liú, por mencionar los más relevantes. Del tratamiento de estas imágenes derivan las principales claves del texto.
En numerosas ocasiones, Elizondo testimonió que el impacto provocado por la fotografía del supliciado motivó la creación de Farabeuf, en el deseo de traducir los contenidos del instante capturado en esa imagen a un discurso verbal. Intención llevada a Farabeuf con la construcción de la analogía entre la técnica fotográfica y la memoria. Recuerdo y fotografía se muestran como caminos para fijar un instante. La búsqueda es lograr un "reflejo de instantaneidad" en la escritura. Para ello, Elizondo se vale de la relación entre lo visual y lo textual. Para ordenar esta relación, retoma los principios del montaje cinematográfico –propuesta teórica del cineasta ruso Sergei Eisenstein– y de la escritura china:
En la época en la que escribí Farabeuf estaba estudiando chino y al mismo tiempo me sentía muy interesado en el cine. En mis lecturas y en mis ejercicios de chino descubrí un procedimiento ya conocido y muy empleado por Eisenstein llamado procedimiento de montaje. Éste consiste en la unión de dos imágenes concretas para formar en la mente del lector una tercera imagen abstracta, procedimiento del que se vale la escritura china. Eisenstein lo tomó de ahí para aplicarlo en el cine. Como la escritura china es ideogramas, es decir representan cosas, y lo abstracto no se puede representar porque no tiene forma […] se utilizan dos signos de cosas que sí tienen forma y que al percibirse de modo dialéctico o por medio de un choque forman una tercera imagen abstracta […] Lo que hice en Farabeuf fue aplicar este sistema, es decir una sucesión de imágenes que van creando, sino un concepto abstracto sí una sensación o un efecto notable.[10]
A decir de Eisenstein, la esencia del montaje cinematográfico responde a la idea de "representaciones separadas [que] son estructuradas en una imagen".[11] En el caso de la novela, este principio es recuperado al combinar diversas líneas argumentales, desarrolladas en espacios y tiempos distintos, haciéndolas converger en la fotografía del supliciado. Esto es posible gracias a una serie de juegos especulares y construcciones analógicas. De ellas, la más importante es la que se entabla entre el ideograma chino liú y la disposición de los verdugos y la víctima del leng-tch'e, como lo acota una de las voces de la novela:
La disposición de los verdugos es la de un hexágono que se desarrolla en el espacio en torno a un eje que es el supliciado. Es también la representación equívoca de un ideograma chino, un carácter que alguien ha dibujado sobre el vaho de los vidrios de la ventana, de eso no cabe duda. Puede ser cualquiera de las dos cosas: un ideograma o bien un símbolo geométrico. La ambigüedad de la escritura china es maravillosa y de esa forma que se concreta allí, en la imagen del suplicio, podemos deducir todo el pensamiento que es capaz de convertir esta tortura en un acto inolvidable. Si aprendes a decir ese nombre comprenderás el significado final del suplicio. Mira este signo:
Es el número seis y se pronuncia liú. La disposición de los trazos que lo forman recuerda la actitud del supliciado y también la forma de una estrella de mar, ¿verdad?[12]
Por su parte, la figura del Dr. Farabeuf y su manual quirúrgico se entreveran en el juego de las analogías para crear otra serie de paralelismos, ahora entre la fragmentación del cuerpo y la idea de escritura. A propósito Rolando J. Romero apuntó la relación construida entre escritura-suplicio-operación quirúrgica: "la pluma-cuchillo-bisturí (o escalpelo) va haciendo incisiones o tajos que a su paso dejan sangre-tinta (escritura). Los cortes ponen al descubierto el interior del cuerpo; en el caso de la pluma, el interior de los personajes. El lector sabe cómo son los personajes sólo por los trazos-heridas que la pluma deja sobre el papel. La operación se lleva a cabo en el quirófano o en el anfiteatro. En éste hay espectadores, son ellos las figuraciones del lector. El verdugo o médico es el equivalente del escritor".[13] En este sentido, la voluntad del artista ejerce también una violencia (en tanto transgresión), como en el supliciado, sobre el cuerpo del lenguaje, sobre su materialidad.
A partir de un complejo juego de espejos, Farabeuf, como acota Elba Sánchez Rolón, es "una construcción especular, donde la actualización de las potencias lúdicas, fantásticas y reflexivas del espejo refuerza la densidad semántica del discurso y modulan sus movimientos y transformaciones".[14]
La importancia de Farabeuf en términos de la obra de Elizondo y de la tradición literaria mexicana salta a la vista. Para Elizondo significó el pleno reconocimiento del trabajo de su pluma. Para la tradición literaria representa un hito en la práctica de la narrativa experimental que caracterizó la década de 1960. Se inscribe en una línea cercana a la corriente de la noveau roman francesa, pero también tiene ecos de la ola del nuevo cine francés. Entrevera la evocación de métodos adivinatorios como la ouija y el I-Ching, la filosofía batailleana del erotismo, la historia política, la pintura. Todo ello con una verdadera pulcritud expresiva.
Elizondo presentado por sí mismo
En 1966, apenas unos meses después de la aparición de su primera novela, Elizondo fue convocado para participar en el proyecto que conformaría la hoy legendaria serie de autobiografías “Nuevos escritores mexicanos del siglo xx presentados por sí mismos” al lado de otros diez autores: Gustavo Sainz, Tomás Mojarro, Juan García Ponce, José Agustín, Juan Vicente Melo, Carlos Monsiváis, Vicente Leñero, Marco Antonio Montes de Oca, Sergio Pitol y Raúl Navarrete. La serie, hoy en día, es el testimonio de los albores de una generación que signó el desarrollo de la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo xx. Elizondo era el mayor entre ellos, y sólo contaba con treinta y tres años.
El autor asumió el experimento, ideado por Rafael Giménez Siles y orquestado por Emmanuel Carballo, con plena consciencia de la oportunidad que le representaba para configurar su imagen de escritor aún incipiente. Su autobiografía es una muestra de su habilidad literaria. Con ella crea la imagen perfecta para afirmar su vocación frente al lector y también para crearse una figura acorde a las exigencias de la obra que le otorgaba presencia en ese momento. Años después, en 1991, al recordar la experiencia, el autor declaró en entrevista:
Estaba envanecido; era yo un escritor truculento y desagradable […] me dije: “Yo soy el truculento y eso es lo que el público quiere. Ahora, para seguir teniendo éxito, les voy a dar truculencia”. Tuve un éxito arrollador. De los escritores convocados yo era el de más edad, y tenía treinta y tres años… Cualquier cosa que me había pasado la amplifiqué a proporciones irracionales. Esa autobiografía tiene muchas omisiones y exageraciones; la verdad está oculta en eso que quería la gente […] No inventé ni conté mentiras; simplemente omití algunos aspectos y lo que está narrado se cuenta con tremendismo. Era el punto de vista del autor de “éxito”.[15]
En efecto, lo dicho en su autobiografía atribuyó a Elizondo un epíteto que lo acompañaría por años, el de “escritor maldito”, muy acorde para el autor de un texto tan inquietante como lo es Farabeuf. Relata episodios vitales donde el deseo, la violencia, el alcoholismo y la locura construyen el escenario de quien se define como un “habitante de la cloaca”. Pero a la vez dibuja con una fineza que raya no pocas veces en lo poético el camino recorrido para justificar su vocación y su lugar en el mundo: “La vida me está viviendo, en el mismo sentido en el que se emplea el gerundio ‘está lloviendo’, para que de ella no pueda tener más certidumbre que la de mi vocación y del estado de ánimo que esa vocación ha fraguado”.[16] La autobiografía es, ante todo, un espacio de representación literaria de la búsqueda personal que deviene en la elección del camino del artista. Camino revelado como destino en la figura del niño sensible a las voces de la poesía, con una mirada aguda para filtrar el mundo que le rodea y predispuesto a la disciplina de la soledad: “Yo había logrado someterme, por pura intuición, a una disciplina mucho más rigurosa, pero también mucho más gratificante: la de la soledad. Y esa disciplina me permitía perseguir, cada vez con mejores resultados, las veleidades del sueño”.[17] Estas palabras se convierten en una justificación y atribución de sentido de la elección vital que alienta su obra: la del mundo estrictamente individual, la del mundo interior.
La experimentación con las formas
El éxito que el autor obtuvo con Farabeuf le proporcionó una plena seguridad para aventurarse en la experimentación con las estructuras literarias. Un año después de la publicación de la novela apareció su primer libro de cuentos, Narda o el verano donde incluye dos textos previamente publicados (“Puente de piedra” y “En la playa”) y tres inéditos (“Narda o el verano”, “La puerta” y “La historia según Pao Cheng”).
En Narda o el verano Elizondo hace gala nuevamente de la implicación de recursos cinematográficos, la dinámica especular, el delicado trabajo con la imagen, la ironía. Pero es en el texto “La historia según Pao Cheng”, donde el autor involucra por primera vez un recurso que será definitivo en su obra posterior: el juego de identidad entre el personaje, el escritor y la escritura. El relato cuenta la historia de Pao Cheng, filósofo chino, quien trata de adivinar su destino en el caparazón de una tortuga. Con ello emprende un viaje mental por distintas geografías y tiempos, hasta llevar sus pensamientos a una habitación donde se encuentra un escritor que escribe un cuento titulado “La historia según Pao Cheng”, el cual versa sobre un filósofo chino que trata de adivinar su destino en el caparazón de una tortuga… Este procedimiento, según observó el mismo Elizondo, tendrá derivaciones importantes en su obra:
De Narda o el verano el texto que más me interesa es “La historia según Pao Cheng”, porque en el orden visual de la narración, o en el orden serial o secuencial de la narración descubrí –por azar, si tú quieres– un intríngulis, un procedimiento, que me permitía jugar al mismo tiempo con el personaje y con el escritor. Para mí ese fue el descubrimiento esencial y el primero en el que yo encontré que había identidad entre los personajes, entre el escritor y entre la escritura misma. Es decir, las tres entidades que comportan este pequeño relato están imbricadas de alguna manera, con un buen procedimiento de efecto. Yo creo que es lo mejor que he escrito. Ahí también se figuran o prefiguran algunas de las cosas que yo traté de ampliar posteriormente en otros libros.[18]
La relevancia del recurso se proyecta en la obra del autor en la implicación de un acentuado gesto de autorreflexividad de la escritura que se manifiesta en dos direcciones. Por una parte, es notorio el vuelco de la prosa elizondiana hacia una marcada hibridez, donde el discurso narrativo se funde con modelos de otros registros discursivos, como la especulación filosófica y la investigación científica, para someter a un ejercicio crítico las aspiraciones del lenguaje y su realización. Aunque desde los primeros escritos de Elizondo esta característica se hace patente, lo cierto es que a partir de sus siguientes libros hay una acentuación en el recurso que permite reconocer cómo la búsqueda que rige el proyecto literario del autor, en su intención de expandir las posibilidades del lenguaje, se concentra cada vez más en la movilización de registros discursivos incorporados en el texto literario. Al respecto, algunos títulos emblemáticos pertenecen al libro El retrato de Zoe y otras mentiras “Teoría del disfraz: una investigación acerca de la naturaleza interior de la realidad”, “Identidad de Cirila o de que Cirila es como un río heraclíteo” y “Grünewalda o una fábula del infinito”, los cuales presentan como rasgo distintivo el juego explícito con modelos discursivos –por supuesto, desde el efecto transformador de la parodia– que recuperan los métodos de la investigación filosófica y científica, vía la incorporación del modo conjetural.
Por otra parte, la autorreflexividad encontrará pleno desarrollo en la obra elizondiana con la presencia de la conciencia actuante de la escritura, cuya primera manifestación se muestra en su segunda novela El hipogeo secreto. El texto pone en juego la traslación de sus personajes entre dimensiones espaciales superpuestas; entre ellas se encuentran una ciudad en ruinas, un pórtico con una inscripción indescifrable que guarda “una sentencia que se refiere a la naturaleza del tiempo”, un enorme árbol donde dos hombres conversan; una escalera de piedra, la habitación donde una mujer lee el libro de pastas rojas titulado El hipogeo secreto y donde el escritor escribe la novela del mismo título. Todas estas dimensiones se conjugan en un solo presente: el de la escritura de la novela, un aquí que se desplaza siempre.
Este juego ambiguo involucra todas las entidades de la novela, las cuales mutan en un ir y venir entre las dimensiones que el texto construye, donde tiempo y espacio parecen funcionar sin una lógica aparente. Entre estas entidades del relato están los miembros del Urkreis: el Sabelotodo, líder del grupo; E., el arquitecto o “soñador de bibliotecas”; X., el escritor aficionado; H., el geómetra; y T., el paleógrafo, todos ellos con la obsesiva tarea de descubrir el por qué de su existencia, cuya respuesta la encuentran en su naturaleza de seres imaginados. A ellos, se suma la entidad más problemática del texto: la figura del autor-narrador, el que escribe la novela: el Imaginado, el Otro, Pseudo Salvador Elizondo o Salvador Elizondo. La definición de su lógica, la da el propio texto: “Es un libro en que la paradoja tiene un papel predominante”, de forma que “Todas ellas [las entidades en el relato] se resumen en una aspiración mediante la cual el autor de este libro pretende volverlas improbables haciendo que toda identidad sea ambigua, inclusive la de él”.[19]
La apuesta de El hipogeo secreto es la de revelarse como una escritura en proceso, novela que se está haciendo, lo cual supone problematizar la escritura como un ejercicio abismado en su propia recursividad. Para ello, la estrategia empleada por Elizondo es contraponer la naturaleza de las dimensiones espacio-tiempo en el orden de una geometría o forma imposible. En entrevista con Emiliano González, Elizondo explicó sobre la novela: “lo que me propuse fundamentalmente era el desarrollo de una acción a lo largo de una línea o de una superficie que tuviera la forma de la banda de Moevius [así fue escrito en el original], o bien el desarrollo de una acción dentro de un ámbito con las particularidades que tendría un ámbito del tipo de la botella de Klein”.[20] Dentro de la topología (rama de las matemáticas que trata el concepto de la continuidad) tanto la cinta de Möbius como la botella de Klein son superficies no orientables, una con un solo lado, y la otra sin interior ni exterior. Ambas formas, pensadas como representación del espacio literario de la novela, encarnan el sentido de autorreflexividad, porque –como en la banda de Möbius– el desplazamiento regresa siempre al mismo lugar, a su vez, este movimiento está contenido en un espacio autónomo, sin interior ni exterior –como la botella de Klein– un espacio que, como el de la novela, “está cerrado hacia sí mismo”.[21] Las alusiones a estas formas son por demás significativas ya que revelan, además de la pasión elizondiana por las geometrías imposibles, el privilegio que otorga a lo que en otro momento llamará “el valor textual de la forma”.
La puesta en juego de la escritura autorreflexiva, llevada a los aspectos discursivos y formales del texto literario, preludia su plena realización en su siguiente libro, donde Elizondo encuentra el modo de abstraer el principio de acción de la escritura para hacerla “visible” en la figura más emblemática de su obra: el escriba.
El grafógrafo o de la escritura pura
Intentar dar una clasificación genérica a El grafógrafo es complicado porque Elizondo da un salto en este libro hacia una escritura cuyas fronteras formales y genéricas son sumamente lábiles. Los veinte textos que lo conforman oscilan entre la forma narrativa, la poesía, el ensayo y el diálogo dramático; la mayor parte de ellos muestra una marcada hibridez entre dos o más de estas formas. Algunos de ellos cuentan con publicación previa en revistas como Diálogos, El cuento: Revista de la Imaginación, Plural y La Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Su presencia en estos espacios, así como la participación como columnista en el diario Excélsior que iniciara en 1971 hablan del lugar que Salvador Elizondo tenía ya en el medio cultural mexicano de la época. Aunado a ello, desde 1968 fungía como asesor literario del Centro Mexicano de Escritores, lo cual le permitió estrechar relaciones con figuras como Juan Rulfo y Octavio Paz, entre otros.
En este contexto aparece El grafógrafo, libro que hace del tema de la escritura su motivo rector. Entre sus páginas se revela la reflexión respecto a la correspondencia entre el sentido de la palabra y el objeto que designa, el interés por los signos de la escritura, el solipsismo. Uno de los comentarios críticos más tempranos –y también uno de los más sugerentes– es “Los instrumentos del corte” de Severo Sarduy, quien describe el carácter autorreflexivo de la escritura en El grafógrafo y caracteriza su dinámica como un proceso de envolvimiento, de espiral mareante.[22] Descripción más que certera para revelar el juego de la escritura emprendido en este libro. Aunque no todos los textos del libro muestran en el mismo grado esta condición, sí funciona como generadora de sentido y como eje que moviliza al libro en tanto sistema. Dicho eje está encarnado en el texto inaugural, “El grafógrafo”, donde la autorreflexividad de la escritura se somete a una reiteración obsesiva, que trastoca las fibras de todo el libro en distintos niveles: temático, genérico, discursivo y lingüístico. La brevedad del texto permite citarlo en su totalidad:
Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.[23]
A primera vista, el juego de la escritura se revela como un movimiento circular, pero lo extraordinario es la gama de movimientos que se desatan en el camino de esta circularidad. A partir de la frase inaugural, la voz se desplaza en un juego de espejos que oscila entre las proyecciones de la imagen del escriba, filtrada por tres posibilidades de construcción: la percepción (“me veo escribir”), la memoria (“Me recuerdo escribiendo”) y la imaginación (“También puedo imaginarme escribiendo”), condición que pone en primer plano la obsesión elizondiana por reconocer en la escritura el gesto de traslación de las realidades mentales hacia el papel. La imagen del escriba en el acto de la escritura iconiza el proyecto literario del autor, al mismo tiempo que sus movimientos, dirigidos por un principio de variación anticipan la dinámica del libro.
Bien de forma manifiesta u oblicua, los textos de El grafógrafo representan modos distintos de articulación del concepto de la escritura elizondiana, cuya reflexividad remite en distintos niveles a la figura del escriba. Elizondo declaró de hecho la búsqueda de esta unidad: Todo el libro El grafógrafo trata de la presencia del escritor dentro de la escritura: a veces como personaje, a veces como motor de la escritura.[24] Por ello, la disposición de los textos en el libro dibuja una serie de ritornellos, ya sea de temas, de recursos o de estructuras, que tienden puentes con la labor del escriba. Entre estos núcleos se distinguen, en el nivel temático, el lenguaje (“Sistema de Babel”), el tiempo (“Futuro imperfecto”, “Presente de infinitivo”, “Pasado anterior”) y, por supuesto, la escritura (“Mnemothreptos”, “Colofón”). Como recursos constantes se encuentran el principio de la variación, el trabajo con la imagen, el principio lúdico y el cruce de registros discursivos (“Ambystoma trigrinum”, “Tractatus rethorico-pictoricus”).[25]
El grafógrafo representa un punto nodal en el desarrollo literario de Elizondo. Ahí desembocan los hallazgos recabados a lo largo de su camino, los cuales son maximizados en lo que a todas luces fue un logro dentro de su proyecto, porque lo acercó a aquello que en reiteradas ocasiones llamó “arte puro” y que concibió como su meta creativa: “arte puro […] arte absolutamente incontaminado […] en el que los elementos que lo constituyen no tienen otro carácter que no sea el estrictamente poético […] Esto es lo que yo entiendo como arte puro: un arte que inclusive no está ni siquiera contaminado por una misión, no está dirigido”.[26]
La reflexión a propósito de la condición de pureza en la literatura no es nueva. El mismo Elizondo reconoce su rastro en los planteamientos de Poe en The Poetic Principle (1850), los cuales tendrían en el ámbito francés sus expresiones más notables en Mallarmé y Valéry. Habría que agregar que en el contexto mexicano tuvo expresión propia con el Modernismo de Enrique González Martínez, José Juan Tablada y, posteriormente, en el grupo de los Contemporáneos. Pero el traslado que Elizondo elabora de dicha tradición a su proyecto le otorga un lugar sin parangón en la tradición mexicana. La mirada de Elizondo, como ya lo ha reconocido Adolfo Castañón, “ensaya y realiza con fortuna una traslación hacia el universo de la prosa y, más particularmente, del cuento y de la narración, de aquella crítica al lenguaje poético”.[27] La observación de Castañón podría ser llevada más lejos para decir que la noción de la pureza elizondiana excede incluso las delimitaciones genéricas (de las cuales el autor se declaró como un “descreído”) y que dicha traslación se extiende a la del ejercicio literario en sí, en tanto acto escritural. La escritura pura en Elizondo se lee entonces como un efecto del movimiento autorreflexivo, del repliegue sobre su operación, de sí y para sí. Una reflexión de su propio ser y hacer, una “poética”, en el sentido más estricto de la palabra, de la que El grafógrafo es su espacio de ejecución.
Miscast, el teatro mental llevado a escena
Después de la publicación de El grafógrafo, Elizondo se sumió en un periodo leído por algunos como un silencio obligado después del “extremo” hacia el que llevó su escritura. Este supuesto silencio se lee a contraluz de lo que fue su fase más prolífica. Tan sólo en siete años –entre 1965 y 1972– publicó la mayor parte de su obra completa de corte ficcional, además de su autobiografía y Cuaderno de escritura. Desde entonces, pasarían nueve años hasta que otro libro del autor viera la luz. Pero este “silencio” en realidad fue relativo. Elizondo nunca dejó de escribir. Entre 1973 y 1981, cuando aparece su siguiente libro, se mantuvo presente en espacios de publicación periódica, con sus columnas en Excélsior y Unomásuno. Además publicó textos de corte ficcional en las revistas Diálogos, Vida literaria, Plural y Vuelta. En este periodo aparecen también Contextos, recopilación de textos periodísticos, así como la antología de poesía mexicana Museo poético y Antología personal.
En 1979 fue convocado por Juan José Gurrola para participar en un proyecto fundado en la idea de “financiar a escritores que saben escribir para entusiasmarlos y voltear hacia el teatro”.[28] El producto de esta idea desembocó en el libro Miscast o Ha llegado la señora Marquesa…, con el que Elizondo incorpora a su obra el género dramático.
El argumento –basado en un relato de Histoires briseés de Paul Valéry– es el de una organización secreta que secuestra a un hombre llamado el Increíble para someterlo a un lavado de cerebro y hacerlo asumir una identidad inventada: la del Doctor Moriarty. Los encargados de verificar el éxito de este “experimento” son actores a quienes el supuesto Moriarty deberá reconocer como “reales” (su esposa, su hija, su secretario, su amigo). Sin embargo, el Increíble-Doctor Moriarty llega a tomar conciencia de su condición y es quien pone en entredicho las identidades de los otros personajes, los cuales aunque se saben meros ejecutores de un guion y son conscientes de su posición de actores, terminarán por desconocerse. Las identidades fluctuantes, imprecisas, de los personajes se convierten en el quid de la obra porque en ellas se proyecta el objeto de la representación: “representan el papel de actores que representan un drama”.[29] Es decir, en el orden de la fascinación elizondiana por las metaestructuras, Miscast es la representación de la representación dramática.
Los recursos empleados por el autor pertenecen a la tradición del teatro dentro del teatro, cercana a la estética de Pirandello o de Brecht. El efecto de extrañamiento prolongado, la apelación al espectador, la transgresión del espacio de representación y un inusual mise en abyme (la presencia física del guion de la obra en manos de los personajes, quienes lo consultan para confirmar su parlamento, secuencia de las acciones, etc.) modulan y mantienen a la obra en una constante tensión de ruptura de la ilusión dramática.
Camera lucida está conformado por textos de ficción y de crítica que Elizondo había publicado, mayormente en la revista Vuelta. También incluye los discursos pronunciados en su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua (1980) y su lección inaugural como miembro de El Colegio Nacional (1981). Ambos nombramientos hablan del lugar que Elizondo ocupaba en plena madurez personal y artística dentro del ambiente cultural mexicano. Respaldado por su obra, Ramón Xirau y Octavio Paz hacen su recomendación a El Colegio Nacional, y de Agustín Yáñez recibe la invitación para tomar la silla de la Academia Mexicana de la Lengua. A sus 50 años era un escritor en plena madurez personal y artística que ocupaba un lugar definitivo en las letras mexicanas.
A partir de estos años, una de las referencias que se convirtió en favorita de Salvador Elizondo es la consigna de Gracián escrita en El Discreto, donde divide la vida en tres etapas: “La primera empleó en hablar con los muertos; la segunda, con los vivos; la tercera, consigo mismo”. En palabras de Elizondo, su vida se encontraba ya en la tercera etapa y ésta determinará el vuelco que toma su obra desde Camera lucida, libro donde es notoria la incorporación de su propia figura. La señal más significativa de este perfilamiento es la suerte de simbiosis creada entre el escriba y Salvador Elizondo, cuyo indicador máximo es un texto que media precisamente entre El grafógrafo y Camera lucida, escrito en 1973:
Allí está otra vez. En cuanto me pongo a trabajar, abro el cuaderno y destapo la pluma-fuente, aparece el escriba. Se sienta frente a mí, a la mesa que está ante el enorme espejo que pende del muro en el extremo opuesto del estudio. Él también abre su cuaderno. Destapa la pluma-fuente y me observa con toda atención. No se le escapa ninguno de mis movimientos. Me mira mientras hace, automáticamente, anotaciones en su cuaderno negro, como el mío. Aunque va vestido como yo y lleva unos anteojos iguales a los míos, no puedo decir que se me parezca en nada más que en las costumbres, los hábitos, los actos de la conducta involuntaria, los reflejos condicionados, los tics. El escriba, como yo, se pone de pie después de haber hilvanado unas líneas; enciende un cigarrillo que consume nerviosamente mientras pasea en torno a la mesa de trabajo; luego se sienta otra vez ante el cuaderno y reanuda su tarea. Ha construido alguna conjetura acerca de mí; soy el tema de su composición.[30]
Las palabras de esta cita preludian la dinámica de Camera lucida con claras notas que remiten a la figura del autor, a sus rituales de escritura, sus actividades académicas, sus lecturas, sus recuerdos. La clave de este libro está precisamente en su título, nombre de un aparato conocido como “cámara clara”, el cual es utilizado por pintores y dibujantes, formado por un juego de prismas que proyectan la imagen de un modelo para que sirva como guía al dibujante. En “Aparato”, Elizondo describe este instrumento y lo utiliza para construir una analogía que confiere su funcionamiento a la mente y al ojo del escritor, de modo que la cámara clara funcione como “figura de un instrumento crítico”[31]–es decir, como la mente del escritor. La problemática, como lo ha señalado Luz Elena Gutiérrez de Velasco, es el sentido de “modelo” que funciona a lo largo de este libro, ¿qué objeto se toma para ser filtrado por la cámara clara? Elizondo opta por hacer de sí mismo el modelo.[32]
Lo hace tejiendo una red de intertextos, entre los que destacan la obra de Daniel Defoe, Stéphane Mallarmé, James Joyce y, de manera muy acentuada, Paul Valéry, autores que remiten a sus lecturas más significativas. No es extraño entonces que al referirse a este libro, pusiera en primer plano la idea de sí mismo construida en los textos. Por ejemplo, al hablar de “Vocaciones frustradas”, señala que surgió en la idea de responder “¿qué es lo que me hubiera gustado ser? Tenor de ópera o torero. Entonces me detengo en la ópera Carmen para pintarme simultáneamente como tenor y torero”, o bien, en otro momento señala: “me dibujo en La Legión Extranjera”. Este ponerse a sí mismo como modelo ante la cámara clara –continúa– es el sentido experimental que atraviesa el libro: “En Camera lucida también me dije: ‘[…] Voy a experimentar narrando una cosa real, algo verdadero’. Y para mí lo único real es lo que se relaciona conmigo, lo demás es dudoso, no existe”.[33] De ahí que las infiltraciones autobiográficas se manifiesten de manera cada vez más acentuada. “Ein Heldenleben” es el más claro indicador de ello, texto donde el autor recupera el recuerdo de infancia de su paso por el Colegio Alemán. Estas infiltraciones autobiográficas son también el preámbulo del gesto que da cierre a la obra elizondiana.
Elsinore: un cuaderno, última novela del autor, es el cierre perfecto del proyecto literario del autor. En ella involucra sus grandes constantes: la conciencia actuante de la escritura, las rémoras de la memoria, el sueño dentro del sueño, la construcción de la imagen en relación con la fotografía y el cine, así como un delicado tratamiento del lenguaje. La innovación, en este caso, radica en hacer de la experiencia autobiográfica fuente total del relato. Elsinore reelabora la experiencia de la estancia de Elizondo en California, como alumno de Elsinore Navy & Militar School, lugar al que fue enviado a los 12 años, momento en el que también inicia la escritura de su diario. De manera puntual, con Elsinore Elizondo regresa a la fase de formación de su personalidad y al origen de su escritura, implicada en el guiño de la segunda parte del título que convoca su primer cuaderno del Diario. El relato privilegia la vida del mundo interior de Sal, personaje adolescente: el secreto amor profesado a Mrs. Simpson, la aventura casi mítica de su escape de ENMS, el deseo de comunicación con su “BF, mejor amigo” Fred, experiencias que llevan implícito el posicionamiento que el sujeto en formación comienza a adquirir frente al mundo exterior: el solipsismo, la vida del sueño. Rasgos que definen y justifican la vida del escritor.
Después de esta novela no aparecerá otro libro de ficciones de Elizondo. Se dedicará a escribir en sus cuadernos personales y a recopilar su trabajo ensayístico y como articulista. Así se suman a su obra los libros Teoría del infierno y otros ensayos, Estanquillo y Pasado anterior. Con este último se da cierre a las publicaciones que Salvador Elizondo preparó para su edición. Después de su muerte, Paulina Lavista dio a conocer uno de los de cinco cuadernos (escritos entre 1986 y 1997) a los que dedicó sus últimos años, los Noctuarios, incluidos en El mar de iguanas donde Elizondo registraba, como uno de sus últimos experimentos, lo que viene a la mente durante la noche y la madrugada. Dos años después aparece Contubernio de espejos, libro que recupera poemas escritos entre 1960 y 1964. La última nota de su Diario es del 26 de marzo de 2006, tres días antes de su muerte. Las palabras de Lavista lo dicen todo: “murió como un soldado con su fusil, en su caso, pluma en mano”.[34]
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Nació en la Ciudad de México, el 19 de diciembre de 1932; muere el 29 de marzo de 2006. Dramaturgo, ensayista, narrador y poeta. Estudió Artes Plásticas en La Esmeralda y en la enap; Letras Inglesas en la unam y en las universidades de Ottawa, Perugia, París y Cambridge; Cine en el Institut des Hautes Etudes Cinématographiques de La Sorbona, París. Fue becario de la Fundación Ford para proseguir estudios en Nueva York y San Francisco, y de El Colegio de México para realizar estudios de lengua china. Profesor de tiempo completo en la unam; asesor literario del cme; jefe de redacción de Estaciones; director fundador de S. Nob; editorialista de Excélsior y El Nacional; miembro del consejo de redacción de Plural y Vuelta; investigador del Centro de Estudios Orientales de El Colegio de México. Sus textos se han traducido al inglés, francés, alemán, italiano y polaco. Fue miembro de Número de la Academia Mexicana de la Lengua, desde 1980; y miembro de El Colegio Nacional, desde 1981. Grabó su obra para la colección “Voz Viva de México” de la unam. Traductor de Paul Valéry, Thomas de Quincey y Edgar Allan Poe. Colaborador de Diálogos, Estaciones, Nuevo Cine, Plural, Revista de la Universidad de México, S. Nob y Vuelta. Formó parte del grupo Nuevo Cine. Dirigió el filme Apocalipsis 1900 (1965). Becario del cme, en novela, 1963, y 1966; de la Fundación Ford, 1965; de la Fundación Guggenheim, 1968 y 1973; y del fonca, 1988. Formó parte del snca como creador emérito desde 1994. Premio Xavier Villaurrutia 1965 por Farabeuf o la crónica de un instante. Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura 1990.
08 jun 1993 / 19 sep 2018 08:51
Cursó algunas asignaturas en la Facultad de Filosofía y Letras (ffl) de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) (1952-1953) y los estudios superiores en la Universidad de Otawa, Canadá; en Universidad de Perugia; en la Universidad de Cambridge, Inglaterra y en el Intitut des Hot Cinematographiques, de París. Fue asesor literario del Centro Mexicano de Escritores, en el que gozó de una beca. En la unam fue profesor en la Escuela para Extranjeros y de la ffl. Colaboró en diversas revistas y suplementos mexicanos y del extranjero como Estaciones, de la cual fue jefe de redacción; "México en la Cultura", "La Cultura en México", Universidad de México, Nuevo Cine, S.Nob, que fundó y dirigió; Positif, en Unomásuno con su columna "Contextos", de 1977 a 1980, Vuelta y otras.
Salvador Elizondo, narrador y ensayista, poeta y dramaturgo. Le interesó el cine (en 1965 dio a conocer su primera película, "Apocalipsis 1900") y las traducciones, especialmente de poetas ingleses. Se dio a conocer como narrador con su novela Farabeuf o la crónica de un instante, obra desconcertante –de erotismo y horror, de violencia y locura, de sadismo y magia–, basada en hechos al parecer históricos. El tema de la obra es un suplicio que se infringía en China a principios de siglo, llamado "suplicio de los cien pedazos", que los personajes de la novela recrean en una casa de París, en un teatro y en una playa indefinida, presentando al dolor y al placer como fenómenos de una misma naturaleza. En esta tortura la víctima no se resiste al verdugo, se entrega a él. El hipogeo secreto, su segunda novela nos conduce por un laberinto en el que los personajes se convierten en dos: el personaje lector y el personaje-autor que cobran vida en la escritura. Al final, el lenguaje resuelve las diferencias y el autor, el lector y El hipogeo secreto son una misma cosa: este libro. Estas dos novelas, su colección de ensayos, Escritura y sus primeros volúmenes de cuentos, Narda o el verano, El retrato de Zoe y otras mentiras y El grafógrafo, revelan el interés del autor por problemas lingüísticos y filosóficos. Sus obras son en gran medida ejercicios prácticos de teoría literaria que rompen con las convenciones literarias establecidas, para investigar y poner en entredicho las premisas en que se basa la narrativa. Muy de acuerdo con sus inquietudes metafísicas y epistemológicas, sus ensayos representan un intento de descubrir la teoría del arte que yace implícita bajo la superficie de las creaciones literarias. "Todos los grandes intentos literarios –nos dice– son intentos de concretar la experiencia de la muerte. Ello demuestra el carácter imposible de la literatura". De ahí que la escritura, como prefiere llamarla, no pueda sino producirse en los extremos fronterizos del acceso en la realidad y que por ello sea concebida siempre en el acabose de su entorno y de su postrer sentido.
Instituciones, distinciones o publicaciones
El Colegio Nacional (COLNAL)
Asociación de Escritores de México AEMAC
Centro Mexicano de Escritores
Centro Mexicano de Escritores
Academia Mexicana de la Lengua
Premio Internacional de Novela Nuevo León
Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores
Vuelta. Revista mensual
Plural. Crítica y literatura
Utopías. Revista de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México
S.NOB
Premio Nacional de Ciencias, Letras y Artes
Centro Mexicano de Escritores
Estaciones. Revista Literaria de México
Revista de la Universidad de México
Facultad de Filosofía y Letras FFyL (UNAM)