2004 / 19 jun 2018 12:05
La Academia de Letrán[0] desplegó su ejercicio de 1836 a 1838; tuvo como principal preocupación “mexicanizar la literatura” de modo que se emancipara de las otras, específicamente de la española, por lo que sus integrantes voltearon hacia la literatura francesa, italiana e inglesa. En este grupo participaron los mejores escritores e intelectuales de la época, como los hermanos Juan Nepomuceno y José María Lacunza, Guillermo Prieto, Fernando Calderón, Ignacio Ramírez, Manuel Payno, Manuel Orozco y Berra, Andrés Quintana Roo, José Joaquín Pesado y Manuel Tossiat. Cultivaron la poesía, la narración, el periodismo cultural y la dramaturgia. Contó con dos órganos de difusión, a saber El Año Nuevo y El Recreo de las Familias, ambos dirigidos por Ignacio Rodríguez Galván. La fundación de este grupo literario –en el ruinoso cuarto de Lacunza– supuso la democratización de la escritura y el comienzo de la literatura en el México independiente.
Dos objetivos cardinales buscaba el grupo de la Academia de Letrán: fundar una literatura nacional y ejercer la democracia en el grupo y en el medio cultural de la época. Ciento sesenta y siete años más tarde podemos decir que ambos objetivos, en términos generales, se cumplieron.
No es lo mismo hablar de literatura nacional en 1836 que a principios del siglo xxi. Para un escritor actual la literatura mexicana se ve como un todo a través de los siglos: son tan nuestras y actuales las letras prehispánicas y las coloniales como las del México independiente. Pero eso no podía pensarse en el año de la fundación de la Academia, con el peso de la herencia española sobre los hombros. Intelectuales, poetas, escritores y artistas querían ser distintos, o quizá mejor, ser ellos mismos en un país que sintieran de ellos mismos. Cuando Prieto dijo que “para él lo más grande y trascendental de la Academia, fue su tendencia decidida a mexicanizar la cultura, emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar”,[1] hizo bien en decir tendencia decidida, porque la literatura mexicana no se emancipó ni podía hacerlo –como no puede hacerlo ninguna literatura– de las otras. Si se consultan las cuatro colecciones del anuario de El Año Nuevo,[2] la publicación que fue como la ventana o el escaparate del grupo, se verá que poetas y escritores buscaron acentuar ante todo el paisaje y los asuntos mexicanos, pero que no fue en la medida que ellos o sus panegiristas creyeron o exaltaron ni como sus críticos les negaron. Contra su voluntad, o a pesar de ella, los lateranos siguieron leyendo autores españoles, pero volvieron asimismo los ojos a otras tradiciones –hasta donde era dable conseguir los libros–, sobre todo la inglesa, francesa e italiana, y aun, como en el caso de Pesado y Carpio, la hebrea (seguramente a través del latín). Basta ver el copioso número de traducciones e imitaciones que se incorporó al anuario y a El Recreo de las Familias, la otra revista que editó Rodríguez Galván.
El dramaturgo español José Zorrilla, quien vivió entre nosotros, en un libro útil de divulgación, México y los mexicanos (1855-1857), anotaba que la Academia “es el verdadero punto de partida de lo que hoy puede llamarse literatura original mexicana, porque comenzó a volar por sí misma”, aunque (añade con un guiño) “sin poder emanciparse de las influencias de la nuestra”.[3] Por demás era natural, porque, de un lado, era la única literatura en español que tenían al alcance (no circulaban casi de hecho obras de autores hispanoamericanos), y de otro, porque pretender echar un cerrojo a los tres siglos inmediatos anteriores, era sólo dable realizarlo en los palacios de la fantasía, de la locura o de la ignorancia más disparatada. Pero también es cierto que, pese a circular entonces una cantidad muy limitada de libros, y teniendo los jóvenes serios problemas para su adquisición, leían en traducciones a poetas latinos (Horacio, Virgilio), a poetas románticos franceses, alemanes e ingleses y a novelistas estadounidenses y franceses. Es decir, leían lo poco que circulaba en la época y hasta donde podían hacerlo.
Por demás, el antihispanismo furibundo no era de todos los miembros de la Academia. No puede compararse la posición de los jóvenes radicales (Juan Nepomuceno Lacunza, Ignacio Rodríguez Galván, Eulalio María Ortega, Joaquín Navarro, el mismo Prieto), con la posición más moderada de los mayores, como, por ejemplo, Manuel Carpio (45 años) y José Joaquín Pesado (35 años). Aún más: uno de los radicales, Ignacio Rodríguez Galván, comprendía que en ese momento el peligro para la soberanía mexicana venía más de Francia, Inglaterra o los Estados Unidos que de España. Para confirmarlo basta leer poemas como “Guerra a los galos, guerra...” (1838) y “Profecía de Guatimoc” (1839). En aquél dice:
¡Guerra a los galos, guerra!
Megicanos, volad,
Los mares y la tierra
Con su sangre, regad.
Nuestra frente hundir en la arena
el francés orgulloso pensó,
Y al echarnos la dura cadena
De sus débiles manos cayó.
Y en el segundo hace decir al último tlatoani mexica:
¿Qué es de París y Londres?
¿Qué es de tanta soberbia y poderío?
¿Qué de sus naves de riquezas llenas?
¿Qué de su rabia y su furor impío?
Y en líneas de la siguiente estrofa:
¡Ay de vosotros, ay, guerreros viles,
que de la inglesa América y de Europa,
con el vapor, o con el viento en popa,
a México llegáis miles a miles
y convertís el amistoso techo
en palacio de sangre y de furores,
y el inocente hospitalario lecho
en morada de escándalo y horrores.[4]
Más aún: Si se revisan, por ejemplo, las revistas que Rodríguez Galván dirigió (El Año Nuevo y El Recreo de las Familias), se verá la abrumadora selección de autores españoles, tomados, como demuestra María del Carmen Ruiz Castañeda en el estudio introductorio a la edición facsimilar de El Recreo de las Familias, de revistas como El Artista Madrileño y El Semanario Pintoresco, que seguían el modelo de l’Artiste francés. El Artista, que dirigían Eugenio de Ochoa y Federico de Madrazo, surgió a la luz pública en enero de 1835, y El Semanario, dirigido por Mesonero Romanos, en 1836, la cual se convierte en la revista orgánica de la generación romántica española del 31, donde destacarían con brillo inalterable Espronceda y Zorrilla. De la revista se reprodujeron o se adaptaron en El Recreo retratos y semblanzas de autores contemporáneos (Ochoa, Bretón de los Herreros, el Duque de Rivas) y de dramaturgos y pintores de los Siglos de Oro (Calderón y Lope, Velázquez y Murillo). De los latinoamericanos los únicos escogidos fueron de Cuba, la cual era entonces, como nadie ignora, colonia española. Desde luego la gran sombra trágica de la revista fue José María Heredia. El fin que los editores buscaban con los textos escogidos en El Recreo de las Familias –el fin que buscaban casi todas las revistas de los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo xix– era deleitar e instruir.
Ser antiespañol comprendía sincrónicamente una afirmación y una negación. La primera consistía en la vindicación del pasado prehispánico (al cual identificaban con el azteca) y de la gesta insurgente de 1810-1821 y afirmar por todos los medios la necesidad de que México fuera un país soberano y libre; la negación consistía en ver los siglos de la colonia y todo lo español (instituciones, civilización, cultura, costumbres) como una abominación autoritaria. En El Año Nuevo de 1837, el español, para Wenceslao Alpuche (1804-1841), en su poema “Moctezuma”, era “sanguinario”; en un poema de Prieto (“A un sabino de Chapultepec”) un bravo mexicano maldice moribundo al español.
Pero ninguno fue más radical que el joven Eulalio María Ortega, quien en “La batalla de Otumba”, en su anhelo feroz de compensación jura que cruzaremos el Atlántico y aniquilaremos España hasta que “no se halle un español en todo el mundo” y España sea borrada del “padrón de las naciones”.[5] La novela corta de José María Lacunza, Netzula, considerada la primera de corte indigenista en México, y a decir de Ángel Muñoz, la primera en América, relata chateaubrianamente la historia de amor de Orfeler y Netzula y la guerra de conquista llevada a cabo por los españoles contra los hombres de la región de Anáhuac.
Netzula es una narración que en instantes resulta casi insoportable por sus desaliños formales y sus elementales errores históricos: ¿Dónde se le ocurrió al autor que hubiera leones y osos en Anáhuac? ¿Cómo creyó que símbolos europeos, como el laurel de la guerra y el mirto del amor, tenían equivalencia entre los antiguos mexicanos? ¿Cómo poner en ese tiempo a un tal Orfeler como general del ejército de América, cuando entre los pueblos nahuas no había generales y nadie sabía en la región de Anáhuac que pertenecían a un continente y ese continente se llamaba América? ¿Pero de dónde sacó Lacunza los nombres “nahuas” de Ogaule, Orfeler, Octai, Utalí o que los hombres del Anáhuac llamaran a los españoles “los hijos del océano? ¿Cómo puede llevar Netzula cartas a los ancianos, cuando las mujeres no eran mensajeras y no existía escritura fonética? El joven Lacunza está siempre mucho más cerca de las novelas de Chateaubriand que de la historia mexicana. Su mérito es la intención, no el resultado.[6] Pese a todo, contra todo, Netzula tiene un atractivo: se deja leer. El joven Lacunza apenas desarrollaría con los años, si no es un exceso decir apenas, sus dotes narrativas.
Salvo dos o tres excepciones notables, entre ellas José Bernardo Couto (1803-1862) y el famoso Conde de la Cortina (1799-1860), colaboraron en la Academia la prez y gala de los mejores poetas, escritores e intelectuales y los más sobresalientes jóvenes de la época. Lo que sorprende gratamente de la Academia (no fue nunca en México lo habitual) es la heterogeneidad de quienes pasaron entre 1836 y 1840. Los jóvenes eran los dos Lacunza, José María y Juan, Guillermo Prieto, Manuel Tossiat Ferrer, Luis Martínez de Castro, Eulalio María Ortega, Joaquín Navarro, Antonio Larrañaga, Ignacio Rodríguez Galván, Fernando Calderón, Ignacio Ramírez, Manuel Payno, Ignacio Aguilar y Marocho, Manuel Orozco y Berra, Clemente de Jesús Munguía, Manuel Andrade y Pastor y José María Pacheco, y se integrarían al grupo, con desprendimiento y desinterés, varias glorias mayores o menores de la época: Andrés Quintana Roo, Francisco Ortega, José Joaquín Pesado, Manuel Carpio, Wenceslao Alpuche, José María Tornel, el propio rector Iturralde, los abogados Francisco Modesto Olaguíbel y Joaquín Cardoso y el arqueólogo Isidro Rafael Gondra. La Academia llegó a tener corresponsales en ciudades de la república como Gabino Ortiz en Morelia y José María Esteva en Veracruz. Según Zorrilla, la Academia se dividiría después en dos grandes grupos que se manifestarían a través de dos revistas literarias: El Liceo Mexicano, donde participarían, entre otros, Agustín A. Franco, Luis Martínez de Castro, Joaquín Navarro y Ramón Isaac Alcaraz, y El Museo, que contaría con la dirección de Guillermo Prieto y Manuel Payno.[7]
Como se ve, sorprende gratamente la composición heterogénea y el anhelo democrático del grupo. Fernando Tola, en su prólogo a los Año Nuevo, señala adaptando un párrafo de Prieto: “Junta a próceres y sabios con meritorios, dependientes y vagabundos, e indica la desvalorización de la edad, los bienes de fortuna y la posición social. Con la Academia de Letrán se produce una ruptura en la costumbre del ejercicio de la literatura: deja de ser ‘propiedad’ de religiosos y gente educada gracias a su posición social y económica”.[8]
Un antecedente: la tertulia de Francisco Ortega
Entre 1833 y 1836 el poeta republicano Francisco Ortega (1793-1849) organizaba una tertulia literaria en su casa de Escalerillas 2. Es decir, al menos en 1835 y 1836, previa a la fundación de la Academia, coincidía con las reuniones que se efectuaban en el Colegio de Letrán en el cuarto de José María Lacunza. Ortega daba a los jóvenes clases de latín y literatura. De la tertulia nació un periódico manuscrito titulado “Obsequio de la amistad”, donde Guillermo Prieto publicó sus primeros escritos.
Ortega tuvo cinco hijos, uno de los cuales, Eulalio María, tenía ciertas dotes literarias, y a quien Ignacio Rodríguez Galván dedicaría el poema titulado “El ángel caído”. A su vez Eulalio María, en 1855, escribiría a su memoria páginas biográficas y literarias en el Diccionario universal de historia y geografía.
A la tertulia llegaban muchachos de 15 y 16 años, entre quienes se encontraban (recuerda Prieto), Luis Martínez de Castro, periodista ácido, quien moriría a los 28 años a consecuencia de las heridas recibidas en la breve y desigual batalla de Churubusco. Martínez de Castro firmaba sus crónicas en los años cuarenta con su nombre o con el sobrenombre “Malaespina y Bienpica”.
Llegaban también a casa de Francisco Ortega el belicoso Antonio Larrañaga, Ignacio Rodríguez Galván y el mismo Guillermo Prieto. Todos acabarían formando parte de la Academia de Letrán.
Por más de dos años, entre 1834 y 1836, en un cuarto ruinoso del ruinoso Colegio de Letrán (el cuarto lo ocupaba José María Lacunza) se reunían un día a la semana cuatro jóvenes para leerse y criticarse sus textos. El colegio era muy grande: daba a la calle de San Juan de Letrán, pero llegaba al otro lado, a la calle de López, donde las prostitutas pulularon a lo largo del siglo xix. A los cuatro jóvenes contertulios los unían la orfandad, la pobreza y el fervor por la poesía. Su ropa era una garra de abandono y se privaban de gustos mínimos para comprarse libros. Tres eran abogados o aspirantes a serlo, y el más joven, Guillermo Prieto, se abstuvo de tal abominación. En 1836 José María Lacunza tenía 27 años, su hermano Juan Nepomuceno 24, Manuel Tossiat Ferrer también 24 y Guillermo Prieto, el brillante benjamín, sólo 18. En sus coloridas Memorias de mis tiempos, Prieto nos traza, en rápidas pinceladas, unos retratos vívidos de los compañeros de aventura y desventura. Al mayor de los Lacunza (1808-1868) lo retrata –como haría con Rodríguez Galván– en perfecta doble tinta. Lacunza llevaba una vida de anacoreta y era, por su edad y lucidez, como el jefe o guía. Devorador de libros, tenía una “memoria prodigiosa, una palabra fácil y elocuente y una perseverancia en el estudio que rayaba en lo tenaz y viciosa”. Sin embargo, poseía para Prieto dos defectos de raíz: una habilidad de prodigio para el sofisma (lo apodaban Cubiletes) y sentimientos de hielo. “En cuanto a lo que se llama mundo –concluye lapidario–, Lacunza era un niño”. Quizá en el fondo, Prieto, comúnmente objetivo, nunca perdonó a Lacunza su colaboración en los años sesenta con Maximiliano. El contraste de José María era su vital y nervioso hermano, Juan Nepomuceno (1812-1843), y a quien presenta como un gran jugador de billar y de pelota y continuo recitador de versos y hacedor de chistes en serie. Por su lado, a Manuel Tossiat Ferrer lo evoca “silencioso, sentimental y melancólico” y agrega que era “tímido como una paloma y modesto como la violeta”. Igual que en la tertulia de Francisco Ortega los jóvenes se leían entre sí sus versos, se discutía, y aquello a veces solía convertirse, dice el cronista, en “una zamba tremenda”.[9] Las reuniones de labor serían lo que ahora llamamos taller literario.
La ceremonia de instalación de la Academia ocurrió la noche del 11 de junio de 1836. Si nos ubicamos en ese tiempo, no deja de causarnos un enorme azoro su influencia ulterior, porque ninguno de los cuatro jóvenes representaba nada aún en las letras nacionales.
Dos cosas llaman la atención en el acto fundacional: la primera, lo suntuoso del título del nuevo grupo, digno más de una institución de árcades que propugnan por un lenguaje castizo o de profesores e intelectuales tradicionales que se reúnen para formar una agrupación, y la segunda, el ritual mismo, es decir, cuatro muchachos, cuya pobreza era tanta, que no tenían plata ni para un brindis decente. Después de un soberbio discurso de José María Lacunza –relata Prieto– se percataron de la necesidad del “banquete”. Reunieron entre los cuatro un real y medio, compraron una piña, la cortaron en cuatro y le espolvorearon azúcar. Prieto se atrevió a escribir: “el banquete fue espléndido”.[10]
De seguro en ese instante no pasó por su cabeza el ingreso casi inmediato de jóvenes talentosos y de glorias áureas de la época, y, sobre todo, que esa Academia sería piedra de fundamento en la historia de las letras del México independiente.
Llegó primero el médico Joaquín Navarro (1820-1851). Pequeño de estatura y significativamente feo, de espíritu sanguíneo, su inteligencia era refulgente y su dicción admirable. A este “liberal exaltado” lo aniquiló una erisipela a los 31 años.
Llegó después (sería la carta de oro de la Academia) el yucateco Andrés Quintana Roo (1787-1851), una de las figuras más queribles de nuestra historia, quien, según evoca Prieto, era un “viejecito” de cuerpo pronunciadamente inclinado y de arduo andar. Manera curiosa de definir o emblematizar la edad: en aquel 1936 el “viejecito” tenía 49 años. Quintana llegó de pronto y dijo: “Vengo a ver qué hacen mis muchachos”. Los jóvenes se alzaron y aplaudieron con frenesí y Quintana Roo fue nombrado por aclamación presidente perpetuo. Don Andrés representaba a sus ojos “la visita cariñosa de la patria”,[11] o mejor aún, la encarnación de una historia teñida de los colores vivos de la leyenda, sobre todo por su íntima cercanía con el generalísimo José María Morelos (laboró como su secretario), por haber cooperado a redactar el texto básico del periodo de la lucha independentista (Los sentimientos de la nación), por sus amoríos, con todo el viento romántico, con Leona Vicario, por sus tareas periodísticas (al caer Iturbide editó el periódico El Federalista Mexicano, “con tal tino y mesura –dice el historiador Francisco Sosa–, que fue, durante algún tiempo, el regulador de las opiniones”),[12] por sus poemas y por su laboriosa y honrada actividad política, que lo llevó a ocupar puestos ministeriales, judiciales y diplomáticos y a ser varias veces diputado y senador. Si alguien personificaba en ese momento la historia compleja, terrible y fascinante de los 25 años recientes en México era don Andrés Quintana Roo. Muy probablemente la llegada del poeta y político yucateco consolidó a la Academia. Si un hombre de sus dimensiones y méritos políticos, literarios, morales y humanos presidía las reuniones ¿qué poeta, escritor, artista o intelectual no querría incorporarse?
Llegaron después, como “dignos representantes de la literatura clásica”,[13] los poetas veracruzanos Manuel Carpio (1791-1860) y José Joaquín Pesado (1801-1861). Amigo de José Bernardo Couto, de Francisco Ortega y del mismo Pesado, el médico Manuel Carpio fue un poeta tardío (empezó a publicar después de los 40 años), y no obstante, se destacó como un meticuloso tallador de versos. Si Prieto fue el poeta popular del siglo xix, Carpio quizá fue el más leído. Sus poemas religiosos se pegaban aun en los muros de las casas de villorrios ínfimos y desconsoladoramente alejados.
Las primeras divulgaciones importantes de su obra las realizaron sus amigos católicos Pesado y Couto, quienes escribieron los prólogos a las ediciones de sus Poesías en 1849 y 1860, donde laudaban la atinada elección de los asuntos y la depuración verbal; en cambio Zorrilla, quien había sido hostilizado por Carpio, se abstuvo de hablar sobre él en México y los mexicanos (1855-1857); Altamirano, que apreciaba poemas suyos, desangró al poeta veracruzano señalando que era uno de los que rimaban la Biblia; Francisco Sosa fue quizá el primero que con penetración crítica puso en tela de juicio el conjunto de la obra, lo cual provocó una educada pero enconada polémica con el historiador literario Francisco Pimentel, quien pareció por décadas estar buscando cualquier artículo periodístico o discusión ajena para polemizar.
Lo que a los conservadores les parecía lo laudable (la elección de temas históricos y religiosos), a los liberales les parecía lo negativo, porque era una vía sencilla para huir del presente cruel. Si Sosa lamentaba la ausencia del tema mexicano, Pimentel respondía que Carpio lo había tocado de modo suficiente. A su vez Sosa contraatacaba diciendo que tenía razón, pero esos poemas eran los muchos menos. Después los modernistas y las generaciones posteriores siguieron utilizando la pala para echar tierra a su tumba, y Carpio estaría casi del todo olvidado, u olvidado del todo en nuestros días, si no fuera por la reconsideración de José Emilio Pacheco y las ediciones críticas de su Poesía que preparó Fernando Tola de Habich en 1987 para la Universidad Veracruzana y en 1998 para la Universidad Nacional Autónoma de México. “A Carpio –apunta José Emilio Pacheco en la nota de presentación del poeta en su antología del xix– le corresponde el gran mérito de haber redescubierto para la poesía el paisaje mexicano como tema digno de celebración. Muchas de sus composiciones bíblicas e históricas son dignas de estudiarse como un modesto preludio del parnasianismo”. Considera con razón que “México en 1847” es su mejor poema, “donde lamenta con ecos de la Biblia el desastre de aquel año sombrío”.[14] Este notable poema tiene su admirable complemento con la elegía dolorosa que Carpio escribió a la memoria del joven escritor Luis Martínez de Castro, quien murió combatiendo al ejército estadounidense.
Más que Carpio, José Joaquín Pesado es un poeta que despertó en todo el siglo xix enconadas polémicas, sobre todo por sus ideas, su actividad política y su periodismo religioso. Empezó siendo un liberal moderado pero cambió de chaqueta cuando ocupó las carteras de Relaciones Exteriores y del Interior en 1838 durante el segundo gobierno de Anastasio Bustamante, año de la irrisoria y humillante Guerra de los Pasteles. Fue diputado y gobernador de Veracruz. “En la memoria del poeta Pesado –señala Ménendez Pelayo en el primer capítulo de su Historia de la poesía hispanoamericana– se persigue, sobre todo, la memoria del valeroso director de La Cruz, de aquel que lidió al lado del Obispo de Michoacán, [Clemente de Jesús] Munguía, las más formidables batallas en pro de la inmunidad eclesiástica, de la unidad religiosa y del espíritu cristiano en las leyes”.[15] Una anécdota curiosa: Pesado fungió como jurado en 1853 (los otros dos eran Couto y Carpio) cuando se premió el Himno Nacional de Francisco González Bocanegra (1824-1861).
El liberal Prieto, quien lo trató en la época de la Academia, lo retrata como un apuesto caballero de ojos azules, atildado en el vestir, de porte ligero y de voz musical. Su tipo, dice, era más de político que de poeta. Su intachable forma externa era la misma de sus poemas.
En efecto: sus versos parecen siempre irse en un aire leve y sereno. Nunca se oyen en ellos ni gritos ni dicterios, ni hay exceso de ornato ni vegetaciones lujuriosas. El cubano José María Heredia, uno de sus admiradores, lo llamó “el Cisne de Orizaba”. Zorrilla aplaudió su poesía, sus traducciones, su prodigiosa memoria al servicio del conocimiento, su integridad moral y política y su honesto apoyo a los jóvenes escritores, lo que no representó escollo para señalarle en varias páginas de su libro más defectos de orden formal que a ningún otro: el uso de asonantes en estrofas aconsonantadas, la mala acentuación de los heptasílabos en las silvas, las asonancias en los romances en versos impares y las sinéresis.[16] Después, con la clara victoria de los liberales, más politizada que nunca la literatura, y aunado a esto un cambio de gusto estético a partir de la década de los ochenta en el siglo xix, Pesado fue prácticamente expulsado de la república de las letras. Se le acusó injustamente de falta de originalidad y aun de plagio, confundiendo sus críticos a veces la imitación con la paráfrasis creativa. Ignacio Manuel Altamirano lo menciona muy pocas veces, y la generación modernista tuvo escasísimo aprecio por los que llamó “salmistas”. Gutiérrez Nájera, quizá el mejor crítico de esa generación, no consideraba a Carpio ni a Pesado ni siquiera como poetas nacionales. Eran sólo, decía, descendientes “de los poetas hebreos que escribieron algunos libros de la Biblia”.[17] Gutiérrez Nájera olvidaba, o quería olvidar, que tanto uno como otro escribieron bellos poemas de asuntos mexicanos: de su paisaje y de su historia. Menéndez Pelayo vindica parcialmente a Pesado dos años después enalteciendo algunas de sus traducciones pero no deja de mirarlo como “un estimable poeta de segundo orden”.[18] Juzga a Pesado superior a Carpio. Luis G. Urbina lo considera también como un poeta más fino, riguroso y humano que Carpio, pero apenas le merece un párrafo de nueve líneas, donde destaca la elegancia de sus sonetos y sus virtudes para describir la naturaleza a la que ”dibuja con exquisito pincel clásico”.[19]
Pero según recuerda Prieto, el paso de Carpio y Pesado por la Academia de Letrán se sintió hondamente, “y consistió en el ejemplo que nos supieron dar de modestia, de decoro y de admiración del ajeno mérito”.[20] Aceptaban las observaciones críticas de los contertulios y ayudaban a éstos a enmendar sus textos. Couto, que nunca estuvo en la Academia, da en el citado prólogo de 1860, una versión casi contraria a la de Prieto en lo referente a Carpio, poniéndolo de hecho como un intolerante al decir que su papel en la Academia “fue siempre el de mantenedor de los principios severos del gusto clásico” y que “en el tribunal de su juicio no alcanzaba indulgencia lo que no se ajustaba estrictamente a esos principios”.[21]
Llegó después, casi en pleno, la tertulia de Francisco Ortega: el mismo Ortega, su hijo Eulalio María, Antonio Larrañaga y Luis Martínez de Castro.
Llegarían después Francisco Modesto Olaguíbel, “noble mecenas”, el abogado Joaquín Cardoso (quien ingresó con un discurso sobre la insurrección), el michoacano Clemente de Jesús Munguía (quien sería después obispo de Michoacán) e Ignacio Aguilar Marocho, raro maestro de la sátira y el chiste.
Aunque sea sintéticamente, quizá valga recordar los trazos de los retratos que hizo Prieto de Larrañaga y Munguía. Leer a los enciclopedistas franceses volvieron a Larrañaga, quien venía de familia católica y aristocrática, un liberal vehemente. Su furor liberal lo impelía inclusive a asistir al Congreso sólo para rebatir a los diputados venales. Murió jovencísimo; tenía apenas 20 años (1818-1838). Rodríguez Galván escribió una elegía a su memoria.
Por su parte el michoacano Munguía, según Prieto, padecía el mal de ser dos personas en un día: una antes de la comida y otra después de comer; en la primera, era encantador y sabio; en la segunda, sus flatulencias lo volvían un peligro olfativo.[22] Ignoramos si en los años de su obispado siguió teniendo la doble personalidad.
Llegó después quien sería la llave editorial del grupo: Ignacio Rodríguez Galván. Tenía a la sazón 20 años. Nacido el 22 de marzo de 1816 en Tizayuca, entonces Estado de México y hoy de Hidalgo, fue hijo de Simón Rodríguez y María Ignacia Galván, “pequeños agricultores cuya modesta fortuna fue destruida por los azares de la Guerra de Independencia”.[23] Prieto en sus Memorias y en un artículo necrológico de 1842,[24] recuerda que Rodríguez envió una oda para solicitar su ingreso, la cual, si bien adolecía de vicios formales, mostraba una voz vigorosa y honda que hacía concebir grandes ilusiones. Con su firma, dos fundadores (José María Lacunza y el mismo Prieto) lo invitaron a ingresar en la Academia enviándole una cuarteta sibilina:
A la voz de los cantos y dolores
Nuestra alma en muda comunión responde;
Si hoy el mérito tímido se esconde,
La gloria un día le coronará de flores.[25]
Sobrino del librero Mariano Galván Rivera,[26] dueño de la famosa Librería Galván, situada en Portal de los Agustinos número 3, a unos pasos de la plaza mayor, Rodríguez se familiarizó con el orbe de sueño de los libros desde su arribo a la Ciudad de México a la edad de 11 años, luego de la muerte de su madre. En la librería trabajaba de comodín, de “milusos”, y dormía en los altos del local, donde robaba horas a la noche para leer. Su vida desdichada fue un relámpago sombrío de 26 años y conoció un final trágico. Sus repetidas aspiraciones, como las de las tres generaciones del Romanticismo mexicano, fueron el anhelo de gloria, vivir en una patria libre y fuerte, el amor fatalmente desesperado por una mujer a la postre inalcanzable y conocer la amistad sincera; muy poco vio cumplido. Quienes lo conocieron coinciden en recordarlo generoso y sombrío, de una magnífica pero desordenada formación autodidacta, gran caminante solitario de lo que ahora es el centro histórico y como gran enamorado de una mujer de la que sus contemporáneos no se atrevieron a decir el nombre en periódicos o libros. Gracias a Prieto sabemos que se trataba de la actriz Soledad Cordero, “la rosa del [Teatro] Principal”.[27] De vivir rodeado de libros (que podía leer) y de escuchar la tertulia que se efectuaba a principios de los años treinta en la librería, y a la que concurrían “clérigos de polendas”, prestigiosos profesionistas y poetas y escritores como Couto, Carpio y Pesado, nació seguramente su curiosidad, o más, su avidez de conocimiento. Aprendió directamente en los libros inglés, francés, italiano y latín.
El tipo de Rodríguez Galván, decía Guillermo Prieto que lo conoció muy bien, era de “indio puro”, y –añade en una descripción despreciativa– por “su aspecto y pelaje” parecía un criado; Luis G. Urbina, quien no lo conoció, escribió que era “un mestizo triste”.[28]
Sin Rodríguez (así solían decirle sus amigos) no se explica en amplia medida la Academia de Letrán, o si se quiere, su memoria literaria. Por cuatro años, del 1837 al 1840, imprimió una suerte de anuario, El Año Nuevo, que contenía textos de variados géneros (poemas, cuentos, novela corta, ensayos, artículos, piezas teatrales de breve extensión, páginas de meditaciones) de los miembros de la Academia. Asimismo, en El Recreo de las Familias, la revista quincenal que desapareció luego de doce números por falta de capitalización, impulsó al grupo. Su muerte fue una tragedia no sólo para sus amigos y para quienes lo trataron, sino para la poesía y para la promoción literaria y teatral. Se perdió un admirable poeta en el instante cuando ya escribía poemas de gran nervio expresivo (basta leer los que hizo en 1842 desde su partida de la Ciudad de México, en Xalapa, en el mar y en la ciudad de La Habana). De las muertes tristes de jóvenes poetas, dramaturgos y novelistas románticos, quizá las más lamentables fueron las de Fernando Calderón, Marcos Arróniz, Juan Díaz Covarrubias y Manuel Acuña, destinados a los más altos vuelos.
Llegó después a participar a las tertulias del colegio el poeta y dramaturgo Fernando Calderón (1809-1845), quien tenía una facilidad lopesca, casi inverosímil de escritura, para, de una sentada y casi sin corregir, escribir una tragedia. Calderón se presentó a las reuniones leyendo “El soldado de la libertad” y poco después “El sueño del tirano”, que en ese momento se juzgó en el medio como una metáfora ácida contra el despotismo de Santa Anna.
Las fuentes caballerescas de los dramas, Calderón las tomó de las cruzadas y la historia real inglesa. Entre sus dramas más sobresalientes se suelen enlistar Ana Bolena, El torneo y La vuelta del cruzado. Prieto testimonia que tomaba la pluma donde le surgía la inspiración y apenas si corregía lo escrito. Por ejemplo, el manuscrito de Ana Bolena (que le perteneció) tenía increíblemente sólo dos tachaduras. Manuel Carpio elogiaba al joven dramaturgo con una mezcla de humildad y asombro: “No mintamos... Yo en mi vida tendré la admirable facilidad de usted...” En su “Discurso sobre la poesía nacional”, Francisco González Bocanegra dijo que Calderón “parecía nacido para ser el Bretón mexicano y para recordarnos los tiempos poéticos de las caballerías y las cruzadas”.[29]
Los retratos más conmovedores que Prieto hace de los asiduos a la Academia son los de Quintana Roo, Fernando Calderón e Ignacio Ramírez. Quintana Roo era la encarnación de la patria; Ramírez y Calderón sus hermanos. Por un tiempo, Calderón, quien venía de una familia de buenos recursos, sirvió de mecenas a Prieto sin que éste supiera de dónde provenía la plata. Calderón no tenía precisamente la apariencia de galán. Chaparro, ancho, su aspecto semejaba más –dice Prieto– al de un “vendedor de sarapes o de cueros de chivo” y “habría pasado por feo en grado heroico sin su mirada dulcísima y alegre”.[30] No en balde en un carnaval pudo disfrazarse de Sancho Panza e Ignacio Rodríguez Galván de Don Quijote, y representar ambos, ante la fascinada multitud, una comedia de encanto. Además su trato era seductor y embelesaba como comediante en las tertulias de familia y en el medio teatral.
Llegaría después a las sesiones del colegio, con su difícil pobreza y su extraordinaria lucidez, el joven guanajuatense Ignacio Ramírez (1818-1879), quien de entrada escandalizó al querer leer –al terminar leyendo– su texto “No hay Dios”. Quizá sin ser muy conscientes, aquella lectura de Ramírez representó para los lateranos una prueba de fuego a sus principios de democracia interna, o en este caso preciso, de libertad de ideas y de negación de la censura. Ante la oposición del rector Iturralde, fue defendido a sangre y fuego por José María Tornel y Andrés Quintana Roo. Ramírez acabó leyendo el texto, provocando gritos de horror y de admiración. Se le aceptó al final –si creemos a Prieto– con entusiasmo y cariño. Quizá nadie de los lateranos imaginaba que ese joven veinteañero, reservado e insolente, susceptible y triste, con un gusto acre por la sátira y con una detallada capacidad de desdén, sería una de las glorias de oro de la historia de México. Como a José María Lacunza, a Ramírez se le reprobó a menudo su defensa de tesis o hipótesis en las que no creía, sólo para mostrar el brillo resplandeciente de su inteligencia. Pero Prieto, quien lo conoció y lo quiso entrañablemente, sentenció: “Ramírez era en el fondo la protesta más genuina contra los dolores, los ultrajes y las iniquidades que sufría el pueblo”.[31] Pero los intelectuales y escritores del siglo xix, salvo excepciones como las de Prieto y Altamirano, vieron en Ramírez más al gran iconoclasta que al gran constructor. Uno de ellos fue su alumno Manuel Gutiérrez Nájera. Recordemos una opinión sobre Ramírez del Duque Job hacia 1889 en su artículo dedicado precisamente a Ignacio Manuel Altamirano: “¡Cuánto bien, sin embargo, hizo a las letras, acaso involuntariamente, ese terrible demoledor! Allanó el camino, lo limpió de estorbos... pero era necesario crear, y sólo el amor crea, sólo él fecundiza!".[32] Desde luego ese creador amoroso era Altamirano.
Asistiría después a las sesiones de la Academia Manuel Payno (1820-1894). Llegó quizás, igual que Ramírez, en el año de 1838, porque en El Año Nuevo de 1839 aparecieron por primera vez colaboraciones suyas. Dos firmadas: un poema (“La huérfana”) y un cuento (“María”), y una probable: un poema (“Recuerdos de ventana”). En 1842, en el prólogo a las Obras poéticas de Calderón, Payno, que llegaría a ser el gran novelista de nuestro siglo xix, recordaría ese tiempo como uno de los más felices de su vida.
Quizá para darnos una idea general de los que pasaron en algún momento por la sede de la Academia, podemos remitirnos al índice (alfabético) de autores mexicanos, con el número de sus colaboraciones, que hizo Fernando Tola de quienes escribieron en los cuatro Año nuevo, y el índice de autores mexicanos que hizo María del Carmen Ruiz Castañeda de quienes escribieron en El Recreo de las Familias. Transcribo de los Año nuevo sólo los que aparecen con firma: Wenceslao Alpuche (3), Manuel Andrade y Pastor (1), Manuel Carpio (3), Isidro Rafael Gondra (1), José María Lacunza (7), Juan Nepomuceno Lacunza (4), Luis Martínez de Castro (1), Joaquín Navarro (2), M. Navarro (1), Eulalio María Ortega (4), Francisco Ortega (4), José Ramón Pacheco (1), Manuel Payno (3), José Joaquín Pesado (19), Guillermo Prieto (9), Ignacio Rodríguez Galván (26), José María Tornel (1), Manuel Tossiat Ferrer (5).
Respecto a El Recreo de las Familias colaboraron Manuel Andrade y Pastor (2), Fernando Calderón (2), Isidro Rafael Gondra (3), José María Lacunza (1), Juan Nepomucemo Lacunza (3), Antonio Larrañaga (2), Manuel Orozco y Berra (1), Eulalio María Ortega (2), José Ramón Pacheco (1), José Joaquín Pesado (2), Guillermo Prieto (2), Ignacio Rodríguez Galván (10), Manuel Tossiat Ferrer (1).
No hay colaboraciones de algunos miembros prominentes; las ausencias más destacadas en ambas publicaciones periódicas son Andrés Quintana Roo e Ignacio Ramírez.
Con el arribo de los mayores y el aumento de la asistencia era lógico el cambio de sitio de reunión. No sólo eso: el control cambió de manos. Lo dirigía desde luego “el presidente a perpetuidad” Quintana Roo, pero pesaban mucho Carpio, Pesado, Tornel y el rector Iturralde. Subió la altura del diálogo y de la crítica y se ejercitó la autocrítica. Diversos testimonios afirman que las discusiones eran abiertas y los mayores admitían con mesura y modestia observaciones y puntualizaciones de los más jóvenes.
En su artículo necrológico sobre Rodríguez Galván, luego de hablar sobre las personalidades que concurrían, Manuel Payno recuerda: “En esa academia que se reunía en la librería del colegio los jueves de cada semana, se corregían composiciones ligeras en verso y prosa, y esto daba lugar a que se pronunciaran discursos sobre lógica, gramática, prosodia, poesía, etc, que impresos, sin duda, hubieran suplido más que bien a un curso de literatura”.[33]
En estas breves líneas Payno nos ilustra aspectos básicos de las reuniones. Por un lado, el sitio: desde luego ya no era el cuarto de Lacunza (quizá no lo fuera desde 1936), sino la librería[34] del colegio. Por otro, la forma de trabajo. En cuanto a esto, primero, los textos analizados eran “composiciones ligeras”. Suponemos que Payno las califica de “ligeras” en el sentido de existir la consigna de que no fueran largas o muy largas para que pudieran leer más contertulios y no necesariamente por lo hondo o la gravedad del asunto tratado. Y segundo, se daban también discursos teóricos sobre materias arduas que podían servir aun para cursos literarios. Es decir, existía un desvelo y afán colectivo de, como se dice ahora en una frase común, “mantener el nivel”. En eso indiscutiblemente debieron ser los mayores quienes daban la pauta.
Dos publicaciones: El Año Nuevo y El Recreo de las Familias
Quizá los lateranos no imaginarían nunca la importancia que tendría la llegada de un joven veinteañero llamado Ignacio Rodríguez Galván a las reuniones. Más que ningún otro, fue una creación o un producto de la Academia. Para decirlo en jerigonza gramsciana, representó su intelectual orgánico. De hecho casi toda su obra –poemas, cuentos, ensayo, teatro–, lo mejor y lo peor, la escribió en los años de vida intelectual de la Academia, y El Año Nuevo nació y se sostuvo fundamentalmente por él. Sin El Año Nuevo y la otra revista que editó, El Recreo de las Familias, no sabríamos qué escribían en los años treinta casi todos los importantes y casi todos los mediocres autores de la Academia. Antes de aparecer El Año Nuevo, el órgano de divulgación de los lateranos lo representó El Mosaico Mexicano, que empezó a editar Isidro Rafael Gondra y continuó Ignacio Cumplido.
La importancia de la labor editorial encabezada por Rodríguez fue tan grande que María del Carmen Ruiz Castañeda, máxima autoridad en materia de revistas del siglo xix, apuntó en el estudio introductorio a la edición facsimilar de El Recreo de las Familias que sólo podía compararse a la que habían desarrollado José María Heredia y José Justo Gómez de la Cortina, conde de la Cortina, en los años posteriores a la consumación de la independencia. Heredia dirigió los periódicos literarios El Iris (1926), Miscelánea (1829-1830 y 1831-1832) y Minerva (1832-1833) y el agudo y polémico Gómez de la Cortina El Zurriago Literario. Curiosamente ambos, Heredia y Cortina, serían las autoridades mayores que comentarían públicamente los Año Nuevo: Cortina los de 1837 y 1840 y Heredia el de 1839.
No obstante, en prólogos de la publicación no se llama a El Año Nuevo anuario sino “colección” y “libro” (1837), “obra” y “libro” (1838), “periódico anual” (1839) y “tomo” (1840). En su folleto de análisis de El Año Nuevo de 1837 el conde de la Cortina lo llama también “libro”.
En 1995 la Universidad Nacional Autónoma de México reprodujo en facsímil los cuatro tomos en una edición preparada y prologada por Fernando Tola de Habich. Como diseño, cada anuario era y sigue siendo un gusto visual. Escribe María del Carmen Ruiz Castañeda: “Los pequeños y lujosos volúmenes –viñetas grabadas en acero, capitulares ornamentadas, finísima encuadernación, cortes dorados– eran el resultado de la evolución gradual de los Calendarios de Galván, que se publicaban desde 1826, y el antecedente inmediato de los Calendarios de las Señoritas Mexicanas (1838-1843) del propio editor, con los que tuvieron en común su carácter literario”.[35]
Las dos revistas echadas a andar por Rodríguez Galván acabarían abriendo en ulteriores años anchas puertas y ventanas para los autores de la tertulia. En un momento, cuando la mayoría de los textos de publicaciones periódicas circulantes era abrumadoramente extranjera (podía llegarse a veces a cerca del 100%) este par de revistas son las únicas que proponen una múltiple lectura mexicana basada en textos originales de un grupo más o menos regular de autores. Como siempre sucede en esta suerte de proyectos: es numeroso el consejo de colaboradores pero el peso recae sobre uno o dos de ellos. En nuestro caso serían principalmente los dos hermanos Rodríguez: Ignacio y Antonio. En un artículo necrológico de 1842, firmado por sus amigos, se lee que él hizo la edición casi solo de El Recreo de las Familias –donde curiosamente es mayor el número de lateranos que en El Año Nuevo– pero debió abandonar el proyecto por falta de ayuda y ausencia de fondos. El Recreo duró de noviembre de 1837 a abril de 1838. Causas parecidas debieron llevar a suspender la publicación de El Año Nuevo, que era menos oneroso porque se publicaba una sola vez al año. Con entusiasmo, María del Carmen Ruiz Castañeda escribió que con los Año nuevo el joven Rodríguez “entregó a los bibliómanos de su tiempo no sólo unas auténticas joyas del arte tipográfico, sino verdaderas antologías de la poesía, el drama y la narrativa mexicanos de su tiempo. Son también las publicaciones inaugurales de nuestro primer romanticismo y las primeras totalmente dedicadas a la literatura”.[36]
Otra anécdota curiosa: en 1838, Mariano Galván, tío de Rodríguez, editó el Calendario de las Señoritas Mexicanas, donde incluía lo mismo escritos sobre modas que poemas y textos literarios de autores mexicanos. Se imprimieron cinco. En el fondo es la misma idea. Rodríguez seguía al tío y el tío seguía a Rodríguez. Por demás, los Año Nuevo se editaban en la misma Librería Galván, de Portal de los Agustinos 3. Tenían la intención de ser como un regalo. En la portada, bajo el rubro, aparecían aun las palabras: Presente Amistoso. Rodríguez colaboró en los calendarios con traducciones y una ficción histórica.
La extraña sombra de José María Heredia
José María Heredia vivió dos periodos en México: uno, de principios de 1819 a fines de 1820, y el otro de agosto de 1825 hasta su muerte en 1839. De su primera estadía es su célebre pieza “En el teocalli de Cholula”,[37] que se considera el poema inaugural del Romanticismo hispanoamericano. Heredia fue una figura cardinal entre nosotros en varias direcciones: como político, como legislador, como magistrado, como editor de revistas, y sobre todo, como el gran poeta que fue. Aquí vivió sus años más creativos. Me atrevo a creer que su relación con México es más honda que con Cuba, o para no herir susceptibilidades, más definitiva en su formación humana y en la formación de su obra.[38]
Sin embargo no es fácil precisar su rol en la Academia y en las revistas que encabezó Rodríguez. En el anuario no hay colaboraciones suyas y en El Recreo de las Familias sólo aparece en el número 7. El cubano M. García Garófalo, en su monumental Vida de José María Heredia en México (1825-1839), infiere que hay en El recreo muchas colaboraciones anónimas de prosa y poesía, pero María del Carmen Ruiz Castañeda, autoridad en la materia, no halla nada que pudiera ser considerado de Heredia, y juzga, que si hubo alguna colaboración, fue de asesoría en la selección de textos, pues, por ese tiempo, Heredia ya prefería lo español a lo francés o lo inglés.
Sin embargo Heredia mantuvo cercanía con algunos miembros de la Academia. Se sabe que fue íntimo amigo de Andrés Quintana Roo y admiró la poesía de Pesado, pero al final, yo pondría casi las manos en el fuego, que, de quien se sintió más próximo fue de Ignacio Rodríguez Galván. No es difícil colegir la causa: hallaba en el melancólico joven a una alma gemela y veía asimismo un poeta de talento y un promotor cultural imaginativo y perseverante. Cerca de entrar a la oscura casa de la noche, Heredia quería proteger, con la ayuda del joven Rodríguez, algo de su propia memoria biográfica y literaria. De la relación contamos con cuatro hechos documentados que prueban la gran cercanía entre ambos: uno, la constancia que dejaron “los amigos” de Rodríguez en un artículo necrológico de 1842, de que Heredia, en los últimos meses de su vía dolorosa, llegaba arrastrándose a la librería del Portal de los Agustinos para conversar con el poeta de Tizayuca; el segundo, la inclusión en el número 7 de El Recreo de las Familias de dos poemas de Heredia (“La desesperación” y “Dios al hombre”) y las referencias que escribe Eulalio María Ortega en la biografía de Heredia sobre la amistad de los dos poetas; el tercero, la nota de Heredia sobre El Año Nuevo de 1839, publicada en el Diario del gobierno, donde señala pros y contras del anuario recién editado[39] y analiza textos de Rodríguez Galván para acabar exhortándolo a que huya de los vapores negros y pestilentes del Romanticismo,[40] y el cuarto, las dos menciones sombríamente fraternales de Heredia que el propio Rodríguez hace en poemas suyos.
El fantasma de Heredia persiguió al joven Rodríguez hasta el último instante de su breve paso por la tierra. El “pálido esqueleto” ya ocupaba con amplitud la mansión oscura del mexicano. En un poema de noviembre de 1841, “Por vez primera”, Rodríguez consideraba que carecía del inspirado numen de Heredia pero los hermanaba “la mala estrella”. Poco antes de su muerte, acaecida en el mes de junio de 1842 en casa del poeta Antonio Bachiller, en la ciudad de La Habana, Rodríguez redactó la que fue tal vez su última pieza lírica. Está dedicada al poeta cubano Jacinto Milanés. En una de las octavas pide a éste que huya de Cuba y busque un país libre. Pero ese país no es México:
Mas huye a donde entronizado ondea
De libertad el estandarte al viento,
Que de tiranos el impuro aliento
Al genio daña y lo marchita en flor.
No empero pises las sangrientas playas
Do la discordia lanza horrendo grito,
Ni mucho menos el país maldito,
Que a Heredia fue de luto y de dolor.
La sombra de Heredia acabó de cubrir a Rodríguez unas semanas después.
Un tremendo superego: El Conde de la Cortina
Es un personaje que atrae y repele. Sin duda fue el mejor crítico de los años treinta, cuarenta y cincuenta del xix, una época, por demás, donde la crítica se distinguió –o mal distinguió– por ser frágil y precaria. Lector acucioso, con una información vasta sobre diversas literaturas, de las cuales fue útil introductor a través de sus artículos en periódicos y revistas, y desde luego, de periódicos y revistas que fundó y dirigió, principalmente El Zurriago Literario.[41] Fue un probo y competente funcionario en los puestos públicos que desempeñó, pero es difícil para un lector moderno excusar o simpatizar con cosas como la de dejarse, luego de la Independencia, el título de Conde; de tener como dios tutelar “el buen decir” de la Real Academia Española;[42] de entender su conducta, llevada a la agresividad, contra la poesía y la literatura hecha por los jóvenes lateranos; de renunciar a la nacionalidad mexicana en 1848 para optar por la española con el fin de recibir el Condado de la Cortina, luego del deceso de su señora madre; de aceptar la Orden de Guadalupe de manos Santa Anna y aun dedicarle en 1854 su Cartilla.
Las noticias sobre su vida son tomadas por lo regular de la biografía que sobre él escribió Manuel Romero de Terreros. El coronel José Justo Gómez de la Cortina, mejor conocido como el Conde de la Cortina, nació en Ciudad de México el 9 de agosto de 1799 pero sus padres, Vicente Gómez de la Cortina y María Ana Gómez de la Cortina, lo enviaron pronto a España, donde estudió en el Colegio de San Antonio Abad y en la Academia de Zapadores de Alcalá. Abrió en su casa un salón literario, donde se reunía el medallón de oro del Neoclasicismo: Quintana, Gallegos, Bretón de los Herreros, Mesonero Romanos y Martínez de la Rosa. Se dice que no simpatizó con José Zorrilla, cuando ambos eran muy jóvenes, pero de quien acabó siendo anfitrión y muy amigo, cuando vino el famoso dramaturgo a residir a México al promediar la década de los cincuenta. En sus viajes europeos el Conde trató, o se dice que trató, a Chateaubriand, a Benjamin Constant, el abate Sieyès y al Barón de Humboldt. El rey Fernando vii lo protegió y dio cargos públicos. Dejó amistades, honores, empleos relevantes y la amistad del monarca para regresar a México en 1832, donde vivió hasta su muerte 28 años después, abocándose con encarnizada entrega al periodismo, a la enseñanza, a la promoción cultural y, por supuesto, a su pasión mayor: la crítica literaria. Escribió también poemas que suelen leerse con agrado, y tuvo, a decir de María del Carmen Ruiz Castañeda, “notables aptitudes” para la narrativa.[43] Fundó sociedades culturales y ocupó puestos políticos en el partido conservador. Culto como nadie,[44] dio clases gratuitas, sacrificó el alma por la enseñanza y fue donando a través de los años todo cuanto tenía al grado de morir pobre.
El Conde –según puede entresacarse de un artículo suyo publicado en mayo de 1843 (“Sobre la colección de las mejores producciones científicas y literarias de nuestros poetas y de nuestros prosistas modernos, proyectada por Ignacio Cumplido”)– creía en las bondades de la instrucción y en el estudio y el trabajo fervorosos. Creía asimismo en el escribir bien[45] y en una literatura que consolara al corazón, satisficiera al entendimiento y diera “al alma algún deleite y descanso”. Su pasión fue la crítica y a ella se consagró, porque con criterio pensaba que laborar diversos géneros o todos ellos, era un medio excelente “de nunca adelantar en ninguno”.[46]
Pese a sus tremendas equivocaciones al enjuiciar la literatura de su tiempo, fue una conciencia estética insobornable. Los estudiosos del xix coinciden en señalar que con la aparición de El Zurriago Literario nace la crítica literaria sistemática en México. El título de la publicación ya anunciaba su tarea y actitud: zurrar a latigazos a quienes se dedicaban al oficio. Su crítica fue dura pero nunca, como periodista o crítico, sea dicho en su alabanza, se rebajó al ataque personal, como lo hacían (lo siguieron y lo siguen haciendo) tantos en el medio. Esos periodistas nuestros –decía Zorrilla hacia 1857– “cuyo lenguaje chocarrero y adulterado más parece de lavanderas y lacayos que de personas de educación y estudio”.[47]
Pero el mayor error –la mayor ceguera– del Conde, fue no entender a los mejores escritores jóvenes de la época, porque para él no escribían bien exterior o formalmente. Algunos de ellos (Lacunza, Prieto), pese a sentirse profundamente afectados, tuvieron la grandeza de reconocer la utilidad de algunas de sus observaciones. María del Carmen Ruiz Castañeda describe en la presentación del artículo del Conde en La misión del escritor el doble perfil del inflexible juez:
El tipo de crítica que ejerció el Conde influyó positivamente en el decoro formal de la nueva literatura; por el contrario, eliminó sistemáticamente los progresos del Romanticismo. El Zurriago Literario mantuvo el aristocratismo, la herencia neoclásica y el espíritu conservador, contrarios a la escuela romántica, cuya exaltación pasional, métrica revolucionaria y ‘extravagante jerigonza’ le disgustaban profundamente, de la cual sólo aceptaba las formas atenuadas a la manera de Chateaubriand. El grupo literario que sufrió los efectos de la enérgica acción del Conde fue el grupo romántico de la Academia de Letrán.[48]
La afición del Conde por la bella forma, por la expresión castiza, fue al mismo tiempo su mayor limitación. Supo apreciar como nadie la fachada de las obras pero no necesariamente sus interiores. Crítico severo de los jóvenes lateranos, no se dio cuenta, o no quiso, o no pudo tristemente darse, que en esa agrupación estaba el germen de la mexicanización de la literatura, o si se quiere, el alba de la literatura mexicana moderna. ¡Hasta su huésped José Zorrilla y los jóvenes conservadores Francisco González Bocanegra y Marcos Arróniz reconocieron los méritos de los jóvenes lateranos que él desdeñó! No sólo fue la crítica sobre algunos textos de El Año Nuevo de 1837 y su contestación al yucateco Wenceslao Alpuche, sino silencios reprobatorios o censuras alusivas en varios de sus textos críticos ulteriores. Si bien sólo criticó a algunos, al ignorar a los otros iba implícito el mensaje. Jamás reconoció el Conde que la mexicanización de la literatura comenzó con la Academia ni el valor indiscutible de jóvenes como Ignacio Rodríguez Galván y Guillermo Prieto, Fernando Calderón y Manuel Payno. No se dio cuenta, o no quiso darse, que pese a fallas técnicas y desafueros verbales, eran los poetas y escritores que quedarían y que ninguna antología o historia de la literatura desde entonces omite, mientras a él se le recuerda poco. ¡Para él (lo dice en el artículo citado de mayo de 1843) los poetas jóvenes eran José María Esteva y Ramón Isaac Alcaraz! ¡A El Periquillo Sarniento –vayamos un poco más atrás en los años– lo vio simplemente como “una vaciedad!”.[49]
¿Pero cuál fue la crítica concreta que el Conde enderezó en aquel año de 1837 contra los jóvenes lateranos? El texto, de 42 páginas, lo publicó como folleto en mayo de 1837 el editor Ignacio Cumplido bajo el título Examen crítico de algunas de las piezas literarias contenidas en el libro intitulado El Año Nuevo. En su parte esencial Fernando Tola lo reproduce en el prólogo sobre los Año Nuevo de la página xlvi a la lxii. En el folleto el Conde analiza seis poemas y promete que se abocará más adelante a los otros. Asegura proceder con imparcialidad porque no conoce a los autores y no tiene interés respecto de ellos. Las seis piezas vistas por el Conde son ”Los recuerdos”, de Antonio Larrañaga, “Al matrimonio”, de José María Lacunza, “A un sabino de Chapultepec”, de Guillermo Prieto, “Moctezuma”, de Wenceslao Alpuche, y –objeto de su deslumbrada admiración– “Mi amada en la misa de alba” y la traducción “El israelita prisionero en Babilonia”, del príncipe José Joaquín Pesado. No dejando de hacer elogios y cumplidos, cruza a menudo su látigo sobre el rostro de Lacunza, de Prieto y sobre todo de Alpuche. Desde luego los reparos se centran en las fallas formales: la inversión y transposición de palabras, los galicismos, las locuciones neutras, los pleonasmos, los dobles dativos, las métricas defectuosas, los adjetivos mal puestos. Al final recomienda –cuándo no– “el estudio de la lengua castellana y de los clásicos que han escrito en ella”.[50]
Pesado es el único que le merece alabanzas de fuego, pero también le hace estigmatizaciones estilísticas por sus descuidos sintácticos y sus precipitaciones prosaicas. Pero en las dos composiciones (“Mi amada en la misa de alba” y “El israelita prisionero en Babilonia”) –dice– se trasluce “mucho estudio de los clásicos castellanos, un ingenio muy fecundo, una imaginación perfectamente dirigida, mucho conocimiento de la lengua, un gusto muy fino”.[51]
Afectados algunos de los jóvenes lateranos, sobre todo Alpuche, respondieron a su manera argumentando que no todo era la forma y que su pobreza les impedía adquirir los libros a los que el Conde tenía acceso. La contrarrespuesta del Conde fue despiadada.
La verdad es que a partir de entonces quedó tanto en el alma del Conde como en el alma de los jóvenes lateranos un sedimento recíproco de resentimiento y rencor. Empezaría una guerra de alusiones y un juego de reconocimientos y desconocimientos parciales de unos hacia él y de él hacia ellos. Fernando Tola observa perspicuamente que en el anuario de 1938 hay tres respuestas entredichas: en la cita que abre el libro, en la nota de presentación y en el ensayo-crónica-relato de Rodríguez Galván que tiene como título “Un coplero mexicano del siglo xix”. Vale la pena reproducir la terrible cita de Malon de Chaide, que es como una roca lanzada por una catapulta (respeto sintaxis y puntuación): “Digo, pues, que ai hombres, que con no ser ellos para nada... toman por oficio decir mal de todo aquello que no va medido con su grosero juicio. Tienen otra cosa rara, digna de tales sujetos, i es: que si oyen algo, fuera de lo que ellos han leído en quatro autores de gramática, lo asquean tanto, i lo burlan, i mofan de tal suerte, como si solo aquello, con que ellos han desayunado su entendimiento, fuese lo cierto, i de fe, i lo demás fuese patraña i sueño. Bien sé, que el ingenio humano no se contenta de una manera, ni con las mismas cosas; i así de lo que a unos parece bien de eso mismo murmuramos otros, i aquellos admiran, i engrandecen, lo que estos abominan i burlan”.[52]
En la nota de presentación del anuario leemos en el primer párrafo (respeto la puntuación): “El primer número de esta obra, publicado en 1º de enero de 1837, ha sido objeto de alabanzas y críticas: las primeras nos han servido de estímulo, las segundas, en cuanto han sido justas y decentes, de lección”.[53] Lo de “justas y decentes” debe haberle entrado al Conde como un puñetazo en el hígado.
De un modo más sutil el texto de Rodríguez Galván da su respuesta. En la época que se vive en México –dice– es mejor llamarse coplero que poeta, porque éste no sólo está condenado a una vida de miseria, sino debe padecer el desprecio de la sociedad. El colmo: mientras el coplero o poeta construye un mundo de imaginación con las cosas del mundo, cuando publica sus textos hay un “crítico maldecido”, “un crítico abominable”, que agua la fiesta escribiendo contra él en el periódico. “Se le prueba que es romántico, que no hace uso de la Mitología, que prefiere Saavedra a Meléndez, la Conjuración de Venecia a las Bodas de Camacho, la Araucana a la Henriada. Se le dice que no ha leído a Racine, Molière y Moratín: (¡calumnia¡), se le trata de probar con la autoridad de Hipócrates y Martín Lutero, que para asno sólo le falta la cola, i , por último, como gran favor le espetan estos dos versos de Moratín:
“Un arado, una azada, un escardillo
para quien eres tú, fuera bastante”.[54]
Al menos –se consuela– dejó de serle indiferente al crítico.
Cuatro años después, Manuel Payno, en el importante prólogo a la poesía de Fernando Calderón, recuerda la experiencia de El Año Nuevo de 1837, y escribe que si la crítica del Conde había disgustado a algunos de los autores, resultó también un acicate para cuidar y corregir más los textos. Payno reconocía también al Conde su labor en El Zurriago y sus conocimientos filológicos, los cuales sirven “de guía y de poderoso auxilio”, pero repitiendo que esos jóvenes no tenían dinero ni para comprar libros.[55] Dos años después, uno de los afectados de la primera andanada, el lúcido y frío José María Lacunza, polemiza epistolarmente con el Conde en El siglo diez y nueve a propósito de la instrucción de la Historia Universal. Lacunza destaca del Conde “su celo por la literatura” pero no aprueba “la dirección dada a ese celo, y jamás el estilo acre y mordiente de algunos de sus escritos, más propio para irritar que para corregir, y que produce sobre todo el efecto de desanimar tales esfuerzos”. Varias décadas después, Guillermo Prieto, otro de los afectados en 1837 por los latigazos del crítico, redacta en sus Memorias un dictamen con los mismos reconocimientos pero es más severo en sus reparos: “El Zurriago, periódico que redactaba el erudito Conde la Cortina, de la escuela de Hermosilla, aunque escrito sin elevación, sin gusto, sin filosofía ni buena educación, nos dio provechosísimas lecciones que, aunque nos irritaban, rebajaban las pretensiones del amor propio y nos abrían los ojos para seguir a los buenos modelos”.[56]
Decadencia y desaparición de la Academia de Letrán
José Zorrilla escribió en su libro que la Academia desapareció en 1846.[57]Tengo para mí que es muy difícil precisarlo. La documentación nos dice que hubo dos épocas: lo más probable es que la primera haya decaído o terminado hacia 1839. ¿Por qué? Ofrecemos dos pruebas: la primera, es que el último Año Nuevo se editó en 1840, es decir, es la reunión de los trabajos de 1839. Casi todo el peso de las colaboraciones recayeron (cuándo no), en Pesado y Rodríguez Galván. La segunda elucida más. Basémonos en los prólogos a las poesías de Fernando Calderón de Manuel Payno y José Joaquín Pesado. El prólogo del primero está fechado el 28 de agosto de 1842. Payno, quien apenas contaba 22 años, habla ya en la presentación de las reuniones en el colegio como de una cosa remota, diciendo que las sesiones “eran unos ratos de deleites increíbles para el espíritu, que juzgo no se han de haber olvidado a los señores que los experimentaron; yo al menos recuerdo ese tiempo como uno de los más felices de mi vida”. Y en el siguiente párrafo: “Después, como es ley del mundo que todo se acabe, y que lo bueno dure poco, la Academia concluyó, sin que haya podido volverse a reunir”.[58] A su vez Pesado,[59] comenta que Calderón, perseguido por el gobierno de Zacatecas, debió refugiarse en la Ciudad de México, lo cual fue muy provechoso, porque estudió a los grandes modelos, escribió varios de sus mejores dramas, se relacionó con el medio literario y teatral y mejoró su buen gusto. Pasó por la Academia de Letrán (a la cual, por cierto, Pesado llama Academia de Poesía y Bellas Artes). Pesado precisa que la Academia la fundó “el señor don José María Lacunza”. Y reconociendo ampliamente los méritos de la institución pero sin el entusiasmo de Prieto y de Payno, escribe: “Esta reunión de personas dedicadas a las letras, ha contribuido no poco a generalizar y depurar el gusto de ellas en México. La Academia ha ejercido su crítica más bien sobre la locución de las obras sometidas a su examen, que sobre las demás cualidades que las constituyen, pero aun así ha prestado grandes servicios a la juventud estudiosa: si ella diera más extensión a sus trabajos, los haría más útiles y de mayores consecuencias”.[60] Como se ve, en 1850, habla sólo de la primera academia, la que fundó José María Lacunza, es decir, la que tuvo entre 1836 y 1838 sus mejores años.
¿Por qué la división y la separación? Por algo que se repetirá como el motivo de punta a través de todo el siglo xix: las diferencias ideológicas. El laterano Prieto escribe en sus Memorias de mis tiempos: “La Academia de Letrán había decaído lastimosamente: la política había surtido en su seno efectos de envenenamiento”. Quizá la primera gran separación, a causa de la política, fue la de Pesado, quien se incorporó en 1838 como ministro del Interior al gobierno conservador de Anastasio Bustamante, y a quien le tocó sufrir en el puesto la injusta y grotesca Guerra de los Pasteles que iniciaron los franceses. Hasta entonces liberal moderado, Pesado se volvió conservador. La separación de Pesado, suponemos, fue de las actividades pero no de las publicaciones del grupo. Hasta donde se sabe o se entrevé, tampoco se enemistó con la mayoría de sus talentosos jóvenes. Pesado colaboró aún con amplitud en los Año Nuevo de 1839 y 1840. Por cierto, durante los meses del sitio francés, ocurrió un hecho muy emotivo que cuenta Francisco Sosa en su semblanza de Quintana Roo en su libro Las estatuas de la Reforma y que involucra a los dos famosos lateranos. Quintana Roo, quien tenía entonces 51 años, envió una carta conmovedora a Pesado (la reproduce Sosa), pidiéndole que la haga llegar al presidente Bustamante, y donde pone a las órdenes del presidente su “inútil persona” para luchar contra el invasor y ofrece de su peculio “el pequeño donativo de quinientos pesos” para entregar ese mismo día a la Tesorería, “con la corta ofrenda de contribuir mensualmente, mientras dure la guerra con Francia, con lo correspondiente al mantenimiento de cuatro soldados de infantería”. Pesado respondió que había dado su misiva al presidente Bustamante, quien reconocía todos sus grandes méritos obtenidos en el pasado, su patriotismo sin mácula, y le daba las gracias... pero declinaba su oferta. A cambio de eso se comprometía a publicar la carta oficio, “como un ejemplo que será seguido de todo el que tenga orgullo de ser mexicano”.[61] Habiéndose llevado muy bien con los jóvenes estelares de la Academia (Rodríguez Galván, Prieto, Calderón), Pesado tuvo uno que no le perdonó su cambio de chaqueta. En el citado prólogo, Manuel Payno dijo que “marchitó en el fango del gobierno una hoja de laurel que sus amigos concedieron al talento”.[62] Pero a pesar de la confusión de fechas que Prieto tiene cuando habla en Memorias de mis tiempos de la separación de varios miembros (Pesado, Payno, Munguía, Aguilar y Marocho, Rodríguez Galván, Alpuche, Iglesias) es evidente que la Academia no sólo carecía de cohesión, sino para 1839 y 1840 estaba en desbandada.
Hubo tentativas de renacimiento. Por iniciativa de Joaquín Navarro –escribe Prieto en 1844 en sus “Algunos desordenados apuntes que pueden considerarse cuando se escriba la historia de la bella literatura mexicana”– la Academia retomó su actividad.[63] Debió haber sido efímera, o al menos no con las formalidades y la periodicidad precedente, porque no se encuentran más huellas de sus tareas. Pero si los lateranos no tuvieron ya cohesión como grupo, o al menos eso se trasluce, la colaboración entre ellos no dejó de ser estrecha y su presencia fue casi omnímoda en la prensa de la época. “En la década de los cuarenta del siglo xix –escribe Fernando Tola en su prólogo a los Año Nuevo– realizaron una serie de empresas conjuntas y de gran trascendencia para la literatura nacional. El Museo mexicano fue la primera de ellas”.[64] Y precisa dos páginas después: “En lo esencial, gracias a los miembros de la Academia de Letrán, los años cuarenta fueron una magnífica década de ediciones periódicas. Ellos son la base de las publicaciones literarias, e incluso de un diario como El siglo diez y nueve, que se funda en 1841 y dura hasta 1896. Para que se entienda esto ampliamente, la mayoría de los que participaron en las reuniones de la Academia de Letrán están presentes en El museo popular (1840), El apuntador (1841), El semanario de las señoritas mexicanas (1842), El museo mexicano (1843), El liceo mexicano (1844), El ateneo mexicano (1844), La guirnalda (1844), la Revista científica y literaria (1845), El católico (1846), el Presente amistoso de 1847 (no tanto en los de 1851 y 1852), El observador católico (1848) y el Álbum mexicano (1849). Aún más: como curiosidad adicional, Manuel Payno, en 1848, trata de revivir El Año Nuevo, como un homenaje a su amigo Ignacio Rodríguez Galván, pero la tentativa se agota en una sola publicación".[65]
Podemos añadir otra instalación, pero que tiene todos los visos de falsa. Francisco González Bocanegra habla de sí mismo como “individuo de la Academia Literaria de San Juan de Letrán y socio titular del Liceo Hidalgo”[66] en el folleto que titula "Composición leída en la Alameda de México", en el aniversario de las Víctimas de la Patria, el 28 de septiembre de 1850, y que publicó en el curso de ese año. Como hemos visto, Pesado, en ese mismo 1850, en su prólogo a la obra de Fernando Calderón, únicamente cita la Academia fundada por Lacunza en 1836. Si hubiera habido un resurgimiento en ese año significativo, sin duda lo habría documentado. Admirador de varios miembros de la generación de Letrán, como lo demuestra su “Discurso sobre la poesía nacional”, González Bocanegra quizá refería esta membresía como un reconocimiento admirativo a la institución, o porque, como su compañero del Liceo Hidalgo, Marcos Arróniz, era invitado a recitar poemas en la inauguración de los cursos o en la entrega de premios del Colegio de Letrán, como ocurrió en su caso en 1850 y después en 1855.
No hay nada que muestre, menos que demuestre, que luego de 1844, hubiera habido una nueva habilitación de la Academia.
La única Academia de Letrán que dejó verdadera y honda huella fue la primera.
Qué fue de las verduras y las eras
Un hecho melancólico es ver quiénes quedan y cuánto queda de un grupo o de una generación. ¡Cuántas figuras y sombras se van desvaneciendo a lo largo de los años en la vía literaria! En el caso de la primera Academia de Letrán no es fácil el juicio porque en ella se reunían al menos tres generaciones (hablamos aquí de aquellos autores que las historias de la literatura y las antologías no suelen omitir): la primera, por Quintana Roo y Ortega; la segunda, por Carpio y Pesado, y la última, por los veinteañeros y teenagers: desde José María Lacunza y Fernando Calderón hasta los jovencísimos Rodríguez Galván, Prieto, Larrañaga, Navarro, Ramírez y Payno. Como se ve la balanza se inclina pronunciadamente por los poetas.
Cuenta mucho para la falta de memoria literaria que en el siglo xix los autores escribieran profusamente... pero en periódicos y revistas. Fernando Tola, en su citado prólogo de los Año Nuevo, detalla las dificultades sin fin para editar libros, a las cuales deben sumarse ciertas veces el desinterés o la desidia de los propios autores. Guiémonos, al menos un poco, con Tola: Francisco Ortega, sólo hasta 1839, cuando tenía 46 años, imprimió sus Poesías. En esa misma fecha, el príncipe José Joaquín Pesado,[67] quien contaba 38 años, reúne sus poemas, que, aumentados, conocerán una nueva edición en 1849. Se reeditarían póstumamente dos veces en el decurso del siglo xix: en 1855 y 1886. Desaparece en el siglo xx. Sólo hasta 2001 la Universidad Nacional Autónoma de México y en 2002 el Instituto de Cultura de Puebla, volverían a publicar su poesía y su prosa. Manuel Carpio no tuvo mejor suerte, hasta que su gran amigo Pesado auspició en 1849 la edición de sus Poesías, con un prólogo suyo. Carpio contaba con 58 años. Fue después muy leído. La Universidad Veracruzana en 1987 publicó de nuevo Poesías y la Universidad Nacional Autónoma de México volvió a editarla en su colección del Ida y regreso al siglo xix en 1998.
De los jóvenes, salvo Fernando Calderón, que corrió con magnífica fortuna, los libros nacieron difícilmente. De Calderón aparecieron ediciones en 1828 (fue elogiado entonces por Heredia), en 1844 con el título Obras poéticas (con el citado prólogo de Payno), y póstumamente, en 1850 (con prólogo de Pesado), y en 1854, en 1866, en 1882, en 1883, en 1902, en 1986 (en facsímil de la obra de 1844) y en 1999 en la Universidad Nacional Autónoma de México.
¿Y los otros? Guillermo Prieto, quizá el poeta más popular del xix, quien escribía como poseído, sólo publicó su primer libro de poemas, Versos inéditos, en 1879, y su Musa Callejera, en 1883, es decir, a los 61 y 65 años de su vida. De Ignacio Rodríguez Galván, su hermano Antonio mandó imprimir su obra poética en 1851, o sea, nueve años luego de su fallecimiento. Se reimprimió en 1876 y 1883. En 1994, en facsímil de la primera edición, la publicó la Universidad Nacional Autónoma de México. Ignacio Ramírez, el gran Ignacio Ramírez, no sólo nunca publicó un libro de poesía en vida, sino ningún libro. Manuel Payno publicó sus novelas, creemos, a la hora justa: El fistol del diablo, en 1859, El hombre de la situación, en 1861, y Los bandidos de Río Frío, en 1891.
¿Y los jóvenes aún menos conocidos? Ni José María Lacunza, ni Joaquín Navarro, ni Manuel Tossiat Ferrer, ni Antonio Larrañaga, ni el médico Manuel Andrade y Pastor (1809-1848), publicaron en vida un libro; sabemos que el bibliófilo Ángel Muñoz tiene preparado ya un libro con los lateranos menores llamado Los muchachos de Letrán, es decir, para que esos jóvenes aparecieran en libro debieron pasar más de ciento sesenta años
¿Por qué esta penuria bibliográfica? Tola aproxima estas razones: “En fin: lo elemental radica en el alto costo de editar un libro y en la necesidad de que fuera el autor, o algún mecenas que lo apoyara, quien debía pagar las facturas de tipografía, papel, impresión y encuadernación. Este aspecto económico, obligaba, en consecuencia, a reducir los tirajes y a tratar de lograr cierto número de suscriptores que garantizara la venta de los ejemplares necesarios para cubrir el costo de la edición”. En suma: no sólo era una aventura editar un libro, sino era dramática la falta de lecturas en un país con una altísima tasa de analfabetismo.
Pero más: ¿quiénes incluso leen ahora a los más sobresalientes de los lateranos como Quintana Roo, Ortega, Pesado, Carpio, Prieto, Ramírez, Rodríguez Galván, Calderón y Payno? Ante todo son autores de investigadores universitarios, que a menudo, en vez de interpretar a fondo su obra y ubicarlos en su momento y en las historias de nuestras letras, los catalogan, los esquematizan, los desvertebran. Para colmo la obra de algunos no ha sido ni siquiera reeditada y sólo es dable encontrarlos en antologías, las cuales también, oh realidad melancólica, circulan exiguamente. El mejor homenaje a estos hombres que con toda conciencia pusieran las bases de la poesía y la literatura mexicanas modernas es hacer una buena selección de su obra y divulgarlos lo mejor posible para llenar los vacíos. No se tiene derecho a ser injusto con ellos, porque es una forma de ser injustos con México, con nuestra historia literaria y con nosotros mismos.
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José María Lacunza, joven maestro y animador, y Guillermo Prieto, rimador de musa popular, lograron, durante quince años (1836-1851), reunir a la gente de letras en la Academia de Letrán, que así vino a heredar las funciones antes confiadas al Diario de México. Allí se daban cita liberales y conservadores. Los bandos, como ha dicho la crítica, podían literariamente reducirse a románticos del pasado (modelo peninsular, Duque de Rivas) y románticos del porvenir (modelo peninsular, Espronceda). En esa Academia se oían los nombres de los clásicos españoles; pero, además, los de Goethe, Schiller, “Ossian” y Byron. El anciano Quintana Roo fue su presidente vitalicio. Allí aparecieron sucesivamente el veterano Francisco Ortega; el dramaturgo Gorostiza, los poetas de inspiración religiosa Carpio y Pesado; los románticos Calderón y Rodríguez Galván; los versificadores de tono sencillo, como Prieto y Esteva; el astro liberal Ignacio Ramírez; el joven humanista Arango y Escandón, etcétera.
1993 / 27 nov 2017 08:13
La fundación de la Academia de San Juan de Letrán tuvo lugar en una etapa verdaderamente tormentosa de la historia de México. Desde la consumación de la Independencia al triunfo de la República en 1867, México sufrió incontables revoluciones, dos invasiones extranjeras y numerosos e inestables gobiernos que, buscando contrarios propósitos, ocasionaron irreparables daños. Esa dualidad de intereses, surgida del deseo de conservar por una parte la tradición y por otra de acabar con ella, tuvo como lamentable resultado las luchas fratricidas que asolaron por largos años al país.
En medio de esta anarquía producida por los disturbios políticos, apareció un centro que llegaría a ser el núcleo cultural de la época: la Academia de Letrán, donde se reunieron fraternalmente poetas de todos los bandos políticos y literarios con el propósito de juzgar y apreciar sus producciones.
La Academia tomó el nombre del colegio de San Juan de Letrán, fundado por el virrey don Antonio de Mendoza para favorecer a la nueva clase social que surgió en Nueva España como consecuencia de la conquista, la de los mestizos. El colegio subsistió durante toda la época colonial y parte de la independiente, dando albergue a los entusiastas fundadores de la academia, alumnos en su mayoría del plantel. Entre los maestros que en él enseñaban sobresalía José María Lacunza por sus conocimientos científicos y literarios. Continuamente era buscado por Guillermo Prieto, que hacía sus primeros ensayos literarios, Manuel Tossiat Ferrer y el hermano de Lacunza, Juan Nepomuceno, y todos ellos se reunían para conversar en el cuarto que habitaba el profesor Lacunza dentro del mismo Colegio de Letrán.
Así fue como se inició la difusión de los ensayos literarios de estos jóvenes, y de allí surgió el pretexto para que el maestro Lacunza disertara durante dos años sobre diferentes tópicos de literatura española. Una vez que la fama de estas reuniones fue difundida, varios amigos llamaron a sus puertas pidiendo se les admitiera. Así, una tarde de junio de 1836 se estableció formalmente la academia, desechando reglamentos y poniendo como única ley fundamental no escrita que la persona aspirante a socio no tenía más requisito que presentar una composición en verso o prosa y que su aceptación debía ser aprobada por todos. El nombre de la academia se tomó del colegio en donde se instaló, y para elegir presidente del grupo se pidió a los socios que en el término de un mes, siguiente al de su instalación, enviaran sus composiciones para ser calificadas, y que el autor que obtuviera mayor calificación ocuparía la presidencia, teniendo opción éste para elegir a su secretario. La elección recayó en don Andrés Quintana Roo, quien, ya anciano, pidió un sitio dentro de la agrupación y fue recibido por todos sus miembros con muestras de respeto y cariño. Su presidencia fue a perpetuidad.
El doctor Manuel Carpio, uno de los más asiduos asistentes a la Academia de San Juan de Letrán, compartió con José Joaquín Pesado la vena clásica y la predilección por la historia bíblica.
No fue extraña la academia a la perfección de la forma que llegaron a obtener algunos de sus socios, ya que allí fue donde corrigieron sus errores de prosodia y métrica, muy frecuentes entre los poetas mexicanos.
En una ocasión se recibió en la academia la composición anónima de un poeta, y tras ser estudiada su autor resultó admitido. Una tarde se le vio llegar con un legajo a la librería del colegio, en donde se reunía jueves a jueves la academia; se trataba, en efecto, de un poeta tímido y falto de recursos económicos: Ignacio Rodríguez Galván, y de su primera composición dramática: Muñoz, visitador de México.
Otro de los representantes del movimiento romántico que ingresó a la academia fue Fernando Calderón, que presentó en ella sus poemas “A una rosa marchita”, “El soldado de la libertad” (a imitación de “La canción del pirata” de Espronceda), y “El sueño del tirano”, condenatorio de la tiranía que soportaba el país.
No había habido en la academia ningún momento real de expectación, ni aun cuando se presentó la innovación que representó la pieza de Rodríguez Galván, y en cuya discusión se nombraron por primera vez a Schiller, Hugo y Dumas. Pero un día llegó a la academia Ignacio Ramírez, a quien más tarde se conocería por el seudónimo con que firmaba, El Nigromante, en el periódico satírico Don Simplicio. Don Guillermo Prieto nos dice, en Memorias de mis tiempos, que Ramírez sacó del bolsillo del costado un puño de papeles de todos tamaños y colores entre avisos de toros o de teatro, arregló aquella baraja, y leyó con voz segura e insolente el título que decía: “No hay Dios”. El estallido inesperado de una bomba —explicó Prieto—, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo, no hubiera producido mayor conmoción. Éste su trabajo de presentación estaba escrito en un estilo del más puro clasicismo y en él recorría los campos de la astronomía, las matemáticas, la zoología, sosteniendo la tesis de que los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos. Rebelde fue Ramírez desde su primer paso dado en la academia y esta rebeldía se tradujo en oposición constante contra todo lo que había sido España: religión, tradición y organización política y social. Lo cual originó entre los socios asistentes disputas, contiendas y querellas, frente a la inmutabilidad del aspirante cuya formación intelectual procedía en línea directa de Voltaire y de los enciclopedistas franceses.
Guillermo Prieto e Hilarión Frías y Soto escribieron, en diversas ocasiones, sobre la sesión de la academia, en la cual se presentó Ignacio Ramírez como aspirante a miembro de la agrupación. Estos escritos se distinguen por la sencillez del primer comentador y la parcialidad del segundo.
De acuerdo con ambos escritores, el debate aludido se verificó en la forma siguiente:
Una tarde después de oscurecer —nos dice Prieto— percibimos un bulto inmóvil y silencioso. El señor Quintana Roo dijo: ¡Adelante! Entonces avanzó el bulto y vimos acercarse tímidamente a la mesa del presidente un personaje de dieciocho o veinte años, de aspecto sombrío, de rostro prolongado, cuyo color oscuro tenía reflejos verdosos de bronce, cuyos pómulos prominentes denunciaban la raza azteca —según comentó Frías y Soto—, su labio grueso tenía una sonrisa burlona y brillaban sus ojos con una esclerótica teñida de sangre y bilis. Su vestidura, según Prieto, era un proceso de abandono y descuido. El diálogo entre el presidente y el aspirante continuó: —¿Qué mandaba usted? — —Deseo leer una composición para que ustedes decidan si puedo pertenecer a la Academia. —Siéntese usted. A continuación Ramírez, en medio de un gran silencio, sacó de uno de sus bolsillos un puñado de papeles en la forma más desordenada que imaginarse pueda y una vez que puso en orden aquello, presentó su tesis ateísta. El estruendo no pudo haber sido mayor, los altercados y las disputas se alternaban con querellas y disgustos. El rector del colegio, señor Iturralde —dice Prieto— se expresó en los términos siguientes: —Yo no puedo permitir que aquí se lea eso: éste es un establecimiento de educación. A lo cual respondió Tornel: —Éste es un cuarto en que todos somos mayores de edad. —Que se ponga a votación si se lee o no— dijo Munguía. —Yo no presido donde hay mordaza— dijo Quintana Roo, levantándose de su asiento. Iturralde: —No se hará aquí esa lectura. Tornel: —Se hará aquí o en la Universidad. —O en mi casa —dijo Fernando Agreda que asistía de aficionado. Cardoso: —Señor doctor: no le ha de costar a Dios la silla presidencial esa lectura… —Eso será un viborero de blasfemias. —¡Triste reunión de literatos —exclamó el padre Guevara— la que se convierte en reunión de aduaneros, que declaran contrabando el pensamiento; y triste Dios y triste religión, los que tiemblan delante de ese montón de papeles, bien o mal escritos! —Que hable Ramírez. —Que sí… que no...
En la disertación que Ramírez leyó como trabajo de introducción a la Academia exponía una teoría enteramente nueva, fundada en los principios más severos de las ciencias exactas, deduciendo la conclusión de que la materia es indestructible. La discusión se abrió con Carpio, Pesado, Guevara, Lacunza y Ortega. Ramírez a todos replicaba al decir de Prieto, unas veces sabio, las más insolente y cínico. Así fue como concluyó uno de los debates más sonados de la Academia de Letrán.
Los miembros más constantes a la academia fueron entre otros Eulalio Ortega, Antonio Larrañaga, Francisco Modesto Olaguíbel, Joaquín Cardoso, Clemente de Jesús Munguía, Ignacio Aguilar y Marocho, Ramón Isaac Alcaraz, José María Lafragua, Félix María Escalante, Casimiro del Collado, Juan Navarro, Manuel Eduardo de Gorostiza y el padre Guevara, admitidos en diferentes ocasiones.
Fue la Academia de Letrán el primer centro docto donde se elaboró una literatura consciente, dirigida y con miras de progreso, ya que se pusieron de manifiesto doctrinas y se establecieron principios. La academia, como dice Prieto, democratizó los estudios literarios sin precisar edad, posición social, bienes o creencias y fue en esta forma como se preparó la evolución en las letras mexicanas.
Rodríguez Galván publicó en el Año Nuevo (México, 1837-1840) los trabajos literarios presentados en la academia. Entre los más destacados se encuentran las poesías, relatos y piezas teatrales del mismo Rodríguez Galván y los escritos en verso o en prosa de José Joaquín Pesado, Guillermo Prieto, Manuel Payno, José María Lacunza, Francisco Ortega, L. Martínez de Castro, Manuel Tossiat Ferrer, Eulalio Ortega, José María Tornel y Juan Navarro. Los redactores afirmaron, en el prólogo al tomo de 1839, que “si tiene algún mérito su publicación no será otro que el de probar el empeño constante de sus autores en contribuir con otros mejicanos estudiosos […] a tener una literatura nacional”. En El Calendario de las Señoritas Mexicanas (México, 1848-1853) aparecieron también otras contribuciones de los miembros de la mencionada academia.
Más tarde, la inestabilidad constante de la vida política de nuestro país hizo que por necesidad o por ambiciones personales los socios tuvieran que abandonar la academia.
Las escuelas literarias a que pertenecían los poetas ocasionaron la existencia de dos bandos dentro del seno de la academia: el conservador y clásico de Pesado y Carpio; y el liberal y romántico de Rodríguez Galván y Calderón.
De las escisiones que hubo entre los miembros de la academia surgieron años más tarde dos revistas literarias, El Liceo (México, 1844) y El Museo (México, 1843-1844, 1845). En la primera escribieron Alcaraz, Navarro y Martínez de Castro; Guillermo Prieto y Manuel Payno, en el segundo. Los primeros trabajos de Payno que se dieron a conocer en esta academia fueron artículos donde llenó de interés y poesía a los indios salvajes, tomando como modelo las novelas de Fenimore Cooper.
A pesar de los trastornos que trajo consigo la invasión norteamericana del 47, la academia se mantuvo en relación con sus corresponsales de Morelia y Veracruz, que lo eran Gabino Ortiz y José María Esteva, respectivamente. Las reuniones continuaron celebrándose, aunque con algunas interrupciones, hasta 1856 aproximadamente, según noticia proporcionada por Bernardo Couto.
El positivo valor que se descubre en la Academia de Letrán puede sintetizarse en las siguientes palabras de Guillermo Prieto:
Para mí, lo grande y trascendental de la Academia fue su tendencia decidida a mexicanizar la literatura, emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar. Los folletos políticos y los poemas patrióticos —continúa Prieto— dieron el primer impulso a aquella tendencia que aparecía como intermitente desahogo de la manera de ser. Alguna oda de Tagle, los cantos de D. Francisco Ortega, y de Lacunza, o “La batalla de Tampico”, ya tuvieron más formales aspiraciones; pero realmente no pueden mencionarse como características. No así en Letrán —afirma don Guillermo— que aunque había sus imitadores, sin plan y sin premeditación, se procuraba exponer flores de nuestros vergeles y frutas de nuestros huertos deliciosos.
Insistiendo aún más en los temas nacionalistas, nos dice Prieto:
Pesado en su novelita intitulada El inquisidor de México, Pacheco en su “Criollo”, Ortega en “Netzula”, Rodríguez Galván en su “Moza”, en su “Manolito el pisaverde”, en su “Privado del virrey”, Calderón en su “Adela”, y yo en mí “Insurgente”, en varias odas y romances, nos referíamos: Pesado a los horrores de la Inquisición, Pacheco a la condición degradante de los criollos en México, Ortega a los aztecas, Rodríguez, Calderón y yo, a nuestras costumbres, cuyos cuadros me había yo atrevido a exponer al público en El Domingo, periódico que redactamos Camilo Bros y yo.
La aspiración nacionalista de la Academia fue un anhelo simultáneo en toda América; nuestros países ganaron conciencia de que constituían una unidad y realizaban empresas comunes.
El régimen español subsistía a pesar de la liberación política de los países hispanoamericanos; portavoces de este sentimiento común que advertía supervivencias coloniales fueron Esteban Echeverría en Argentina, José Victorino Lastarria en Chile, Andrés Bello en Venezuela, Joaquín Fernández de Lizardi y José María del Castillo Velasco en México. El primero de ellos concibió el romanticismo de la época como una “revolución espiritual que abría a cada grupo nacional o regional el camino de su expresión propia, de la completa revelación de su alma. El espíritu del siglo que lleva hoy a todas las naciones a emanciparse, a gozar de la independencia, no sólo política, sino filosófica y literaria”. En Argentina La Asociación de Mayo de 1837 y el Salón Literario, y en Chile La Sociedad Literaria fueron agrupaciones de tendencia nacionalista que al igual que la Academia de Letrán de México propugnaron por una independencia intelectual.
México, a diferencia de otros países hispanoamericanos, no elaboró una doctrina nacionalista. La práctica del nacionalismo literario precedió a las teorías, pues éstas sólo aparecieron en forma orgánica y significativa a partir de 1868.
Un ejemplo más concreto del esfuerzo realizado en México para lograr la emancipación literaria, encauzada por los temas nacionales, nos la proporciona la Academia de San Juan de Letrán, por sus propósitos nacionalistas bien definidos, a pesar de haber carecido de formulaciones teóricas. La preponderancia nacional sobre el extranjerismo, y de lo popular sobre lo aristocrático, fue un anhelo común de los escritores hispanoamericanos. La exaltación del pasado indígena como una época clásica llevó a los escritores mexicanos de la Academia de Letrán a componer poesías como “La profecía de Guatimoc”, de Ignacio Rodríguez Galván, y se pone de manifiesto en la paráfrasis “Las aztecas” de José Joaquín Pesado y en las narraciones anónimas como Xicoténcatl y Netzula, esta última atribuida indistintamente a Eulalio Ortega y a José María Lafragua.
Los primeros intentos románticos alentados por José María Heredia, el poeta cubano, partieron de la Academia de Letrán. Así fue como México se hizo romántico a su manera. Exageróse entonces la melancolía, el sentimentalismo y la introspección. Las luchas intestinas poco propicias al cultivo de las letras crearon también un clima romántico. Hasta parece que las muertes trágicas o infortunadas de Rodríguez Galván, Marcos Arróniz, Díaz Covarrubias, Florencio M. del Castillo, Bocanegra, y Sánchez de Tagle —de quien se dice que murió de melancolía al ver a su patria invadida por los extranjeros— confirman este hecho.
Frente al romanticismo europeo México restringe los temas, según su propia idiosincrasia, sin añadir ninguno. Las obras de Fernando Calderón y Rodríguez Galván son todavía glosas, traducciones o imitaciones de los románticos europeos.
Los poetas que sobrevivieron a la Academia de Letrán fueron Cardoso, Prieto, y otros. Prieto llegará a obtener en 1890 el título de “el poeta más popular”. Ellos presidirían el nuevo movimiento literario iniciado en 1867, al que transmitirían las experiencias de los primeros tiempos, y estimularían a los jóvenes a continuar laborando por la creación de una literatura nacionalista.