Enciclopedia de la Literatura en México

Luis Gonzaga Urbina

Ángel Muñoz Fernández
1995 / 08 ago 2017 12:27

Nació en la Ciudad de México en 1864 y murió en Madrid en 1934. Profesor de la Escuela Preparatoria y director de la Biblioteca Nacional. Secretario particular de Justo Sierra. Vivió en Argentina, Cuba y España, y perteneció a la Comisión Investigadora de Asuntos Mexicanos en el Archivo de Indias. Redactor de El Siglo Diez y Nueve. Colaborador de El Mundo Ilustrado, El Imparcial y la Revista Azul.

Alfonso Reyes
12 may 2017 22:05

Urbina, precoz y romántico, supo someterse a un trabajo de estudio y depuración constantes, que lo llevó a una transparencia envidiable, y mantuvo un timbre de voz siempre dulce y claro. Fue excelente prosista. Su examen de la literatura mexicana, verdadera joya, es un discurso ágil y alado a la manera del siglo XVIII, donde las nociones críticas se confunden con la sensibilidad y la sonrisa. Nunca nos consolaremos que no haya llegado a escribir las memorias de su vida, que más de una vez nos ofreció. Ocupó una situación privilegiada para observar el mundo de su época y poseía además una singular y generosa penetración humana.

Victoriano Salado Álvarez
28 nov 2017 08:30

Al mirar a Urbina recuerdo, casi sin querer, una frase de mi pobre artista Jesús Contreras: “Urbina alcanzó ya los honores del Museo del Louvre; está allí sonriente, desnudo alegre y fuerte, con el nombre de Sileno Joven.”

Y en efecto, ésa es la idea que traen a la memoria aquella cabeza amplia y cubierta con típica cabellera rizada, aquel embonpoint incipiente, aquellos ojillos que suelen reír, cantar, decir gracias y enternecerse y aquella nariz subversiva que recuerda también la de Alejandro el Grande, Alejandro Dumas, el mulato divino que durante tantos años ejercitó el más noble, trascendental y hermoso de todos los ministerios: el de divertir y agradar.

Mas este hombrecillo parecido al “ayo y maestro del dios de la risa”, este muchacho locuaz y gracioso, qué músicas tan hermosas oye, qué canciones tan delicadas sabe cantar.

Creo que fue Saint Victor, quien asimiló la poesía moderna a los potingues de las hechiceras, compuesto al mismo tiempo de leche, miel, hojas de rosa, sangre de niños, cascabeles de serpiente y corazones de mujer. Ésa es la poesía de Urbina: lo más grato, lo más risueño, lo más delicado; y al mismo tiempo lo más tremendo y lo más doloroso. Si no fuera tan trillada la comparación, se podría traer a cuento aquello del lago aparentemente manso e inmóvil que cuenta en su centro monstruos espantables y cavernas hondísimas.

Desde su más tierna mocedad, cuando Urbina era incapaz, según la frase del maestro Sierra, de esas transvirbiraciones dolorosas que convierten a un poeta en intérprete de muchos estados de ánimo contemporáneo, ya tendía el precoz artista a

                   el verso poderoso y penetrante y triste,

que buscan con supremo anhelo todos los buriladores de la frase. Era numeroso, espontáneo, preciso, tenía la intuición de la forma bella y revelaba un conocimiento asombroso de la técnica; pero aún no pasaba por esa consagración divina del dolor, que constituye a la poesía casi en una ciencia experimental, ya que no se puede hablar de la vida y sus penas sin haber vivido aquélla y vivídola a esa alta tensión que requiere la virtud poética.

A Luis le ha acontecido lo que a aquel héroe de una ficción moderna: empezó por enamorarse y llenar de besos a un abrigo de cibelina, y el día menos pensado, al ir a cumplir su rito diario, se halló dentro de las pieles del abrigo a una mujer encantadora, palpitante de amor y que devolvía los besos con usura.

El autor de Ingenuas ha publicado toda o casi toda su obra, y ha hecho bien. Podemos calcular juntamente lo que el numen de Urbina tiene de uno, lo que tiene de vario y lo que ha obrado el tiempo en favor y en contra suyos. Vemos primero al poeta como un satirillo ebrio de aire, luz, brotes nuevos, alegría y juventud, buscando un bosque tupido en compañía de faunos y ninfas, en una mañana primaveral. Vemos luego al sátiro convertido casi en un viejo, en uno de esos caprípedos que dialogan amplia y eruditamente con los solitarios del desierto y hasta solían convertirse en ermitaños devotísimos que pregonaban la fe de Cristo.

Pero esta transformación, que ha afectado a la cantidad, no ha dañado a la intensidad poética. Urbina sigue teniendo la misma opinión del mundo y de los hombres y abrigando la misma desconfianza de todo lo que es perecedero e incierto.

¿De los hombres dije? No, de las mujeres, que es contra quien se anima el proceso de todo el libro. Desde la primera página hasta la última, el poeta se querella, ataca, se defiende, llora, ríe, grita, razona, pelea y cae vencido para levantarse en seguida vencedor.

Nadie aguarde en este amador a un Petrarca que se contenta con besar la punta de un dedo de su amada al pie de una escalera del palacio de Ferrara; ni siquiera piense en un Lamartine adorando en cuerpo y alma a una Elvira intangible y etérea: es el amante de diez, de cien, de la que amó ayer, de la que odiará mañana, de la que acaba de ver y de la que olvidará luego. ¿Volubilidad? ¿Frialdad? Nada de eso; en un alma tan exquisitamente sutil no hay ninguna impresión que perdure, pero todas labran huella muy honda; breves e inconscientes, van pasando como legión de bayaderas ante un rajá hastiado y sin ilusiones, y si una logra encenderle la sangre o trastornarle el seso o interesarle por el momento, la impresión pasa y el poeta vuelve sin esfuerzo a su estado normal, conservando sólo como prenda la visión artística.

Un agudo crítico mexicano, D. Rafael de Alba, cree encontrar en la poesía de Urbina un asomo de poesía determinista o lombrosiana: así se lo hacía creer la tonalidad de Carmen y de Una juventud, ejecutados sin duda alguna con un vehemente deseo de probar la adaptabilidad del arte a la nueva teoría acerca del albedrío. Pero en mi concepto no hay sólo ese afán que podríamos llamar retórico: ante todo priva en la obra de Urbina la concepción de la mujer. Ese ser pequeño, frágil, inconsciente, juguete de su sensibilidad, de su aturdimiento, del clima, del viento, de la luz, de todos los agentes físicos, de todas las impresiones morales, fuerte si puede ser fuerte la debilidad extrema, criminal si pueden ser criminales los gorriones o las mariposas; pero adorable, insustituible e irresponsable, conturba y embriaga al poeta.

No sueña en el amor ideal, puro, tierno, ad usum puellarum, que hace el gasto en los novelones cursis; busca, describe y ama el amor real, fuerza de la naturaleza, savia de la vida, sal de la tierra, que une al varón a la mujer y lleva a los hombres a destrozarse como en la selva se destrozaban los primitivos mientras la hembra permanecía indiferente, impúdica y serena...

Porque aquí declararé lo que siento prisa de decir rato ha: Urbina, a pesar de sus osadías, de sus aventuras en terreno desconocido, de sus incursiones por los países nuevos, ha sabido mantenerse solo, original y patente, sin dejar de aprovecharse de la experiencia ajena.

No ha obrado como los ricachos modernos, que tienen una quinta en cada estación balnearia, en cada punto de recreo; su regla ha sido la de Salomón, que juntó las maderas del Líbano y del Carmelo, el oro de Ofir, el cinamomo de la Arabia y las divinas gemas del desierto africano para construir un templo a su Dios y para venerarlo.

Hay en el poeta algo de Hugo, mucho de Musset y de Copée; pero todo pasado por su tamiz, por el tamiz de Urbina el bueno, que ha tomado lo asimilable y desechado lo demás.

Su verso, es el verso clásico, el verso puro y nítido sin resquebrajamientos, sin nudosidades, sin actitudes que no consentirían el oído privilegiado y el gusto exquisito del poeta.

                                                                                                         

José Luis Martínez
1993 / 13 sep 2018 19:57

Luis G. Urbina nació en la Ciudad de México el 8 de febrero de 1864. A pesar de la pobreza de su familia pudo hacer los estudios primarios y los de preparatoria. Muy joven entró como redactor a El Siglo xix, comenzó a publicar poemas y artículos y años más tarde fue cronista y crítico teatral en El Imparcial y en El Mundo Ilustrado.

Su carrera periodística le permitió conocer a los escritores de la última generación romántica: Altamirano, Prieto, Riva Palacio, y a los que iniciaban el Modernismo: Gutiérrez Nájera, Sierra, Tablada, Valenzuela y al solitario Manuel José Othón. Su entrañable amistad con Gutiérrez Nájera lo haría proseguir en la vena del cronista y en una sensibilidad poética muy cercana a las del Duque Job. Para Justo Sierra, Urbina tuvo profundo afecto y aun veneración. Fue su secretario particular durante su gestión como ministro de Ins­trucción Pública. Por estos mismos años, Urbina fue profesor de lite­ratura española en la Escuela Nacional Preparatoria y director de la Biblioteca Nacional en 1913.

En la época revolucionaria, Urbina se expatrió en 1915 a La Habana, donde continuó trabajando como maestro y periodista, y en 1916 pasó a Madrid, como corresponsal de El Heraldo de Cuba. En 1917 estuvo algunos meses en Buenos Aires, en misión oficial, y sustentó entonces un ciclo de conferencias sobre literatura mexicana. Volvió a Madrid, donde radicaría, designado secretario de la Lega­ción Mexicana, de 1918 a 1920. Hizo un viaje a Italia, volvió por poco tiempo a México en 1921, y de nuevo a Madrid donde se le designó encargado de la comisión Del Paso y Troncoso. Allí murió el 18 de noviembre de 1934 y, a fines de este año, sus restos fueron trasladados a México, a la Rotonda de los Hombres Ilustres.

En atención a su residencia fuera del país, Urbina fue designado académico correspondiente de la Academia Mexicana.

Se le ha llamado el último romántico y es también uno de los poetas más representativos de nuestra lírica. Poeta del otoño y de la melancolía, de los crepúsculos y de las voces íntimas, describió los paisajes del mundo y los de su alma con un arte cada vez más hondo y un don de lágrimas cada vez más sabio. Algunos de sus poemas, como "Vespertinas", "Vieja lágrima" y "El poema del lago" son admirables por su factura poética, por su tristeza recatada y por la descripción emocionada del paisaje.

Cronista y cuentista como Gutiérrez Nájera, Urbina siguió las huellas de su predecesor en una prosa fácil y espiritual que conserva los hechos salientes y el temperamento de los últimos años del siglo xix y el primer cuarto del actual. Compartía, recordando su propia infancia, el desamparo de los niños menesterosos. En otras ocasiones, trazaba retratos cordiales de los muchos escritores que conoció o co­mentaba la actividad artística de México o sus experiencias en tierras cubanas y españolas.

En su madurez emprendió Urbina estudios críticos sobre la literatura en la época de la Independencia (prólogo a la Antología del Centenario, México, 1910, luego reimpreso con el nombre de La literatura mexicana en la época de la Independencia, Madrid, 1917) y sobre La vida literaria de México (Madrid, 1917). Más cuidado y completo el primero, que es uno de los mejores panoramas de nuestra historiografía literaria, no opaca por ello las conferencias que inte­gran el segundo, especie de historia sentimental de nuestras letras hasta la época del modernismo, llena de sagaces atisbos y de exce­lentes estampas.

Luis G. Urbina nació en la Ciudad de México el 8 de febrero de 1864 y murió en Madrid el 18 de noviembre de 1934. Sus padres fueron Luis Urbina y Alardín y Brígida Sánchez. Se quedó huérfano de madre al momento de nacer, y su padre, ante la imposibilidad de educarlo y cuidar de él, lo entregó a su abuela. Narra Urbina en Cuentos vividos y crónicas soñadas que, cuando era apenas un niño que no sabía aún ni leer ni escribir, su padrino, un viejo canónigo, amigo de su abuela, puso por primera vez en sus manos un gran libro ilustrado con atractivas estampas; ese libro era nada menos que una edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. El sacerdote le explicó pacientemente todas y cada una de las imágenes que pintaban las hazañas del loco hidalgo manchego. Aquella noche –dice Urbina–, “soñé con ejércitos de gigantes en fuga, combates de leones y caballeros, lanzas enristradas por invisibles campeones, tizonas flamígeras que destruían encantamientos, gorros de barbudos nigromantes, como los de las comedias de magia, y en todas partes, aquí y allá, don Quijote y su escudero”. Fue así como aquel niño tuvo un primer contacto con la cultura y la literatura en lengua española. Urbina careció de recursos durante su infancia y primera juventud; siendo muy joven llegó de la mano de Juan de Dios Peza a la tertulia que se reunía en la Botica Francesa, donde conoció a lo más granado de la generación modernista mexicana, entre ellos, a Jesús E. Valenzuela, Manuel Gutiérrez Nájera, Balbino Dávalos y José Juan Tablada. Pero, sin duda, quien más influiría en su carrera profesional sería Justo Sierra, considerado siempre por él como su maestro y protector. Sierra lo nombró su secretario particular; fue él también quien le dio el apodo con el que sería ampliamente conocido: el Viejecito. Tal fue la devoción por el maestro que, a partir de su tercer libro de poesía Puestas de sol de 1910, todos llevan una dedicatoria que refleja la gratitud y el enorme cariño que el ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes despertó en él. Su libro póstumo: El cancionero de la noche serena de 1941, registra: “A la sagrada memoria del maestro Justo Sierra, santo amor de mi vida”. En Retratos líricos de 1946 –no incluido en la primera edición de sus Poesías completas del mismo año–, evoca al maestro en el soneto i: “Te invoco, en tanto, Padre; porque fuiste, / en los nublados de la edad estrella / –la de los Reyes Magos– para aquella / generación desorientada y triste”.

De la mano de Sierra, comenzó a publicar en los principales diarios de la capital, especialmente en El Mundo Ilustrado, El Universal, El Siglo Diez y Nueve y El Imparcial. Las páginas de la Revista Azul incluyen el nombre de Luis G. Urbina entre sus colaboradores; ahí aparecieron poemas, crónicas y artículos de Urbina, en ocasiones firmados con el seudónimo de Daniel Eysette. En la libérrima Revista Moderna, colaboró con poemas, artículos y una reseña. Junto con Sierra, Pedro Henríquez Ureña y Nicolás Rangel, realizó el magno proyecto de la Antología del Centenario (1910), apoyado económicamente por la Biblioteca Nacional de México; suya es la introducción que lleva por título: “La literatura mexicana durante la guerra de Independencia”.

Además de su labor como escritor, se desempeñó como profesor de literatura y, durante dieciocho meses, en 1913, dirigió la Biblioteca Nacional del 1 de marzo de ese año al 6 de septiembre de 1914. Identificado con el régimen del usurpador Victoriano Huerta, el autor de Lámparas en agonía fue encarcelado el 19 de septiembre de 1914 a instancias del gobierno carrancista. Un buen número de intelectuales amigos suyos intervinieron en su favor, pero fue finalmente Isidro Fabela quien logró la exoneración del Viejecito. Decepcionado e imposibilitado para desarrollar con libertad su tarea como escritor, decidió emigrar. Su primer destino fue Cuba, lugar al que arribó el 1 de marzo de 1915. Allí, al cabo de algunos meses e innúmeras vicisitudes, logró formar parte del cuerpo de redactores del periódico El Heraldo de Cuba, diario en el que comenzó a escribir, en septiembre de ese mismo año, una columna titulada: “La Semana”, y otra más enfocada a los asuntos propios de la isla que llevaba por título: “Dibujos Habaneros”. Pronto Urbina adquirió prestigio en las páginas del periódico isleño, al grado que fue designado corresponsal en España. Se embarcó hacia el Viejo Continente el 4 de mayo de 1916. En la nota introductoria del libro Estampas de viaje, las palabras del poeta son más que elocuentes con respecto a la emoción que sintió al vislumbrar la patria de sus abuelos paternos: “Al comenzar el año de 1916 pisé, por primera vez, tierra española. Desde la orilla del Mediterráneo, todo yo me volví ojos para ver y corazón para sentir”. Producto de estas crónicas enviadas a El Heraldo de Cuba fue su libro: Estampas de viaje, el cual apareció en 1919. Sus retornos a México fueron esporádicos, así como sus estancias en otras latitudes; por ejemplo, del 26 de abril al 2 de agosto de 1917, desempeñó labores consulares en Buenos Aires. Visitó también Italia en 1924; inspirado en este viaje escribió el libro de poesía: Los últimos pájaros (1924); pero su fascinación por España lo impulsaba a volver allí siempre. Fue primer secretario de la Legación de México en aquel país del 5 de julio de 1918 al 10 de junio de 1920. Entre 1921 y 1923, escribió para el periódico mexicano Excélsior crónicas desde la Madre Patria, que reuniría más tarde en el libro Luces de España, de 1923. Su última encomienda oficial en tierra ibérica fue la de encargado de la Comisión del Paso y Troncoso desde 1926 hasta su muerte. Esta comisión, que iniciara el ilustre historiador y que continuaría posteriormente Francisco A. de Icaza, consistía en rescatar documentos importantes para la historia de México del Archivo de Indias en Sevilla.

La crítica existente sobre Urbina se refiere a su labor como poeta, aunque poesía se consideran también sus textos en prosa plenos de metáforas y de profunda simbiosis con el entorno. La mayor parte de los comentarios vertidos en torno al autor de Lámparas en agonía son positivos; sin embargo, fue víctima entre sus contemporáneos de crueles expresiones que aludían más a su físico poco agraciado que a su calidad como poeta, tal es el caso de los juicios lanzados en su contra por Ciro B. Ceballos en el libro En Turania (1902). Manuel Gutiérrez Nájera habla, en un artículo publicado el 5 de febrero de 1891 en El Partido Liberal, acerca del entonces joven e incipiente poeta. Fiel a su convicción de que toda buena literatura proviene de un cruzamiento forzoso en el que las voces de distintos poetas vuelven a sonar transformadas en otras latitudes y nuevas generaciones, adjudica a Luis G. Urbina los ecos de la poesía de Musset y de Heine. En el joven mexicano, pequeño de cuerpo, pero vasto de frente, reconoce una especial habilidad para la descripción y una acendrada melancolía, que no llega a ser dolor veraz, sino una evocación cercana a la poesía romántica.

Hacia el medio siglo, Antonio Castro Leal está ya en posibilidades de juzgar la obra completa del poeta fallecido doce años atrás. En el prólogo a la primera edición de sus Poesías completas (1946), dice: “Dentro del modernismo –apunta el crítico– Urbina representa la persistencia de la nota romántica”. Destaca su maestría en el poema largo de corte psicológico y reconoce la importancia de las composiciones llamadas “Vespertinas”, poemas cortos que plasman los estados de ánimo que transcurren precisamente a esas horas del día. El poemario póstumo de Urbina es –a decir del analista– lo mejor de su producción poética, sin que de los libros anteriores dejen de significarse textos como “La balada de la vuelta del juglar” y “El ruiseñor cantaba”.

En Museo poético (1974), Salvador Elizondo confirma lo expresado por la crítica anterior acerca de que la mayor perfección en la poesía del Viejecito está en su extraordinaria capacidad descriptiva: “cumplido exponente del gran precepto modernista que dice que el arte es la naturaleza vista a través de la sensibilidad”.

Genaro Estrada acompañó al autor del famoso madrigal “Metamorfosis” en sus últimos días, pues, por entonces, aquél desempeñaba el cargo de primer embajador de México ante la Segunda República española y podía, por tanto, estar cerca del hombre bajito y regordete que legó a la literatura mexicana una obra que derrocha sensibilidad y perspicacia, belleza sin igual en el lenguaje, armonía y ritmo impecables en la hechura de sus versos y precisión en sus apreciaciones de observador puntual de la realidad que se le venía al paso. Pero, sin duda, su mayor aportación a las letras patrias está en su destreza para pintar paisajes y retratos de excepcional calidad tanto en prosa como en verso.

Autor de nueve libros de poesía, seis de crónicas y artículos y dos estudios de historia literaria, además de la coordinación de la magna obra colectiva de la Antología del Centenario, Luis G. Urbina deja a la posteridad una obra no sólo digna de encomio, sino de indispensable consulta para la reconstrucción de una época que marcó con su sello las postrimerías del siglo xix, extendiéndose más allá de la caída del régimen de Porfirio Díaz. Positivista en el pensamiento, romántico en el corazón y modernista en la forma, Luis G. Urbina es un escritor de primera línea en los anales de las letras mexicanas.                                  

Nació en la Ciudad de México, el 8 de febrero de 1864; muere en España, el 18 de noviembre de 1934. Poeta y cronista. Periodista. Autodidacta. Colaboró en el periódico El Lunes, dirigido por Juan de Dios Peza y en el RenacimientoEl Siglo XIX, la Revista AzulEl Universal de Rafael Reyes Spíndola; y fue director de El Mundo Ilustrado. En 1903 fue nombrado profesor de Lengua española en la Escuela Nacional Preparatoria. Secretario particular de Justo Sierra, en la recién creada Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, de 1905 a 1911. Entre 1911 y 1912 fue editoríalista de El Imparcial. Director de la Biblioteca Nacional en 1913. Trabajó en Cuba como profesor y periodista durante 1925. Fue corresponsal en España de El Heraldo de Cuba, de 1916 a 1920. Comisionado por el gobierno de México en 1917, impartió conferencias en Argentina, sobre literatura mexicana, en la FFyL de la Universidad de Buenos Aires. Secretario de la Legación en Madrid, en 1918. Viajó a Italia y a Francia y regresó a México en 1921. Un año más tarde volvió a España como Primer Secretario de la Comisión "del Paso y Troncoso". Regresó a México en 1925 y trabajó en el Museo Nacional de Historia, Arqueología y Etnografía. En el mismo año regresó a España para clasificar los documentos de la Comisión "del Paso y Troncoso". Fue nombrado Director de dicha Comisión en 1926. Colaborador en la Exposición Iberoamericana de Sevilla, inaugurada en 1929. Escribió el prólogo a la Antología del Centenario de 1910, junto con Pedro Henríquez Ureña, bajo la dirección de Justo Sierra. Su obra ha aparecido en diversas antologías, como Crónicas, con prólogo y selección de Julio Torri, en la Biblioteca del Estudiante Universitario, 70, UNAM, 1950.

Seudónimos:
  • Daniel Eysette

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Luis G. Urbina

Lectura a cargo de: José Ángel Domínguez
Estudio de grabación: Ediciones Pentagrama
Dirección: Andrea Garza
Operación y postproducción: Héctor Ramírez "Tato"
Año de grabación: 2016
Temas: Luis G. Urbina (Ciudad de México 1864 – Madrid, 1934). Fue poeta, cronista y crítico. Su poesía se encuentra entre dos aguas: el romanticismo y el modernismo. Urbina se desempeñó como secretario particular de Justo Sierra, uno de sus grandes maestros, cuando éste ocupó el cargo de ministro en la Instrucción Pública. Trabajó desde muy joven en el Siglo XIX, donde se relacionó con los escritores de la época. Colaboró en El Mundo Ilustrado y El Imparcial. También perteneció al estrecho grupo de la Revista Azul, fundada por Manuel Gutiérrez Nájera, con quien estableció una íntima amistad. Residió en La Habana (a causa de la Revolución Mexicana) y en Buenos Aires. Algunas de sus obras son Lámparas en agonía (1914), La literatura mexicana en la época de la Independencia (1917) y La vida literaria de México (1917). A continuación presentamos tres poemas de su libro Lámparas en agonía (1914).

Instituciones, distinciones o publicaciones


Revista Azul
Fecha de ingreso: 06 de mayo de 1894
Fecha de egreso: 1896
Secretario de redacción

Cervantes. Revista mensual iberoamericana
Fecha de ingreso: 1916
Fecha de egreso: 1916
Director

Universidad Nacional Autónoma de México UNAM
Fecha de ingreso: 1903
Fue profesor de Lengua española en la Escuela Nacional Preparatoria

Biblioteca Nacional
Fecha de ingreso: 1913
Fue director