1995 / 29 nov 2017 08:17
Nació en 1776 y murió en 1827 en la Ciudad de México. Periodista, poeta y autor dramático. Fue una figura muy popular que festejó y censuró las costumbres de su época. Estudió en San Ildefonso y en la Universidad de México. De ideas independentistas, fue amigo de doña Josefa Ortiz de Domínguez. Se considera que luchó en la Guerra de Independencia. Fue un mordaz crítico del gobierno virreinal.
Notas: Luis González Obregón en su D. José Joaquín Fernández de Lizardi (México, 1938) proporciona amplia información sobre la obra de este autor. En 1963 la UNAM inició la publicación de sus obras completas.
1958 / 17 sep 2017 15:55
Entre las dos etapas, crepúsculo de la era colonial y aurora de la independencia, debe situarse la obra abundantísima del periodista, polemista, costumbrista y novelista José Joaquín Fernández de Lizardi, “El Pensador Mexicano”, autor de El Periquillo sarniento, La Quijotita y su prima y Don Catrín de la Fachenda. Su novelística deriva de la picaresca española y representa, como se ha dicho, al retratar el ambiente decadente y corrompido de la Colonia, el mejor alegato en favor de la independencia. Lizardi se inspiró especialmente en el Gil Blas de Lesage, y recibió también muchas influencias de Feijoo. Aunque no sea un escritor de forma excelsa, es una insigne expresión del alma de su pueblo y de los anhelos que entonces la embargaban. Ocupa un alto sitio en la gratitud de los mexicanos. Poseía humorismo, socarronería de mestizo, una picardía maliciosa que resultó la mejor espada. No sólo deja la primera novela hispanoamericana de verdadera robustez, sino que traza un retrato característico de nuestro país. Peleó con la pluma incansablemente en favor de las buenas causas.
1993 / 05 sep 2018 08:30
Vida y obra de Fernández de Lizardi
Muy pobre era pues la tradición novelesca en que podía apoyarse José Joaquín Fernández de Lizardi para realizar su obra. Existían ciertamente en México antecedentes de poesía popular y costumbrista en el siglo xviii,[1] y podían llamar en su auxilio, como lo hizo, a la rica tradición de la novela picaresca española y al pensamiento de los ensayistas dieciochescos; pero aun con el apoyo de estos modelos y antecedentes, su obra novelesca resulta extraordinaria, no sólo porque era la primera que surgía en Hispanoamérica,[2] sino porque en ella se fundarían muchas de las corrientes esenciales de la literatura mexicana. El espíritu liberal y popular que nace en las novelas, en los folletos y en los periódicos que escribe el Pensador Mexicano va a proporcionar, en efecto, la tónica de una de las corrientes más ricas e importantes de nuestras letras, que llega aún a nuestros días. A lo largo del siglo xix y de la primera mitad del siglo xx, esta corriente va a ir afinándose y enriqueciéndose, va a complicarse con nuevas doctrinas literarias y con ideas políticas y sociales, va a oscilar entre el campo, la provincia y la ciudad, pero conservará siempre aquel rumbo fundamental con que nació en la pluma de uno de los más ilustres escritores mexicanos.
La vida misma de Fernández de Lizardi, nacido y muerto en la Ciudad de México (1776-1827), y la forma en que desarrolló su profesión de escritor son una de las lecciones más estimulantes que guarda la historia de nuestras letras. Era hijo de padres criollos de mediana posición, lo que hizo posible que recibiera una educación apreciable, pues estudió en el colegio de Tepozotlán y luego en el de San Ildefonso, de México, donde no llegó a graduarse. Tras de algunos titubeos literarios[3] se inició en la vena satírica en que había de sobresalir.
En 1811 comenzaron a aparecer versos suyos que ridiculizaban a tipos de la sociedad de su tiempo; pero antes que pretender que sus poesías se publicaran en los periódicos literarios de la época como el Diario de México, en el que se fraguaban los prestigios de la literatura oficial, Lizardi prestó buenos servicios en Taxco a esta causa, pues se le acusó de haber entregado armas y municiones a los rebeldes, por lo que tuvo que sufrir una de sus primeras cárceles. Ya en libertad, continuó publicando folletos, en prosa y en verso, siempre sobre temas satíricos, de crítica social y política.
Sólo tres días después de promulgada la Constitución de Cádiz, que decretaba transitoriamente la libertad de palabra, apareció, amparado por esa ley, el periódico más célebre de Lizardi, El pensador Mexicano (1812-1814). En él defendió la libertad de imprenta, censuró abiertamente al gobierno colonial y aun llegó a publicar una cruel sátira del virrey Venegas que motivó fuese revocada la libertad de imprenta y que el valiente escritor fuera encarcelado una vez más.
Los años siguientes fueron duros, pues Lizardi se vio acusado por la inquisición; pero él continuó publicando, pese a todas las dificultades y censuras, sus folletos y periódicos, entre estos últimos la Alacena de Frioleras (1815-1816), La sombra de Heráclito y Demócrito (1815) y el Caxoncito de la Alacena (1815-1816). Mas los censores oficiales lo molestaban con singular atención, impidiéndole no sólo la libre manifestación de sus ideas sino también el medio de ganarse la vida. Entonces, para burlar su vigilancia, se le ocurrió emplear la novela picaresca, que había de ser en su pluma un instrumento civilizador tan efectivo como los demás. Así nace El Periquillo Sarniento (1816, 1830-1831), que comienza a publicar por entregas en 1816, hasta que la edición se ve suspendida en el tercer tomo a causa de que su autor, a principios del cuarto, condenaba la esclavitud y se constituía, por ello, en "el primer escritor mexicano que (en plena dominación española) se atrevió a defender a los esclavos, y a defenderlos con brío, con entereza, y sin miedo a los tiranos".[4] Estos últimos años de la revolución insurgente fueron el periodo de mayor actividad editorial de Lizardi. Tras El Periquillo y su fama vinieron las Fábulas (1817), La Quijotita y su prima (1818-1819), las Noches tristes y día alegre (1818) y la miscelánea intitulada Relatos entretenidos (1819); y por estos mismos años debió escribir su novela Vida y hechos del famoso caballero don Catrín de la Fachenda (1832) que, aunque intentó publicarla en 1822, no se imprimiría sino hasta un lustro después de su muerte.
Cuando en 1820 se restablece la libertad de imprenta, Fernández de Lizardi abandona la novela –que le exigía un esfuerzo concentrado que mal se avenía con su inquietud intelectual– y vuelve a publicar sus curiosos periódicos personales de nombres siempre tan originales: El Conductor Eléctrico (1820), El Amigo de la Paz y de la Patria (1822), El Payaso de los Periódicos (1823), El Hermano del Perico que Cantaba la Victoria (1823), las Conversaciones del Payo y el Sacristán (1824) y el Correo Semanario de México (1826-1827), que publicó hasta pocos días antes de su muerte.
Las Conversaciones del Payo y el Sacristán contienen algunos de los escritos ideológicos más interesantes de Lizardi, como la Constitución de una república imaginaria, en la que, como si quisiese equilibrar sus críticas y sus opiniones negativas, propuso la organización que debería de tener el mundo utópico que soñaba. Publicó también por estos años numerosos folletos sobre los más variados asuntos. Mas las revolucionarias ideas que expresaba tanto en éstos como en sus periódicos, le acarrearon nuevas cárceles y persecuciones, que no cesaron siquiera con el triunfo de la causa insurgente a la que tanto había contribuido. Desilusionado como tantos otros por las veleidades de Iturbide, lo atacó y defendió a los francmasones, lo que originó que fuese excomulgado por las autoridades eclesiásticas y se le hiciese víctima de toda clase de humillaciones. Al fin, hizo las paces con la Iglesia, "pero no admitió delito ni pidió absolución ni se retractó de errores que no había cometido".[5] En sus últimos años continuó probando alternativamente detracciones y honras, pero ni unas ni otras lo hacían interrumpir la publicación de sus ideas. En 1823 parece que fue desterrado de la Ciudad de México por sus ideas políticas, pero en 1825 se le premian los servicios que había prestado durante la guerra de Independencia con el grado de capitán retirado y con el cargo de editor de La Gazeta del Gobierno. Poco antes de morir, siempre acosado e infatigable, pobre y enfermo de tuberculosis, escribe su patético y reflexivo Testamento y despedida del Pensador Mexicano (1827) y aun compone su propio epitafio: "Aquí yacen las cenizas del Pensador Mexicano, quien hizo lo que pudo por su patria", texto conmovedor que ni siquiera llegó a emplearse, porque de sus restos, humildemente sepultados, pronto se perdió toda huella.
Continuando los procedimientos de la novela picaresca, y particularmente de Periquillo el de las gallineras, de Francisco Santos, y del Gil Blas, de Lesage, Fernández de Lizardi compuso su famosa novela El Periquillo Sarniento, en la que, con el pretexto de narrar las truculentas aventuras de un personaje al servicio de muchos amos, mostraba su habilidad para describir la vida y las costumbres pintorescas de Nueva España en sus postrimerías, al mismo tiempo que incurría en sus afanes moralizadores y educativos, en los que es notoria la lección del Telémaco, de Fenelón. Porque aunque en otras de sus novelas presentará un personaje opuesto al Periquillo y ridiculizara, en Don Catrín de la Fachenda, la vida de los presuntuosos libertinos que desdeñaban al pueblo, o criticara, en La Quijotita y su prima, la educación que por entonces se daba a la mujer, lo característico de todas ellas es el ambiente social que describen, para revelar, sobre todo, la profunda separación de las dos clases sociales más contrastadas: la de los poderosos que despreciaban al pueblo y la de los indígenas y mestizos, oprimidos e ignorantes. Lizardi, adicto a los humildes, dedicó su vida a defenderlos y mejorarlos, y reprodujo, al mismo tiempo, el lenguaje peculiar de cada uno de sus personajes en un estilo tan descuidado como eficaz. Dio Lizardi a la literatura mexicana lo que ningún otro escritor le había entregado hasta entonces: cuadros y retratos de la vida mexicana, sorprendentes por su verdad y su fuerza expresiva.[6]
Toda la obra de Fernández de Lizardi, pero singularmente su novela más famosa, ha merecido amplias discusiones acerca de su mérito literario. Es indudable que, desde este punto de vista, hay muchos aspectos censurables en El Periquillo. Le falta proporción y unidad; sus incidentes, aunque interesantes en sí mismos, parecen ocurrir arbitrariamente y sin tener en cuenta el curso general del relato; los pasajes didácticos y moralizantes pecan de extensos, fatigosos e inoportunos; los caracteres tienen un desarrollo superficial y rudimentario; las descripciones de lugares son pobres; y, sin embargo, El Periquillo ha disfrutado de una constante popularidad y es, al mismo tiempo, una de las obras más importantes de las letras mexicanas. El secreto de esta popularidad y de esta significación, pese a todos sus desaliños, se debe en primer lugar a su estilo que, aunque desnudo de galas y de atildamiento, conviene admirablemente al asunto y "es espontáneo y fresco, sencillo y realista a la vez, y no carece de ritmo y armonía",[7] y se debe también al interés y a la profundidad con que describe Lizardi la sociedad de su tiempo.
Al presentar los varios niveles sociales –dice Spell–, el autor no deja de observar y reproducir con exactitud el lenguaje peculiar de cada uno, sobre todo el de los oficios y profesiones, honrados y vergonzosos. Está familiarizado con la jerga estudiantil, con el habla de los abogados y los médicos, con la jerigonza de los jugadores, de los ladrones y del bajo mundo en general, así como también con el dialecto de los indios. Describe escenas interiores minuciosamente, con exuberante riqueza de datos tocante a las comidas, las bebidas y la indumentaria. Las leyendas, las supersticiones y el habla popular por él presentadas, son valiosísima ayuda para los que se interesan en el folklore. También las páginas de la novela ofrecen un campo rico para los estudios lingüísticos, pues en ella se halla el dialecto que resultó de la fusión de las razas española y azteca.
No menos importantes –prosigue Spell– son los informes que reunió Lizardi para el sociólogo, pues como se dedicó a pintar la sociedad a fin de mejorarla, no hubo fase, por insignificante que fuese, en que no se fijara. Pintó especialmente, y de un modo minucioso y lúgubre, la vida de ciertas instituciones, como las prisiones, los hospitales y las apiñadas guaridas de los mendigos.[8]
No deja de tener una justificación el hecho de que La Quijotita y Don Catrín de la Fachenda no hayan disfrutado de la extensa fama popular que desde su aparición conquistó El Periquillo. Hay en ellas ciertamente aquel color local y aquella pintura de la sociedad de su tiempo que forman las mejores cualidades de la primera novela de Lizardi, pero la carga didáctica y moralizante, que en El Periquillo puede aislarse fácilmente de los episodios novelescos, no puede separarse, en cambio, en las otras novelas ya que se encuentra muy directamente apoyada en las historias mismas que cuentan, las cuales son fábulas ejemplares dedicadas a poner de manifiesto errores de la educación y de la organización social. En La Quijotita hay ciertamente caracteres bien perfilados, escenas chispeantes y descripciones de costumbres nacionales; y en las breves páginas de Don Catrín hay una incisiva sátira de aquellos tipos sociales, inútiles y vanidosos, que más se alejaban del pueblo que tan bien comprendió y defendió Fernández de Lizardi; pero en una y en otra su autor había restringido demasiado sus objetivos y no tenía ya oportunidad para desplegar aquellas ricas y abigarradas galerías de tipos y escenas populares que constituyen el mayor mérito de El Periquillo.
Los folletos que en cantidad considerable –cerca de doscientos cincuenta– publicó Fernández de Lizardi tratan de problemas sociales, políticos y religiosos, con un valor y con una constancia excepcionales. Atacó en ellos los impuestos excesivos y la corrupción general, criticó a la Iglesia por haber mantenido en la ignorancia a las clases populares, promovió la educación popular y estableció una fracasada Sociedad Pública de Lectura, se defendió contra sus impugnadores y calumniadores, moralizó sin descanso y dio su parecer sobre cuestiones legales y gubernativas.
Folletos, periódicos personales y calendarios, todo era en la pluma de Lizardi un mismo instrumento para dar salida al caudaloso curso de sus doctrinas y prédicas sociales. Sus periódicos y calendarios estaban redactados en su totalidad por "El Pensador", y no se diferenciaban de los folletos más que por su nombre y su aparición periódica. En aquellos años de luchas insurgentes, en los que muchas mentes despertaban y se agitaban por las nuevas ideas sociales y políticas, y en los que no era posible dar una salida natural a semejantes preocupaciones en los periódicos –controlados estrictamente por la censura oficial–, estas publicaciones de que se sirvió Fernández de Lizardi, siempre oportunas y siempre escurridizas a los censores, eran un recurso admirablemente adecuado a las circunstancias.
Por otra parte, Lizardi había logrado, por primera vez en la historia de nuestras letras, conquistar un público adicto y numeroso, y si se piensa en las dificultades y limitaciones editoriales que existían entonces, los varios miles de páginas que publicó "El Pensador" parecen singular hazaña. Debe haber mantenido ocupadas por muchos años y con solas sus obras a la mayoría de las imprentas que funcionaban en su época, y así llegó a obtener una primacía más: la de ser el primer escritor mexicano que, aunque pobremente, vivió de la profesión literaria. Pudo hacerlo gracias a que tuvo, en este aspecto, el notable acierto de no destinar sus obras a un público culto, especializado y reducido, sino a su pueblo que nunca dejó de interesarse por su pensamiento y de adquirir aquellos testimonios oportunos y valientes.
No carecen de mérito las demás obras que escribió Fernández de Lizardi. En sus Ratos entretenidos figuran las letrillas satíricas con que inició su obra y otras poesías de poco relieve entre las que sobresale su Himno a la Divina Providencia, imitación horaciana, que González Obregón en su entusiasmo llegó a calificar de poema "magnífico y bellísimo".[9] Siguiendo el gusto de los poetas de su tiempo, que eran muy aficionados al género, "El Pensador Mexicano" escribió un volumen de Fábulas. Pero antes que repetir, como tantos otros, los temas creados por los fabulistas clásicos, supo encontrar asuntos nuevos y originales y darles, según era su costumbre, un pronunciado color local, no sólo en los modismos y giros sino aun con la intervención de animales autóctonos.
Sus Noches tristes y día alegre es otro tributo de Lizardi a las modas literarias de su tiempo. Como él mismo lo reconocía, ellas eran imitación de las Noches lúgubres atribuidas al español José de Cadalso, por donde venían a relacionarse también con el modelo común de todos estos sombríos testimonios prerrománticos: The Complaint or Night-Thoughts, o Las noches, del poeta inglés Edward Young, que se habían divulgado en la traducción española de Juan de Escóiquiz. Aparte de su significación histórica como precursoras de nuestro romanticismo, las Noches tristes de Lizardi anticipan los rasgos nativos y frenados que adoptaría entre nosotros la nueva escuela literaria y tienen el interés de que, entre sus escenas novelescas, el autor refiere algunos episodios autobiográficos.
También se acercó al teatro este fecundo y singular escritor mexicano. Compuso una Pastorela en dos actos, que fue muy popular en la República; dos piezas de intención política: El unipersonal de don Agustín de Iturbide emperador de México (1823), monólogo en versos endecasílabos en el que Iturbide reflexiona sobre los errores políticos que cometió, y La tragedia del P. Arenas (Puebla, 1827), pieza alegórica en cuatro actos y en verso sobre la conjuración y muerte de este inquieto personaje de la época de independencia; añadió una segunda parte a El negro sensible (1825), de Comella, en la que entre impericias dramáticas logró expresar sus ideas sobre la igualdad racial y la libertad de todos, y, finalmente, tuvo su mayor acierto teatral en el Auto mariano para recordar la milagrosa aparición de nuestra madre y señora de Guadalupe (1813), hábil dramatización de la aparición guadalupana, llena de sencillez y simpatía, y cuyos pasajes líricos "revelan la naturaleza profundamente religiosa del autor".[10] Parece ser también de Lizardi la pieza intitulada La noche más venturosa (1895) y se le atribuye otra, inédita hasta ahora, llamada El fuego de Prometeo.
Muchos puntos de contacto tiene su pensamiento con el del padre Feijoo. Ambos se preocuparon por librar al pueblo de supersticiones y ambos aspiraban a mejorar la educación popular. Mas si el autor del Teatro crítico supera al mexicano como sabio y aun quizá como escritor, Lizardi sobresale por la energía y el valor que puso siempre al servicio de su pluma. Cuando tantos escribían una literatura amanerada e inocua, él se acercó a su pueblo, revelando con ello la certera comprensión que tuvo de la misión del escritor. Pero nada más ajeno a su propósito que ocuparse de estos temas por un placer de folklorista o de lingüista; su intención fue siempre educativa y, más aún, civilizadora. Y aunque hoy leamos sus obras movidos por la gracia pintoresca de sus estampas y por la gracia popular de su lenguaje, debemos recordar cuál era su propósito y cuán valiente fue el hombre que, a principios del siglo xix, se entregó con tanta clarividencia a la defensa de los desheredados.
Don Luis González Obregón, apologista y biógrafo de Fernández de Lizardi, escribió de él uno de sus más cumplidos elogios:
Apóstol de las nuevas ideas en una sociedad en que predominaban el fanatismo y la ignorancia; censor constante de costumbres profundamente arraigadas durante una existencia secular; partidario acérrimo de la independencia de su patria; propagador incansable de la educación popular, por medio de escritos y de proyectos; iniciador de la Reforma en una época en que el clero gozaba de todas sus riquezas, de todos y sus fueros y de todo su poder, y autor de libros que abrieron una nueva senda para formar una literatura nacional: éste fue don José Joaquín Fernández de Lizardi, más popularmente conocido por el seudónimo de El Pensador Mexicano.[11]
Su pluma tenía la socarronería aguda del mexicano. Supo aprovechar las circunstancias y preferir la burla y la ironía a la injuria. Al fin, quizá fueron más eficaces sus maliciosas sonrisas y sus sátiras que muchos denuestos y proclamas de los periodistas insurgentes. En sus últimos días llegó a comprender que su Periquillo tenía una particularidad innegable, la de ser la única obra novelesca propia del país que se había escrito por un americano. Pero nuestro primer novelista acertó no sólo a inaugurar el género en Hispanoamérica; acertó, además, a revelarnos nuestra nacionalidad cultural y a enseñar al mundo lo que era distintivo de México.
- El Pensador Mexicano
- El Amante de la unión
- El Patriota
- El Poeta
- El Poeta
- El Señor