Enciclopedia de la Literatura en México

Manuel Acuña

Ángel Muñoz Fernández
1995 / 28 nov 2017 08:38

Nació en Saltillo, Coahuila, en 1849 y murió en la Ciudad de México en 1873. Cursó estudios en el Colegio Josefino y luego en San Ildefonso. Estudió medicina. Fundó la Sociedad Literaria Nezahualcóyotl. Perteneció al Liceo Mexicano. Poeta del grupo de Ignacio Manuel Altamirano. Su suicidio, a los 24 años, produjo una gran impresión en los círculos literarios. Colaboró en El Renacimiento (1869), El Libre Pensador (1870), El Federalista (1871), El Domingo (1871-1873), El Búcaro (1872) y El Eco de Ambos Mundos (1872-1873).

Notas: En 1949, José Luis Martínez publicó la edición más completa de sus obras en la Colección de Escritores Mexicanos, 55, Porrúa. Su vida y su obra se consideran representativas del romanticismo mexicano. Altamirano hace referencia a una obra teatral, Donde las dan las toman.

 

José Luis Martínez
1993 / 31 ago 2018 18:17

La vida

Manuel Acuña, hijo de Francisco Acuña y Refugio Narro, nació en Saltillo, capital del estado de Coahuila, entre el 25 y el 27 de agosto de 1849. Recibió de sus padres las primeras letras e ingresó luego en el colegio Josefino de su ciudad natal para realizar los estudios secundarios. A los dieciséis años, en 1865, viene a México. Se inscribe, como alumno interno, en el colegio de San Ildefonso donde cursa latinidad, matemáticas y filosofía. Al año siguiente, inicia sus estudios en la Escuela de Medicina. Fue un estudiante distinguido aunque inconstante. Cuando muere, en 1873, sólo había concluido el cuarto año de su carrera. En los primeros meses de sus estudios médicos vivía en un humilde cuarto del ex convento de Santa Brígida, de donde se trasladó al cuarto número 13 del corredor bajo del segundo patio de la Escuela de Medicina, el mismo que años antes habitara otro infortunado poeta mexicano, Juan Díaz Covarrubias. Allí se reunían muchos de los escritores jóvenes de la época, Juan de Dios Peza, Manuel M. Flores, Agustín F. Cuenca, Gerardo M. Silva, Javier Santa María, Juan B. Garza, Gregorio Oribe, Francisco Ortiz, Miguel Portilla, Antonio Coéllar y Argomániz, Juan de Dios Villalón, Vicente Morales y otros. Allí fue donde, una tarde de julio de 1872, algunos de los poetas del grupo inscribieron sobre un cráneo, como sobre un álbum, pensamientos y estrofas.

En 1868 inició Acuña su breve carrera literaria. Diose a conocer con una elegía a la muerte de su compañero y amigo Eduardo Alzúa. En el mismo año, impulsado por el renacimiento cultural que siguió al triunfo de la República, participó en las fundaciones de la Sociedad Filoiátrica y de Beneficencia y de la Sociedad Literaria Netza­hualcóyotl. Agrupábanse, en esta última corporación –que inauguró sus sesiones en el patio del ex convento de San Jerónimo–, los escritores jóvenes de la época, en su mayoría discípulos de Altamirano, que fieles a sus prédicas nacionalistas procuraban crear una litera­tura original. Los trabajos presentados en la Sociedad publicáronse en la revista El Anáhuac (México, 1869) y en un folletín del perió­dico La Iberia intitulado Ensayos literarios de la Sociedad Netzahualcóyotl.[1] Este folleto puede considerarse como una de las obras de Acuña, ya que con­tiene, además de trabajos de otros escritores, once poemas y un artículo en prosa suyos. Acuña perteneció, además, a otras sociedades litera­rias de aquellos años; desde luego, al Liceo Hidalgo, la más impor­tante entre ellas. Fue colaborador de revistas y periódicos como El Renacimiento (en 1869), El Libre Pensador (en 1870), El Federa­lista (en 1871), El Domingo (en 1871-1873), El Búcaro (en 1872) y El Eco de Ambos Mundos (en 1872 y 1873). Tres de sus poemas aparecieron al frente de la antología llamada Lira de la juventud.[2]

En abril de 1871 muere su padre, al que dedica una sentida elegía, "Lágrimas". El 9 de mayo de 1872, con gran éxito, se estrenó –tras de haber permanecido varios meses sin atención en poder del actor Eduardo González– su drama El pasado en el Teatro Principal, representando el papel principal la famosa actriz Pilar Belaval. El 11 de junio fue repuesto en la escena y, en prenda del triunfo alcan­zado, varias corporaciones literarias entregaron a su autor cuatro coronas de laurel, las que iría a ofrecer a Rosario de la Peña, pasión e inspiración de Acuña como de tantos otros escritores de la época.

Cuatro figuras femeninas hay en la vida del poeta: la hasta hoy no identificada Ch..., a quien están dedicados algunos poemas de 1868; Soledad o "Celi", una mujer del pueblo, lavandera, constante devota suya; Laura Méndez, la poetisa, y Rosario de la Peña. La huella de los amoríos con Laura puede seguirse en algunos poemas de Acuña, de 1872, y en otros de la poetisa como el intitulado "Adiós" –clara respuesta a los poemas "Resignación" y "Adiós" de Acuña.

La historia de su relación con Rosario pertenece ya a la leyenda. A la musa de nuestro romanticismo dedicará la mayor parte de sus últimos poemas y ella aparecerá, acaso injustamente, como la causa del suicidio del poeta, a los veinticuatro años, el 6 de diciembre de 1873, cuando apenas iniciaba una obra animada por las mejores pro­mesas. Parecía perseguirle la obsesión del suicidio. En una carta a Ramón Espinosa, de enero de 1873, le dice que si no fuera por el temor de "caer entre las garras del cornudo (vulgo... demonio)", ya habría dejado de existir. A la mujer a quien se dirige en el poema "Resignación" –probablemente Laura Méndez–, le propone, en la última estrofa, un suicidio adornado con poéticas imágenes, y, según lo relató la misma Rosario de la Peña, Acuña, en alguna de sus últimas entrevistas, le propuso que apuraran ambos un veneno que le presentaba, porque debía "ser bella la muerte en compañía". Pero haya muerto Acuña alentado por su mórbida obsesión o por el desvío de Rosario –que nunca dio mucha importancia a las ofertas amoro­sas del poeta–, la posteridad, en postuma compensación, ha unido sus nombres y ella será siempre "Rosario la de Acuña". El cadáver del poeta, de cuyos cerrados ojos, se dice, estuvieron brotando lá­grimas según él mismo lo había anticipado:

como deben llorar en la última hora
los inmóviles párpados de un muerto,

velado por sus amigos en la Escuela de Medicina, fue sepultado el día 10 de diciembre en el Cementerio de Campo Florido, con la asis­tencia de representaciones de las sociedades literarias y científicas y de otras corporaciones, además de "un inmenso gentío". Las elegías y oraciones fúnebres con que se honró su memoria fueron nutridísi­mas, destacándose las de Juan de Dios Peza, su gran amigo, José Rosas Moreno y Justo Sierra. Este último expresó con singular for­tuna, en la primera estrofa de su poema, el sentimiento de dolorosa pérdida que experimentaba la concurrencia:

Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora
de un porvenir feliz, todo en una hora
de soledad y hastío
cambiaste por el triste
derecho de morir, hermano mío.

Posteriormente, sus restos fueron trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres del Cementerio de Dolores, donde se le erigió un monumento. En octubre de 1917, el estado de Coahuila reclamó las cenizas de Acuña que, tras de haber sido honradas con una cere­monia en la Biblioteca Nacional, fueron conducidas a Saltillo, su ciudad natal, donde el escultor Jesús F. Contreras había realizado un notable grupo escultórico a la memoria del poeta.

La obra

Diversas circunstancias han determinado que la breve obra literaria de Manuel Acuña sólo haya sido considerada hasta ahora desde perspectivas tan extremosas como el panegírico de la legión de devotos o el desprecio de los iniciados en las quintaesencias poéticas. Pero si se enfoca su obra apartándose en lo posible de ambos extremos, la imagen que ganamos de su autor distará sin duda del genio que los primeros proclaman y del gemebundo y cursi poeta que los últimos denigran, pero no carecerá, por ello, de relieves interesantes.

Conviene recordar, en principio, que Acuña escribe su obra entre 1868 y 1873, es decir, entre sus diecinueve y sus veinticuatro años con los que apenas iniciaba su juventud, y que escribe, por otra parte, situado entre la generación de reformistas y liberales, que acaban de hacer dos guerras y de revolucionar la conciencia política y social de México, y la nueva generación que se forma en torno al magisterio nacionalista de Altamirano y que comienza a manifestarse en 1869 en el semanario El Renacimiento. Consecuentemente, su obra será expresión tanto de aquel clima de adolescencia cuanto de las ideas políticas y literarias que mueven a los hombres de su tiempo y que él, con la arrogancia propia de sus años, abraza y exagera fervorosamente.

En atención a uno de los sectores más notables de su obra, Acuña pudiera ser llamado, en efecto, el poeta de los ideales de la Reforma. La condenación del fanatismo, de la tiranía y de los crímenes de la sociedad; la exaltación del progreso y de las luces de la razón; la creencia en la redención por la enseñanza y la ciencia tienen, en poemas como "Ocampo" y "Uno y quinientos", expresiones aún de ferocidad partidista, y, fiel a aquellas convicciones, su autor llegó a proclamar, en el "Himno a la Sociedad Filoiátrica", un culto a la ciencia que sustituyera en la consciencia de los hombres el culto a un Dios. Los crímenes de la sociedad, como antes se los llamaba, encontraron también en Acuña un exaltado denunciador. Su poema "La ramera", apenas defendible como poesía por sus recursos efectis­tas y sus claroscuros primitivos, debió producir en su tiempo una conmoción social por la sorprendente energía con que un joven de veinte años tomaba la defensa de la mujer caída. Refiriéndose años más tarde a este poema, un escritor conservador, J. de J. Cuevas, decía, orgulloso de su severidad moral, que "arrojar amores y ter­nuras a los pies de las mujeres perdidas es el insulto más soez que puede lanzarse al rostro de las mujeres honradas". Acuña volvió posteriormente a tratar con más amplitud tan espinoso asunto en su único drama, El pasado, que en su tiempo alcanzó un éxito me­morable y mereció ser repuesto en escena hasta cinco veces, en la ciudad de México y en Toluca y Puebla. En sus tres breves actos, la pieza cuenta la amarga historia de una mujer caída y regenerada a la que "la sociedad" y las intrigas de unos despechados impiden disfrutar la felicidad que gozaba al lado del pintor que la había desposado, devolviéndola implacablemente a la proscripción y la miseria. Escrita desde 1870, cuando Acuña no contaba más de veintiún años, la obra tiene las mismas limitaciones del poema que la había esbozado, a más de un dibujo excesivamente esquemático y simplista en el desarrollo dramático, consecuencia obvia de la juventud y de la inexperiencia teatral de su autor. El pasado no carece, sin embargo, de esa animada soltura de la mayoría de los escritos de Acuña, y tiene la fuerza persuasiva de una fábula dramatizada, en la que una convención permite acentuar los perfiles del bien y el mal, del dolor y la alegría, para asegurar más el efecto de la prédica.

Las ideas materialistas que había aprendido de Ignacio Ramírez principalmente y de los textos doctrinarios y científicos que frecuen­taba, lo llevaron fatalmente a un violento escepticismo, de carácter puramente sentimental, pero no pudieron impedirle preocupaciones metafísicas para las que al fin se contentó con soluciones sin consis­tencia. Quería encontrar una explicación materialista del mundo y del destino del hombre, tema sin duda desproporcionado para su edad y sus alcances, y se inclinó a una "embriaguez naturalista", como la llama Menéndez Pelayo, que lo hacía preguntarse unas veces si en el sepulcro concluía la vida del hombre, y lo llevaba otras a afirmar que allí en la tumba, donde desaparecía la estatua de la vida, surgía para el hombre ilustre otra estatua, la de la fama. En "Ante un cadáver", expuso sus teorías sobre la renovación y la trans­mutación de la vida y, paradójicamente, su creencia, no en la inmor­talidad del alma sino en la de la materia, "que cambia de formas, pero nunca muere". Este poema es, por otra parte, una de las expresiones más congruentes y nobles de su ideología. Hay en él sobriedad y nobleza antes que la explosión sentimental de otros poemas, y la reflexión filosófica se ha convertido, al decir de Menén­dez Pelayo, en "raudal de inmortales armonías". El mismo crítico añadía que este poema es "una de las más vigorosas inspiraciones con que puede honrarse la poesía castellana de nuestros tiempos". En la "Oda ante el cadáver del doctor Villagrán" se encuentra una reiteración de estas ideas sobre el enigma de la muerte y la inmorta­lidad por la fama y, al igual que en los tercetos "Ante un cadáver", se advierte en ella la depuración que iba logrando Acuña en su lenguaje poético.

Pero no siempre se contentó con esta solución, que había apren­dido probablemente de Lucrecio o aun de Jorge Manrique, y en varios pasajes de su poesía quedan rastros de su angustia metafísica ante el misterio del universo, reverso y consecuencia de su agnosti­cismo. Siguiendo la línea iniciada en nuestra poesía por Ignacio Ra­mírez, Acuña es uno de los contados poetas mexicanos que tocan con rasgos de grandeza el tema romántico del hombre perdido y angustiado en el misterio del mundo. En "El hombre", uno de los primeros poemas de su pluma, y en muchos otros de los que escribió más tarde, quedan, entre las inevitables caídas de mal gusto y las desproporciones, ráfagas de este pavor y de estas inquisiciones cósmicas.

Pero alternando con estas composiciones que pudieran llamarse ideológicas, Acuña escribió poemas amorosos, patrióticos, humorísti­cos, descriptivos y de circunstancias. El tema dominante en los primeros, a los que debe la mayor parte de su fama, es el rompimiento amoroso, nunca la exaltación del placer o la delicia ni el simple elogio de la mujer amada. "Resignación", el poema de su rompi­miento con Laura Méndez, está lleno de alusiones al hijo muerto de sus amores y contiene una clara invitación al suicidio de los dos amantes, pero al mismo tiempo es de los poemas más logrados y hermosos de Acuña, uno de los de tono más justo y de más sostenido vuelo lírico, con algunos pasajes de fluida dicción poética:

Le dimos a la tierra
los tintes del amor y de la rosa;
a nuestro huerto nidos y cantares,
a nuestro cielo pájaros y estrellas:
agotamos las flores del camino
Para formar con ellas
una corona al ángel del destino...

y a lo largo de todo el poema puede reconocerse una cabal transmutación –pocas veces lograda en el resto de su obra– de los sentimientos en imágenes poéticas. En "Adiós", otro de los poemas de este grupo, menos afortunado que el anterior, se muestra la eficacia poética que había conseguido Acuña en la expresión de este tema con símbolos directos y simples: el pájaro que se aleja del nido, el ave que huye del frío del invierno, y con un acento, si no muy puro líricamente, sí muy persuasivo.

Su "Nocturno", finalmente, carece estrictamente de auténtico temblor lírico; sus versos están desprovistos de belleza formal; sus imágenes no tienen el relieve y el vuelo que se reconoce en las de "Resignación", por ejemplo, y los mismos sentimientos que confiesa el poema no pasan de vulgares; pero el secreto de su popularidad excepcional puede encontrarse en el hecho de que en el "Nocturno" parece acuñarse el lenguaje mismo del infortunio amoroso, la fórmula ya hecha en que el desgraciado en amores siente expresada y con­solada su desventura.

Los tercetos "A Laura", eco poco afortunado de los desolados y admirables tercetos de Ramírez, tienen una sequedad poco común en Acuña; pero éste se aparta en ellos voluntariamente del impulso retórico y lírico que mueve la mayor parte de sus versos, en busca del tono sentencioso, en el que no alcanza, sin embargo, aquella nobleza y majestad de su modelo.

Entre los poemas patrióticos de Acuña el más logrado es el romance "El giro", sobre un héroe poco conocido de la guerra de Independencia. Su dibujo es fino y animado y hay un acierto en el contraste de los suaves toques paisajísticos con la epopeya del héroe que canta. En los demás poemas de esta índole, como "Hidalgo", "16 de septiembre" y "Cinco de mayo", sólo repite los tópicos con­vencionales entonces de la poesía patriótica, sin alcanzar un acento vigoroso y original.

Otro aspecto poco advertido de la poesía de Acuña, y uno de los más interesantes, es el de sus poemas humorísticos. Domina en ellos lo que podría llamarse el humor escolar o literario y la sátira antirromántica. En "Rasgo de buen humor", dice preferir la sonrisa de una mujer a todos los bienes de la ciencia; en "La vida del campo" hace burla de las exaltaciones clásicas de la vida campesina; la "Letrilla" es una sátira contra la petulancia de los nuevos escritores, y en "A la luna" y en "Nada sobre nada" ridiculiza los tópicos poéticos cultivados por él mismo y propios del romanticismo –la elegía amo­rosa y el poema descriptivo, filosófico o épico–, aludiendo de paso y con mucha gracia, en el primero, a poetas como la Avellaneda, Zorrilla, Carpio y Sánchez de Tagle, cantores de la luna. Sorprende en estos poemas, más que la profundidad del ingenio de Acuña, su versatilidad y agudeza que le permitieron verse a sí mismo y a su tiempo en su lado ridículo y aun anticiparse, en ciertos aspectos, a la actitud poética de algunos modernistas, como Lugones.

Su poesía descriptiva está representada por uno de sus primeros poemas, de escaso aliento, intitulado "San Lorenzo", y de sus versos de circunstancias, de álbum y de tipo coloquial, sólo podría desta­carse la soltura y facilidad, intrascendentes, que en ellos muestra su autor.

En dos ocasiones intentó Acuña el poema "de asunto": "Historia de un pensamiento" es una sencilla fábula lírica con las imprescin­dibles alusiones autobiográficas, y "La gloria", su poema más extenso, cuenta, tras una leve ficción, la historia misma de su vida y particu­larmente la de sus amores con Rosario de la Peña, quien despreció la corona que el poeta había recibido por su triunfo con el drama El pasado. No tiene "La gloria" mayor interés por sí mismo, sino en cuanto ilustración sobre los sentimientos de su autor.

A propósito de los pequeños poemas de Acuña agrupados bajo el título de Hojas secas, dice Menéndez Pelayo que recuerdan las Rimas de Bécquer, "a quien Acuña no pudo leer". Sin embargo, pocos meses después de la muerte de Acuña aparecía en México el primero, probablemente, de los artículos sobre Bécquer que aquí se escribirían, en la revista El Artista (1874-1875), y se mencionaba allí una edición de las Rimas[3] que Acuña sí pudo leer. El hecho es que en estos pequeños madrigales de tono elegiaco aparece por primera vez, en México, según creo, la huella de Bécquer. Las Hojas secas parecen de lo último escrito por Acuña y aluden casi todas a su amor por Rosario de la Peña, con una intensidad hiriente y desolada y con una pureza lírica que las hace de lo mejor de su poesía. Estos frag­mentos muestran un desgarramiento interior y un desasimiento del mundo como si hubiesen sido escritos por un hombre en el umbral mismo de la muerte, y tienen, por ello, un misterio conturbador y una verdad trágica:

Oye, ven a ver las naves,
están vestidas de luto,
y en vez de las golondrinas
están graznando los búhos...
El órgano está callado,
el templo solo y oscuro,
sobre el altar... ¿y la virgen
por qué tiene el rostro oculto?
¿Ves?... en aquellas paredes
están cavando un sepulcro,
y parece como que alguien
solloza allí junto al muro,
¿por qué me miras y tiemblas?
¿por qué tienes tanto susto?
¿Tú sabes quién es el muerto?
¿Tú sabes quién fue el verdugo?

Antes de adoptar el tono áspero y apasionado que habría de distinguir su poesía, Acuña escribió algunas canciones y cuatro "Doloras", a imitación de las de Campoamor, bastante débiles todas. Tras de esta breve estación de titubeos, sus modelos preferidos pare­cen haber sido Núñez de Arce, Espronceda, la Avellaneda, Ignacio Ramírez y aun Víctor Hugo y Byron. De ellos aprendió el sentido de las grandes tiradas líricas, grandilocuentes y sonoras, que alternaba con el tono más íntimo, coloquial y persuasivo, de sus poemas amorosos.

El vigor de su entonación lírica era sin duda inusitado en el coro de la poesía mexicana, y sólo comparable, en el siglo xix, con las voces de Ignacio Rodríguez Galván e Ignacio Ramírez; vigor, por otra parte, impuro casi siempre, como si la violencia que el poeta imponía a sus cortos años le hubiese impedido encontrar el lenguaje justo para expresar sus concepciones. Mas en algunos pasajes surgía de pronto, entre la marejada ideológica, un limpio pasaje lírico, un dejo de ternura o la revelación de la angustia de la noche y de la soledad. En sus poemas doctrinarios muestra una predilección por las antítesis, que Menéndez Pelayo calificaba con justicia de "rechinante fraseología periodística". De sus maestros románticos aprendió tam­bién el gusto por las palabras compuestas, como "luz-inmortalidad", "mártir-libertad", "espectro-conciencia", "Dios-dulzura", "espacio-in­teligencia" y "Colón-conciencia", que afortunadamente pronto abandonó.

Su versificación revela esa misma precocidad que se advierte en sus concepciones poéticas. El repertorio de las formas que empleó es más extenso que los de la mayoría de sus contemporáneos y, aunque no llegó, por ejemplo, a dominar las formas estróficas más cerradas, no le faltó habilidad y soltura en casi todas. En sus poemas más ambiciosos usó la silva, los tercetos y los quintetos alejandrinos; y sus demás poemas los compuso en sonetos, serventesios, décimas, quintillas, coplas de pie quebrado, romances octosílabos, octavillas, estrofas sáfico-adónicas y estrofas sueltas. Su oído no era muy fino y le hacía incurrir a menudo en errores en la cuenta silábica, pero su corriente poética, que solía arrastrar muchas impurezas –prosaís­mos, expresiones científicas y postulados filosóficos y sociales no transformados en poesía– pocas veces careció de fluidez e intensidad. Tenía evidentemente un vigoroso sentido poético y un don de versificador, pero su corta vida no le bastó para madurar totalmente en poesía sus concepciones.

Acuña ha llegado a representar en su obra el tipo ideal del poeta estudiantil, con su peculiar indigestión científica y filosófica, con su humorismo irrespetuoso de la tradición, con sus amores apasionados e irreales, con la desmesurada seriedad con que consideraba los problemas de la sociedad, del espíritu y del destino del hombre, con su caballeresca defensa del infortunado y del caído, con su desaforado partidarismo político e ideológico –que poco a poco iba limándole la experiencia–, con su ternura para los padres ausentes y con el patetismo de sus desventuras amorosas. Su gloria, grande o pequeña, radica en haber sabido expresar cabalmente esta mentalidad y en haber poetizado sobre sus propias experiencias vitales, las que le dolían y las que lo exaltaban, en lugar de haberse impuesto temas artificiales o repetir simplemente las convenciones retóricas en uso. De allí la fuerza de testimonio humano que tiene su poesía.

Manuel Acuña Narro nació en Saltillo, capital del estado de Coahuila, el 27 de agosto de 1849 y falleció en la Ciudad de México el 6 de diciembre de 1873. Realizó los estudios secundarios en el Colegio Josefino de su ciudad natal y en 1865, teniendo dieciséis años, viajó a la Ciudad de México para inscribirse como alumno en el Colegio de San Idelfonso, donde cursó latinidad, matemáticas y filosofía. Fue poeta y dramaturgo.

En 1868, Acuña inició sus estudios en la Escuela de Medicina. Según Ignacio Manuel Altamirano en Acuña a través de la crítica literaria (1974), consagró todos los momentos que sus estudios dejaban libres al cultivo de la poesía. En los primeros meses de su formación médica vivió en un humilde cuarto del exconvento de Santa Brígida. De allí se trasladó al cuarto número 13 del corredor bajo del segundo patio de la Escuela de Medicina, en el que se reunían los jóvenes escritores de la época y en el que se quitó la vida poco después de haber concluido su cuarto año de la carrera.

Su primera incursión literaria la hizo en 1868, dándose a conocer con una elegía a la muerte de su compañero y amigo Eduardo Alzúa. Ese mismo año participó en la fundación de la Sociedad Filoiátrica y de Beneficencia de la Escuela de Medicina, en la que intervino hasta 1872.

En este último año fundó, junto con Agustín F. Cuenca y Gerardo Silva, entre otros, la Sociedad Literaria Netzahualcóyotl, que tenía por objetivo consagrar todos los esfuerzos al estudio, la corrección y crítica de las obras de los escritores jóvenes. Esta asociación, que inauguró sus sesiones en un patio del exconvento de San Jerónimo y en la que Acuña llegó a leer sus primeras producciones poéticas, se dio por terminada con la muerte del poeta.

También perteneció a la sociedad literaria de El Liceo Hidalgo, una de las más importantes de la época, de la que fue socio titular desde 1872 y de la que llegó a ser nombrado vicepresidente en 1873. Participó además en El Liceo Juárez (1872), en La Sociedad Literaria La Concordia (1872-1873) –de la cual fue nombrado miembro de la Comisión de Poesía Dramática en 1873– y en la Sociedad Porvenir (1872-1873).

Publicó los trabajos presentados en la Sociedad Netzahualcóyotl en la revista El Anáhuac (1869) y en un folletín del periódico político La Iberia, editado en la Imprenta de Ignacio Escalante, intitulado Ensayos literarios de la Sociedad Netzahualcóyotl (1869). Este último es considerado prácticamente obra suya debido a que contiene, además de trabajos de escritores como Ignacio Manuel Altamirano, once poemas y un artículo de su autoría.

Fue colaborador de revistas y periódicos como El Renacimiento (1869), El Librepensador (1870), El Federalista (1871-1872), El Búcaro (1873) y El Eco de Ambos Mundos (1871-1873), así como redactor de El Domingo (1871-1873), La Sombra de Guerrero (1872) –periódico político y literario fundado exclusivamente para defender la candidatura de Vicente Riva Palacio para presidente de la Suprema Corte de Justicia– y del periódico político La Democracia (1872-1873).

Como poeta tuvo preferencia por temas como el enigma de la muerte, el amor, la patria, el humor y de circunstancias –versos de álbum y de tipo coloquial–, de acuerdo con José Luis Martínez en “La obra de Manuel Acuña”, en Acuña a través de la crítica literaria (1974), siendo el amoroso el motivo dominante y al que debe la mayor parte de su fama. Tres de sus composiciones aparecieron al frente del tomo i de la antología de poesías mexicanas coleccionadas por Juan E. Barbero titulada Lira de la juventud (Imprenta de La Bohemia Literaria, 1872). Los poemas agrupados bajo el título Hojas secas (1873) fueron lo último escrito por su autor, y aluden a su amor por Rosario de la Peña, inspiración y musa del poeta, como de tantos otros escritores de la época.

Sobresalió también como dramaturgo con su obra El pasado, estrenada con gran éxito en el Teatro Principal el 9 de mayo de 1872 y puesta en escena nuevamente el 11 de junio del mismo año; la famosa actriz de origen hispano, Pilar Belaval, fue la encargada de representar el papel principal. En prenda del triunfo alcanzado, el poeta recibió tres coronas de laurel, que le tributaron la prensa metropolitana, La Sociedad Literaria La Concordia y el señor Macedo, empresario del Teatro Principal.

Algunos de sus seudónimos conocidos son “M.A.”, “El Doctor Montalbán”, con el cual, según Caffarel Peralta, firmó el 16 de agosto de 1871 en El Eco de Ambos Mundos, y “Mian”, con el que suscribió la sección intitulada “Cornadas” de la publicación periódica El Torito del 8 de diciembre de 1873, aparecida dos días después de su muerte.

En cuanto a su recepción, algunos de los estudios clásicos sobre el autor son: el realizado por Benjamín Jarnés intitulado Manuel Acuña, poeta de su siglo (1942); el breve ensayo de Roberto Núñez y Domínguez El México de Manuel Acuña (1949); Manuel Acuña (1950), escrito por Francisco Castillo Nájera; y el meticuloso estudio de Pedro Caffarel Peralta El verdadero Manuel Acuña, última publicación en vida del investigador veracruzano, cuya primera edición de 1984 fue retirada de circulación debido a erratas y fallas en la impresión, hasta que fue reeditado en 1999 como parte de la Colección Ida y Regreso al Siglo xix de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Por otra parte, entre los estudios más destacados de su obra se encuentran: el realizado por Armando de Maria y Campos, Manuel Acuña en su teatro (1952); el ensayo crítico “Vida y obra de Manuel Acuña. ii. La obra” de José Luis Martínez, en La expresión nacional. Letras mexicanas del siglo xix (1955); y la antología de artículos y ensayos críticos en torno a la vida y obra del autor, seleccionada por Eleazar López Zamora, Acuña a través de la crítica literaria (1974), cuya hemerografía fue realizada por María del Carmen Ruiz Castañeda.

Además, dentro de las investigaciones recientes destacan el libro publicado por la Universidad Autónoma Metropolitana, Manuel Acuña, la desdicha fue mi dios (2001), de Marco Antonio Campos; la investigación de Raymundo Ramos, Manuel Acuña. 24 años de la vida de un poeta (2002); el artículo “Manuel Acuña y los abismos del pensamiento”, de Evodio Escalante, publicado en el número 8 de la revista Signos Literarios (2008); y el artículo de Leticia Romero Chumacero “Laura Méndez y Manuel Acuña: un idilio (casi olvidado) en la República de las Letras”, publicado en la revista Fuentes Humanísticas (2009). Y una nueva edición de su obra, organizada por temas en: En nombre de ese laurel, 2 ts. (2013), con ensayos de Marco Antonio Campos, Evodio Escalante, y notas de Diana Garza Islas, Ernesto Lumbreras, Eduardo Figueroa Orrantia, Álvaro Canales Santos, Gerardo de Jesús Monroy y Julián Hebert. Por último, cabe destacar la recepción realizada desde la ficción histórica por César Güemes en su obra Cinco balas para Manuel Acuña (2009).

Seudónimos:
  • M.A.
  • El Doctor Montalbán
  • Mian

MATERIAS RELACIONADAS
Repertorio de escritores de México. Siglo XIX

Manuel Acuña

Lectura a cargo de: José Ángel Domínguez
Estudio de grabación: Ediciones Pentagrama
Dirección: Andrea Garza
Operación y postproducción: Héctor Ramírez "Tato"
Año de grabación: 2016
Temas: Manuel Acuña (Saltillo, Coahuila, 1849 – Ciudad de México, 1873) “El poeta de los ideales de la Reforma”, lo llamó José Luis Martínez. Formó parte del grupo de Ignacio Manuel Altamirano y de El Renacimiento (1869). Estudió medicina, perteneció al Liceo Mexicano y fundó, junto con su amigo Agustín F. Cuenca, la Sociedad Nezahualcóyotl, en la que se agrupaban los seguidores del legado nacionalista de Altamirano. Publicó en El Libre Pensador (1870), El Federalista (1871), El Búcaro (1872), entre otros. Su estética pone en tensión los ideales románticos y positivistas. Uno de sus poemas más famosos y que refleja esta condición es “Ante un cadáver”, el cual reproducimos en esta selección, junto con otros más que ilustran sus intereses poéticos.