1995 / 02 ago 2017 14:14
Nació en 1874 y murió en 1924 en la Ciudad de México. Estudió en Toluca y en la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Varias veces diputado local y federal. Subsecretario de Relaciones Exteriores y Procurador General de la República. Poeta y orador. Colaboró en El Imparcial, El Universal, Revista Azul y Revista Moderna.
28 nov 2017 08:21
Poco oro. Hay más negro que oro. Así la noche: cinco o seis mil estrellas sobre la inmensa suntuosidad de sus tenebrosos ropajes. El título sugiere la idea de un extraño santuario japonés: en fondo de laca negra, una viviente cosmogonía de oro, una historia de oro, una primavera de oro. Una princesa, luego, enigmática, sagrada, con sus escarpines inverosímiles y sus ojos velados, inclinada en remoto ensueño sobre un moribundo crisantemo.
No; nada de esto. No se trata de una de esas fantásticas decoraciones tan celebradas por la joyería minúscula de los Goncourt o por la farolería bonita de Loti; de uno de esos palacios dormidos en la magnífica vejez de sus mil años, de los abanicos raros, de las túnicas maravillosas, de las etiquetas supremamente refinadas, que ha suprimido a golpes de decreto, ni más ni menos que como un demócrata civilizado, amante del ferrocarril y del arco voltaico, el Mikado, ese gran burgués amarillo del extremo Oriente.
Se trata de un libro extraño, incorrecto, ingenuo a veces hasta lo infantil, hermoso, torturante, original, que ha escrito un joven poeta mexicano: Francisco M. de Olaguíbel. Nada de japonerías ni de murciélagos fantásticos sobre seda violeta. Los sueños de un soñador de veintiún años que canta las amargas melancolías de las tardes húmedamente grises que las enamoradas pueblan de sueños, y los desgarramientos de las carcajadas que suenan entre los dientes de los locos como desanudadas sartas de agrios cascabeles.
¿Será un pesimista este poeta o un desesperado? No; es un extraño. Apenas si cuenta algún dolor, y no llora. Nada tienen que ver con él los romanticismos lacrimosos de la adolescencia, que como la liebre del epitafio de Meleagro, pastó flores en el huerto lamartiniano. El tono general de sus cuadros es sombrío, sombrío y deprimente. Dijérase una pesadilla, una visión de la Fata Morgana, una niebla, un rayo de luna menguante sobre la negra tierra de media noche, una sombra indecisa, nada, poesía, misterio, neurosis —lo impalpable en lo tétrico. Henry de Groux pinta así, aunque tiene más potencia en el horror. Cierto que éste es uno de los más grandes pintores del mundo y que Olaguíbel no es más que la esperanza, es un gran poeta. Pero hay cierta semejanza.
Los versos del joven mexicano me han producido una impresión profunda que no sabría ocultar. ¿Quién sabe si no se tratará del futuro primer poeta de México? Creo que nadie ha sabido dar como él la nota melancólicamente sombría, fuera de Asunción Silva, ese divino poeta prematuramente perdido, cuyo Nocturno hubiera sido para la América una revelación, si América supiera leer a los grandes poetas.
Olaguíbel se ha librado muy joven de la democracia, de la república, del endecasílabo oratorio y tantas otras epidemias que han hecho estragos en su hermoso país. Le falta perder ciertos resabios de modernismo oficial, cierto amor puramente platónico, sin duda, y por lo tanto fundamentalmente falso, que parece inspirarle el ajenjo, condimento obligado de las salsas decadentes aderezadas por Ambrosi y algunas otras señoritas mimosas, venidas del Gran-Reino del Azul-de-Prusia. Y le falta una cosa más esencial todavía: estudiar, estudiar mucho, incesantemente, es decir, hacer lo que no hace la mayor parte de la juventud americana. Sus versos adolecen de desfallecimientos inexplicables, de insistencias verbales sobre palabras completamente anodinas, sobre adjetivos gastados por el uso, como cantos rodados, hasta los últimos extremos de la denudación. Hay que poseer, ante todo, una lengua rica, superlativamente rica, hasta el extremo de que ninguna emoción se quede sin su expresión real y verdadera. Una lengua rica, y sobre todo una lengua propia. Olaguíbel tiene buena base para esto, porque sus emociones son propias y se exteriorizan por lo común originalmente. Es uno de los poetas americanos más honrados que he leído, y ésta es prenda muy apreciable, dada la alarmante tendencia al plagio que caracteriza a todos los balbucientes del modernismo. Yo creo que el genio tiene derecho a despojar a sus antecesores, con la soberana audacia y la omnipotencia absoluta de absorción que caracterizan todas las formas superiores de la vitalidad; pero por lo mismo que solamente el genio puede hacerlo, tal privilegio está vedado a los mediocres. Y pasamos por un angustioso periodo de mediocridad. Por eso presenciamos diariamente los más indignos robos ejecutados sin miramiento alguno, no digamos por la amistad, sino por los más elementales principios de respeto propio. Una turba de famélicos adolescentes, enfermos de priapismo literario, aquejados con el ansia de brillar, así sea bajo casullas prestadas, se ha lanzado al más infame pillaje de obras de arte que se haya presenciado jamás. Preciso es ya estampar sus nombres en desagravio del arte vilmente ultrajado, y no pasará mucho tiempo sin que yo me encargue de verificarlo a guisa de castigo, y en defensa propia, pues (sin que esto equivalga a un autoelogio) soy también uno de los despojados.
El poeta del que trato tiene suficiente talento para no mancharse con tan bajas indignidades. Da lo que tiene: oro y negro, melancolías. amarguras, ensueños de turbia profundidad, pero siempre cosa suya, oro suyo, de Francisco M. de Olaguíbel, poeta y hombre.
Así, por ejemplo, el soñador oye música de Chopin y traduce en tres estrofas de alta belleza una de las emociones estéticas más sencillas y profundas que haya expresado jamás la poesía americana. Es un rondel, bello como un deshojamiento de rosas marchitas:
Como dos mariposas sobre la nieve
vuelan tus manos blancas por el teclado;
y sollozan las notas que ha despertado
de tus ágiles dedos el soplo leve.
El ambiente está obscuro, y en el nublado
cielo la luz se apaga temblando; llueve;
como dos mariposas sobre la nieve
vuelan tus manos blancas sobre el teclado.
Cae sobre mi espíritu un llanto helado
y el pensamiento triste, que no se atreve
a volver a los días de mi pasado,
mira volar tus manos por el teclado
como dos mariposas sobre la nieve.
Oro y negro, “Chopin”
Es ésta la poesía más luminosa de Olaguíbel, y sin duda la más perfecta. Oíd esta otra con que el poeta cierra su libro, y en la cual si no gime una melancolía tan exquisita y una tristeza tan pura, circula un escalofrío siniestro, una visión de fiebre, como una brasa moribunda y aislada sobre la cual pesan todas las tinieblas de la noche:
Entre un áureo repique de cascabeles
la Adorada a buscarme vendrá algún día
y tenderá a sus plantas la poesía
las enfermizas flores de mis rondeles.
Se ahuyentará la negra melancolía
y alumbrando del tedio las sombras crueles,
entre un áureo repique de cascabeles
la adorada a buscarme vendrá algún día.
No me llaméis entonces; la amada mía
me llevará a las filas de sus tropeles
y mi mano en la suya, pálida y fría,
iremos por la inmensa ruta sombría
entre un áureo repique de cascabeles.
Oro y negro, “En marcha”
Estas dos composiciones valen todo el libro. No tiene el poeta mejores ni siquiera iguales. ¡Pero qué importa! En ambas hay arte, y esto es todo lo que se precisa; hay emoción, y esto basta; hay originalidad, hay bello lenguaje, hay un poeta, para decirlo todo. Ojalá tomaran ejemplo de él los jóvenes postulantes de nuestra Sud-América, para aprender a pensar con la propia cabeza antes de mojar la pluma en los extenuados añiles de un falso y disparatado decadentismo. No se trata, sin duda, de una maravilla, ni yo creo haber hecho un descubrimiento. He dicho del mexicano todo cuanto he creído deber decir, cumpliendo la tarea que me he impuesto de seguir el movimiento intelectual de mi generación, no escaseando elogios ni censuras siempre que estén conformes con la justicia —y con mis pasiones.
Nunca me he jactado de imparcial, porque no creo absolutamente en la posibilidad de virtudes sobrehumanas. Soy parcial, y me glorío de ello, ardientemente parcial como todo el que siente hondo y es incapaz de la indiferencia. Hasta ahora no me he encogido de hombros ni una sola vez, a menos que sea de frío. Pero esto no quiere decir de ningún modo que goce en la diatriba y en la censura. Sufro con la violencia, y me complazco en declarar que, entre una llaga y un lirio, prefiero éste —a menos que se trate de curar aquélla—. Pero no sé, ni quiero, contener mis irritaciones contra lo bajo, contra lo feo, contra lo innoble, contra lo miserable. Y como esto es lo que abunda, de esto debo hablar, desgraciadamente, con más frecuencia.
Pero cuando mi corazón piafa de entusiasmo, cuando la flor de mi cerebro despliega sus pétalos en presencia de una blancura, de un heroísmo, de una emoción de arte, de un resplandor de fe, las alabanzas brotan de mi boca espontáneamente y siento que todo mi ser goza de admiración y misericordia.
Un poeta de México me ha enviado ese hermoso libro de que trataba, con una dedicatoria en que me llama amigo. He aquí un caso. Has hecho bien, extraño cantor melancólico; has hecho bien en llamarme así, porque yo soy amigo de los intelectuales, de los generosos, y de los fuertes; has hecho bien en mandarme tu ramo de blancos lirios enfermos, porque sobre todas las dilecciones de mi alma, tengo el amor de los bellos lirios.
- F. de O.