Si hemos de seguir a Guillermo Prieto, en la lista de presentes de aquel grupo de jóvenes de la Academia de Letrán, la figura de un “chiquitín, cabezón, pálido, nariz de pico de águila” que respondía al nombre de Antonio Larrañaga es indudablemente una de los escritores más brillantes y apasionados.
De familia aristocrática, aquel muchachito de 15 años, que asistía primero a la tertulia de don Francisco Ortega y después a la Academia de Letrán recién fundada, encerraba en su cerebro y en su espíritu todo el impacto de la Revolución Francesa. Conocía a fondo a los enciclopedistas, en sus incansables lecturas absorbió las enseñanzas de Rousseau y Voltaire, y desde el Colegio de Jesús donde estudió se empapó de Francisco Modesto de Olaguíbel, José María Luis Mora y Valentín Gómez Farías.
Era un inalcanzable polemista y no era extraño ver a Larrañaga asistiendo a las sesiones de la Cámara y discutir sin respeto a edades o jerarquías con diputados, incluso liberales, ya que él se consideraba más liberal que cualquiera.
Larrañaga sólo asistió a la Academia dos años, de 1836-1838, cuando la muerte llegó temprana. Fue uno de esos talentos malogrados que, sin embargo, tuvo tiempo de dejarnos algunas muestras de su poesía, romántica, ingenua, propia de un jovencito, siempre enamorado, cuyos alcances pudieron ser amplísimos.
Su obra literaria se encuentra dispersa en las revistas y periódicos de la época: El Año Nuevo (1837-1839), El Mosaico Mexicano (1837) y El Recreo de las Familias (1838).