Enciclopedia de la Literatura en México

Guillermo Prieto

mostrar Introducción

Guillermo Prieto nació y murió en la Ciudad de México (10 de febrero de 1818-2 de marzo de 1897), poco antes de la consolidación de la Independencia y a finales del siglo xix. Cronista y poeta de un siglo, sus obras resultan un documento valioso para la historia y la literatura nacionales al ofrecer un testimonio de un hombre de letras decimonónico consciente no sólo de su misión de construir y organizar a la naciente República Mexicana, sino también de su tradición literaria. Viajes de orden suprema (1857), Viaje a los Estados Unidos (1878), Versos inéditos (1879), Musa callejera (1883), Romancero nacional (1885) y Memorias de mis tiempos (1906), como la propia vida de su autor, cubren un largo y vasto periodo tanto en el campo de la literatura como en el contexto sociohistórico y político mexicano. Condensar, entonces, no sólo la producción literaria de Prieto, sino también su vida, resulta una tarea difícil, por ello a continuación la elem ofrece el análisis de dos importantes críticos literarios: “La patria como oficio”, de Vicente Quirarte, y “La herencia oculta de Guillermo Prieto”, de Carlos Monsiváis,[1] con el fin de ofrecer una visión más amplia en torno al privilegiado sitio de Guillermo Prieto en la historia y la literatura de México.

mostrar La patria como oficio

  1. El rey de T’sin mandó decir al príncipe de Ngan-ling: “A cambio de tu tierra quiero darte otra diez veces más grande. Te ruego que accedas a mi demanda”. El príncipe contestó: “El rey me hace un gran honor y una oferta ventajosa. Pero he recibido mi tierra de mis antepasados príncipes y desearía conservarla hasta el fin. No puedo consentir en ese cambio”.

El rey se enojó mucho, y el príncipe le mandó a T’ang Tsu de embajador. El rey le dijo: “El príncipe no ha querido cambiar su tierra por otra diez veces más grande. Si tu amo conserva su pequeño feudo, cuando yo he destruido a grandes países, es porque hasta ahora lo he considerado un hombre venerable y no me he ocupado de él. Pero si ahora rechaza su propia conveniencia, realmente se burla de mí”.

T’ang Tsu respondió: “No es eso. El príncipe quiere conservar la heredad de sus abuelos. Así le ofrecierais un territorio veinte veces, y no diez veces más grande, igualmente se negaría”.

El rey se enfureció y dijo a T’ang Tsu: “¿Sabes lo que es la cólera de un rey?” “No”, dijo T’ang Tsu. “Son millones de cadáveres y la sangre que corre como un río en mil leguas a la redonda”, dijo el rey. T’ang Tsu preguntó entonces: “¿Sabe vuestra majestad lo que es la cólera de un simple particular?” Dijo el rey: “¿La cólera de un particular? Es perder las insignias de su dignidad y marchar descalzo golpeando el suelo con su cabeza”. “No”, dijo T’ang Tsu, “ésa es la cólera de un hombre mediocre, no la de un hombre de valor. Cuando un hombre de valor se ve obligado a encolerizarse, como cadáveres aquí no hay más que dos, la sangre corre apenas a cinco pasos. Y, sin embargo, China entera se viste de luto. Hoy es ese día”.

Y se levantó, desenvainando la espada.

El rey se demudó, saludó humildemente y dijo: “Maestro, vuelve a sentarte. ¿Para qué llegar a esto? He comprendido”.

Anónimo

El 7 de junio de 1890, el periódico El Nacional publica el artículo “El decano de los periodistas”, en el cual da a conocer los resultados del escrutinio realizado por un comité encargado de elegir a quien por más tiempo había ocupado las páginas de los diarios. Para lectores de varias generaciones, en el aire estaban los nombres de Luis Villard, Juan Pablo de los Ríos, Vicente García Torres, Manuel María de Zamacona, José María Roa Bárcena, José María Iglesias, todos ellos hombres de pluma, así como testigos y actores de la historia de México. Sin embargo, el triunfo correspondió a Guillermo Prieto, que en 1836, es decir, 54 años atrás, había iniciado su fecunda, variada, combativa y alegre cruzada por el liberalismo en las páginas de una veintena de periódicos. En noviembre del mismo año, el diario La República abrió otro concurso para determinar quién era el poeta más popular de México. Si bien era notorio el ascenso de Salvador Díaz Mirón como poeta de la nueva escuela, así como el aprecio que la sociedad mexicana, firme en la restauración de su República, sentía por los versos de Juan de Dios de Peza, la victoria recayó nuevamente en el veterano liberal Guillermo Prieto, ése que se enorgullecía, desde su más temprana juventud, al descubrirse como una “maquinita de hacer versos diablinos”.

De tal modo, con escasos meses de diferencia, el México finisecular llevó a cabo la ceremonia que Paul Bénichou denominaría la “coronación del escritor”. El hombre de letras sustituía, como figura de autoridad, al guerrero, al sacerdote y al filósofo. La coronación fue simbólica y literal, pues, como escribe Malcolm D. McLean, uno de los pioneros y aún grandes estudiosos de nuestro poeta,

la tarde del domingo 9 de noviembre de 1890, un comité llevó al poeta en tren especial desde Tacubaya hasta el Hotel del Jardín (México). Allí le esperaban tres mesas bien adornadas en el comedor principal. Al lado de cada plato había una elegante tarjeta de estilo japonés, en la cual se leía: “Banquete ofrecido en el Hotel del Jardín por un grupo de periodistas al eminente literato Guillermo Prieto, para entregarle la corona a que se hizo acreedor como el poeta más popular en el certamen abierto por La República”.[1]

Al banquete habían sido invitados 53 escritores, todos ellos colaboradores en periódicos, que representaban a las viejas y nuevas generaciones. Entre los más destacados estaban Manuel Gutiérrez Nájera, Luis González Obregón, Ireneo Paz, Juan de Dios Peza, Anselmo de la Portilla, Luis G. Urbina, José María Vigil, José María Villasana, todos ellos constructores, mediante la palabra o la imagen, de una idea de México hacia el mundo. El momento culminante del acto lo constituyó cuando Antonio de la Peña y Reyes, a la sazón el periodista más joven de México, puso en las sienes de Prieto una corona de laurel, labrada en plata. A continuación, el homenajeado fue llevado en hombros hasta la Plaza de Armas. La ciudad de México, esa que Prieto había explorado, analizado, criticado y glorificado a lo largo del siglo, rendía homenaje al romancero, al diputado, al escritor de costumbres, al liberal que en sus distintas faces –en la tribuna, en la plaza pública, en la página impresa del libro o el periódico– había utilizado el verbo como instrumento para ejercer el oficio de la patria. El homenaje tenía lugar, además, en un hito simbólico para Prieto y el liberalismo heroico, radical y jacobino. El Hotel del Jardín, situado entonces en las actuales calles de Madero y Gante, tenía ese nombre porque en su interior se hallaban las huertas antes pertenecientes al poderoso y vasto convento de San Francisco. En 1858, los barreteros al mando de Juan José Baz habían demolido parte del mismo, para abrir la calle de Independencia. Además de sus instrumentos de demolición, llevaban otra herramienta: los versos del poema titulado “Los cangrejos”, donde Prieto satiriza a las clases privilegiadas y al viejo orden.

El homenaje anteriormente descrito es uno de los numerosos ejemplos que ponen en evidencia no sólo la importancia histórica de Guillermo Prieto, sino su arraigo en el imaginario mexicano, su papel como símbolo del liberalismo radical y su transformación en mito político. La hagiografía de nuestros hombres de letras que participaron de manera activa en la construcción de México ha forjado una retórica basada en lugares comunes. La mayoría de esas frases se aplica con justicia a Prieto, gracias a su prodigiosa longevidad y a su activa participación en hitos y actos decisivos de la cultura y la política nacionales. Por regla general, la biografía de un artista comienza alrededor de la segunda década de su vida. Prieto quiso y logró que su niñez también fuera protagonista de la historia. Sus recuerdos de esta etapa en Memorias de mis tiempos constituyen un material de primer orden para reconstruir el universo infantil decimonónico cuando el niño, como examina Phillipe Ariès, deja de ser considerado como un pequeño adulto.[2] El nacimiento del niño Prieto a la razón tiene lugar en el amanecer del México independiente. Nace en el seno de un hogar donde se siente protegido y donde ve plenamente colmadas sus necesidades. Su primera actuación pública, a los seis años de edad, consiste en pronunciar un sermón ante altas personalidades de la sociedad mexicana. Ya septuagenario, vive bajo la relativa protección del presidente Porfirio Díaz, y acepta su papel –más glorioso que económicamente rentable– de último ministro de la Reforma y símbolo del liberalismo, ya no como práctica jacobina, sino como mito político unificador, de acuerdo con la idea de Charles H. Hale.

Afirma José Ortiz Monasterio que nuestros hombres del xix fueron como navajas suizas. Múltiples eran sus habilidades, sus oficios, los modos en que debían valerse de ellos para darle a México el significado que el significante merecía. Todos servían para todo, pero todos servían a la palabra: en ella, con ella. Educados en principios religiosos, transformaron el verbo, con idéntica energía, entrega y misticismo, en instrumento laico de regeneración social. Naturalmente, al igual que sucede con el catálogo de las nobles navajas Victorinox, cada uno de nuestros liberales tiene una virtud o un talento por los cuales los recordamos más. Tan admirable es el genio político de Melchor Ocampo como la firme prudencia de José María Iglesias; el misticismo laico de Santos Degollado como la visión profética de Ponciano Arriaga; el verbo jacobino de Ignacio Manuel Altamirano como su transformación en los ensayos rigurosamente científicos de su maestro Ignacio Ramírez. Aún en nuestros días, el nombre de Francisco Zarco es evocado para rendir homenaje al periodismo. Alrededor de su estatua se lleva a cabo el homenaje anual a quienes hacen de la pluma el instrumento de comunicación diaria, cambiante, apasionada. Nada más justo. Muerto tempranamente en 1869, con tiempo escaso para disfrutar el triunfo de la República por la que tanto hizo, fue otro cruzado de la pluma que contribuyó no sólo a la defensa sino a la construcción de México. Considerado el periodista por antonomasia del liberalismo, y el prodigioso memorialista que redactó la “Crónica del Congreso Constituyente de 1857”, en su juventud se perfilaba como uno de los escritores más notables de su generación. Las crónicas de modas y los cuadros de costumbres –textos en apariencia menores– adquirieron en su pluma una calidad estética insuperable. Antes que Baudelaire, exploró el tema de la soledad del hombre en medio de la multitud. A partir del pretexto de un figurín de modas, obliga a su lector a acompañarlo hasta el último renglón de un texto que es, en realidad, un verdadero ensayo de análisis e introspección. Pero este joven autor, culto, curioso e insaciable, cambia la orientación de su pluma obligado por la gravedad de los acontecimientos que México enfrentaba. Desde el estallido de la Guerra de Reforma en 1857 hasta su prematura muerte en 1869, pone su pluma combativa al servicio de la causa republicana. Exiliado en Estados Unidos, admira y sorprende que en una ciudad tan intensa y viva como Nueva York en 1865, Zarco haya cerrado los ojos al excelente literato que era y se concentrara en su oficio de periodista de combate, mediante artículos que enviaba a periódicos de los estados de la República Mexicana y a varios países hispanoamericanos.

El 13 de abril de 1874, Guillermo Prieto fue el encargado de pronunciar un discurso en memoria de Zarco, el cual resulta valioso en múltiples sentidos. Por un lado, es un retrato vívido del escritor, el orador y el periodista; por el otro, es una meditación sobre la entrega que el periodismo demanda, y la ingratitud que recibe:

Aniquilar la mente para producir una luz efímera que desaparezca casi al nacer; renunciar a los atractivos del renombre por producir una burbuja más en el mar turbulento de la opinión; desheredar su frente de los lauros que se otorgan al talento para mezclarse con el vulgo y esparcir desapercibido las grandes verdades sociales; correr perpetuamente como Ixión tras una nube luchando insensato por detenerla enamorado entre sus brazos; condenarse al suplicio de Sísifo batallando por colocar en las alturas la verdad que se derriba y cae hiriendo las manos que han pretendido ensalzarla; llenar la copa vacía de sus días con los rencores personales, con las decepciones de los especuladores, con la burla de los indiferentes; envenenar el hogar y mezclar al agua que tocan nuestros labios las amarguras de la vida pública. Todo esto hace del periodista de honor y de conciencia, el apóstol sublime de la civilización, la lumbre mística que reverberaba en el Sinaí en torno de las tablas de la Ley, el objeto digno del culto, del amor y el respeto de todos los hombres de corazón.[3]

Al hacer el retrato de Zarco, Prieto hace el de todos los periodistas del siglo xix y, naturalmente, el propio. La escritura de Guillermo Prieto ocupa 39 volúmenes de las Obras completas, reunidas por el admirable e infatigable Boris Rosen Jélomer. La mayor parte de esa escritura ha sido extraída de periódicos y revistas. Imposible, entonces, acercarse a él como lo hacemos a un escritor puro, dedicado exclusivamente a la escritura de libros. No podemos imaginar a un Prieto novelista, concentrado en la arquitectura de una obra de aliento mayor. Sin embargo, hizo de su vida una novela, la más intensa y auténtica, como podemos leerla en Memorias de mis tiempos. En un poema del libro Irás y no volverás (1973), José Emilio Pacheco reafirma su fe en la escritura de urgencia:

Que otros hagan aún

el gran poema

los libros utilitarios

las rotundas

obras que sean espejo

de armonía

 

A mí sólo me importa

el testimonio

del momento que pasa

las palabras que dicta en su fluir

el tiempo en vuelo

 

La poesía que busco

es como un diario

en donde no hay proyecto

ni medida

Si bien la de Prieto es espontánea, no se puede decir, como tampoco de la de Pacheco, que en ella no exista “proyecto ni medida”. En Prieto, todo se transforma en escritura. Su vida es escritura. Los castigos que recibe su humanidad se transforman, para fortuna de sus lectores, en premios. Desterrado por Santa Anna a Cadereyta, escribe los textos que después integrarán Viajes de orden suprema, título que refleja de manera impecable una de las principales formas de nomadía obligada de nuestro convulso siglo xix. En Paso del Norte, como parte de la comitiva del presidente Juárez, dedica sus escasos ocios a escribir el Romancero. Su viaje a Estados Unidos, tras el triunfo de la Revolución de Tuxtepec encabezado por Díaz, lo lleva a Estados Unidos. En plena capacidad de sus poderes de escritor y periodista, escribe tres volúmenes donde demuestra la excelencia, brillantez y variedad de su estilo.

Naturalmente, no todo en Prieto conserva la misma calidad. Su verbo es utilitario y generoso, ríspido y casi siempre excesivamente cargado de tinta. Los numerosos adjetivos, las lágrimas y la miel en exceso provocan en sus lectores de este tiempo numerosos tropiezos. Sin embargo, esas notas impuras son necesarias en el conjunto de una composición cuya vigencia reside, precisamente, en su impureza. Es la sinceridad y la fuerza, así como el absoluto conocimiento de que cada letra articulada en la tribuna, o en la plaza pública o en la piquera de barrio, trasladada después a la página impresa, contribuye a construir un país en proceso de formación. De ahí que el mejor Prieto sea el que actúa en la época más difícil para México, de 1836, fecha de su primera crónica, a 1867, triunfo de la República. Lo ayuda, siempre, el maravilloso sentido del humor. Es en la sátira donde se halla el mejor Prieto, ya sea en los versos contra los franceses, en la imitación de sus modos de hablar, en el registro de la musa callejera, en su prodigiosa capacidad para forjar nombres propios o rescatarlos del uso diario.

En principio, una forma de hacer una antología de Prieto es elegir aquellas páginas, en prosa o en verso, que constituyen la historia de México vista por Prieto, es decir, sus romances y romances históricos, sus memorias, sus Lecciones de historia patria. Sin embargo, ¿cómo aproximarse a ese corpus que es la historia de México en sus diversos rostros? La respuesta la otorgan la vida y la obra de Prieto, pues al establecer su cronología, asombra encontrar la correspondencia entre los hechos políticos más dramáticos del país y la participación activa que en ellos tuvo nuestro escritor. Entre los reparos que pueden hacerse a su escritura se halla la excesiva actuación de la primera persona. El yo se trasluce en poemas, cuadros de costumbres, discursos parlamentarios y, naturalmente, en las memorias. En su descargo hay que decir que tal protagonismo se relaciona con la asombrosa capacidad de Prieto para estar en el sitio adecuado y con la persona precisa. Acudamos a algunos ejemplos: un día de 1840 sale a la calle y modifica la forma de percepción de la ciudad; en 1847, participa directamente en la guerra contra los Estados Unidos, para convertirse en su cronista, su historiador y su poeta. Jinete de correos para el Ejército del Norte. Al año siguiente, 1848, hace un viaje a Puebla, que se transforma en un tratado sobre los viajes de costumbres. En 1857, su elocuencia verbal lo lleva en Guadalajara a modificar la Guerra de Reforma y la historia de México. Las palabras de Prieto, rescatadas tanto en libros de civismo como en los de historia, van más allá de la retórica patriotera: son el triunfo de la inteligencia sobre la muerte. En 1862, ante la Intervención francesa, funda La Chinaca, “periódico escrito única y exclusivamente para el pueblo” y logra una de sus más brillantes piezas satíricas en Diario de un zuavo, encontrado en su mochila, en la acción de Barranca Seca.

Todas estas vivencias están transformadas de diversa manera en sus páginas. Examinemos brevemente tales actos, notables pero efímeros en la vida de un particular; permanentes cuando éste decide incorporar sus acciones a la alquimia del papel y la tinta. El domingo 5 de enero de 1840, en la ciudad de México, un hombre que aún no cumple los 22 años de edad sale a la calle por la puerta izquierda del Palacio Nacional. Como es día festivo, su levita luce recién cepillada y, aunque no se debe a la tijera de ninguno de los renombrados sastres instalados en las calles de Refugio y Espíritu Santo –Lorcini, Nevramont o Campardon– ni sus zapatos han salido de los talleres de los hermanos Legorreta, llamados los vizcaínos, su atuendo luce una corrección acorde con su trabajo como hombre cercano al presidente Anastasio Bustamante. Pero hoy no es día de ocupar la pluma en asuntos tan serios como aburridos. Hoy descansa el empleado público y el poeta ejercerá su otra profesión: la de observador profesional de su escenario nativo. Pasa lista a las misas que la ciudad, levítica y solemne, ofrece a sus devotos, y calcula en cuál se encuentra el mejor coro, el órgano más afinado, para que la ética del rito se una a la estética del arte: “De ocho en la Encarnación, de diez Santo Domingo, de once San Francisco, de doce Señor San José”. ¿No llamó Chateaubriand a uno de sus libros centrales Le Genie du christianisme? Ir a la iglesia es también oportunidad de asistir al desfile de bellezas femeninas, visto por un niño llamado Juan Díaz Covarrubias, impresión que posteriormente convertirá en el primer capítulo de su novela El diablo en México. Asistir a la iglesia es atestiguar la riqueza cromática de los vestidos femeninos, acentuada por el sol de invierno, como el pintor Sebastián Salomón Hegi lo registrara en un lienzo donde la catedral y los vestidos de sus votos consuman las nupcias de la sensualidad y el espíritu.

Nuestro hombre pasa después revista a los cafés, donde pedir cualquier cosa es pretexto para estudiar esa forma de ciudad privada que es el espacio público y cerrado, y donde un vaso de agua con hielo es un lujo superior al de una bebida etílica. Procede la hora de las visitas, las obligadas y las placenteras. Después, a las cuatro y media, al Paseo Nuevo de Bucareli, con su anchura generosa y las dos grandes fuentes que refrescan y ornan el ambiente. Desde allí, la ciudad ofrece el espectáculo gratuito, intenso e irrepetible de su crepúsculo. Vuelta al café, en este caso el Veroly, donde se conspira, se improvisan versos, se matan voluntades. Llega la noche. Empolvada la levita, desordenada la caballera convertida en bandera estentórea del Romanticismo, nuestro hombre aún tiene ánimos para dirigirse al baile en la calle del Estanco Viejo. Seguramente se prolongará tanto que los asistentes guardarán celosamente el día de san Lunes, patrono de léperos, chinas y poetas.

El anteriormente descrito es un día en la vida de Guillermo Prieto, pero como la vida de un escritor no puede ser privada, el vagabundeo anterior quedará consignado, con lujo de detalles, en El Museo Popular del miércoles 15 de enero de 1840. Amparado por el seudónimo Don Benedetto, que muy pronto cambiará por el más conocido de Fidel, Prieto publicará el artículo “Costumbres mexicanas. Un domingo”. La caminata de un joven por la ciudad de México adquiere importancia capital para la historia de la literatura mexicana y para la biografía de quien se convertirá en ilustre liberal. ¿Con qué armas cuenta este muchacho para que hagamos una afirmación tan tajante? ¿Cuáles son sus generales hasta el momento para que le apliquemos un juicio tan hiperbólico?

Nombre: José Guillermo Ramón Antonio Agustín Prieto Pradillo.

Ocupación: Poeta y redactor del Diario Oficial.

Actividades realizadas: Aprendiz en la Comisaría General; meritorio en un almacén de ropa; fundador, a los 19 años, de la Academia de San Juan de  Letrán, en compañía de literatos algunos años mayores que él; dado de alta en la guardia nacional durante la llamada Guerra de los Pasteles en 1839, magnífico jinete y pésimo tirador.

Estado civil: Soltero, aunque muy pronto vencerá las resistencias matrimoniales de María Caso y familia que la acompaña.

A través de sus diarios de sucesos notables, sus almanaques y sus guías de forasteros, la ciudad de México registraba para el presente y la posteridad aquellos acontecimientos y personajes que la modificaban radicalmente o marcaban una huella decisiva en su acontecer. Una semana antes del día que nos ocupa, Frances Erskine, a quien la posteridad conocerá como la marquesa Calderón de la Barca, se instala en la capital y centraliza la atención de los capitalinos con nombre propio, incluido el presidente Anastasio Bustamante, quien se presenta ante ella en compañía de su flamante Estado Mayor. A través de sus crónicas urbanas, Prieto hará de las acciones individuales de un hombre la biografía de la ciudad, en sus usos y mitos, en sus cambios y tradiciones. De ahí sus insistencia en identificarse como “uno de tantos”, cuyo nombre se labrará mediante el esfuerzo propio y no gracias al peso de los apellidos. La ciudad recorrida por Prieto ese domingo 5 de enero tiene apenas 19 años de vida independiente, y sus hábitos mantienen los fastos y oropeles del antiguo régimen. La marquesa Calderón de la Barca se encarga, con una pluma tan ligera como lúdica, de satirizar las costumbres monárquicas de una sociedad fuertemente contrastada, donde los ricos pulen su soberbia y los pobres se esmeran en su abandono. Una de sus primeras y más fuertes impresiones en la capital ocurrió al presenciar la parafernalia que rodeaba al Paso del Viático, y la manera en que la población entera interrumpía sus labores para cumplir con sus deberes impuestos por el clero. El pintor italiano Pedro Gualdi, que llevaba cuatro años de vivir entre nosotros, pintó en 1839 ese ritual ciudadano donde un vendedor de sebo, dos damas con mantilla, elegantes petimetres y militares de uniforme se hincan democráticamente al paso del símbolo religioso. Por todo lo anterior, resulta importante que el joven Prieto dé inicio a su larga relación escritural con la ciudad de México y a su oficio de cronista urbano, con una autonomía de criatura donde vio por primera vez la luz, y encuentre ese escenario contradictorio y rico como una mujer: “Mujer, la hija más gentil y opulenta del Nuevo Mundo, la joven caprichosa y desgraciada; inquieta y desidiosa; cortejada por la ambición extranjera y envilecida por la criminal apatía de sus hijos”.

¿Cómo logra Guillermo Prieto que su caminata se convierta en un suceso tan notable como el escándalo que entre la buena sociedad despertó el anuncio de Frances Calderón de la Barca de asistir al baile con el fastuoso traje de china poblana que le habían obsequiado, según anota, divertida y desilusionada, el 6 de enero de 1840? Gracias a que la pieza ofrecida por Prieto a los lectores de El Museo Popular está calculada para instruir y divertir, y para que el desplazamiento del poeta a través de la ciudad tenga el carácter de viaje interior que nuestros románticos aprendieron en la lectura de Laurence Sterne. En 1843, Manuel Payno publicará su “Viaje sentimental a San Ángel”. Al igual que Prieto, el futuro autor de Los bandidos de Río Frío presta sus cinco sentidos para que vivamos su experiencia del paisaje. La manera de concebir la ciudad como un gran cuadro de costumbres, conformado por múltiples mosaicos, variaba de acuerdo con la sensibilidad y las lecturas de cada quien. Prieto manifestó en todo momento la identificación que había encontrado con los trabajos de Ramón Mesonero Romanos. No le era ajena la lectura de Addison y Larra. En el texto que nos ocupa, y donde el autor utiliza como pretexto un día de su vida, se encuentra toda su poética urbana, así como los mecanismos que pondrá en funcionamiento en sus futuros “San Lunes de Fidel”, o en sus “Actualidades de la Semana”. Inicia la crónica con una alusión personal, ligera, donde se describe la salida del hombre a la calle. Celebra el cielo de México diciendo que es “la única positiva riqueza” de la ciudad, y “contra la cual no conspira la amistad extranjera ni el furor empleomástico”.

La experiencia, antes que la teoría, había enseñado a Prieto que la posesión de una ciudad se realiza mediante el contacto directo de los tacones con el empedrado. El escritor echa a andar, pone sus sentidos en funcionamiento. Le gusta la plenitud del cielo que parece derramar sus beneficios sobre todos. Declaración de amor y manifiesto de principios: el usuario profesional de la urbe, aquél que desea dejar testimonio escrito de sus prodigios, deberá ejercer el movimiento, sufrir insolación, empolvarse, agotar los sentidos en la aprehensión del fenómeno urbano. Como indica Malcolm D. McLean, “entre 1840 y 1881 [Prieto] escribió unos 150 cuadros, suma que no incluye las numerosas escenas de índole parecida incorporadas por él a sus relatos de viajes y a sus Memorias”.

La observación de McLean subraya la distinción existente entre las crónicas escritas para la celeridad del periódico y aquéllas que el memorioso Prieto hizo en la serenidad del escritorio, una vez que la pacificación del país permitía el ejercicio más dilatado de la pluma. Es en el ejercicio cotidiano donde Prieto y el resto de los escritores liberales luchan para educar y despertar del letargo a sus conciudadanos, y donde la ciudad emerge con sus defectos y virtudes, como laboratorio de la modernidad y espacio centralizador de la actividad política, comercial y cultural del país. Lo notable y lo novedoso es que, en su caminata, Prieto utilice su cuerpo para hacer la disección de la ciudad. Las 16 horas activas en la vida de un ciudadano son el pretexto para el texto, la estructura que el romántico necesita para no perderse. Gracias a ese andamiaje, Prieto se permite los grandes paréntesis, la lectura entre líneas que obliga al lector a participar en comentarios que se quedan a la mitad.

Para Guillermo Prieto la vagancia es un arte, una educación que se afina conforme se complican los códigos de la ciudad. El artista de la calle llevará la duración a ritmos exasperantes para quien se desplaza con objeto de llegar a un destino: pasea por la calle con una langosta sujeta de un hilo y adecua su paso al del animal. El vagabundo deambula por la ciudad sin conocimiento de causa; el flâneur lo hace sin causa, pero con conocimiento. Quien practica el segundo oficio, ejerce la ciudad y la domina. Para Auguste Lacroix, autor del artículo “Flâneur”, que sería publicado en Les Français peints par eux-mêmes en 1841, el flâneur pertenece a ese reducido número de hombres privilegiados que estudian el corazón humano en la naturaleza misma, y la sociedad en el gran libro del mundo. Distingue entre el flâneur y el badaud, que es, llanamente, el mirón. Para Lacroix, el flâneur es al badaud lo que el gourmet al glotón. Ambas son especies de bípedos humanos, pero tienen diferencias. El badaud no piensa y sólo percibe los objetos exteriormente. No existe comunicación entre su cerebro y sus sentidos. “Para él las cosas no existen sino de manera simple y superficial, sin características particulares y sin matices; el corazón humano es un monolito cuyos jeroglíficos no le interesan. A sus ojos, las sociedades no son sino reuniones de hombres, los monumentos, conjuntos de piedras”. Prieto cumple con la exigencia de Lacroix cuando dedica su caminata a estudiar profesionalmente rostros, casas y calles.

No era fácil caminar en el siglo xix. Imaginemos el caos provocado por la multitud de carruajes de las más diversas tracciones, las implacables lluvias que convertían la calle en lodazales, los canillitas que pululaban en pos de la cartera ajena. “Faltan –escribe Zarco– losas en las banquetas y en las atarjeas, hay barrancas y sinuosidades; pero en fin, a fuerza de resbalones y tropezones se puede andar”. Añádase a eso la considerable inversión temporal de la toilette, paso imprescindible para enfrentar la calle. Mucho antes de la Revolución industrial, un ávido caminante antecesor de la flânerie, Jean-Jacques Rousseau, es arrollado por un vehículo mientras practica el doble arte de caminar y filosofar, como queda demostrado en sus Ensoñaciones del paseante solitario. Baudelaire, príncipe de los andariegos, mostrará esa misma dialéctica: defiende ferozmente su individualidad tiñéndose el pelo de verde, pero empuña un fusil durante la Revolución de 1848.

La crónica de Prieto termina con la descripción en verso de un bailecillo en casa popular, “pieza a medio blanquear / era, donde una cortina / dividía la cocina / del paraje de bailar”. La estrofa pertenece a la comedia “El alférez”, de la autoría de Prieto, terminada ese 1840. Nunca se presentó y no ha llegado hasta nosotros. Lo notable es que en el poema ya anuncian los métodos de composición del poeta de Musa callejera, con su descripción exhaustiva de seres y objetos.

En esa que constituyó su primera crónica urbana, Prieto establece los fundamentos de la llamada por Marcos Arróniz una gramática animada, y donde cada uno de los actores urbanos es una coma, un verbo, una interjección en el complejo lenguaje de la urbe. Otro mérito de la inicial vagancia descrita por su autor se adelanta una década a las litografías de México y sus alrededores, donde habitantes y edificios se alían en una sola presentación. Al hacer público lo privado, Fidel cumple con otro de los preceptos del arte romántico: dar voz a los que no la tienen, hacer de los sucesos nimios la epopeya cotidiana de un pueblo heroico y canalla, espontáneo y felón. Si Prieto nos quiere engañar disfrazándose de un autor espontáneo y sin programa alguno, su método de trabajo afirma todo lo contrario. Al final de la crónica que nos ha ocupado, Prieto nos guiña el ojo para lanzarnos el siguiente desafío: “¿Serán tan caritativos los lectores de este artículo que no anoten con pasajes de mi vida pública y privada mi insulso escrito?” La respuesta la brinda el diálogo que establecemos con Fidel. Inicio de una escuela en la que se han nutrido quienes a lo largo del tiempo han querido dialogar con la ciudad de México, llamada por Prieto “fuente de empleos y favores, manantial de negocios, lugar de diversiones y de modas, punto de cita de los ricos de todas partes y repertorio en que la civilización exponía sus adelantos y tesoros”.

Otro ejemplo de las diversas escrituras en las cuales se transforma un hecho histórico, en el que Prieto participa como actor y testigo, es la invasión estadunidense de 1847, según puede leerse, respectivamente, en los capítulos por él escritos en la obra Apuntes para la historia de la guerra entre México y los Estados Unidos, en Memorias de mis tiempos y en Lecciones de historia patria, escritas especialmente para los alumnos del Colegio Militar. Las lecciones novena y décima de la cuarta parte están dedicadas a la síntesis de los sucesos que nos ocupan. Historia escrita por un civil que no disimulaba su desprecio por los militares, en su introducción puede leerse: “No han faltado personas respetables que me aconsejen que, escritas estas lecciones para el Colegio Militar, en mucha parte deberían aludir a planes de campaña, conductas de los jefes, disposiciones, tácticas, etcétera; pero ya tengo creído que estos tesoros que yo no conozco deben reservarse para historias especiales y técnicas.” En varias partes de Memorias de mis tiempos revela Prieto su desconfianza hacia los militares, así como los de uniforme desconfiaban y despreciaban a la emergente clase civil que en la generación siguiente tomaría el poder. Sumamente ilustrativa de la indiferencia o la codicia del clero es el pasaje en el que Prieto solicita de parte de su general en turno ayuda para la causa y obtiene como respuesta de un sacerdote la promesa de numerosas oraciones.

A Prieto debemos una relación de los ciudadanos que integraron los batallones civiles que dieron el ejemplo de su abnegación. “Aquellas filas, no uniformadas, no recortadas ni fundidas en un molde, no con los movimientos mecánicos de los títeres, sino con la dignidad del hombre… [eran] la familia que combatía en defensa del hogar grande que se llama la patria.” En Apuntes para la guerra entre México y Estados Unidos, Prieto describe la concentración del ejército y las Guardias Nacionales en el Peñón, una concentración tan imponente y tan seria que obligó al ejército invasor a evadir el encuentro y dirigirse a otras posiciones menos fortificadas; resaltan asimismo las arbitrariedades del comandante en jefe, que tomaba las decisiones más injustas para sus soldados y más perjudiciales para la defensa. Aunque a veces la pluma de Prieto se carga excesivamente de tinta y oscila entre la elocuencia y el desaliño sintáctico, hay páginas en su texto sobre el Peñón que son memorables, sobre todo porque Prieto nos lleva con él a mirar una ciudad de México a punto de ser asaltada por el enemigo. Sin preparación militar, pero con el mismo amor a la gloria y un patriotismo a toda prueba, Guillermo Prieto se apresura a formar una “guerrilla de la pluma”. En compañía de los jóvenes redactores del periódico El Monitor Republicano, se incorpora al Ejército del Norte, veterano de La Angostura, bajo el mando del general Valencia. Llegaron al cuartel del general Valencia, dice Prieto, en caballos “que más parecían hijos de sus jinetes, que animales empleados a su servicio”. Buen jinete desde sus infantiles cabalgatas de Molino del Rey al centro de la capital, Guillermo Prieto recibe de Valencia la encomienda de llevar importantes correos para Santa Anna. Gracias a las páginas dedicadas a la época en Memorias de mis tiempos, podemos ver claramente que una de las causas de la derrota fue el mutuo odio entre Santa Anna y sus generales.

En 1849 Guillermo Prieto hace un viaje de ocho días a Puebla. A partir de sus experiencias personales, logra una fiesta para los sentidos, una exploración del alma y un recreo para el cuerpo. El 20 de julio de 1849, El Siglo xix comienza a publicar por entregas las Impresiones profundas de un viaje arquitectónico, sentimental, científico y estrambótico de Fidel. Aunque él mismo califica su texto como una charla periodística, quien describe es, sobre todas las cosas, un poeta que sabe observar y traducir, componer e interpretar. Todo le llama la atención y todo debe fijarlo por escrito. El martes, tras haber hecho una visita a los baños –extraña costumbre en nuestro héroe–, y un recorrido por las panaderías lugareñas, en el Café del Comercio expresa su deseo de conocer al pintor José Agustín Arrieta, natural de Santa Anna Chiautempan, Tlaxcala, pero avecindado, desde el año cuatro de su edad, en la capital poblana.

Prieto tenía noticia de Arrieta y su pintura gracias al artículo que en 1843 había publicado su amigo Manuel Payno, quien hacía notar la facilidad que el pintor tenía “para pegar en los lienzos esos grotescos raros que vemos en las calles”. Los deseos de Prieto se ven cumplidos y llega al estudio del pintor, a quien describe así: “El señor Arrieta es un hombre de cuarenta y cinco años, grueso, moreno, pálido, una mirada triste; el tinte amarillento de sus ojos, y el pelo caído sobre su frente, dan a su fisonomía un aspecto, si no repugnante, a lo menos indiferente.” Conversan largamente, y el visitante pasa a la observación de los cuadros dispersos en el estudio. Le llaman la atención una Magdalena, unas flores, unos retratos que no le parecen notables y, finalmente, llega a lo que –conjeturamos– era el verdadero propósito de su visita: los cuadros donde aparecen, en consonancia con la ciudad, la china, el lépero, el soldado, el catrín y el perro. Anota la pluma de Fidel: “Vi por último sus cuadros de costumbres: éste es el verdadero género de Arrieta: es el pincel fácil, atrevido, picaresco, como las letrillas de Quevedo, como las alusiones de Fígaro, como las descripciones del curioso parlante.”

Aunque a lo largo de su vida Prieto hará sucesivas menciones a la obra de Arrieta, las cuales aparecen pertinentemente seleccionadas y ordenadas en el trabajo de Elisa García Barragán, me interesa subrayar la primera impresión que a Prieto le provocan los cuadros de Arrieta. “No me hubieras buscado si antes no me hubieras encontrado”, dice el clásico, y Prieto estaba predispuesto para descubrir en los cuadros costumbristas de Arrieta una equivalencia pictórica a la exploración del espíritu nacional que él estaba realizando a través de la literatura.

La celebración de Prieto, donde se hallaba presente la plana mayor de los poetas modernistas, es importante en más de un sentido. Se premiaba expresamente el medio siglo de actividad periodística del liberal que había salvado la vida del presidente Juárez y había sido uno de los inmaculados de Paso del Norte, pero al mismo tiempo se reconocía al escritor que se había mantenido fiel a sus principios de pintar cuadros nacionales, mientras los jóvenes se dejaban seducir por la flexibilidad de la lengua francesa, el realismo y el naturalismo. En el “San Lunes de Fidel” correspondiente al 4 de febrero de 1878, cuando Arrieta tiene cuatro años de haber muerto, Prieto anota: “Me asaltó la duda de si serán ciertas las observaciones sobre si tienen o no salida estas baratijas tradicionales que yo pienso en dar a luz.” Pero el titubeo dura sólo un instante, porque luego procede a contestar a Domingo, su antagonista necesario: “No, Domingo, yo quiero hablar de lo que me dé la gana… y las ganas de hablar de México me vienen siempre que hablo contigo.”

Hoy en día, acudimos a los cuadros de Arrieta para ilustrar el sentido nacionalista y popular. De igual modo, los poemas de Prieto nos parecen los más mexicanos, populares y patrióticos del siglo xix. ¿Qué los hace profundamente nuestros, y los hace sobresalir del vasto y variado arsenal de un arte nacionalista ramplón, superficial y poco convincente? Arrieta se convirtió en cronista de costumbres a través de sus cuadros, mientras el escritor Guillermo Prieto llegó a ser un pintor de cuadros populares a través de sus crónicas, memorias y los poemas resumidos en el libro que es también un manifiesto de principios: Musa callejera. El poeta y el pintor no se restringen al espacio cerrado del gabinete: salen a la calle para buscar los favores de la musa, para pintar las miserias y esplendores de México y hacer el retrato fiel de sus habitantes. Los tres géneros más celebrados en la pintura de Arrieta hallan equivalencia en la literatura de Prieto: los bodegones, las escenas urbanas y los tipos populares. La cocina poblana pintada por Arrieta resulta tan imprescindible para conocer los interiores urbanos de la época, como la manera profusa en que el Prieto describe los rituales de la comida. Hombre de gran apetito, asombra la sabiduría que demuestra en sus escritos para comunicarnos los conventos que hacen los mejores dulces, así como las descripciones que en verso hace de los ingredientes para hacer el mole de guajolote, o los párrafos que dedica en sus Memorias para describir los banquetes pantagruélicos de sus contemporáneos. Igualmente, Arrieta ofrece con sus naturalezas muertas un inventario de los objetos y alimentos que marcaban el ritmo ciudadano de los escasos afortunados del siglo xix que podían hacer las comidas reglamentarias y comprar alguno de sus cuadros.

Para nosotros, usufructuarios del siglo xix, resulta moneda de uso corriente hablar del nacionalismo y su defensa. Para quienes en el siglo xix tienen como misión crear ese sentimiento entre sus conciudadanos, la fórmula no era fácil ni inmediata. La misión del artista de entonces era crear una arte nacional con elementos que, inevitablemente, fueran producto del cruce entre dos culturas. Un Guillermo Prieto de apenas 19 años de edad se une a otros muchachos ligeramente mayores que él y funda la Academia de San Juan de Letrán, cuyos volúmenes de El Año Nuevo de 1837 a 1840 dan fe de los afanes de esos muchachos que fundaron, sin saberlo, la literatura nacional, porque en ellos figuran, principalmente, autores mexicanos. Y este espacio, erizado de obstáculos, es el que hace más meritorio el trabajo de Arrieta y Prieto, quienes tenían como principal objetivo convertir a los sin nombre en personajes permanentes, y en hacer de la riqueza cromática de la patria un emblema de identidad, intransferible y propio.

Es en el ejercicio cotidiano donde Prieto y el resto de los escritores liberales luchan para educar y despertar del letargo a sus conciudadanos, y donde la ciudad emerge con sus defectos y virtudes, como laboratorio de la modernidad y espacio centralizador de la actividad política, comercial y cultural del país. En el primer volumen de la Revista Científica y Literaria, en 1845 Prieto publica lo que puede considerarse un manifiesto de principios. “La literatura nacional. Cuadro de costumbres” afirma que es el género que mejor puede contribuir a cimentar el espíritu nacionalista y a tener una literatura propia; Prieto considera que para criticar las costumbres, con un tinte de ironía, con un estilo ligero, es necesario primero conocerlas. De ahí que el método de demostración consista en una exposición del hecho o del tipo, y posteriormente la tesis que se pretende demostrar. Hijo del romanticismo, hermano de la litografía, el cuadro de costumbres es un género que ve su florecimiento en las sociedades urbanas.

Si liberales y conservadores tienen diferentes maneras de leer la ciudad, entre los propios liberales la manera de concebir la ciudad como un gran cuadro de costumbres, conformado por múltiples mosaicos, variaba de acuerdo con su sensibilidad y sus lecturas. El joven Zarco había leído atentamente a La Bruyère, Balzac y Gavirni. Por su parte, y como vimos antes, Prieto se siente próximo a Francisco de Quevedo, Mariano José de Larra y Ramón de Mesonero Romanos. Del primero toma el sentido escatológico de la realidad; del segundo, su implacable cinismo para criticar los usos sociales establecidos. La lección de Mesonero Romanos es más notable, y Prieto se encarga de aclararla:

Yo, sin antecedente alguno, publicaba con el seudónimo de Don Benedetto mis primeros cuadros. Y al ver que Mesonero quería escribir un Madrid antiguo y moderno, yo quise hacer lo mismo, alentado en mi empeño por Ramírez, mi inseparable compañero.

Emprendía mis paseos de estudio, tomando un rumbo, y fijando en mi memoria sus circunstancias más características.[4]

En otras palabras, Prieto apuesta por el mural y Zarco por el retrato de caballete. Fidel es un cronista de mirada externa, mientras Fortún retrae los ojos y examina su ser interior en medio de la masa. Mientras en la obra de pintores como Pedro Gualdi los personajes urbanos aparecen como referentes ante la monumentalidad de los edificios, los artistas de mitad de centuria hacen un parteaguas con el arte anterior al publicar a Casimiro Castro las litografías de México y sus alrededores, donde colaboran los principales autores románticos de la época y donde curiosamente no hay nada de la pluma de Guillermo Prieto. Zarco es el encargado de escribir lo referente a la Fuente del Salto del Agua, y se apresura a confesar que las litografías resultan tan elocuentes que las palabras están de más. La identificación que Prieto halla con la pintura de Arrieta es equivalente a la idea anterior. Debe haberse sentido reflejado en los cuadros de Arrieta, pues los tres perseguían un propósito común: hacer de los miserables los protagonistas de la gesta nacional. Prieto no se hacía ilusiones respecto a la bondad natural del buen salvaje, y amaba a su pueblo “resignándose con su mala educación, su mugre, sus ingratitudes y sus hábitos salvajes”. Del mismo modo Arrieta pinta borrachas, locos y léperos, en ejercicio pleno de su sensualidad. Subrayo esto último porque su representación en personajes del pueblo es una de las aportaciones decisivas del arte romántico. Una mujer de las llamadas decentes no podía salir a la calle sin una compañía femenina. Los retratos que de las beatas hace Juan Díaz Covarrubias en sus novelas están en un rígido y estático  blanco y negro, mientras que las chinas son descritas por las plumas liberales con soltura y colorido, con desparpajo y alegría. Recuérdese que en la defensa de la sensualidad y su pleno ejercicio se encuentra uno de los elementos de la resistencia popular en la lucha por la Independencia. Desde antes del estallido de la revolución insurgente, las autoridades eclesiásticas habían prohibido las coplas y el baile llamado chuchumbé, debido a sus movimientos provocativos y deshonestos, decían las autoridades. De toda esta sensualidad desbordante, el hallazgo principal de Arrieta se encuentra en las pinturas que representan a las chinas poblanas, con su arcoíris a cuestas. Arrieta logra uno de sus mejores cuadros en Agualojera, y en él se resume la utilización que de la china hacía el macho que amaba los cascos ligeros de la china, pero tenía su novia santa en casa: un hombre impecablemente vestido de negro y con sombrero de copa toma con la mano izquierda el vaso de agua fresca que le ofrece la china, mientras con el otro aprieta su brazo pleno y redondo. El colorido de la muchacha, su sonrisa toda llena de brillos y hoyuelos, su puesto tan alegre y limpio como ellas, contrasta abiertamente con la solemnidad y la hipocresía del varón que requiere sus favores corporales. El cuadro podría ser una ilustración del licenciado Lamparilla y de Cecilia, frutera del Mercado del Volador, ambos personajes inolvidables de Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno. Por su parte, con la descripción que hace de la enchiladera, Prieto logra uno de sus mejores cuadros verbales:

La enchiladera tenía su lugar aparte, próximo, por supuesto, a la pulquería, y allí gritaban: “Cómeme, cómeme” los envueltos y chalupas, las quesadillas y las tortillas en su hojalata con manteca chillante, sus ollas con salsas picantes, sus montones de cebolla picada, y su sal y pimienta según lo requerían los potajes.

La enchiladera era mujer experimentada; trenza grande, y cuello laboreado con gargantillas y relicarios, anillos de plata en las manos y aretes de calabacillas de corales.

Ojo liso, nariz chata, lengua retozona y fácil, la palabra que interrumpía, la carcajada escandalosa, o cortaba la injuria precursora del avaño, la mordida y la desmechadura. En la parte alta de los balcones flotaban cortinas blancas con listones y marcos de santos, y en el centro se veían arcos de tule sembrados de flores o de tápalos, pañuelos, fajas y colgajos que se mecían alegres con el viento.[5]

Payno convierte a Cecilia en emblema de la “Muy Noble y Leal Ciudad de México”. Nos lleva a la mitad del siglo para que compartamos la deleitosa indiscreción de asistir, en el baño, a la develación de los encantos corporales de Cecilia. Gutiérrez Nájera reitera su pasión por las medias y los zapatos femeninos, su tacón produce metáforas sinestésicas, tan del gusto modernista. Payno dedica una de las mejores páginas de la novela a la descripción del pie desnudo de Cecilia, y no se cansa de alabar el escote del zapato de seda que deja ver la piel frutada de la doncella. Si, de acuerdo con una metáfora común a muchas culturas, la ciudad es mujer, Cecilia es el símbolo de la mujer sola. Si es el personaje más memorable de Los bandidos de Río Frío, es porque sólo ella se mantiene a salvo de la impureza de su tiempo, altiva, fin y principio de sí misma, señora de sus dominios, firme en los límites de su chalupa y en los de su cuerpo. El licenciado Lamparilla ve en Cecilia la personificación de la Ceres, la diosa de la Tierra. En una simbología aún más aventurada, Cecilia es por extensión la patria, y Lamparilla el licenciado que acaba por abandonarla, una vez que ha hecho uso de ella. En otras palabras, en la patria que vislumbra Payno pasan los hombres, pero permanece la Tierra como principio femenino original. De ahí que Prieto, como Payno, pusiera a su musa a trabajar con un ritmo provocado por su afición a la ciudad en sus arrabales. Porque si a la prosa dedica sus memorias de palacio y los retratos de sus contemporáneos, la galería de villanos y chinas, de léperos y gatas aparece en los poemas dictados por la Musa callejera. Salir a la calle –escribe– es “salir a la busca de un articulejo”. En esa aparente frivolidad y desprecio por la diaria labor, Prieto encuentra –acaso sin saberlo– la verdadera función del periodista. A la torre de marfil de Alfred de Vigny, Prieto opone el carruaje desvencijado y repleto que viaja en peregrinación hacia La Villa; al gabinete silencioso, el bullicio del gran laboratorio social conocido como ciudad de México. Al contrario del personaje seguido por Edgar Allan Poe en “The Man of the Crowd”, Prieto quiere ser el hombre de la multitud, fundirse con ella, encontrar un lugar en esa aglomeración que desempeña su oficio y busca su identidad.

Prieto aceptó, con todos los riesgos que conllevan, los títulos de Poeta Nacional y, el más llano y acaso más glorioso, de Romancero. Uno de los pésames recibidos por la familia de Ignacio L. Vallarta, a su muerte ocurrida en 1894, es de la letra de Guillermo Prieto, está escrito en un papel membretado, cuyo emblema es un maguey en cuyo pie puede leerse: “Tacubaya. Casa del Romancero.” En sus textos nacionalistas y en los heroicos, la ciudad aparece como escenario actuante, trátese del meneo rítmico que la china pone al desplazarse por ella, trátese de la madre que entrega a su hijo para que participe en la batalla de Churubusco.

Prieto puso todas sus habilidades escriturales al servicio de la ciudad de México y si bien Boris Rosen Jélomer agrupa sus crónicas bajo el título “Cuadros de costumbres”, hay en ellas una serie de diferencias que van de la crónica llana a la breve novela epistolar; del diálogo a la manera renacentista a la exaltación lírica. Más común era para los contemporáneos de Prieto utilizar la prosa para referirse a la ciudad de México: Payno, Zarco, Altamirano escribieron crónicas, relatos y novelas para exaltar las virtudes o denostar los defectos de la capital. Sólo Prieto cantó en numerosos poemas a la ciudad, y sólo él decidió bautizar a la más conocida de sus recopilaciones poéticas bajo el título Musa callejera. El título del libro revela una gran riqueza semántica: la musa que inspira al poeta se encuentra en la calle, es la calle; la calle es femenina y su reina es la china poblana, la muchacha independiente, más liberal que los liberales, laboralmente autónoma, gestualmente bravía, coqueta para su hombre y no para la frivolidad del mundo. En un mundo de machos y canallas, la china es para Prieto la gloria del barrio, la industria que salva a la patria de la perdición anunciada por los léperos, los cócoras y demás esdrújulos. Entre las numerosas páginas en verso y prosa dedicadas por Prieto a exaltar el atuendo y el heroísmo de la muchacha mexicana, el “Romance de la Migajita” es el más representativo. No es casual que el más logrado de los poemas de Prieto esté dedicado a una china poblana, porque ella representa, mejor que ningún otro, el tipo nacional. El poema resume varias de las maneras en que Prieto se aproxima con sus versos a la ciudad de México. En primer lugar, la acción no transcurre en un espacio anónimo, sino en una ciudad de México cuyos lugares tienen nombre propio; igualmente, Arrieta pinta sus personajes en contacto con arquitecturas civiles y religiosas reales, y personajes no solo verosímiles, sino plenamente reconocibles. La Migajita es orgullo del Barrio de la Palma, célebre por sus curtidores pero también por sus delincuentes y sus hechos de sangre. Herida, la muchacha es conducida al Hospital de San Pablo. Muerta, es sepultada en el Panteón de Dolores. De tal modo el lector de la época descubría una acción poética que tenía lugar en un tiempo y espacio reconocibles: los personajes podían ser ellos mismos o los rostros contemplados al paso por el mercado, a la vuelta de la calle de Muñoz, donde La Trucha amenaza con un puñal a la muchacha conocida por La Primorosa. Lo más notable en Prieto en estos poemas de amor y sangre, de pasión y de ternura, es la transmutación que logra: un suceso que hallaba su sitio en la sección criminal de los periódicos, en él se convertía en obra de arte y en un vasto filón para el estudio de la vida cotidiana. En la desgarrada letanía de La Migajita a su madre se elabora la condición socioeconómica de la muchacha. Del mismo modo en que Manuel Payno hace en prosa el más completo estudio antropológico sobre la situación socioeconómica de las mujeres trabajadoras del siglo xix, Prieto enumera en verso el ajuar de la china poblana y de tal modo detalla la condición independiente de la muchacha que trabaja y que, mediante su propio esfuerzo, logra hacerse de una posición, sin verse obligada a sufrir el yugo masculino, aunque los sentimientos de La Migajita terminen por volverse contra su propia vida:

vendan mis aretes de oro,

mis trastes de loza fina,

mis dos rebozos de seda,

y el rebozo de bolita;

vendan mis tumbagas de oro,

y de coral la soguilla,

y mis arracadas grandes,

guarnecidas con perlitas;

vendan la cama de fierro,

y el ropero y las camisas,

y entierren con lujo a ese hombre

porque ra el bien de mi vida.[6]

La Migajita es el prototipo de la muchacha liberada –en su crónica sobre la estanquillera, Ignacio Ramírez hablará sobre el término– admirada por todos, pero fiel a su pareja. No es la cortesana que llenará las páginas de la literatura porfirista, sino la doncella que aparece en las litografías de Nebel, con el cigarro en la mano y el escote que funcionaba –dice Prieto–a modo de termómetro urbano. A la china no es posible ponerle casa, como a las cortesanas elegantes. Uno de los grandes orgullos de la china es su casa y el modo en que su arreglo personal se traslada al arreglo y limpieza de la casa. En una crónica de los “San Lunes de Fidel”, Prieto pone en boca de uno de los personajes de la tertulia el siguiente testimonio sobre la china: “–Hasta eso –dijo otro viejo hipocritón, pero que se le leía lo libertino en lo blanco de los ojos–, hasta eso, aquellas chinas de zagalejo y banda de burato con flecos de oro, aquellas de enagua rabona y zapatos de mancuerna, aquellas camisas con deshilados, aquellas gargantas llenas de corales y relicarios y aquel dejo y aquel meneo… todo se ha perdido.”[7] Cuando Prieto escribe esta crónica faltan trece años para que Ángel de Campo escriba, en La Rumba, el tránsito entre la muchacha del campo y la de la ciudad, con el consecuente cambio de vestimenta. Lo mismo sucederá con el “edén subvertido” de Santa: del paraíso a la provincia de Chimalistac al infierno de la capital en los burdeles, con su gozo condenado a la ceguera y la mendicidad.

La dignidad que Arrieta y Prieto supieron imprimir al cuadro de costumbres, resumido en la gesta cotidiana de la muchacha independiente, valiente y honrada es el mensaje que los escritores costumbristas quisieron dar a las nuevas generaciones. En “La Duquesa Job” Gutiérrez Nájera se apresura a declarar que su heroína “no es la criadita de pies nudosos que Prieto amó”. El paréntesis de Francia llegaría a su fin con el estallido de una Revolución que nuevamente establecería la analogía entre nacionalismo y riqueza cromática, entre la patria y la mujer. La pareja José Agustín Arrieta y Guillermo Prieto hallaría sus herederos en Saturnino Herrán y Ramón López Velarde. Gracias a los esfuerzos nacionalistas de los primeros, la hipérbole de Suave patria es una realidad que vivimos y hacemos cada uno de los días de existencia:

Creeré en ti mientras una mexicana

en su tápalo lleve los dobleces

de la tienda, a las seis de la mañana,

y al estrenar su lujo, quede lleno

el país del aroma del estreno.

Antes dije que la vida de Prieto ocupa casi todo el siglo xix y no apunté esa frase de manera retórica, pues la precocidad del escritor lo lleva, desde muy temprano, a incorporarse a la historia de su país, a acontecimientos y personajes decisivos. Examinada desde entonces, cuando el balcón de su vivienda, en los altos de una vinatería, lo educa en los usos lingüísticos de la calle, su vida parecería una novela picaresca. Con una diferencia: el pícaro es un hombre sin honor. Prieto descubrió desde su infancia que la palabra era un arma, un vehículo, una forma de vida, y se dedicó a utilizarla en los escenarios donde le correspondió actuar. No deja de sorprendernos la estrecha vinculación que existe entre ellos y los sucesos miliares de la historia mexicana. Por eso el título Memorias de mis tiempos, uno de sus libros más leídos, no es sólo la memoria personal de su protagonista, sino un manual de historia mexicana, una historia de México a través de la mirada lúcida, pícara y heroica de uno de sus principales actores y testigos.

La vida y la obra de los escritores del siglo xix es preciso buscarlas en las páginas periódicas, y Prieto es uno de sus ejemplos más notables. La popularidad de Prieto durante la última parte de su vida, que fue la de la República triunfante y la larga paz porfiriana, no es un fenómeno que se haya dado de manera inmediata. La forja de un mito exige varios años y una forma de ser liberal. Cuando es coronado como poeta nacional en 1890, según se vio anteriormente, ha aparecido ya la Revista Moderna y los nuevos poetas ejercen una estética distinta –y opuesta– a la retórica del Romancero. La popularidad de un poeta y su aclamación por las mayorías no deja de ser sospechosa, porque condena a su protagonista al olvido próximo. Sin embargo, Prieto nunca se engañó respecto al tipo de escritor que era.

Llega a la vejez sin grandes libros, pues la más justamente celebrada de sus obras, Memorias de mis tiempos, apareció de manera póstuma. El libro más importante de Guillermo Prieto lleva por título Guillermo Prieto. En su época de afirmación como autor, tras la fundación en 1836 de la Academia de Letrán manifiesta la intención de escribir, junto con Ignacio Ramírez, unos Misterios de México, a imitación de los publicados en Francia por Eugène Sue, y la cual se convierte en modelo para una serie de imitaciones por parte de escritores de diversas lenguas y ciudades. Prieto no llevó a cabo este propósito: su estructura mental no pertenecía al universo estructurado y dilatado de la novela. Sin embargo, el conjunto de páginas donde Prieto es persona y personaje actuante en el cuerpo de la ciudad y en el cuerpo de la historia, constituyen, junto con Los bandidos de Río Frío, el mural más completo de la vida mexicana del siglo xix.

En Prieto concluyen las diversas facetas de ese héroe laico y civil surgido tanto en la lucha militar y política como en la cruzada cultural para consolidar la victoria mediante la educación. Las medallas de Prieto eran numerosas, y todas ganadas en buena lid: inmaculado de Paso del Norte, pero rebelde a otra autoridad que no fuera la de la Constitución por la que había luchado; el poeta de la calle y el romancero nacional, el fundador de la Academia de Letrán.

La obra de Guillermo Prieto ocupa 39 volúmenes, en su edición moderna y accesible. El primero de ellos corresponde a Memorias de mis tiempos, el libro más justamente celebrado del autor, ése donde se encuentra de cuerpo entero. El último incluye cartas, textos misceláneos. Ninguno de los contemporáneos de Prieto puede ser considerado, afortunadamente, un escritor puro. Sus textos exploran los más diferentes géneros, y diversos son los lectores y los usos que damos a sus acciones y a sus gestos. Casi ninguna de sus páginas es ociosa. Puede no alcanzar el mismo nivel el escritor de costumbres que el cronista teatral que habla de obras y actores que no trascendieron el tiempo, pero el historiador del teatro hallará en esas páginas nacidas para el consumo efímero un material de primera mano.

Difícil, por otra parte, resulta hacer una estricta división de la obra de Prieto. Boris Rosen lo ha hecho con Zarco, con Ramírez, con Altamirano, pero cuando es preciso dividir la escritura de Prieto, un género invade los dominios del otro y, al hacerlo, lo enriquece. La Musa callejera disputa terreno al Romancero nacional. La página autobiográfica supera al versificador épico. En la calle sucede todo, desde los meneos de la china poblana hasta la defensa de la ciudad trinchera por trinchera. Héroes anónimos se llama una humilde calle que sale, a la altura de Tacubaya, al Anillo Periférico. Prieto se empeñó en hacer el recate de aquellos que no entraron en la ilustre nómina de la patria. Por eso es tan actual y tan eterno.

En el año centenario de la entrada de Guillermo Prieto en la inmortalidad, numerosas fueron las actividades realizadas en su memoria: la Secretaría de Hacienda lo recordó como su digno titular; un grupo de escritores se reunió en la capilla de San Antonio –actual sede del Consejo de la Crónica de la Ciudad de México– para recordar el instante en que con una piña espolvoreada con azúcar, Prieto y otros jóvenes –los llamados por Ángel Muñoz Fernández “muchachos de Letrán”– sentaron las bases de la literatura nacional. El Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Biblioteca Nacional, organizó una exposición y un coloquio. Con las ponencias presentadas en él surgió un volumen que será publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México y la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, responsable esta última de la publicación de las Obras completas de nuestro autor, trabajo que no hubiera sido posible sin la vocación amorosa e inquebrantable de Boris Rosen Jélomer, cuyo corazón seguirá latiendo para siempre en esas páginas, junto con el de Prieto y los otros liberales.

El lector que en este siglo xxi navegue en el océano de los 39 volúmenes de sus Obras completas encontrará grandes elevaciones y grandes caídas. Prieto no es el estanque modernista sino el río turbulento de los románticos. Sus aguas van cargadas de lodo y ramas, de sudores de lépero y de pólvora, de palabrería de feria, de voces rescatadas del arroyo. En carta a un amigo señalaba que escribir para el periódico era más dramático que ser perseguido por un perro con rabia. Y aún, de manera más dramática: “Escribir para el público es una especie de manía, como la de comer tierra o inyectarse morfina”. En nuestros tiempos cibernéticos, subsiste la polémica relación entre periodismo y creación, entre trabajo diario e iluminación permanente. El periodismo es tiránico y enemigo del artista, pero también es su más fiel aliado. La gimnasia del trabajo diario forma atletas de la página, que no obstante su trabajo rutinario pero necesario, gracias a la disciplina, logran la trascendencia de la inspiración. Lo demuestran, entre nosotros, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Chava Flores o Gabriel Vargas. De una u otra manera, en todos ellos, cronistas de este otro tiempo de canallas, la obligación del hombre de palabra es hacer el inventario de los males y prodigios del mundo y transformar, como en el cuento chino que sirve de epígrafe a este trabajo, la rebeldía de un particular en la de todos sus semejantes. Mientras ese afán continúe, Guillermo Prieto seguirá cabalgando.

Biblioteca Nacional de México, enero de 2005

mostrar La herencia oculta de Guillermo Prieto

Unidad de lo disímbolo

Lo que lucho por caracterizar y no acierto

cómo, es la fisonomía de aquella sociedad heterogénea,

formada de secciones completas, pero sin relacionarse con

las demás; que formaba conjunto a lo lejos y de cerca se

componía de lo más disímbolo.

Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos

La vanguardia con sentido del humor

La vida de Guillermo Prieto involucra o contiene elementos extraordinarios: relatos de primera mano de hazañas históricas, poesía heroica y popular, crónicas que fijan y exaltan costumbres, impulso autobiográfico más social que personal, responsabilidades políticas muy diversas, oratoria cívica, patrocinio teórico y práctico de una literatura nacional, incesantes tareas legislativas, historias de la nación y del mundo, sentido del humor en el medio solemnísimo, sátiras que son guías para la acción, destierros por resistir a los tiranos, defensa intrépida del pensamiento liberal y el orden constitucional, enfrentamientos con un emperador y con el Benemérito de las Américas, lucha incesante por la libertad de expresión. Como casi ninguna otra, la trayectoria de Prieto sintetiza el valor, el talento, el buen humor, el entusiasmo, la indignación patriótica y la generosidad de un grupo de la vanguardia intelectual.

Con elocuencia, el siglo xix mexicano (sucesión y entreveramiento de etapas, tendencias y sociedades) se concentra en el proceso de un periodista, escritor y estadista. La vida y la obra de Guillermo Prieto describen lo que significó ser “hombre de su tiempo” en una nación que se integra penosa y ardientemente, entre hazañas y traiciones (entre incomprensiones y confusión), entre deslealtades y oportunismos (entre actitudes proféticas e inmolaciones). Prieto es hijo puntual y negador contumaz de su siglo, el más atento y el más regocijado, el más ritual y el más espontáneo. Por eso, es sencillo “recuperarlo” en el sentido crítico tan de moda que acude al pasado en busca de iguales. Los escritos y la existencia misma de Prieto parecen prodigios en guiños y saludos a lectores y espectadores del porvenir. Amante profundo del heroísmo, no se sabe o no se quiere héroe, y debido al recuento jovial de su conducta y a su pasión por lo cotidiano y lo popular, aún se relaciona magníficamente con el tiempo actual. Prieto es nuestro contemporáneo no sólo por la persistencia de buen número de situaciones y relaciones sociales por él vividas, sino por proponerse a sí mismo como personaje heterodoxo: el cantor homérico con vocación rabelesiana; el héroe real que prefiere describirse como mero portador de fuerzas que de pronto, casi al azar, lo encumbran; el protagonista histórico por accidente y el protagonista histórico por vocación.

Para leer a Prieto, el lector debe prescindir de la estrategia que hace del pasado una proyección desvaída y dócil del presente, y atenerse a un convenio: conjeturar a propósito de un país escasamente poblado, donde todos (es decir aquellos pocos que cuentan) se conocen hasta el hartazgo, y los demás (es decir, el populacho vil o el pópolo bárbaro, paisaje naturalmente borroso si bien le va), se despliegan como vaguedades o sombras para mejor dejarse definir. Para entender a Prieto conviene visualizar como un todo férreo a la red de luchas intestinas, incomprensiones del caudillismo, codicias imperiales, intolerancias, fobias religiosas, desgarramientos ideológicos, insalubridad, hacinamiento para las mayorías, caminos malos e infrecuentes, pompa y protocolo en las clases dominantes, acatamiento unánime del patriarcado. Ésta es la levadura de la subjetividad.

La obra. El siglo en treinta volúmenes

En el siglo xix mexicano, todo (política, economía, sociedad, cultura) es cercanía, y se resuelve en el mínimo espacio de los privilegiados o sus opositores directos. Si el aturdimiento histórico le dificulta las perspectivas de conjunto, Prieto transforma lo circundante en hazañas de la política, la gastronomía, el sentido de la ironía y las excentricidades personales. En sus libros de evocación, Memorias de mis tiempos y Viajes de orden suprema, y en sus crónicas, la cordialidad transforma seres, situaciones, objetos, tradiciones. Cada comida es incomparable, cada fiesta maravillosa, cada bibliómano es el gran erudito, y cada interlocutor es la mujer más fina y encantadora, o el literato por antonomasia, o el hombre probo y recto. Las familias “que reciben” son el centro de la minoría más selecta y las tertulias se componen de “notabilidades artísticas y literarias, lumbreras del foro y personajes eminentes de la política”. Prieto vuelve hazaña lo que ve, toca y padece. No contradice a una realidad pobre y caótica, le opone el encubrimiento de las cosas a cargo de la buena voluntad, y su perspectiva de lo cotidiano, francamente épica. En plena salutación del optimista, Prieto ve en el pasado un desfile de sensaciones festivas y valerosas.

Ni mitómano ni engrandecedor profesional, Prieto abandera un plan de mexicanización de la literatura y, si es posible, de la nación. Revísese el contexto: en la primera mitad del siglo xix, mexicanización no es terquedad chovinista o penurias del etnocentrismo. Entre aislamientos regionales, divisiones profundas, querellas y pronunciamientos, México es, en lo básico, un proyecto y urge dotarlo de contenidos y, especialmente, de alternativas en lo cívico y lo cultural. Todo en Prieto, queriéndolo o no, es programa: cantar a los héroes para obtener paradigmas, honrar las pasiones amorosas para flexibilizar los sentimientos, describir la naturaleza para derivar de allí herencias morales y elevar el orgullo nacional. Para ello, Prieto se muestra belicoso en memorias, historias, poemas, crónicas, y presenta un retrato jubiloso que en algo desmiente las crisis y los padecimientos del modelo. Y ya en 1844, en Fuentes poéticas, al dirigirse a la generación de jóvenes poetas mexicanos, Prieto los anima a inspirarse en las bellezas del país que elogia con orgullo:

Cantadle ufanos, jóvenes ardientes,

son sus bardos también los huracanes,

alumbran sus festines los volcanes,

celebran sus amores los torrentes…

Explotad esa mina, mexicanos;

en ella aprenderéis a amar al hombre

y a odiar con entusiasmo a los tiranos.

Construir la patria es, también, ampliar el público lector, y Prieto observa ejemplarmente la ambición que cifra a los demás: la de entretener. En torno suyo, la gente se aburre e ignora los poderes de la literatura, y hay que conquistar y retener a esa entidad huidiza, el lector. La mercadotecnia de Prieto es sencilla: negarse a la pedantería, arraigar en el patriotismo a través de la alabanza de héroes y costumbres, presentar un personaje autobiográfico que no sea el centro de la acción, narrar los sucesos históricos con amenidad que los incorpore a la vida familiar. Y lo primordial: hay que adquirir certidumbres; sabremos quiénes somos si, además de ignorar en lo posible el menosprecio de las metrópolis, nos informamos de nuestro comportamiento amoroso, social y político, y descubrimos la personalidad de quienes nos rodean. La meta se va desgajando: importa la reflexión sobre un pasado tan asible e identificable (todos los amigos de Prieto son principales protagonistas de la historia); importa el dominio de la realidad (costumbres y lenguaje); importa la certidumbre del triunfo político; importa ese olvido de la realidad que nada más consigue la pasión amorosa. Esta fe en las virtudes de lo circundante es otro de los heroísmos de Prieto, el más inadvertido, ajeno a las frustraciones y denuncias.

El poeta proscrito

...Yo soy quien vagabundo cuentos fingía

y los ecos [que] del pueblo recogía

torné en cantares;

porque era el pueblo humilde toda mi ciencia

y era escudo, en mis luchas con la indigencia

de mis pesares…

La soledad austera y libre viento

le dieron a mi pecho robusto aliento,

fiera entereza;

y así tuvo mi lira cantos sentidos,

en lo íntimo de mi alma sordos gemidos

de mi pobreza.

Guillermo Prieto, Cantares

No sólo el anticlericalismo y la necesidad de un proyecto más racional del país hacen de Prieto un liberal mexicano típico y clásico. También, el anhelo de una literatura nacional que desemboca en el uso de lo familiar como materia prima. A imitación o semejanza de Ignacio Ramírez, Prieto no añora los certificados castizos desprendidos de la Madre Patria y, por el contrario, quiere deshispanizar la vida cotidiana. México es ya un país distinto, es otra cosa, otra sensibilidad sólo apreciable si se lleva el estilo de la conversación al relato escrito, si se legitiman el habla y las preocupaciones, las patrióticas y las nimias. De allí, en poesía y prosa, la insistencia en recrear el ruido y el fragor de las atmósferas, los sonidos y las devociones de la sociedad que acomoda las nuevas reglas del juego en cafés, tertulias, centros conspirativos, bodorrios, cantamisas y campos de batalla. Con los límites impuestos por la moral y las buenas costumbres, una literatura nacional no discrimina temas ni personajes: que entren y participen tías milagreras y sastres comecuras, poetas febriles y curas ávidos, léperos y burócratas, chinas y damas de alcurnia, barracas y palacios, vecindades y bibliotecas de eruditos. Al revisar fusiones y oposiciones, Prieto se decide: si lo trascendente es ampliar a la sociedad, no se tomará partido ostensible por grupo alguno y sólo se ha de privilegiar el talento. Es la hora de la cultura mestiza fundada en las combinaciones interminables.

La poesía popular

“Lírico en la poética –declaró el porfiriano Manuel Sánchez Mármol–, lírico en el periodismo, lírico en la tribuna parlamentaria, lírico como paisajista, como historiógrafo y hasta como hacendista y maestro de Economía Política... por entre manos pasó el Pacto de la desamortización sin que se le pegara un grano de oro”. Afirmado lo innegable, la honradez de Prieto, Sánchez Mármol lo protege de su “defecto central”: el autodidactismo, la improvisación (el ser “lírico”). Prieto es el autodidacta por excelencia (en un siglo donde por lo demás casi todos lo son) y a su exuberancia vital y literaria la crítica le adjudica paternalismo, “emanación popular” (huele a pueblo), ausencia de rigor y de cuidado formal, falta de valores literarios propios, importancia derivada del culto a las representaciones simbólicas en un país iletrado.

Ante las condenas, se levantan los apoyos. De no depositarse en el paisaje, lo heroico en México sólo es objeto de tratamiento muy retórico (lo más usual es la épica o la antiépica de las emociones perdidas y recobradas: Acuña, Manuel José Othón, Díaz Mirón), y ni perdura ni cuaja el estímulo patrio de los romances. El mismo Prieto confiesa temeroso: “Vistos mis versos a través de favorables circunstancias, pueden haber parecido menos malos que con las pretensiones de una publicación en forma”. Su elogio categórico de las proezas bélicas es muy débil, y Romancero nacional (“epopeya artificial con todos los caracteres de la epopeya natural, colectiva y democrática”, afirma Altamirano) se queda en los linderos de la versificación escolar. Pero la “sentimentalidad siempre despierta que lo hacía llorar en las tribunas”, y lo efímero de la incitación guerrerista y cívica, no impiden la legibilidad de buena parte de la Musa callejera, que sin ser arte (nunca se lo propuso) es divertida y punzante poesía popular que contradice el dictamen de Vicente Riva Palacio: “los romances de costumbres, jocosos o satíricos, degeneran algunas veces por demasiado llanos unos, por lo malamente conceptuosos otros, y muchos por la elección de asuntos que no son dignos de la pluma que de ellos trata”. Pongo un ejemplo:

Pajarito corpulento

préstame tu medecina

para curarme una espina

que tengo en el pensamiento

que es traidora y me lastima.

Es de muerte la apariencia

al dicir del hado esquivo;

pero está enterrado vivo

quien sufre males de ausencia.

¿Cómo hacerle resistencia

a la juerga del tormento?

Voy a remontarme al viento

para que tú con decoro

digas a mi bien que lloro,

pajarito corpulento.

El habla se recrea no desde el regaño sino el relajo. Y a esta “elección de asuntos” le debe su perdurabilidad la Musa callejera. Prieto no se distancia de “las excelencias y defectos de los de abajo” (Federico Gamboa), es incapaz de paternalismo y reserva su ironía más filosa para la mentalidad colonialista (“Ay hija, te pido por yerno un francés”) y las cursilerías y vulgaridades de la “aristocracia”. La vitalidad y la creación simultáneas de una epopeya nacional ortodoxa y de otra heterodoxa, se rehúsan a la condescendencia de que, por ejemplo, da pródigas muestras Alfonso Reyes en Capítulos de literatura mexicana (1911):

Y como no tenga Fidel muy vastos conocimientos técnicos ni muy largo aprendizaje de las maneras romancescas del decir festivo, tendremos que perdonar los deslices de su Musa y la monótona facilidad, a cambio de algunos momentos felices y rasgos de buen humor, cuadros bien sorprendidos de chinas y charros, y de gente baja y pintoresca de la que se calienta al sol; el ruido, el amanecer de los rancheros traviesos rumbo al colgadero; los paseos en chinampa o las comidas campestres sobre la yerba.

Hay facilidad en Prieto, pero este rasgo muy difundido de la época no lo singulariza. Su fama le viene de la calidad de su sistema de burlas y de su captación de la “gente baja y pintoresca” que Prieto normaliza viendo en su “pintoresquismo” el desdén de la clase media que sólo entiende a la plebe a través de estereotipos. Prieto asombra a los lectores del siglo xix, ajenos a fenómenos como la leperuzca (el plural de lépero), y empeñados en atribuirle a los parias una “condición exótica”. La meta inequívoca de Prieto es ser el poeta nacional “como Victor Hugo para Francia”, y dar con el Romancero “una interpretación artística de la historia, una especie de Episodios nacionales octasilábicos” (José Emilio Pacheco). Esto no impide su otra vertiente, donde la ambición se ajusta al tamaño de la lucha política contra mochos, franchutes y “cangrejos al compás”. Reyes es severo en demasía: “Los romances de la Musa callejera son meras curiosidades literarias en los mejores casos. Contienen algunos datos de dialectología o folclor; pero no se canse en ellos la estética”. Creo por el contrario que en la Musa callejera, como en la producción entera de Prieto, es bastante lo que se recupera, y tiene que ver con la historia y la literatura.

El costumbrismo de Prieto: donde todos se acuerdan de cada uno, y cada uno cree representarlos a todos

En 1845, en la Revista Científica y Literaria de México, en un texto importantísimo en el ámbito capitalino, Prieto defiende los cuadros de costumbres: “...siendo los que hoy llamamos mexicanos, una raza anómala e intermedia entre el español y el indio, una especie de vínculo insuficiente y espurio entre dos naciones, sin nada de común, su existencia fue vaga e imperfecta durantes tres siglos”.

A la vaguedad y la imperfección debe oponérsele una coherencia, una forma. La exigencia primera es la creación de lo nacional (“promover cualquier cosa que se pudiese llamar nacional, hubiera sido una tentativa revolucionaria”), y, ya luego, describir es ir existiendo. Prieto se apasiona:

...nosotros con pocas diferencias, por impericia, por desdén o corrupción, continuamos siendo extranjeros en nuestra patria. Los cuadros de costumbres eran difíciles, porque no había costumbres verdaderamente nacionales, porque el escritor no tenía pueblo, porque sólo podía bosquejar retratos que no interesan sino a reducido número de personas. ¿Cómo encontrar simpatías describiendo el estado miserable del indio supersticioso, su ignorancia y su modo de vivir abyecto y bárbaro?

Nosotros, causa de sus males, nos avergonzamos de su presencia, creemos que su miseria nos acusa y degrada frente al extranjero; sus regocijos los vemos con horror, y su brutal embriaguez nos produce hastío…

El resto de las costumbres españolas también las ocultamos con vergüenza, mientras el anciano venerable de una familia representa al célebre castellano viejo de Fígaro, el niño mimado de la casa es un lion parisiense almibarado e ignorante, cuyo delicado tímpano, acostumbrado a oír mentar los boulevards y los Champs Élysées, se heriría a los nuestros de Iztacalco y Santa Anita. Ésta es la causa de la rechifla en contra de los que conociendo la noble misión de formar una literatura nacional, se hayan referido en sus composiciones a los objetos que tenían ante los ojos.

El proceso que Prieto describe es más complejo que el mero trueque de modas. Si es tan relevante entonces lo francés en América Latina, es porque se le identifica con la civilización y las libertades posibles, y por ser lo opuesto a lo que se juzga inmovilismo y decadencia de España. En principio, lo nacional no le atrae a la burguesía: es su condena, no su meta, y por eso resulta tan arduo legitimar costumbres que llevan el sello del pueblo. Se admite lo criollo y se delira con lo francés, pero lo popular molesta. En la segunda mitad del siglo xix, se agudiza la batalla cultural entre los que exaltan al pueblo y sus costumbres, y los que viven o quieren vivir como criollos afrancesados. En 1845 Prieto sintetiza el enfrentamiento:

¿Quién no llama ordinario y de mal tono al poeta que quisiera brindar a su amada pulque en vez de néctar de Lico? ¿Quién no se horripila con la pintura de una china, a la vez que aplaude ciego a la manola española, y recorre con placer los cuadros espantosos de Sué, refiriéndose a familia nauseabunda de Bras Rouge y la Chouett? ¿Será culpa de los escritores hallar en una mesa el pulque junto al champagne, y en un festín el mole de guajolote al lado del suculento roast beef? ¿Será su culpa, que va de la Marsellesa, de Dios salve al rey, y de todos esos himnos que formulan el regocijo a la plegaria solemne de un pueblo, no tengamos verdaderamente nuestro más que el alegrísimo jarabe? La vergüenza es para nuestros gobiernos, que aún no saben formar un pueblo; para muchos de nuestros hombres, que desean pertenecer a su pueblo, el escritor cumple, porque entre más repugnante aparezca su cuadro, será más benéfica la lección que encierre [...]

Hay otro inconveniente: el número de personas que en México lee es reducido, las costumbres comunes a ciertas personas se conoce al momento, y la poca frecuencia de leerse estos escritos, hace que se crean llenos de alusiones personales.

Ésta es sin duda la causa de que los hombres dotados de más elevado ingenio haya sobresalido, o en las ciencias en el siglo pasado o en la poesía religiosa, y que ni los artistas ni los sabios presenten nada verdaderamente nacional.

Como otros muchos escritores, Prieto promueve “las letras patrias” obligado por el hecho tangible: al país y la sociedad le hacen falta textos interpretativos y descriptivos. Para que la nación esplenda, conviene apuntalarla con la fe en el relato de sus dolorosas gestaciones y sus ratos de esparcimiento. Se escribe para el porvenir: “Pero no por esto debe desmayar el escritor de costumbres; sus cuadros algún día serán... como el tesoro guardado bajo la primera piedra de una columna”. Hay temas en demanda: el desenvolvimiento de la gente decente, la solidez de las familias, las heridas de la política, hay requerimientos ineludibles. La construcción de las psicologías regionales, la paciencia ante la ausencia de lectores.

En las charlas como en las fondas

es necesario guisar para todos los gustos…

A Prieto le apasiona la evocación, su deber cívico y su compromiso histórico. En rigor, es un memorialista, obstinado en la substancia de una sociedad extraviada en incertidumbres y confusiones. Por eso, en Revista Universal, editada por José Vicente Villa, Prieto publica, de finales de 1874 a junio de 1878, sus “Charlas Domingueras”, complemento de Memorias de mis tiempos, en donde entrevera crónica, cuadros de costumbres, episodios nacionales, autobiografía.

¿Qué es entonces el escritor costumbrista? El notario, el contador, el confesor laico de la nación, aquel que de los comportamientos extrae informes sobre las maneras irreductibles de ser. Sin las costumbres –es el mensaje– seríamos todo menos mexicanos. Y el ser mexicanos nos dota de hábitos que tal vez molestarían si no recordamos que son el “impulso biológico” de las comunidades (hasta que dejan de serlo).

“Maldita la gana que tenía de predicar”. En el orden de las creencias, México evoca el México de la orientación geocéntrica, el México regido por las misas de gallo, y las amonestaciones sacerdotales. A Prieto le divierte y le conmueve recordar que así, bajo ordenanzas pueriles e imágenes entrañables, transcurrió su infancia entre personajes inolvidables a fuerza de prototípicos. Lleva a escena, por ejemplo, “Charlas Domingueras”, 3 de enero de 1875, al padre Baltasar, un tipo taimado y desaprensivo que en el púlpito, y tras bostezar con furia y desperezarse, ordena:

—Persígnense ustedes, que no todo lo he de hacer yo. (Se persignaban los fieles.)

”Amados fieles. He tenido una jaqueca de dos mil demonios y maldita la gana que tenía de predicarlo porque al fin y al cabo por un oído les entra y por otro les sale… A mí me consta que todos ustedes pecan como unos brutos, que todo su afán es vivir como moro sin señor, pero en mí está decirles: si siguen con los amoríos y con los fandanguitos, con la idea de levantar el codo y de cogerse lo ajeno, ustedes saben lo que hacen; pero tengo para mis adentros que irán a parar a los apretados infiernos: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Prieto inventa o ubica satíricamente a los personajes límite de una sociedad que, a falta de vida estable, prodiga excéntricos, seres disparatados sin miedo alguno al ridículo. La historia (el heroísmo que es pórtico de la nación) es el criterio último, pero cuando, por así decirlo, la historia se ausenta, el costumbrismo se divide entre espejismo de la niñez, catálogos del catolicismo profuso y personajes que son en sí mismos avanzadas de la secularización (de modo voluntario o involuntario). En el desfile de Prieto, intervienen las pollas (las niñas bien), los petimetres, los diputados, los curas voraces y mandones, los escritores en las tertulias, los militares, los doctores eminentes, los abogados de pro, las “hijas de la noche”, los aprendices. Y el paisaje sólo revela su esencia a la luz de la jerarquización. El sentido de lo intenso y de lo aburrido se desprende de los espectáculos, o de la conversión un tanto forzada de lo familiar en lo espectacular. En la segunda mitad del siglo xix, procesar las costumbres es entender las mínimas oportunidades y la falta de alternativas que constituyen el horizonte social. Y, sin declararlo abiertamente, es también observar el nuevo sincretismo, la mezcla del laicismo y las tradiciones. Si el ateísmo es aún inconcebible, las sensaciones piadosas pueden darse con naturalidad fuera de los templos, ligadas a la escena teatral. La escenificación abierta de los sentimientos (“Hago como si estuviera viviendo una experiencia devocional”), responde a ese proceso en donde ir al teatro es obtener festivamente lo conseguido de modo rutinario en los templos. Prieto relata una puesta en escena en el Teatro de los Autores de Las cuatro apariciones de la Virgen de Guadalupe:

...el obispo llega, ordena a Juan Diego que muestre lo que trae y éste, con estupor, con asombro de los circunstantes, suelta los extremos de la tilma, descienden en cataratas mil rosas y flores, aparece reverberando entre los rayos del sol “La madre de los mexicanos, María Santísima de Guadalupe”.

Caen de rodillas los circunstantes, patio, galerías, gradas, palcos, todo el mundo está en pie, con los ojos anegados en lágrimas, yo mismo no me puedo contener a los gritos de “¡Viva México!”, y le pido a la música toque el himno de Zaragoza; entonces no fue devoción, sino entusiasmo, fue el sublime sentimiento de la patria, ocupándolo todos los corazones, sentimiento cierto, sincero, embriagador, divino (“Charlas Domingueras”, 17 de enero de 1875).

Si se quiere observar el desvanecimiento de la teocracia, es oportuno revisar el declive de los ámbitos feudales. Las Guerras de Reforma y la caída del imperio de Maximiliano apuntalan la secularización, pero en materia de costumbres lo más significativo es enviar al pasado lo que todavía, en muchos sentidos es presente: la sujeción (gozosa, consciente) al clero, a la familia como enclave “monárquico”, al “qué dirán”. En su paseo por “lo indiscutible”, Prieto extrae lecciones irónicas y melancólicas de los desayunos y las comidas de una familia del pueblo (entonces, el nombre de las clases medias):

Tata Padre era un sacerdote franciscano, blanco, de hablar campanudo y elevado abdomen, gruesa papada, robusto cerviguillo; era el director de conciencia y el confesor de toda la familia, había hecho cristianos a nuestros padres, había bendecido sus enlaces; en las horas supremas, se oía su voz como el eco de la divinidad. Era el dueño de las almas, el alma de nuestra familia.

Para el padrecito la leche de más gruesas natas, las puchas de Querétaro, la mancerina de plata de mi abuela y el chocolate con dos tablillas; para el padre la servilleta de randas y calados, y un rico puro de Manila debajo del mantel; hasta el gato buscaba a Tata Padre para calentarle los pies cuando estaba en la mesa (“Charlas Domingueras”, 21 de marzo de 1875).

En el altar de la patria, los sacrificios alegóricos

“La patria es primero”. En Prieto, como casi en ningún otro, la religión de la patria se transparenta con energía conmovedora. Según los liberales, la patria es emoción pura, porque al configurar la noción de autonomía, hace libres, y por tanto humanos, a los hombres. Antes de la patria, del amanecer de 1810 y la Independencia formalizada en 1821, los mexicanos parecen, a los ojos de la elite, proyectos borrosos, hombres a medias (a las mujeres sólo excepcionalmente se les incluye en el paisaje del libre albedrío). Por eso, entre las costumbres más estimulantes menciona Prieto a las muy infrecuentes del heroísmo. A las páginas sobre la invasión norteamericana del 47 en Memorias de mis tiempos, marcadas por el sentimiento de culpa de quien, por polko, traicionó a la nación en tiempos de prueba, el cronista añade un largo capítulo sobre Zapatilla, hombre de pueblo incorporado como voluntario a la resistencia de los yanquis, en aquel ir y venir de ordenanzas, oficiales, arrieros, espías y mujeres. Zapatilla se enamora de Cuca, la sobrina del padre guardián, a la que le dedica unos versos en nada indignos del Carlos Argentino Daneri de Borges, en “El Aleph”:

Truena el cañon, se arrecia la boruca

y grito “Maldición al yankee impío”,

y cuando quiero renovar mi brío

me acuerdo de los ojos de mi Cuca.

Prieto, aún en la más trágica de las circunstancias, advierte la comicidad involuntaria, los perfiles satíricos de una situación. Rendido al conjunto de la patria o de las escenas familiares de antaño, es también un enamorado de la parodia y de los seres autoparódicos. Zapatilla, un cursi redomado, un pícaro nato de no mediar la circunstancia patriótica, en los cuadros de costumbres heroicas de Prieto es el observador y el narrador, el que admira y se burla, el aferrado a la comunidad y el que muere sin nada en su haber. Y por la puerta de los hábitos bélicos, Zapatilla entra a la historia patria. Allí, a su disposición, están el hambre, la fatiga, el dolor moral, los héroes, los antihéroes, los generales bravíos… y el villano de villanos, Antonio López de Santa Anna: “Santa Anna en todo está, es despierto como una avispa, tiene el ojo que escudriña, la mirada es el todo en Santa Anna: inquiere y agarra con ella, es leperusca al extremo”.

En el relato de Zapatilla, sección extraordinaria de las crónicas de Prieto, la religión de la patria es motivo profundo del deseo de venganza, de las sensaciones de impotencia y frustración, del ansia de martirio. La patria es el ideal que todo lo humaniza. Cuenta Zapatilla el desastre en la batalla de Padierna:

Yo me envejecía, me estaba muriendo de inquietud, hubo un momento en que hubiera querido moverme… cuando después de un vivo fuego entre el humo espeso, vimos avanzar a los yankees al ranchito de Padierna... allí... vimos patentemente con el anteojo, lazarse un grupo, bajar a estrujones nuestra bandera, y después desplegarse lenta y en toda su extensión la bandera americana; yo lloraba como una mujer... el general me puso la mano en el hombro… ¡Caramba! me hubiera querido morir (“Charlas Domingueras”, 1875).

La derrota de los nacionales es agravio religioso y profunda crisis existencial. De hecho, a través de Zapatilla, Prieto elabora el rito de pasaje de una generación, y la novedad extrema, el familiarizarse con los contenidos de un gentilicio, mexicano, habitante de un país pobre, dividido, incomunicado en grandes zonas, invadido, mal gobernado, sin asomo de justicia social. Ya se es mexicano, ¿y eso qué significa? Por lo pronto, quiere decir vivir a contracorriente, detestar a los gobiernos, creerse víctima de la historia que al arrasar con su tranquilidad no le solicita su venia. El mexicano, persona alojada en los escasos resquicios de paz y concordia, el propietario de un puñado de certidumbres: el celo religioso, la resignación, la alegría de las fiestas. Al ajustarse a una condición inevitable y violenta, el mexicano dispone de la autonomía psíquica y política que “dota de alma” a los antiguos vasallos. Zapatilla refiere imágenes de la caída bélica redimidas por el patriotismo:

Muchos, muchos rotos de las guardias nacionales, anduvieron haciendo mandarines de grupos de pelados.

Era espantosa la oscuridad; tiros por allí, bocanadas de gritos por allá... los perros husmeando la sangre, los muertos muy desnudos en medio de las calles…

El pueblo había estado como fiera y como llama, como mar y como aire fuerte, que vuela bramando [...]

Vi rodeado de yankees el estandarte del padre [González].

—“¡Aquí de unos hombres!”, grité y rasgué a don Canuto, con mis espuelas llegué a tiempo... Al atravesar al puente con su espada un yankee, metió Esiquio todo su cuerpo y cayó clareado de parte a parte... se revolcaba en sangre, y gritaba:

—¡Adentro, muchachos!, ¡adentro, que ya ganamos!, ¡adentro!, ¡adentro!

Así murió.

Lo propio de Zapatilla es el heroísmo que se enaltece cada año, algo típico de la etapa evocada desde el breve ensueño de la República Restaurada. Con una pierna perdida, casado con Cuca y con prole (“tres patriotas como unos serafines”) Zapatilla concluye:

Cuando llega el 15 de septiembre se cuelgan cortinas en el café y se ponen luminarias. A la hora del grito les digo a mis hijos y a Cuca, lleno de alegría:

—¡A la plaza muchachos, a la plaza, vámonos al grito y a recordar también... la fiesta del pueblo de 1847!

La trágica pavura y la fe del carbonero

Pese a su apariencia tierna y jocosa, los cuadros de costumbres de Prieto suelen contener una dimensión crítica, tal vez hoy más notoria que en el tiempo de su publicación. Verbigracia, en sus “Charlas Domingueras” del 16 de abril de 1876, Prieto, al referir costumbres de 1819, 1820 y 1821, exhibe el gran mecanismo que induce al miedo y la contrición. La ciudad es entonces, literalmente espacio teocrático: “El Viernes Santo es el día de la apoteosis del dolor y las lágrimas. En mi tiempo me parecía que el sol no salía, sino que se exhumaba a presenciar la gran catástrofe del Calvario. Cuando desaparecen los coches y los vehículos todos para la comunicación a distancia, la ciudad es como un monasterio con sus grandes patios; nos parece que estamos en una gran prisión”. Todo sucede en esa semana, los gremios afloran, la gente se atropella y se maltrata, México entero y verdadero vive en la calle y, lo principal, cunde la idea de la insignificancia humana: “Era sentirse aniquilarse el hombre como molécula, como componente del gran todo colectivo que se llama humanidad”. La técnica de intimidación es perfecta:

Al penetrar en la caverna, que así se representaba la iglesia, se destacaba el triángulo de luz de antorchas en la oscuridad. El gemido era allí la fórmula de la vida. Cien siglos vibraban en aquellos cantos, vivía la muerte... en el misterio terrible se sentía la nada porque el anuncio de la ausencia de Dios proyectaba negro el espanto.

Y así como Victor Hugo en sus grandes dolores nos habla con la voz de la sombra, así veía el pueblo aterrorizado brotar del recinto negro la mano de la sombra, para restituir la luz a la tinieblas, para ahogar la vida en el mar de muerte que nos inundaba…

Crónicas, crónicas parlamentarias, cuadros de costumbres, estampas literarias. Todo en Prieto es uno y el mismo relato: la secuencia de lo hábitos de vida y los saltos de mentalidad. Fidel (Guillermo Prieto) asiste a inauguraciones, bodorrios, veladas, conciertos, óperas majestuosas. Luego de los grandes esfuerzos, la sociedad tiende a serenarse y a exhibir los otros componentes: la tontería, la lujuria, la mezquindad, la frivolidad, el juego de las ambiciones minúsculas. Y Prieto, cantor épico del liberalismo, describe también las peripecias de las familias y sus hijas en edad de merecer. Esta gama de intereses y personajes, con frecuencia magistralmente evocados, garantiza la perdurabilidad de quien, a la manera de Karl Kraus, seguramente se sentía a disgusto al meterse en sus propios asuntos. Esto, hubiese dicho, me quita tiempo para ver, conversar, escribir.

De “Revista de la Semana” a “Crónicas Charlamentarias”

En “Revista de la Semana”, en “Solares Dominicales” y en “Crónicas Charlamentarias”, Guillermo Prieto reitera un método literario y un programa de vida: ver y escribir, ver y elegir momentos significativos. Y la República Restaurada, en su brevedad y su intensidad, le posibilita el espíritu de observación y el “don de ubicuidad” del paseante conspicuo de la ciudad en calma, del viajero por las costumbres y celebraciones que auguran la vida institucional. Con Juárez en la presidencia de la República, el laicismo busca consolidarse entre las ruinas de la causa conservadora y la solidez del tradicionalismo. En julio de 1868, Prieto confiesa los niveles cuasi eróticos de su grafomanía:

Algo parecido me pasa a mí con mi pluma, a lo que solía acontecer a Cuasimodo con su campana predilecta; la contemplo tendida sobre mi mesa, la cuido como si estuviera dormida y reposando de sus fatigas, la muevo y acaricio con mi vista, la beso y le digo en voz baja mis confidencias; después la ciño con la extremidad de mis dedos, acomodo en ella mi fantasía perezosa, y entonces... a vagar… danza y se rebulle, va y vuelve, rasguea y corre suelta casi; y como si abriera claros en el papel, me descubre campiñas y horizontes, fisonomías amorosas o iracundas, perfiles grotescos y grupos fantásticos que no puede reproducir la palabra…

Hela ahí impaciente, como un corcel en el partidero. Quieta, despacio, pluma mía, que tenemos mucho camino que andar…

Así falte casi un siglo para la profesionalización del escritor, ésta se anuncia en el carácter de gesta concedido a la escritura, ya no tanto vehículo de los intereses de la patria, como de las descripciones fundadoras del nacionalismo en tiempos de paz. Hay problemas gravísimos, las apetencias políticas se vuelven conspirativas a causa de la “prisa histórica”, jamás escasean las gavillas de bandoleros, la empleomanía, la ineficacia, las desventuras económicas... Éstos son males menores en comparación con lo vivido hasta hace poco (guerras civiles, intervenciones extranjeras, dos gobiernos simultáneos). Prieto traza la conversión de la memoria histórica y social en nostalgia y conciencia festiva:

Hubo sus bombas de sobremesa y sus bromas, entre las cuales a pollón amarillo de tez y escasas carnes, barba rala y ojos hundidos, sumido pecho y delgados brazos terminando en dedos largos y puntiagudos, dijeron:

—Cante usted costumbres.

—¡Costumbres! —gritaron en coro.

Trajeron la guitarra, templó el joven… Recitaba un romance descriptivo del sitio de México, con diabólicas distracciones poéticas, pero sembrado de chistes, era el embargo, y la leva y el despotismo del soldado, los apuros de los políticos y los cálculos de los pancistas... el compás de la guitarra se animaba, y la voz era ya cantante. Se describía el tumulto de una panadería.

Cantar costumbres, escribir costumbres... Y lo segundo, en el caso de Prieto, es atender “lo de fuera”, los sucesos políticos y literarios, las “regocijadas de rumbo y de trueno”. En “Revista de la Semana” o en “Solares Dominicales”, albergues de su poesía popular, Prieto levanta el inventario de los tipos populares extraídos del costumbrismo español o ya generados por la realidad mexicana. La estabilidad, así sea mínima, torna primordial lo que en época de guerra es muy banal. Se reordenan las jerarquías del gusto, de la moral, del humor. En un poema dedicado a los “Viejos verdes” (1868), Prieto, de modo excepcional, moraliza:

En perseguir polluelas te recreas

y en lanzarles tus dardos de lujuria

tu gastado magín asiduo empleas…

¿Qué honra no tuvo de tu labio injuria?

¿Quién no te oye pintando con jactancia

tus triunfos mil y mil en loca furia?

Prieto se multiplica en un afán tal vez sólo equiparable al de Manuel Gutiérrez Nájera, y en sus “Crónicas Charlamentarias” reincide en su tono conversatorio el registro elegido para favorecer la ubicuidad periodística y no dejar pendientes temas, situaciones, personajes, estilos del habla. En las “Crónicas Charlamentarias”, Prieto se explaya. Conoce al detalle a sus lectores, sabe que sus intereses serán compartidos, y por eso, incorpora amigos, anécdotas de los vecinos, seres pintorescos, personajes satirizables. Sin vanidad, Prieto elogia a “la golondrina parlera y bulliciosa” de su charla, en donde prodiga las referencias a usos familiares, la escasez o afluencia de público en los teatros, las fiestas y ceremonias que cohesionan a la ciudad, muy destacadamente el 12 de diciembre y el Carnaval:

Desde los primeros anuncios de la gran farsa del año, los polluelos se congregan y discuten sus comparsas, anticipándose los placeres de una noche; las ancianas se persignan y los beatos lamentan la cosecha infalible del demonio; tórnanse las queridas en exigentes, y los maridos en rematados moralistas contra esas diversiones que sólo son para los jóvenes, y en que se pintan pollos (galanes) atrevidos, peluqueros ebrios y modistas y gente descocada...(1868).

Con reiteración, Prieto describe mezclas de lo tradicional y lo secularizado. El ánimo orgiástico es dispensa de perdones, y en la sustitución parcial de los clérigos por los escritores se filtra la fe sucesiva y simultánea en el progreso. Y el ejemplo más común del cambio de países lo aportan los suceso de Semana Santa: “En tiempos más atrasados, el supremo magistrado de la nación, los ministros, los empleados públicos, comunidades y colegios, comulgaban en medio de los cánticos y de la magnificencia religiosa con edificación universal. Después decayó la costumbre, el sacrilegio asomó a veces su cabeza entre los creyentes, y la sublimidad del acto fue herida por la incredulidad (1868)”. Con ironía benévola y ganas de no perderse detalle, Guillermo Prieto describe la sociedad a su alcance, y al recrearla maliciosamente, le añade coherencia.

La historia. Cómo sucedió lo que nos acontece

La pedagogía cívica, la ejemplaridad liberal

En 1886, Prieto, de 68 años de edad, publica Lecciones de historia patria, que conoce sucesivas ediciones, corregidas y aumentadas. En ese instante, ya Prieto es la figura reverenciada, la leyenda en vida, el poeta satírico y popular que memorizan niños y jóvenes, el autobiógrafo que produce documentos irrefutables, el cronista ameno que inventa una sociedad enredada en el laberinto de la tradición. Ídolo de las reuniones, festejado por la gente en la calle, ícono de la República, Prieto, que ha vivido gran parte del desarrollo independiente de México (nace en 1818), entrega en Lecciones de historia de patria su relación de los hechos, donde el examen del pasado que le importa se mezcla con sus evocaciones de la edificación de la patria.

El texto se dirige expresamente a los jóvenes, pero mantiene, inequívoca, una dedicatoria sesgada, del Prieto anciano al Prieto que fue joven y hubiese querido leer este texto, en el discernimiento de “antiguas hazañas”. En las Lecciones de historia patria no pretende distanciamiento ni “espíritu objetivo”. Liberal militante, hubiese hecho suyas las palabras de José María Luis Mora en la “Advertencia preliminar” de México y sus revoluciones:

Pretender o exigir imparcialidad de un escritor contemporáneo es la mayor extravagancia; nadie que se halle en semejantes circunstancias puede contar con esta prenda tan apreciable como difícil. La historia contemporánea no es ni puede ser otra cosa que la relación de impresiones que sobre él han hecho las cosas y las personas, y cuando esta relación es fiel, es decir cuando traslada al papel las impresiones recibidas tales como ellas se han hecho sentir, el escritor que no puede aspirar al honor imparcial logrará la reputación de sincero y habrá cumplido, si no en cuanto debe, al menos en cuanto puede con su siglo y su posteridad.

En el deseo de una moral ya no sujeta al dogma (y a sus muy ávidos representantes), Prieto es tajante: la fuente de la legitimidad se halla en el pueblo (la entidad abstracta o concretísima) y en la historia. Desde su posición, coincide (obviamente sin saberlo) con la tesis de Marx en La sagrada familia. Para don Guillermo, tampoco la historia tiene autonomía ni posee inmensas riquezas ni lidia batallas. Son hombres, hombres reales y vivos, los responsables de todo eso, los que acumulan fortunas y libran batallas. La historia no es nada, la “historia” no utiliza a los seres humanos como medio de lograr sus propósitos, es sólo la actividad de los hombres en la persecución de sus fines. Es a la luz de estas ideas, y no de posiciones fatalistas, como se lee el libro mayor de Prieto, Memorias de mis tiempos, donde la realidad la marcan los prohombres, cuyas iniciativas y acciones modifican el mundo social. Al prescindir de todo determinismo, al atenerse a la resonancia de su propio testimonio, Prieto es excepcional. Aunque comparte la admiración por 1789, no se sumerge, como muchos de sus contemporáneos, en la mitología de la Revolución francesa, donde la historia es diosa inapelable de la que se desprenden criaturas flamígeras y dramáticas, enlazadas en catástrofes siempre inevitables, y en donde todo, a partir del cadalso, es una predeterminación. Según Prieto, más modestamente, el pasado y el presente son susceptibles de explicarse a través de la conducta política y de la moral de las personas, y esta noción sencilla es la médula de Lecciones de historia patria.

Incapaz de recovecos, convencido de lo que dice, Prieto profesa, y caudalosamente, la sinceridad. A Prieto, la sinceridad le resulta arma privilegiada de conocimiento, si la encauza la literatura, que ilumina a los pueblos y sus destinos (y en esa sociedad de humanistas combatientes, escribir historia es hacer literatura). Prieto concibe la historia que reivindica las gestas que lo apasionan, al porvenir, a él mismo. No idealiza a su sociedad, la sabe mezquina y cerrada, poblada por la avidez de encumbramiento, entregada al culto por los poderes, a las “influencias de gobierno” y a los rencores típicos de los núcleos finalmente pequeños que sobrellevan (y monopolizan) el sonoro título de nación. Pero convencido de que falta mucho por hacer y es portentoso lo obtenido, Prieto no redacta el gran tratado histórico, sino cuenta, casi en charlas de chimenea, los vericuetos y las luchas que le dieron su primera forma a la nación.

Uno es su mensaje: sin conciencia de la historia no se captan las dimensiones de la patria. En la vejez, Prieto ve en la historia la enseñanza del comportamiento, en donde se ameritan los verdaderos valores y fines. Esto en su caso no es descubrimiento. A lo largo de su obra (de la que Lecciones de historia patria es consecuencia y resumen), la historia es la recopilación de sucesos donde se fragua la nacionalidad, el recuento de los impulsos cívicos que, traicionados y derrotados en ocasiones, han de desembocar en la felicidad colectiva.

Contra la barbarie

Para Prieto, reafirmar la grandeza del pasado prehispánico es rehusarse a la mutilación histórica iniciada en la Colonia y proseguida por los conservadores, que hace del criollismo el todo de la nacionalidad. En el empeño de difundir la extensión y las grandezas del mundo de aztecas, chichimecas, olmecas y mayas, Prieto aprovecha la sabiduría de sus contemporáneos (eruditos como Orozco y Berra, Chavero y Pimentel), y revisa el conjunto de informaciones a la mano: las clasificaciones de las naciones indígenas, la historia que se descubre luego de destrucciones y olvidos, los adelantos científicos y artísticos, las dinastías, religiones, guerras, actos de valentía, traiciones, usos cronológicos, ritos matrimoniales y funerarios, costumbres refinadas y bárbaras. Como es previsible, Nezahualcóyotl lo apasiona y los sacrificios humanos le horrorizan, pero por lo común, él, tan dado a juicios y opiniones, prefiere ser descriptivo. El tema, el universo precortesiano, le fascina, pero –está muy consciente– la leyenda negra del indígena ha sido opresiva, falta investigación, sobran prejuicios y hay que resignarse a versiones muy esquemáticas. En la historia que apenas se construye, el pasado prehispánico es el principio biológico, humano, cultural, político y ceremonial de la patria, pero aún falta el conocimiento detallado que sea punto de entrada a los grandes panoramas.

El historiador liberal aparece ya en plenitud de forma en la relación de la Conquista. Prieto, a diferencia de escritores de las siguientes generaciones como Justo Sierra, no confía en el método que indaga en los procesos psicológicos, no es precursor de la psicohistoria. Sabe de Cortés o de Moctezuma lo conveniente, la secuela de sus hechos notables, la veneración o los odios de quienes los rodeaban. No necesita más. Lo suyo es una primera versión para neófitos, en donde, sin llegar a las conclusiones radicales de Ignacio Ramírez, Prieto también describe la Conquista como invasión, y le atribuye nada más a los vencidos las actuaciones épicas. No es concebible “la epopeya de los vencedores”, lo épico es categoría que corresponde a la nobleza de ánimo, no a la saña y la crueldad. Narra Prieto la matanza de Cholula:

...entonces Cortés, con el rostro encendido en ira y ebrio de furor, les echó en cara su perfidia y dio la terrible señal de la matanza.

Cayeron los españoles sobre aquellos desgraciados, como un grupo de tigres rabiosos, destrozando sus cuerpos, bañándose en sangre, cubriendo el pavimento con un todo formado de entrañas, miembros y despojos humanos. Encarnizados aquellos feroces soldados, salieron como torrente de llamas, asolando todo lo que encontraban a su paso, y propagando la espantosa carnicería. Los indios, aterrados y sucumbiendo a millares al principio, se rehicieron en medio de los alaridos de las mujeres, los gritos de los moribundos y el horror de la pelea; acogiéronse a los templos, y desde ellos opusieron vigorosa resistencia: de repente comienza el incendio, vuela de casa en casa, y ondea sobre los templos difundiendo espanto... Después quitáronse de las calles los cadáveres, volvieron las mujeres y los niños a pisar las cenizas formadas con los despojos de su pueblo y los huesos de sus padres, y sobre la ciudad aniquilada apareció el signo de la cruz, como designando el suplicio horrible... no la redención de su pueblo.

Historia partidista, sin duda. Y necesaria para los que se proponen descolonizar a la nación nueva. Si la Conquista fue una invasión, la Reforma liberal es, para sus partidarios, la dignidad colectiva que se opone al monopolio de las libertades. Si no con el ímpetu del Nigromante, Prieto sí rechaza sin ambages el sentido político de la dominación española (que duró “tres siglos, un mes y cuatro días”), porque entonces los mexicanos no se pertenecieron a sí mismos, privados de los derechos mínimos. De acuerdo a los criterios prevalecientes, Prieto divide en cuatro épocas la historia de México ya hispanizado:

1. Desde la toma de la ciudad de México hasta la venida del primer virrey. Codicias, asesinatos en masa, imposición brutal de creencias, arrasamiento del mundo prehispánico.

2. Hasta la terminación del dominio de la Casa de Austria. Explotación inmisericorde de los recursos del país, rapiña, acumulación de bienes, concentración de la propiedad del territorio, destrucción por trabajos forzados de las comunidades indígenas, aislamiento total del país (interdicción a los extranjeros, lo “que quitaba todos los beneficios de la sociabilidad”), virreyes buenos o regulares, burocracia, racismo aplicado contra los mismos criollos.

3. Hasta el grito de insurrección dado en la Nueva España el 16 de septiembre de 1810. Acumulación del descontento, lenta y sólida germinación de la idea de Independencia, conspiraciones criollas, recelos y persecuciones a los disidentes de los españoles, emergencia de los insurgentes.

4. De 1810 a la República Restaurada. Aquí, lo primero es el panteón de los Héroes. Prieto incluye una tabla “Para ayudar a la memoria sobre la Guerra de Independencia”, y elige cinco personajes prominentes: Miguel Hidalgo y Costilla, Ignacio Rayón, José María Morelos y Pavón, Francisco Javier Mina y Agustín de Iturbide. En los años siguientes, los historiadores expulsan a Iturbide, contra quien ya vierte Prieto críticas feroces (“...cuidando no recargar los negros colores con que se puede caracterizar a Iturbide, sin recordar los hechos horribles de Morelia ni los bandos entre los cuales alguno mandaba quitar a una población, incluyendo mujeres y niños…”), pero al santoral, ya determinado, se agrega pronto don Benito Juárez.

¿Con qué criterio se establece este corpus de la patria? Con el único concebible: demostrar, a través de un criterio moral, que la historia es un método de perfeccionamiento, una vía de santidad laica, la gran alternativa a los incentivos y estímulos de comportamiento de la Iglesia. Hidalgo, Morelos y Mina, fusilados a causa de su grandeza, llevan la corona de martirio. Los liberales aman a estos héroes y no les conceden falla. Murieron en su empeño de infundirle vida a la nación, y representan los valores del porvenir: abnegación, entrega, conciencia carente de egoísmo. Del pasado indígena se rescatan a Cuitláhuac y Cuauhtémoc. Del virreinato, elogios virtuosos a las calidades de algunos virreyes. Hay villanos: Cortés, Santa Anna, los traidores, los polkos. Y del conjunto se desprende una exigencia: activar políticamente la enseñanza histórica.

En 1875, Justo Sierra, con tal de presionar al gobierno, declara: “Ningún pueblo de la tierra ve con más culpable abandono que nosotros el estudio de la historia”. Para los liberales, desentenderse de la historia es desperdiciar su arma formidable, el método de unificación. Si creemos en los mismos paladines, compartimos los mismos ideales. Si honramos su memoria, insistimos en su ideario.

El orden, el desorden, la nueva idea del caos

Al revisar el México Independiente, Prieto, preocupado especialmente por lo social, informa de una característica básica: “Al dar el grito de insurrección en Dolores, lo que podría llamarse bajo pueblo, es decir, curas y vicarios, oficiales subalternos del ejército, mayordomos, arrieros e indios semisalvajes, creaban un estado de cosas anómalo que en nada se parecía al orden establecido por la parte virreinal”.

Prieto localiza las nuevas manifestaciones positivas y negativas, lo que merece el terrible nombre de caos, y las formas a las que adjudicar el título integrador de orden. Visto desde fuera, el país nuevo vive, por más de medio siglo, la confusión más terrible: los enemigos y los asesinos de los insurgentes consuman la Independencia; los gobernantes y los legisladores son las más de las veces una infame turba; los grandes criminales quedan impunes y los idealistas son victimados; los pronunciamientos desbaratan a los regímenes frágiles. Y con el fallecimiento del Benemérito, Prieto advierte el fin de un ciclo. Después, como él anota, siguen levantamientos y pronunciamientos, conspiraciones y fusilamientos, planes y revoluciones victoriosas, pero esto ya es un tanto anecdótico. Lo substancial se ha conseguido, la integración nacional afirmada por la Constitución de 1857 y la resistencia a las invasiones extranjeras que culmina con el fusilamiento de Maximiliano. En el tono escueto que Prieto elige (tan opuesto a la vehemencia de las crónicas y de Memorias de mis tiempos), se apunta el hecho fundacional: si el poder central se solidifica, lo demás vendrá por añadidura; los bancos y los teatros, la sociedad ociosa y el boato, el reconocimiento a los héroes y el progreso.

Prieto se permite pocas interrupciones críticas. A una historia que eduque a las nuevas generaciones se le exige la visión lineal, el conocimiento de la secuela de acontecimientos, la generosidad de los vencedores exhibida en la falta de adjetivación triunfalista para los vencidos. En los primeros años del Porfiriato priva oficialmente un afán de concordia, de unidad que permita el crecimiento. Sin embargo, por un momento, el historiador le cede paso al militante y al crítico. Prieto evoca, con rápida severidad, la decisión de Juárez de no abandonar el poder en 1867.

En el Paso del Norte fungía el Ministerio de Juárez con igual gravedad y circunspección que si estuviera en la capital, en medio de inauditas penas y privaciones; Iglesias despachaba los negocios y describía sus revistas hermosas, únicos datos fehacientes de la época.

Lerdo, sin consejeros y sin libros, inspirado por su privilegiado talento, redactaba notas que después acogía como sabias doctrinas del derecho internacional, y don Guillermo Prieto redactaba la hoja oficial, manteniendo la fe en el triunfo de los santos derechos de México.

La prórroga del poder del señor Juárez y el rompimiento de la Constitución fue la sola nube que atravesó por el Gobierno legítimo.

Muchos opinan que el golpe de Estado fue necesario y salvador; otros creen lo contrario, y lo señalan como la interrupción del régimen legal, el origen de la mala política que produjo la convocatoria y otras medidas arbitrarias cubiertas jesuíticamente con las conveniencias patrióticas, pero que encerraban gérmenes funestísimos de corrupción...

Esta es quizá la intervención más dura y personal de Prieto en sus Lecciones de historia patria, donde, más bien, interesa la posición objetiva desde los intereses nacionales. Los liberales quieren una reconstrucción lo más imparcial posible del proceso de sesenta años que desemboca en el triunfo, y Prieto atiende la exigencia. De acuerdo a ellos se ha clausurado la historia que es contenida, y se inicia la historia que es reconstrucción y afianzamiento de la nacionalidad.

Vicente Quirarte
09 feb 2018 16:02

Vida y obra de Guillermo Prieto

1818

Nace el 10 de febrero en el Portal de Tejada (actualmente

República de El Salvador). Ese mismo día, pero de 1775,

había nacido Charles Lamb, que se convertiría en una de

sus lecturas formativas. Es bautizado y registrado con los

nombres José Guillermo Ramón Antonio Agustín, hijo

de José María Prieto Gamboa y Josefina Pradillo y Estañol.

Su vivienda se halla en los altos de una vinatería, por lo cual

el balcón se convierte en la primera escuela del niño que habrá

de conocer e interpretar, como nadie en su tiempo, las voces

y usos, olores y colores de la capital. Debido a que su padre

es administrador del Molino del Rey, en Chapultepec, la familia

se traslada a Tacubaya, lugar donde transcurre la niñez de

Guillermo y a donde volverá para instalarse, maduro y lleno de

gloria, hasta su muerte.

 

1825

Su infancia transcurre en Molino del Rey, “mimado de mis

padres, acariciado de mis primos y gozando mi alma con las

agrestes lomas, los volcanes gigantes, la vista de los lagos

apacibles y el bosque augusto de ahuehuetes”. Primera

actuación pública ante altos personajes. El niño intenta pronunciar

un sermón, para el cual lo habían preparado, pero lo superan

los nervios y fracasa estrepitosamente. Asiste a la escuela del

maestro Manuel Calderón y Samohano, en el número 14 de la

calle 2ª del Puente de la Aduana, y donde estudiaban “los hijos

de las personas más visibles de México”.

 

1831

Prieto evoca así a su padre. “Era tan fino, tan sinceramente

amigo de los pobres, que los peones le adoraban, y el nombre

del amo era un nombre mágico que producía el contento,

ahuyentaba las penas y que corría como perfume en aura

mansa, produciendo bienestar y placer”. A los 33 años de edad

muere don José María, y la madre de Prieto pierde consecuentemente

la razón. El niño llega al año 13 de su edad. Entra como capense

de francés en el Colegio de Minería, como meritorio en la comisaría

general y en un cajón de ropa. Grandes caminatas en la Alameda,

en las cuales memoriza sonetos ajenos y comienza a escribir los

propios: “Era yo una maquinita que regaba versos diablinos por

todas partes. Las pobres señoras mis bienhechoras supieron la

noticia como si se me hubiese declarado el mal de san Vito o el

vicio de beber”. Se acerca a Andrés Quintana Roo, por intermedio

del cual obtiene trabajo en la Aduana. En el Colegio de Minería

asiste a las cátedras de Gramática, Matemáticas e Inglés. Dueño

de su precaria independencia económica, se instala con su madre

en una vivienda interior, calle de la cerca de Santo Domingo

número 11. Se relaciona con Manuel Payno, Casimiro Collado

y José Zozaya.

 

1833

Epidemia de cólera en la ciudad de México. Contagiado, el

hermano de Prieto está a punto de morir. La familia le dedica una

serie de oraciones y a la mañana siguiente amanece mejor.

Conmovido, Prieto se dirige a la Catedral y hace entrega al 

doctor Barrientos de un soneto religioso que había escrito como

testimonio de fe. Ése y otros son impresos y colocados en las

puertas de las iglesias. Es la primera publicación del joven poeta.

 

1834

Para completar su presupuesto, entra a trabajar como escribiente

al estudio del padre Basilio Arrillaga, “personaje prominente del

partido clerical y verdadero oráculo para las decisiones eclesiásticas”.

En la calle de San Juan, conoce a su primer amor, María. Ella

tiene 12 años; él, 16. Hace entrega a Francisco Ortega de algunos

poemas para el periódico manuscrito Obsequio a la Amistad. En

su tertulia conoce a los poetas Ignacio Rodríguez Galván y a Luis

Martínez de Castro, quien habrá de morir heroicamente peleando en 

1847 contra la invasión norteamericana.

 

1836

En compañía de los hermanos Juan y José María Lacunza y de

Manuel Tossiat Ferrer funda la Academia de Letrán, en una de

las celdas del Colegio del mismo nombre. Su precaria situación

económica lo lleva a trasladarse a una vivienda interior en la calle

de los Gallos (actualmente Mesones). Es nombrado redactor del

Diario Oficial por el presidente Anastasio Bustamante y alojado

en Palacio Nacional. Comienza a escribir cuadros de costumbres.

 

1838

Estalla la Guerra de los Pasteles con Francia, ante reclamaciones

hechas por un repostero de tal nacionalidad, avecindado en

México. Escribe una marcha militar contra los invasores y se da

de alta en un regimiento de caballería.

 

1840

Contrae matrimonio con María. Para conquistarla y vencer la

resistencia familiar de ella, el presidente Bustamante le presta el

carruaje presidencial.

 

1841

Contrarrevolución de Santa Anna contra Bustamante. Prieto

renuncia a la redacción del Diario Oficial y se incorpora a la de 

El Siglo xix.

 

1842

Con el nombramiento de inspector de tabacos, es trasladado

a Zacatecas. Trata al poeta Fernando Calderón, residente en

esa ciudad. Escribe contra el arrendamiento de la Casa de

Moneda y es removido de su puesto. De vuelta a la capital, se

instala en una vivienda en el número 2 de la Calle Corpus

Christi –frente a la Alameda–, escribe con mayor frecuencia en

El siglo xix, pues Ignacio Cumplido le ofrece un sueldo –mejor

que el de inspector– por escribir artículos y crónicas teatrales.

 

1843-1844

Interviene en la redacción de El Museo Mexicano.

 

1844

2 de noviembre. Rebelión del general Paredes contra Santa Anna.

Prieto comienza a publicar en El Monitor Republicano artículos en

contra de Paredes.

 

1845-1846

Funda el periódico Don Simplicio. Periódico burlesco, crítico y

filosófico. Por unos simples. Dura de diciembre de 1845 a abril

de 1846. En él escribe sobre el peligro de la amenaza estadounidense

y la evolución de la guerra.

 

1847

Ante la invasión de Estados Unidos a territorio mexicano, se

convierte en redactor en inglés del periódico de Relaciones

Exteriores dedicado a los irlandeses. Ante la inminencia de la

invasión, se ve obligado a cambiar de domicilio. Ocupa una vivienda

en los bajos de una casa en el barrio de San Cosme, propiedad

de Lucas Alamán, conservador, su opositor político, con el cual

establece, sin embargo, una amistad intelectual. Junto con otros

jóvenes organiza lo que llama una “guerrilla de la pluma”, con

caballos tan raquíticos que más bien parecían “hijos de sus jinetes”.

Participa en la guerra como mensajero al mando del general

Valencia. Su experiencia directa le servirá más tarde para escribir

las memorias de Zapatilla. Tras la toma de la capital, como diputado

por San Luis Potosí, se traslada a Querétaro con el gobierno

provisional.

 

1848

Aparece el libro colectivo Apuntes para la historia de la guerra

entre México y Estados Unidos. Son obra suya once de los

veintiséis capítulos de la obra. Su circulación es prohibida por

Santa Anna, pues en la obra se pone énfasis en la participación

de los civiles y en la espontánea respuesta de la población.

Poema de Prieto en la conmemoración a los defensores de la

Patria: “Yo al soldado del pueblo, al que pelea…”, donde aparece

el tema, en él recurrente, de los civiles incorporados a la defensa

del país.

 

1852

Bajo la presidencia de Mariano Arista, es nombrado ministro

de Hacienda, puesto que ocupa del 14 de septiembre de 1852

al 5 de enero de 1853. Así justifica su aceptación: “porque se

viera que un hombre pobre y salido de la miseria tenía valor

bastante para desenmascarar pícaros y corregir inveterados

abusos”. A raíz de la publicación de artículos contra Santa Anna,

tiene un enfrentamiento verbal con él. La tarde del 29 de junio,

un grupo de soldados se presenta en su casa de Tacubaya y

es desterrado a Cadereyta, Querétaro, donde permanece hasta

el mes de diciembre. Uno de los resultados de este exilio impuesto

será el libro Viajes de orden suprema.

 

1854

El 18 de mayo es encarcelado por orden de Santa Anna. Colabora

en el Diccionario Universal de Historia y Geografía de Manuel

Orozco y Berra.

 

1855

Participa en la Revolución de Ayutla y, al triunfo de Juan Álvarez,

es nombrado representante propietario de Chiapas. Apoya a

Melchor Ocampo para presidente en las elecciones convocadas,

pero el triunfo corresponde a Álvarez. Prieto es el encargado

de comunicárselo, a pesar de haber sido su opositor. Es nombrado

ministro de Hacienda, puesto en el cual permanece del 6 de

octubre al 7 de diciembre.

 

1856

Con Manuel Payno en el Ministerio de Hacienda, el 9 de enero

es designado administrador general de correos, donde permanece

hasta el 1º de diciembre de 1857. Estudia detalladamente los

sistemas de correos de otros países y el 21 de febrero establece

el sistema de franqueo pagado por el remitente, mediante el cual

el destinatario deja de pagar la tarifa, como ocurría anteriormente.

Al mismo tiempo, era diputado. El 14 de febrero está en el Congreso,

con la representación de los estados de México, Puebla y Jalisco.

Participa con ahínco en los debates del Congreso Constituyente.

 

1857

En cuanto el presidente Ignacio Comonfort declara disuelto el

Congreso, presenta su renuncia al puesto de administrador general

de correos.

 

1858

A principios de este año, Benito Juárez, en su calidad de presidente

de la Suprema Corte de Justicia, establece su gobierno en

Guanajuato. Prieto se incorpora a él y es nombrado nuevamente

ministro de Hacienda, posición que ocupa del 28 de enero al 5

de agosto. El 13 de marzo, instalado Juárez en Guadalajara,

Prieto modifica el rumbo de la historia. Ante un grupo de rebeldes

del 5º Batallón, encabezados por el coronel Landa, se interpone

entre el pelotón y el presidente y los obliga a deponer las armas

con la arenga, célebre en los libros de historia y de civismo: “Los

valientes no asesinan”.

 

1859

El gobierno de Juárez se traslada al puerto de Veracruz. Prieto

da inicio a la redacción del periódico satírico Tío Cualandas. En

agosto, se traslada a San Luís Potosí, sede del general Jesús

González Ortega. Triunfante en la batalla de Calpulalpan, éste

nombra a Prieto negociador de las condiciones de pacificación.

 

1861

El 1º de enero entra a la capital con el ejército liberal triunfador,

que entona las estofas de “Los cangrejos”, poema de Prieto

contra los fueros eclesiástico y militar, que los liberales habían

convertido en himno de guerra. Establecido Juárez, es nombrado

nuevamente ministro de Hacienda, del 20 de enero al 5 de abril.

Le corresponde publicar uno de los decretos más radicales de

la Reforma, el del 5 de febrero, que a la letra dice: “los bienes

llamados eclesiásticos son y han sido siempre del dominio de

la nación y, en consecuencia, son nulos y de ningún valor todos los

contratos y negocios celebrados por el clero sin el conocimiento

y aprobación del gobierno constitucional”. No acepta el cinco

por ciento que de comisión le correspondía por haber llevado

a cabo este acto.

 

1862

Ante la Intervención francesa, funda el periódico La Chinaca,

periódico “escrito única y exclusivamente para el pueblo”. Con

interrupciones, aparece de abril de 1862 a mayo de 1863. De

su autoría son, en esa publicación, las divertidas “Impresiones

de un viaje (1862). Traducción libre del diario de un zuavo,

encontrado en su mochila en la acción de Barranca Seca”.

 

1863

“En 1863 salí con el gobierno y le acompañe a Paso del Norte:

perdí a mi madre en este tiempo y habría muerto en la miseria

sin la protección de Casimiro Collado, mi amigo de infancia”.

Electo diputado propietario por Guanajuato y suplente por San

Luis Potosí y el Distrito Federal. Colabora en el periódico El

Monarca, que aparece del 26 de julio al 6 de diciembre.

 

1864

Como parte de la comitiva de Juárez, el 16 de septiembre los

sorprende en la Noria Pedriceña, estado de Coahuila. Prieto

es el encargado de improvisar el discurso, a la mitad del desierto,

mientras el archiduque Maximiliano celebra el grito en Dolores

Hidalgo.

 

1865

Se traslada con el gobierno a Paso del Norte y se convierte,

hasta noviembre, en director del periódico oficial del gobierno.

Conflicto con Juárez debido al término constitucional de su

gobierno. Simpatiza con González Ortega. “En el paso disentí

del golpe de Estado, atravesé el desierto y fui a Texas primero

y después a Brownsville, donde serví a un alemancito y recibí

atenciones y bondades de Berriozábal”.

 

1866

En Brownsville, Texas, intenta fundar otro periódico contra la

Intervención francesa.

 

1867

A la caída de Maximiliano y con el triunfo de la República, Prieto

se traslada a la capital. Participa activamente en las Veladas

literarias y es el primer poeta en ser publicado en los folletos que

bajo ese título se publican, acompañado de una fotografía suya.

 

1868

Recupera poco a poco su popularidad, así como su fortuna

política e intelectual. El 31 de diciembre es nombrado socio

honorario de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.

 

1869

Muere su esposa.

 

1871

Publica en forma de libro sus Lecciones de economía política.

 

1875

En verano, es electo diputado por Tacubaya.

 

1876

El 16 de noviembre, tropas del general Porfirio Díaz derrotan

a las lerdistas en la batalla de Fecoac. Con motivo de la Revolución

de Tuxtepec, el Congreso es disuelto el 20 de noviembre. Lerdo

de Tejada sale del país. José María Iglesias se declara ganador

de las elecciones y se proclama presidente interino. Designa a

Prieto ministro de Gobierno.

 

1877

Sin apoyo popular, Iglesias y Prieto salen del país, por el puerto

de Manzanillo. Tocan San Francisco, después de Nueva Orleáns

y finalmente Nueva York, ciudad en la cual permanecen del 7 de

mayo al 27 de julio, en el Hotel Julián, en Washington Place, cerca

de Broadway. El periodo es rico en vivencias. Prieto se dedica a

estudiar las calles, costumbres, edificios, instituciones, todo lo

cual aparecerá en un libro futuro. El 6 de agosto, a través de

Piedras Negras, vuelve a México.

 

1878

Al no ser reelecto como diputado, colabora regularmente en

El siglo xix, con la columna los “San Lunes de Fidel”. Publica,

en tres volúmenes, su Viaje a los Estados Unidos.

 

1879

Publica sus Versos inéditos.

 

1880

Diputado por el Estado de Puebla ante el Décimo Congreso

Constitucional.

 

1883

Publica Musa callejera, en tres tomos. Aparece, asimismo, el

libro Viajes de Orden Suprema.

 

1884

Lee un poema en la inauguración de la Biblioteca Nacional. El

16 de septiembre se integra al recién fundado Liceo Hidalgo.

Ignacio Manuel Altamirano da lectura a un texto sobre la

poesía épica, con el propósito de constituir el prólogo al

Romancero nacional de Prieto. Como diputado por el Distrito

Federal, se opone al pago de la deuda inglesa, a través de un

discurso que le ganó la admiración y los vítores de los jóvenes.

Con la salud quebrantada, viaja a Tierra Caliente.

 

1885

En marzo, vuelve a México. Aparece el Romancero nacional,

con una presentación suya y un erudito y extenso prólogo de

Ignacio Manuel Altamirano, donde comienza por señalar:

“El viejo cantor de las glorias y las esperanzas de México,

el más popular y fecundo de nuestros poetas, ha coronado su

vida literaria, reuniendo en una colección de romances, todos

los recuerdos históricos y tradicionales de la independencia nacional”.

 

1886

El 2 de agosto da comienzo a la redacción de sus memorias,

que habrán de aparecer en 1906 bajo el título Memorias de mis

tiempos. Publica sus Lecciones de historia patria, dedicadas a

sus alumnos del Colegio Militar.

 

1887

Colabora en la lujosa publicación La juventud litertaria. Su

salud se ve menguada, pero nunca su buen humor, como se

puede ver en las cartas dirigidas a Rafael Chousal, secretario

particular del presidente Díaz. En ellas se declara el último

ministro de la Reforma y que no hay peor suerte que la del

patriota viejo. Escribe el 22 de julio: “declarado por el médico

en riguroso estado de viejo por ciertos achaques del pulmón,

me ha prohibido salir, de suerte que estoy encerrado hecho

un carámbano y a punto de hacer un hoyo y sembrarme en

este terreno escaso que debió haberse llamado Casa del

Romancero. Tengo setenta años, ya no puedo trabajar,

ya me pandeo en cualquier cosa. ¡Caray!, y es fuerza que

me hagan caso”.

 

1888

Aparece el Compendio de Historia Universal y las Breves

nociones de economía política.

 

1889

Aunque fue electo nuevamente diputado, su salud le impidió

acudir a los debates. Sin embargo, pronuncia uno de sus

mejores discursos el 22 de abril, ante la noticia de la muerte

de Sebastián Lerdo de Tejada en Nueva York. En carta del

4 de diciembre, confiesa, nuevamente, a Chousal: “Casi no

puedo andar y mi distracción única es escribir para El Universal

y leer, pero esto mismo me fatiga y perjudica”.

 

1890

El 4 de febrero, a Chousal: “No obstante las malas noticias

que tengo sobre la salubridad de México, pronto me marcho

de aquí. Sólo espero pasar en ésta (Cuautla) el día de mi

santo que es el día 10, y contemplar a mis solas los 72 duros

que llevo a la espalda. Me cuesta trabajo resignarme a enfermarme;

pero la necesidad es peor mil veces que la pantera del Señor

Cosma”. A medida que su salud física mejora, lo hará su salud

mental. La Prensa Asociada de México organiza una encuesta

para encontrar al decano de la prensa mexicana. El triunfo

correspondió a Prieto, pues había comenzado a publicar en los

periódicos en 1836, es decir, que llevaba más de medio siglo de

colaborar en los diarios. Igualmente, ganó el certamen convocado

por La República para elegir al poeta más popular de México.

Prieto obtuvo 3 752 votos, mientras que Salvador Díaz Mirón y

Juan de Dios Peza fueron favorecidos con 1 912 y 1 610 votos,

respectivamente. El 9 de noviembre, los escritores más importantes

de México, en número de 53, organizaron para él un banquete

en el Hotel del Jardín, situado en las antiguas huertas del convento

de San Francisco, el cual había sido demolido parcialmente en

1858 mientras los barreteros encabezados por Juan José Baz

entonaban los versos de “Los cangrejos”. Antonio de la Peña y

Reyes, en ese momento el periodista más joven, colocó en las

sienes del poeta veterano una corona de plata en forma de laurel.

 

1896

El 24 de noviembre, firma por última vez un documento legislativo,

con lo cual concluye su carrera política.

 

1897

Desde los últimos días de febrero, su salud va en visible

declive. A las 7: 35 de la noche del martes 2 de marzo, fallece

en su casa de Tacubaya. Diez años antes, y en la misma fecha,

había muerto en Londres Orase Walpole, padre de la novela

gótica. El Nacional publicó, dos días después, “El señor Prieto

ya no entablaba ninguna conversación en forma, sus frases

eran incoherentes y todo revelaba que por fin la fiebre había

logrado bloquear aquel cerebro blindado. A las doce y media

del martes llamó por última vez a Guillermo, su nieto predilecto,

le pidió agua y le encareció que no se separara de su cabecera.

Momentos después se oía el estertor hirviendo en la garganta

del anciano y se manifestó con todos sus síntomas el estado

agónico”. Lo acompañaban a esa hora su segunda esposa,

Emilia Colard; sus hijos María y Manuel y sus nietos. Antes de

morir, no recibió auxilios espirituales.

A pesar de lo avanzado de la hora, la noticia cundió de inmediato

por la capital. Sus restos permanecieron el día 4 en la Cámara de

Diputados. Sobre su ataúd fue depositada la corona de plata que en

1890 había obtenido, con la leyenda: “La  República, al más popular de

los poetas”. Continúa El Nacional: “Tras el catafalco y el pie de las

tribunas, había cuatro altas pirámides enlutadas que eran de

muy buen efecto. Entre las dos pirámides citadas veíase una

inmensa lira rota y un libro con la inscripción ‘Historia’. La curul

del maestro estaba rigurosamente enlutada y sobre ella había

una inmensa corona de siemprevivas. Al pie del catafalco se

fueron colocando las coronas que sus amigos y admiradores

llevaron en la mañana, como último tributo al poeta. Entre todas

las coronas descollaba una enorme de flores de metal con grandes

lazos rojos y la inscripción ‘Los hijos de Juárez’.”

Durante la ceremonia en la Cámara, tomaron la palabra los diputados

Justo Sierra e Hilarión Frías y Soto. 31 coches lo acompañaron al

Panteón de Dolores –el mismo donde reposa la Migajita de sus

poemas callejeros. Encabeza el cortejo el presidente de la

República. Hablaron allí Juan A. Mateos y Genaro Raigosa.

Ángel Muñoz Fernández
1995 / 09 feb 2018 14:20

Guillermo Prieto [Pradillo] nació en 1818 y murió en 1897 en la Ciudad de México. Poeta, escritor, político y periodista. Quedó huérfano a los 13 años y trabajó en una tienda de ropa hasta que, bajo la protección de Andrés Quintana Roo, pudo estudiar en el Colegio de San Juan de Letrán. Fundó, junto con los hermanos Juan Nepomuceno y José María Lacunza y Manuel Tossiat Ferrer, la Academia de Letrán. Diputado y Ministro de Hacienda con Juárez. Poeta popularísimo y periodista fecundo. Como periodista colaboró en El Siglo Diez y Nueve, El Monitor Republicano, Don Simplicio, El Diario Oficial, El Semanario Ilustrado.

 

Notas: El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes inició en 1992 la edición de sus obras completas.

 

Alfonso Reyes
1958 / 09 feb 2018 14:28

Guillermo Prieto, el “Fidel” amado del pueblo, escritor que procede de la tradición de Lizardi, desmañado y prosaico “por convicción”, suerte de Béranger mexicano, pintor de los consabidos “charros” y “chinas”, nos ha dejado libros de memorias, viajes, lecciones de historia mexicana y de economía política (pues este campeón de las luchas liberales acabó en maestro de la Escuela Preparatoria), y el torrente de sus versos costumbristas en su Romancero nacional y su Musa callejera. Quiso crear, sin tener suficiente materia para ello, pues tales elaboraciones suponen muy larga preparación histórica, algo como la épica de las luchas “insurgentes”. Su sentimiento nacional, su ternura para todos los rasgos y anhelos del pueblo, son conmovedores. Sin ser un especialista en asuntos de derecho público, sus intervenciones cuando se redactaba la Constitución de 1857 impresionan por su buen sentido y su entendimiento de los problemas sociales. Sus Memorias de mis tiempos se dejan leer con encanto. De él dijo Sánchez Mármol: “Lírico en la poética, lírico en el periodismo, lírico en la tribuna parlamentaria, lírico como viajista, como historiógrafo y hasta como hacendista y maestro de economía política… por entre sus manos pasó todo el Pactolo de la desamortización sin que se le pegara un grano de oro”. Pues hay que saber que fue Ministro de Hacienda, y perteneció, con Ignacio Ramírez, a la guardia de bronce de Benito Juárez, la escuadra de varones que salvaron a la República y al país, cuando nuestra nacionalidad estuvo a pique de perderse bajo el intento imperial de Maximiliano. 

Nació en la Ciudad de México, el 10 de febrero de 1818; muere el 2 de marzo de 1897. Poeta. Periodista, orador, político, profesor, historiador y economista. Estudió en el Colegio de San Juan de Letrán, bajo el auspicio de Andrés Quintana Roo. Publicó sus primeros versos en papeles impresos y pegados en las puertas de las iglesias. Colaboró en La Juventud Literaria, El Renacimiento, La OrquestaEl Semanario Ilustrado. Socio honorario de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Impartió conferencias en la escuela de jurisprudencia de la Ciudad de México. Fundador de la Academia de Letrán, junto con sus compañeros del colegio, Juan N. Lacunza y Manuel Tossiat Ferrer. Secretario particular del presidente Anastasio Bustamante, quien lo nombró redactor del Diario oficial; colaboró en El Siglo XIX durante 53 años, con crítica literaria, y entre 1843 y 1844 en la revista El Museo Mexicano, que más tarde se llamó Revista Científica y Literaria de Méjico, y en El Monitor Republicano. Junto a Ignacio Ramírez creó el periódico satírico D. Simplicio, Periódico Burlesco, Crítico y Filosófico, por unos Simples, de diciembre de 1845 a abril de 1846. Sesionó en la cámara de Diputados y en la de Senadores. Fue Administrador General de Correos en 1856, y creó un nuevo reglamento para el servicio postal mexicano (la persona que recibía la carta dejó de pagar el porte). En 1856 fue electo diputado por el estado de Puebla y, en lo sucesivo, representó a varios estados. Colaboró en el gobierno de Juárez como Ministro de Hacienda y fue uno de los encargados de aplicar las Leyes de Reforma. En 1862 fundó La Chinaca, y en 1863 El monarca, ambos periódicos satíricos; fue director del Periódico Oficial del Gobierno Constitucional de la República del régimen de Juárez. De 1866 a 1867 se exilió en Texas. En 1884 participó en la fundación de la sociedad literaria de El Liceo Hidalgo, y en la revista del mismo nombre. Escribió obras de teatro, como El alférez, comedia de 1840, Alonso de Ávila de 1842, A mi padreLa novia del erario Patria y honra. En 1890 ganó el concurso del poeta más popular de México por arriba de Salvador Díaz Mirón y de Juan de Dios Peza. En el libro Apuntes para la historia de la guerra entre México y los Estados Unidos, quince colaboradores, entre ellos Prieto, escribieron sobre este conflicto. En 1855 hizo el Apéndice para el Diccionario universal de historia y de geografía. La UNAM y el Conaculta han publicado y reeditado diversos libros del autor.

Seudónimos:
  • Don Simplicio
  • Fidel

Guillermo Prieto. La guerra con los Estados Unidos

Editorial: Dirección de Publicaciones UNAM
Lectura a cargo de: Gabriel Pingarrón
Estudio de grabación: Radio UNAM
Música: OSM
Operación y postproducción: Francisco Mejía / Cristina Martínez
Año de grabación: 2013
Género: Ensayo
Temas: Guillermo Prieto (Ciudad de México, 1818-1897), además de dedicarse fundamentalmente a la política del lado de los liberales, escribió una importante obra literaria, cultivando la crónica, el ensayo y la poesía. Entre sus libros destacan La musa callejera, Romancero nacional, El aférez, Memorias de mis tiempos, Viajes a Estados Unidos y los textos de divulgación y consulta Diccionario universal de Historia y Geografía realizado en conjunto con Manuel Orozco y Berra, Apuntes para una historia de la guerra entre México y Estados Unidos y Lecciones de historia patria. Prieto desempeñó distintos cargos administrativos durante los gobiernos de Mariano Arista, Juan N. Álvarez, Benito Juárez y José María Iglesias. Participó fecundamente en periódicos liberales con artículos de fondo y escribiendo pequeñas sátiras. En “La guerra con los Estados Unidos” el autor da cuenta sobre todo de sus impresiones y reflexiones sobre el conflicto que desembocó en la toma de la Ciudad de México por tropas estadounidenses en 1847 y se detiene en pequeños detalles que retratan de forma conmovedora la forma en la que los habitantes de la capital vivieron dicho episodio. Texto de sumo interés para adentrarse en un acontecimiento que marcó el rumbo de la política de entonces y que resuena en el México contemporáneo. La versión escrita de este título puede consultarse en la colección «Pequeños Grandes Ensayos», publicada por la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM. Agradecemos la colaboración musical de la Orquesta Sinfónica de Minería. D.R. © UNAM 2013

Instituciones, distinciones o publicaciones


El Renacimiento. Periódico literario
Colaborador