2015 / 04 dic 2017
Nacida en el estado de Tabasco en 1911, Josefina Vicens fue una autora que tras años de participar en el mundo cultural con colaboraciones en periódicos con crónicas taurinas bajo seudónimos masculinos, presenta en 1958 El libro vacío: primera novela que, junto con Los años falsos (1981) y el cuento “Petrita” (1983), configuran una obra breve y por demás intensa.
En un nivel diegético, la anécdota de la novela es sencilla, la historia de un hombre que se propone escribir una novela que, sin embargo nunca llega; en contrapunto, la construcción de personajes y del diseño narrativo son más complejos y originales, como se verá más adelante. El protagonista principal, narrador y, aunque en primera instancia suene contradictorio, escritor del libro vacío, es José García, quien se ha pensado podría representar una suerte de alter ego de la misma Josefina Vicens.
Con El libro vacío, Vicens se inscribe en la tradición literaria mexicana con un texto donde se desarrolla una trama metatextual, es decir, narra las vicisitudes que pasa un escritor al escribir una novela. Una primera novela que se revuelve en sí misma para narrar lo que la crítica ha llegado a considerar como antinovela. Hasta 1958 no parece haber un ejercicio metaficcional parecido al de la autora tabasqueña. Cuando los ecos de la novela de la Revolución parecían indelebles dentro de la producción literaria, Vicens logra con una frescura inusual elaborar una narración que inmiscuye directamente al lector con la obra, para que éste la complete dentro de una profunda reflexión del acto de escribir.
Dentro de la producción literaria del siglo xx en México, podemos encontrar los nombres de narradores como Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Juan García Ponce, Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, por mencionar sólo algunos, y dejando de lado otros nombres y presencias en la poesía como el de Paz y la de Contemporáneos. No es misterio para nadie el hecho de que las obras de los autores arriba señalados colaboraron a conformar lo que hoy es nuestra noción de realidad, no sólo cultural, literaria, sino también social y estética. Sin embargo, en esta tendencia patriarcal tampoco cabe duda de que existe la propuesta de autoras descollantes cuya obra fue elaborada durante la primera mitad del siglo, y que, como apunta Sara Poot, “a la hora de la verdad [...] la balanza [tiene] una especie de equidad literaria”.[1] Hablamos de personalidades como Rosario Castellanos, Inés Arredondo, Elena Garro y, por supuesto, Josefina Vicens. La producción de esta última, a decir de la crítica, ha gozado de una atención más bien irregular e insuficiente.
Tras llegar a la capital del país, Vicens encuentra un momento de transición. México entra en la modernidad: se “había bajado del caballo para subir al escritorio”[2] como apunta Julia Tuñón. Los nuevos hábitos, traídos y adaptados de otras latitudes, marcan la conformación de la ciudad moderna y conviven con las viejas tradiciones. Los intelectuales se dan cita en los cafés y centros nocturnos. En esos encuentros del café París o del cabaret Leda, la peque, como la llamaban cariñosamente, convive con los artistas de la época: Octavio Paz, Juan Soriano, José Luis Cuevas, Xavier Villaurrutia, por nombrar algunos. Son los años en que se delimitan los grupos que hoy se estudian en los cursos de Literatura Mexicana del Siglo xx. Dentro del discurso público de una buena parte de la sociedad está presente un anhelo de progreso basado en un capitalismo complejo que muchas veces deja ver la desigualdad. Las primeras transmisiones de radio y sus melodramas en formato de radionovelas entran a las casas, de quienes poseen un radiorreceptor, a través de las transmisiones de la xew: “La voz de América Latina desde México”. La institución de la familia se conserva como pilar de la sociedad, eje del orden moral, y transmisora de los códigos del Estado, no obstante sufre cambios significativos configurándose cada vez más en espacios urbanos en donde los roles continúan fuertemente marcados entre géneros. El hombre es el proveedor que paga con horas de oficina los bienes y servicios que el Estado ofrece; las mujeres son amas de casa encargadas de la administración del hogar y del cuidado de los hijos.
Como puede esperarse, lo anterior no sólo transforma el horizonte social, sino que se trasmina hacia las expresiones estéticas y sus medios de producción, por supuesto la literatura incluida. Ésta se profesionaliza, en gran medida, gracias al incremento de editoriales y publicaciones periódicas; espacios en los que Josefina Vicens logra notoriedad debido a su labor como cronista mayormente. Un ejemplo es Torerías, publicación dirigida al mundo de la tauromaquia en donde la autora, cuyo seudónimo era Pepe Faroles, colaboraba con una sección titulada “Los Farolazos”.
Conviene no olvidar que la retórica de la Revolución se mantenía como línea hegemónica para el tratamiento del arte; es decir, un imaginario que se había ido instalando desde 1916 con Los de abajo de Azuela y que había alcanzado su importancia definitiva con la publicación de Al filo del agua de Yáñez en 1947, y de Pedro Páramo de Rulfo en 1955. El relevo no parecía un trámite sencillo. Podríamos hablar aquí también de la primera novela de Carlos Fuentes, La región más transparente, que ve la luz el mismo año en que lo hace El libro vacío de Vicens. Sin embargo, la propuesta de la tabasqueña se postula como un cambio paradigmático de perspectiva temática, porque si bien, a grandes rasgos, en La región más transparente Fuentes aún no puede desmarcarse del todo de una estética posrevolucionaria, Vicens sí lo consigue a partir de nuevos recursos narrativos, que tienen que ver con la introspección del yo inmerso en una modernidad, que muchas veces fue más un modelo que una realidad, por lo menos en el panorama de la Ciudad de México, Fuentes desde el exterioridad y Vicens desde la interioridad; en ese punto subyace el desplazamiento que daría un giro dentro de la literatura mexicana debido a que dicho desplazamiento se da de lo rural a lo urbano, en la mentalidad narrativa de lo social a lo individual, como escribe José María Espinasa.[3]
Es así que tras cinco años de construcción, El libro vacío sale a la luz y obtiene el Premio Xavier Villaurrutia en 1958. Entre los trabajos concursantes se encontraban otras novelas que con los años se convertirán en imprescindibles de la literatura mexicana: La región más transparente de Carlos Fuentes y Polvos de arroz de Sergio Galindo. Antes de 1958, el premio había tenido sólo dos emisiones más; y lo habían recibido Juan Rulfo por Pedro Páramo en 1955 y Octavio Paz por El arco y la lira en 1956.
José García, alter ego y espécimen común
José García es pensado como el alter ego de la escritora. Esto no sólo, aunque podría ser lo suficiente, por el hecho de que él atiende a sus pulsiones literarias tratando de escribir una novela, sino por una interesante relación entre los seudónimos que Vicens utilizaba para firmar sus crónicas taurinas en Torerías (Pepe Faroles), y sus editoriales políticas en algunos periódicos de la época (Diógenes García). Es decir, “Pepe (hipocorístico de José, a su vez masculino de Josefina) Faroles” y “Diógenes García”; la combinación de ambos da como resultado “José García”.
Es rescatable la anécdota de Aline Pettersson, quien mantuvo una relación muy estrecha con Vicens, acerca de la afición de la autora tabasqueña por el uso de seudónimos: firmaba como “Juana de Arco”, “Don Quijote de la Mancha” en las tarjetas de entrada de sus primeros empleos, “Diógenes García” para sus editoriales políticas, y “Pepe Faroles” para sus no siempre halagadoras crónicas sobre las corridas de toros:
[...] tras una crítica muy negativa sobre Carlos Arruza [torero considerado a la postre como uno de los más importantes del siglo xx en México], un boxeador amigo del torero fue a la revista para golpear al atrevido [el señor Faroles]. El hombre vio a una diminuta mujer [Vicens] frente a sí y se puso a esperar al tipo que se había aventurado a hablar mal de Arruza para golpearlo. Pasaron unos minutos, el hombre seguía esperando “¿Y qué espera?”, le preguntó ella. “A Pepe Faroles”. “Pues lo tiene enfrente”. Ante aquella sorpresa, el hombre, sin mediar palabra, guardó los puños en los bolsillos del pantalón y se retiró.[4]
La ahora curiosa anécdota referida por Pettersson es la consecuencia de la crónica que rescata de la Hemeroteca Nacional Graciela Martínez-Zalce, quien dice:
Carlitos Arruza, ese simpático joven de 23 años de edad, pleno de salud y de facultades físicas, logra dar el aspecto de un señor maduro, enfermo, sin interés por nada ni nadie. Ambula por los ruedos gris, sin relieve, sin entusiasmo. Un día declaró que ya no quería torear porque tenía muy mala suerte en los sorteos. [...] no todo es culpa de la mala suerte en los sorteos, sino de la falta de decisión y de coraje del joven criollo.[5]
El protagonista de El libro vacío es un contador de clase media que vive en una urbe modernizada con alma de provincia, presumiblemente la Ciudad de México de las primeras décadas del siglo xx. Él se encuentra sumergido en una rutina familiar y laboral: tiene esposa y dos hijos, algunos amigos en el trabajo también. Hasta este punto no parecería ser individuo digno de observación, ni siquiera cuando confiesa haber mantenido un amorío durante dos años con Lupe Robles, una conocida de Pepe Varela, un amigo de la oficina. José García representaría un espécimen común de la nueva clase trabajadora que surgió con la pasada centuria: “Salgo de la oficina a las nueve de la noche y tan cansado, que ya no tengo esa sensibilidad ávida, necesaria para percibir lo que me rodea”.[6] Sin embargo, por las tardes se mete en otra preocupación: desea escribir una novela pero no sabe cómo, no sabe si debe, no sabe si podrá, pero no puede dejar de escribirla.
Para tal propósito se encierra en una habitación que ha improvisado como despacho: “Cuando ya iba yo a entrar en mi despacho…¡es tan presuntuosa esta expresión! En ese despacho están también la máquina de coser, un armario y unas cajas en donde mi mujer guarda las cosas más inverosímiles”.[7] Entonces se vale de dos cuadernos: el segundo servirá para registrar notas mentales que después depositará en forma “literaria” en otro que estrictamente será esa novela florecida. No obstante, sin que él pueda evitarlo ese segundo cuaderno se convierte en un documento de la desesperación y la asfixia que siente en cada momento, y el otro será su eterno cuaderno pendiente, vacío, de una primera frase que desencadene la gran obra que romperá, ante todo pronóstico, su medianía como ser humano.
¿Qué ocurre en El libro vacío?
Desde los primeros párrafos el lector se entera, incluso antes de saber el nombre del narrador, que éste vive en una doble explicación de su existencia. José García divide la enunciación del yo en dos discursos: uno visible, público, en el cual puede registrar su lugar dentro de la sociedad, como jefe de familia; el segundo de ellos es el subterráneo, privado, que lo impulsa desde el fondo de su ser a dar su testimonio, a escribir una novela. Ambos discursos han coexistido sin encontrarse, permitiendo que el narrador siga adelante con su vida; empero, en el punto desde el cual da comienzo la narración este equilibrio se ha perdido y José García debe tomar cartas en el asunto:
No he querido hacerlo. Me he resistido durante veinte años. Veinte años de oír: “tienes que hacerlo… tienes que hacerlo” [...] Hay algo independiente y poderoso que actúa dentro de mí, vigilado por mí, pero nunca vencido. Es como ser dos. Dos que dan vueltas constantemente, persiguiéndose. Pero a veces me he preguntado: ¿quién a quién? [...] Lo único que me preocupa es que no se alcancen. Sin embargo debe haber ocurrido ya, porque aquí estoy, haciéndolo.[8]
José García sabe que lo que subyace dentro de él, aquello que emite ese discurso subterráneo no debe ganar la partida; no obstante, es inevitable y ello causa un profundo desasosiego. La única manera que encuentra para contener lo subterráneo es la “confesión” racionalizada de su pulsión creadora, y eso se narra en el primer apartado de la novela. Al hacer esto, parece no entregarse por completo: quizá el método es darle vueltas al asunto, escribir la naturaleza del conflicto para no tener que escribirlo: no admitir la derrota que, sin embargo, es “buscada”. El lector puede percatarse de la hesitación que se suscita al interior de José García, así lo admite en las primeras páginas: “¿Para qué voy a emprender una batalla que quiero ganar, si de antemano sé que no emprendiéndola es como la gano?”.[9]
Con el final del primer apartado, Vicens da al lector el eje narrativo por el cual se desarrollará la novela: “Necesito decirlo. Empezaré confesando que ya he escrito algo [...] Perdonen. Tengo dos cuadernos. Uno de ellos dice, en alguna parte:”[10] Esos dos puntos fungen como bisagra, representan una marca temporal dentro del texto. El tiempo narrativo en el que está dada esta primera confesión, será el mismo en el que el último párrafo de la obra opere antes de ser separado mediante un blanco. En medio de estas dos marcas tipográficas se encuentra aquello que colma al “cuaderno vacío”.
Ahora bien, el manejo del tiempo en El libro vacío no es uniforme, ni tiene un tratamiento lineal dentro de la narración. Una vez que queda establecido el verdadero conflicto, que se encuentra entre el primer apartado y el último párrafo de la novela. Es decir, en lo que José García denomina como “el cuaderno número dos”, el lector puede percatarse de que no existen marcadores temporales exactos, salvo aquellos saltos en el tiempo, futuro (prolepsis) y pasado (analepsis), que se encuentran comprimidos dentro de la narración mayor. Podría decirse que hay grandes pasajes en los que se registran eventos que son anteriores al punto de la narración, pero dentro de ésta el orden es inexistente y está gobernado por una especie de flujo de la pluma de José García mientras llena el cuaderno número dos. “Necesito explicarlo. No es que deseara contar mi vida cronológicamente, con su raíz y sus frutos [...] ¡No, Dios mío! ¿Qué puede contar de su vida un hombre como yo? Si nunca, antes de ahora, le ha ocurrido nada, y lo que le ocurre no puede contarlo porque precisamente es lo que le ocurre: necesita contarlo y no puede”.[11] Los rasgos temporales se suspenden y se subordinan a ese continuo flujo de reflexiones de lo vivido combinado con la situación actual. Las analepsis, es decir, los pasajes retrospectivos que rompen la secuencia cronológica de la obra, se encuentran suspendidas alrededor del conflicto del personaje: hallar una manera de escribir una novela que lo satisfaga.
El conflicto no sólo está dado por el choque entre lo subterráneo y lo visible, sino por la confesión de haber escrito algo que no se puede dejar de escribir. José García ha tomado la decisión de hacer la novela, pero no quería admitirlo desde el principio. El primer apartado gira sobre el deseo de “aclarar” ante todo que él no pretendió escribir, pero con el pasar de las hojas, lo realmente manifiesto para el lector es que le fue inevitable dejar de hacerlo.
José García intenta esquematizar su obra mediante varios sistemas de prueba y error. Se nos presenta como un personaje al que le importan los métodos, la fe ciega a los métodos aún parece infalible para aquellos que, como José, tienen en mente una empresa titánica, digamos, una novela o algo igualmente mitificado dentro del horizonte cultural: “Hoy he comprado [así comienza el segundo apartado] los dos cuadernos. Me obstino en escribir en éste lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos, ya cernido y definitivo”.[12] La intención de José García es patente: si está dispuesto a subordinar su existencia a los propósitos de aquello que siente subterráneo, no lo hará a la ligera. Quiere evitar que su libro sea “uno más entre millones de libros que nadie comenta y nadie recuerda”.[13] Por ello, antes de usar el cuaderno número dos, el cuaderno uno le servirá como laboratorio. Es en ese espacio donde el lector se enterará de lo que es realmente José García; de cómo las circunstancias atraviesan al protagonista dentro de su cotidianidad.
Dentro del conjunto de sistemas que José García diseña para la creación de su novela, se encuentra el hecho biográfico como un eje imprescindible dentro del proceso, ante su total impericia de inventar circunstancias, personajes o situaciones: “La verdad es que yo no puedo inventar algo ni a alguien y entonces necesito llenar con palabras ese hueco, ese vacío inicial”.[14] A manera de anécdota se puede leer la incursión de lo que él cree que no son protagonistas viables para su propósito creativo: su abuela, su madre, algún tío, su mujer, sus hijos, sus amigos del trabajo, e incluso una amante del pasado, representan, dentro de su mención, sólo un bosquejo de lo que José quisiera desarrollar en su historia. Después el lector se entera de cómo él declina la introducción de éstos seres de su vida para que habiten su ficción convertidos en personajes profundos. Su medianía lo atormenta; lo atormenta desde la aceptación de que su vida no tiene algún logro digno de contarse, ni una oportunidad de inventar con el favor de la imaginación, y este hecho trasciende a la escritura:
Sucedía, además, que después de haber trazado, en mi opinión reciamente, el carácter de mi personaje, no sabía qué hacer con él. Yo hubiera podido moverlo si hubiera concedido que se parecía a mi tío Agustín, por ejemplo, a quien conocí en lo íntimo y que era un sujeto bastante atractivo e interesante. Pero mi pretensión de crear, no de relatar o aprovecharme de tipos ya creados, me impedía esa concesión que juzgaba una deshonestidad. No se trataba de usar la experiencia y el conocimiento, sino la imaginación; una imaginación de la que carezco en absoluto.[15]
No obstante, José García admite que sus protagonistas no gozan de una profundidad “literaria”, ni que en los espacios que les destina se desenvuelven con facilidad. Ese es el doble juego que hace tan interesante la novela de la tabasqueña, pues mientras su narrador titubea en cada momento en relación a su empresa, El libro vacío avanza para un lector que es capaz de registrar las texturas, y la historia de un hombre incapaz de escribir una novela que ha querido hacer desde hace veinte años, y sencillamente no puede, y no podrá.
Tras haber sido galardonado con el Premio Xavier Villaurrutia en 1958, El libro vacío fue publicado en México por la editorial ediapsa; recibió reseñas en medios de comunicación, se destaca la de Elías Nandino en la revista Estaciones (1956-1960). Y sólo cinco años más tarde fue traducido al francés (Le cahier clandestin) por Dominique Éluard y Alaíde Foppa para su publicación bajo el sello de la editorial Julliard, llevó como Prefacio una carta de Octavio Paz; en 2014 ha sido traducida al italiano por Roberta Arrigoni, lleva como título Il libro vuoto (Roma, Internazionali Riuniti). Sin embargo, como bien apunta Aline Pettersson, la figura de Josefina Vicens se ha trasformado con el tiempo en la de una autora de “culto”, cuya obra es “para aquellos que han tenido el privilegio de ser cómplices de un conocimiento casi secreto que se goza en una selecta clandestinidad”.
Por fortuna, tal circunstancia fue cambiando dentro de las últimas décadas del siglo xx, y hoy contamos con una serie de estudios que poco a poco han restaurado el diálogo con la obra de Vicens. A lo anterior sirva de muestra Josefina Vicens. Un vacío siempre lleno de 2006. Un estudio panorámico a cargo de Maricruz Castro y la misma Aline Perttersson dentro de la colección Desbordar el Canon. Otro ejemplo que no sólo abarcaría la obra de Vicens, sino también la de sus coetáneas (Luisa Josefina Hernández, Beatriz Espejo, Inés Arredondo, María Luisa Mendoza, Julieta Campos, Amparo Dávila, Aline Pettersson y Esther Seligson) es Nueve escritoras, una revista y un escenario también del 2006. En ambos textos se escuchan las voces de un grupo de especialistas que se han dado a la labor de revisar a fondo, bajo distintas miradas temáticas, el trabajo de sus predecesoras.
Ahora bien, un porcentaje importante de esta crítica acerca de El libro vacío focaliza sus comentarios en el paratexto-título. Es decir en la estrecha distancia que se encuentra establecida entre el adjetivo "vacío" que dirige la lectura, no sólo dentro de la trama, sino que parecería estar actuando como un leitmotiv a lo largo de la narración; basta una primera lectura para darse cuenta de que la vacuidad, la nada, y su machacante presencia operan en pos del sentido textual de la novela. En el ya citado Nueve escritoras…, Sandra Lorenzano asimismo particulariza el nivel diegético de la primera novela de Vicens poniendo el foco del análisis sobre el tratamiento de “el vacío”, la nada, que se manifiesta y toma todo su significado en el silencio:
Vacío, silencio; la escritura como doloroso ejercicio de ausencia y búsqueda de uno mismo. El silencio no es carencia de palabras sino el vértigo final de todas las palabras [...] el silencio guarda en sí todos los sonidos... Silencio de la angustia, pero también silencio de quien ha encontrado, de quien ha visto el rostro esencial. Silencio de la página en blanco [...] Silencio como pasado y silencio como futuro; como recuerdo doloroso y como deseo. Entre la palabra que no tiene posibilidad de nacer o que no ha nacido aún y la palabra que ya no es necesaria, el silencio lo ha dicho todo. Silencio entre ruinas, o silencio de las palabras.[16]
Este es sin duda un análisis que dialoga con el prefacio a la edición francesa, y para las siguientes reimpresiones en español, Octavio Paz comenta:
Es admirable que con un tema como el de la “nada” [...] hayas podido escribir un libro tan vivo [...] El hombre caminando siempre al borde del vacío, a la orilla de la gran boca de la insignificancia [...] filosofía que se enfrenta a la no-significación radical del mundo y la situación de los hombres modernos ante una sociedad que da vueltas en torno a sí misma y que ha perdido la noción de sentido y fin de sus actos: ¿no son estos los rasgos más significativos del pensamiento y arte de nuestro tiempo?
[...]¿qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que “nada tiene que decir”? Nos dice “nada”, y esa nada –que es la de todos nosotros– se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres de nuestra época y puede participar y compartir el destino general.[17]
Josefina Vicens lo logra, José García no, éste se queda a la espera de que llegue la primera frase que dé inicio a su gran novela. El sacrificio parece justo en un balance general. El libro vacío es la primera novela publicada de Vicens, con ella da la impresión al lector de haber exorcizado, desde el discurso, el problema de escribir, o no escribir, descubre el ¿por qué?, el ¿para qué?, pero sobretodo el cómo abordar su oficio artístico desde la convivencia con lo otro, con lo que tiene: lo cotidiano.
Álvarez, Enid, “¿Cuántos no caben en un libro vacío?”, en Nueve escritoras mexicanas nacidas en la primera mitad del siglo xx, y una revista, coord. de Elena Urrutia, México, D. F., Instituto Nacional de las Mujeres/ El Colegio de México, pp. 113-114.
Espinasa, José María, “El vértigo de la(s) página(s) en blanco”, en El tiempo escrito, México, D. F., Ediciones Sin Nombre (Los Libros del Arquero)/ Juan Pablos/ Ponciano Arriaga, 1995.
Lorenzano, Sandra, “Josefina Vicens: sobrevivir por las palabras”, en Nueve escritoras mexicanas nacidas en la primera mitad del siglo xx, y una revista, coord. de Elena Urrutia, México, D. F., Instituto Nacional de las Mujeres/ El Colegio de México, 2006, pp. 83-95.
Martínez-Zalce, Graciela, “Diez estampas para el rescate de una aficionada: las crónicas taurinas de Pepe Faroles”, en Josefina Vicens. Un vacío siempre lleno, ed. de Maricruz Castro y Aline Pettersson, Toluca, Estado de México, Tecnológico de Monterrey (Desbordar en Canon)/ Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 2006.
Paz, Octavio, “Carta Prefacio”, en Josefina Vicens, El libro vacío, México, D. F., Secretaría de Educación Pública (Colección Lecturas Mexicanas, Segunda serie; 42), 1986.
Pereira, Armando y Claudia Albarrán, “Josefina Vicens y el abismo de la escritura”, en Narradores mexicanos en la transición de medio siglo. 1947-1968, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México/ Instituto de Investigaciones Filológicas/ Centro de Estudios Literarios (Letras del Siglo xx), 2006, pp. 61-82.
Pettersson, Aline, “Las pasiones de Josefina Vicens”, en Josefina Vicens. Un vacío siempre lleno, ed. de Maricruz Castro y Aline Pattersson, Toluca, Estado de México, Tecnológico de Monterrey (Desbordar en Canon)/ Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 2006, pp. 21-28.
Poot Herrera, Sara, “Primicias feministas y amistades literarias en México del siglo xx”, en Nueve escritoras mexicanas nacidas en la primera mitad del siglo xx, y una revista, coord. de Elena Urrutia, México, D. F., Instituto Nacional de las Mujeres/ El Colegio de México, 2006, pp. 34-78.
Tuñón, Julia, “Nueve escritoras, una revista y un escenario”, en Nueve escritoras mexicanas nacidas en la primera mitad del siglo xx, y una revista, coord. de Elena Urrutia, México, D. F., Instituto Nacional de las Mujeres/ El Colegio de México, 2006, pp. 3-34.
Vicens, Josefina, El libro vacío, México, D. F., Secretaría de Educación Pública (Colección Lecturas Mexicanas, Segunda serie; 42), 1986.
Bustamante Bermúdez, Gustavo, “Los cien años de Josefina Vicens”, La Jornada, (consultado el 28 de febrero de 2014).
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