1995 / 07 ago 2017 12:30
Nació en Teocaltiche, Jalisco, en 1867 y murió en la Ciudad de México en 1931. Abogado y diplomático. Cultivó la crítica literaria, la novela, la historia y la filología. Fue diputado, senador, subsecretario de Relaciones Exteriores y ministro en Guatemala. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. Colaboró en el Diario de Jalisco y en El correo de Jalisco.
Político y diplomático, memorialista, viajero, filólogo,
periodista, historiador y adversario del Modernismo en su juventud (De mi cosecha), descuella en la prosa
narrativa por cierto buen humor
constante, un fuerte sabor mexicano, y una prosa excelente ceñida a las normas
académicas y según los modelos españoles anteriores a la “generación del 98”. A sus diversos cuentos, De autos, siguen su largas novelas
históricas De Santa Anna a la Reforma y
La Intervención y el Imperio, según el modelo galdosiano
de los Episodios nacionales, pero
tratado todo en la superficie y sin verdadero calor humano, aunque con mejor
técnica y mejor sentido del idioma que lo habitual entre sus contemporáneos.
Con mucha menor fortuna intentaría Juan A. Mateos el género de los “episodios
nacionales”.
28 nov 2017 08:24
La Revista moderna da una prueba de imparcialidad, que sin duda estimarán sus lectores en todo lo que vale, publicando la máscara —una máscara un poco romántica, de velados ojos pensativos, mi querido Ruelas— del Lic. Victoriano Salado Álvarez, enemigo acre de las escuelas literarias modernas, a las cuales, en varias epístolas muy donosas y discretas, y siempre con talento y erudición, fustigó en aquellos artículos[1] de “marras”, que no “marraron” por cierto. Puede ser que si el Lic. Salado Álvarez hubiera medio matado en el campo a las nuevas tendencias literarias, le guardáramos en la Revista algún rencorcillo; pero como no fue mortal para los modernistas su rudo ataque; como antes bien, la crítica es muy saludable en esto de nuevos ideales, pues que los define y depura, y sobre todo, porque Salado tiene talento y esto da derecho de cuidadanía en nuestro periódico, la Revista agrega con placer a su galería de máscaras, la del paciente, erudito y castizo investigador de nuestra historia contemporánea.
No necesitamos presentar a nuestros lectores al autor de tantos sabrosos cuentos, y novelador de tantas quisicosas históricas, académico por la gracia de Dios, Diputado por la de la Nación, maestro en Castellano de vieja cepa, en Español del legítimo de Castilla la Ancha, y otras cosas, Victoriano Salado Álvarez. Éste ha tenido la buena suerte, tanto más buena, cuanto que es poco común en los hombres de su valer, de ser conocido pronto en todo el país, y no es preciso ser profeta para augurarle un porvenir todavía más lisonjero que su presente, el cual, literaria y socialmente, no es, por cierto, moco de pavo.
Representa Victoriano en la Literatura, al Galdosismo de buena ley. Estudia, trabaja, piensa, por parecerse a Galdós, en lo cual hace perfectamente, y yo espero y deseo que lo logre, y aun creo que lo logrará, para gloria suya y del país, el día en que acierte por completo a dar como aquel mago español, hijo legítimo de Balzac, carne y hueso a sus personajes, realizando el ideal de la novela histórica de que se hablaba la otra noche en su última sesión del Liceo Altamirano: lo que pudiéramos llamar la vitalidad de los personajes y de las épocas. Sea como fuere, Victoriano puede estar satisfecho de su obra, que es fecunda y nobilísima, de su estilo, que es sano y fuerte, y de su temperamento literario, que constituye una promesa de fecundidad para la novela patria. Más aún, yo veo en el autor De autos al crítico mexicano de mañana, y me holgaría sobremanera de que mis esperanzas se realizasen, y de que este mi buen amigo viniese a llenar hueco tan sensible en un país en que no hay más que afables aduladores que hallan buenas todas nuestras obras, o insultadores de oficio que tienen en las venas vinagre de mala calidad en vez de sangre, y que a propósito de cualquier producción, nos mencionan todos los grados de parentesco que tenemos en la línea recta ascendente…
Tiene Victoriano para crítico, dos grandes cualidades: serenidad y erudición. Le falta una sola, y es accesible para él: un poco más de eclecticismo en literatura, y un poco más de amor al progreso de la expresión y del color. Un joven como él, no tiene el derecho de confinarse en la vieja torre de hierro del parlar castellano. Me imagino que Victoriano hace esto, más que por amore, para no desencantar a todos aquellos eminentes ancianos que le han dado el espaldarazo de lingüista. Ya le dijeron, y convino todo el mundo, en que era un escritor y pensador castizo y piadoso, incapaz de salirse de la pauta y el cauce (a menos que fuese en tal o cual verdura inofensiva, de ésas que se perdonan, propter elegantiam sermonis, como gusta de repetir el maestro de maestros D. Rafael Ángel de la Peña), y ahora ni modo de romper los viejos moldes por miedo de perder la reputación digna de la época de D. Sancho el Mayor, con que se le ha agraciado.
Pero… by and by, como dicen los yankees… Yo espero ver añadidas a las serias cualidades que posee mi admirado amigo, la de la elasticidad moderna del estilo, la del amor al matiz de ahora, tan delicado y expresivo, y la del gentil, elegante y sabia libertad de dicción. Serán estas bellas cualidades, adunadas a las sólidas y vigorosas que Salado Álvarez posee, algo como los encajes finísimos de Bruselas, sobre los recios petos de los caballeros de Luis XIV…
1993 / 13 sep 2018 18:48
Victoriano Salado Álvarez, escritor[1]
Los aliñados y los hirsutos
Don Victoriano Salado Álvarez (1867-1931) perteneció a esa singular generación de escritores a cuyos nombres anteponemos naturalmente el don. Don Justo Sierra, don Federico Gamboa, don Carlos Díaz Dufóo, don Manuel Puga y Acal, don Emilio Rabasa, don Joaquín D. Casasús, don Ignacio Mariscal, don Enrique Fernández Granados, don Ángel de Campo, Micrós. Después de los rostros bravos e hirsutos, en los que el peine y los aliños apenas han iniciado su tarea, de las generaciones romántico-liberales: Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Manuel Payno, Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio, Francisco Zarco, Juan Bautista Morales, José Tomás de Cuéllar, cuán diferentes nos aparecen los hombres de esta época de paz que ya no han tenido que esforzarse por dar cohesión y libertad a su país. Algunos de ellos guardarán recuerdos infantiles de los tiempos de la intervención y el Imperio, pero otros han nacido después o, como Salado Álvarez, justamente en el año del fusilamiento del Cerro de las Campanas, del triunfo de la República y del principio de una nueva época, de hecho, del comienzo del México moderno.
Los años revueltos y la reconstrucción con los escombros
Sólo la literatura puede darnos una imagen cabal de lo que fue nuestro país en los revueltos años que van desde la Independencia hasta 1867. He aquí el patético panorama de estos años, como lo describía un personaje de Salado Álvarez:
¡Nuestra desventurada patria, devorada por las facciones, envuelta en la anarquía, y en el peligro más inminente de perder su nacionalidad! ¡Desgraciado México! –exclamó–; sin erario, debiendo como millón y medio de pesos de dividendos atrasados de la deuda inglesa, sin poder satisfacer de la interior el rédito del año vencido, ni asistir a los empleados con los pagos que les pertenecen; sin ejército, con las fronteras abandonadas y sufriendo grandes desastres con los ataques de los bárbaros; minados de traidores los estados fronterizos, influidos y favorecidos por los americanos, y cinco años tolerando esto por los gobernadores ineptos, traidores también y dignos de la execración universal.[2]
La tarea de reconstruir una nación con los escombros de tantas ruinas fue posible gracias al triunfo republicano y liberal, y a la tenacidad de un hombre que fue el motor y la voluntad de esta regeneración, Benito Juárez. El gobierno que él reasumió en 1867 y los que lo continuaron, Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz, fueron edificando lentamente la República mexicana. Se consolida y protege entonces su integridad territorial, se organizan sus finanzas y vida económica, se sientan las bases de un sistema educativo, se promueven las comunicaciones, particularmente los ferrocarriles que habrían de iniciar la unificación del país –y de paso terminarían con la pesadilla de las diligencias y los asaltos–; se levantan edificios y monumentos públicos, se alienta la propiedad, y se acaba por consentir el latifundismo y aquel lema de "mucha administración y poca política".
El sabor del antiguo régimen
No nos extrañe, pues, que no sólo los políticos sino aun los escritores que vivieron y disfrutaron esta época hayan adquirido aquel empaque grave y digno, aquel aliñado vestir y aquel continente señorial que nos impone el don. Como lo han hecho y lo harán los hombres de cada época, ellos amaron la que contribuyeron a crear. Y cuando fue derrumbada y sustituida por otro orden que, además de la civilización y las buenas maneras, pensaba también en la justicia y en el derecho de las mayorías, lo menos que hicieron fue suspirar por los buenos tiempos idos. Don Victoriano lo expresó con singular franqueza cuando repitiendo la frase de un historiador francés, escribió: "Quien no saboreó el antiguo régimen no supo lo que era la dulzura de vivir".[3]
Salado Álvarez fue cabalmente un escritor del antiguo régimen: creció y maduró con él, se identificó con las empresas, la ideología y los hombres de su tiempo y dejó una crónica espléndida de aquellos años; noveló su pasado inmediato y, cuando se impuso con violencia el nuevo régimen, nunca pudo transigir ni deseó comprender. Cuenta en sus Memorias que Limantour, cuando la presidencia transitoria de De la Barra, le sugirió seguir en el Ministerio de Relaciones ya que él –Salado Álvarez– podía ser el puente natural "entre ésta y la futura situación". Mas él orgullosamente no lo aceptó, pues no quería "que sobre mí pasaran todos los que quisieran, ni tampoco reñir con gentes a quienes tanto debía".[4]
Clausuró pues el puente de la comprensión y de la apertura a nuevos aires y nuevas ideas y se quedó en su antiguo régimen, desterrado largos años por propia o ajena voluntad y, sobre todo, desterrado espiritualmente. Nunca quiso admitir la justicia, la razón y la nobleza del nuevo régimen, que combatió en su nacimiento y no cesó de zaherir y despreciar como el mayor de los males que hubiera sufrido México y como la pérdida de aquel dulce vivir que echaron abajo las chusmas revolucionarias.
Sólo a la luz de esta crisis dramática del hombre entre dos épocas puede entenderse el carácter y el pensamiento de don Victoriano Salado Álvarez. Aquella plenitud creadora, de sus años de juventud y madurez, se prolongará después de la Revolución en una enorme obra periodística, que es preciso rescatar, llena de sabiduría y talento, pero vencida por una íntima tristeza, por una negación sustancial. Nunca más volverá a tener aquella vitalidad afirmativa de las obras que escribió de acuerdo con su tiempo y con la vida.
Las obras del primer periodo: “De mi cosecha”
Su obra literaria de aquel primer periodo, y aquélla por la que Salado Álvarez es uno de los grandes prosistas mexicanos, se realiza y publica en el breve periodo de un lustro, de 1899 a 1903; al principio de su madurez, entre sus 32 y sus 36 años, y entre Guadalajara y la Ciudad de México. Pero a las obras de estos años deben sumarse las Memorias de don Victoriano, reunidas y publicadas sólo hasta 1946, que su autor escribió en sus últimos años, y son una crónica admirable de su propia vida y del "antiguo régimen".
Su primera aparición literaria fue una colección de estudios críticos, De mi cosecha, publicados en Guadalajara en 1899. Cuenta Salado Álvarez que "En 1897 se hallaba preocupado el mundo por no tener preocupaciones y no mirando delante ningún conflicto internacional, ni una guerra posible, ni el derrumbamiento de uno o varios tronos, se dio a opinar en pro o en contra del decadentismo".[5] Aquellos estudios críticos tratan pues, principalmente, del "decadentismo", o del modernismo, y recogen la ilustrativa polémica que sostuvo Salado Álvarez con Jesús E. Valenzuela y Amado Nervo, es decir con la famosa Revista Moderna. Frente al afán de renovación e innovación de los nuevos poetas, Salado Álvarez advierte la falsedad de aquellos refinamientos. Piensa que si en Europa, donde tienen cabida todos los extremos de la civilización,
...el fastidio de todo lo que se ha probado y el afán de catar algo nuevo han traído el surmenage, la degeneración, el neurosismo, los innumerables matices de histeria y la multitud de formas de locura, entre las cuales merecen especial mención las literarias y musicales, aquí, donde nadie llega naturalmente a estos estados mórbidos, en que todo es primitivo, tradicional, inconsciente, no hay razón para figurarse que la civilización nos tenga hartos y surmenés...[6]
Estos imitadores serviles –añadía en otra parte–, a cambio de haber inventado cuatro frasecitas y adaptado alguna combinacioncilla nueva a la índole del idioma, tendrán sobre sí el cargo formidable de haber condenado la literatura nacional, que ya vestía la toga pretexta, a permanecer envuelta en pañales por luengos años.[7]
Por ello, como contrapartida de estos desacuerdos, muestra en el mismo librito su admiración por los novelistas y poetas que seguían fieles a la doctrina nacional-tradicionalista, como Rafael Delgado, José López Portillo y Rojas, Federico Gamboa y Juan B. Delgado.
Era muy aguda la argumentación del joven Salado Álvarez, y constituye un capítulo importante de la historia de las ideas literarias en México, pero el tiempo no le dio la razón. Por encima de sus neurosis postizas, los modernistas se salvarían por la calidad y la autenticidad de su poesía y por su ímpetu renovador, que era saludable para la anquilosada literatura hispanoamericana. Por otra parte, Salado Álvarez no advertía que la prédica nacionalista de Altamirano había tenido sentido treinta años antes, cuando el país necesitaba un elemento de cohesión espiritual, pero que ya no podía tener vigencia en aquella nueva sociedad que comenzaba a descubrir la burguesía y el cosmopolitismo.
"Pobre, hinchado y pomposo era el tal librillo",[8] diría Salado Álvarez de su primera obra, años más tarde. Y con todo y que la historia la rectificaría, es la obra de un espíritu singularmente informado, y la de un carácter, podría añadirse, la de un hombre que ha tomado ya, aun en cuestión de ideas literarias, un camino del que no se apartará.
Los cuentos “De autos”
Dos años más tarde, aún en Guadalajara, Victoriano Salado Álvarez publica, con prólogo de su paisano López Portillo, la colección de cuentos llamada De autos. "Burla burlando –dice su autor–, lo había escrito en Zapopan, durante una temporada de veraneo",[9] y cuenta más adelante cuántas puertas le abrieron en México sus dos primeros libros. Pero, además de franquearle el primer paso para la conquista de la capital, De autos hizo descubrir a Salado Álvarez sus raras condiciones de narrador y fue su primer ejercicio antes de atacar una empresa mayor. Al lado de La guerra de tres años de Emilio Rabasa y de algunas estampas de Micrós, De autos cuenta entre las obras narrativas más perfectas de aquellos años, por la gracia de su estilo, por la templanza de su humor y por la rara lucidez de su composición literaria.
Su prologuista López Portillo señalaba con perspicacia, pero como disculpándose, que el joven Salado Álvarez solía tomar los argumentos de sus cuentos de historias reales o ya conocidas, pero que su pluma ponía en ellas tanta frescura y lozanía que desvanecían la materia prima. Bien conocía el oficio el autor de La parcela. En efecto, Salado Álvarez no creará nunca ficciones novelescas, no añadirá ni un Periquillo ni un Coronel Astucia a la novela mexicana pero explotará magistralmente su verdadera aptitud, la de narrar novelescamente los sucedidos y la historia.
Mostraban, además, los cuentos reunidos en De autos otros méritos de su autor: la amplitud y firmeza de su cultura, particularmente en el campo de la historia, y su rico matizado dominio de la lengua y del estilo. Tenían estos en la pluma de don Victoriano tanta plenitud y seguridad, y empleaba su autor con tal soltura los recursos de la retórica, que en ocasiones su prosa nos hace sentir que leemos a un escritor español, a un Valera o a un Galdós. El casticismo y la imitación del realismo peninsular eran ciertamente normas de aquellos años, para novelistas como López Portillo, Delgado y Rabasa, y aun para Gamboa, que seguía al mismo tiempo a los naturalistas franceses. Mas en el caso de Salado Álvarez, al igual que en sus contemporáneos, poco a poco la tierra, los propios usos lingüísticos y el peculiar sabor de los acontecimientos que narra van desprendiéndolo de aquel afán de imitación de sus primeras obras para darle una robustez de estilo que ya sólo era mexicana y la suya propia.
Los “Episodios Nacionales Mexicanos”
Cuando don Benito Pérez Galdós inició en 1873 la publicación de sus Episodios nacionales, muchos novelistas, que comprendieron la eficacia popular de aquella nueva forma de contar la historia, quisieron emularlo. En México, fueron muchos los que intentaron o realizaron series novelescas que narraban la epopeya de los grandes hechos del siglo xix. Después de 1867, varios novelistas, como Vicente Riva Palacio y Juan A. Mateos, comenzaron a narrar la historia de su siglo. Pero el primero en componer un ciclo novelesco fue el español Enrique de Olavarría y Ferrari que, de 1880 a 1883, publicó dieciocho volúmenes de Episodios nacionales mexicanos, que narran nuestra historia desde la época colonial hasta la de Independencia. Pocos años más tarde, Ireneo Paz inició en 1886 un primer ciclo llamado Leyendas históricas de la Independencia, al que siguió un segundo, que se extendió desde la Reforma hasta 1910. Con el título general de Biblioteca del niño mexicano, y con portadas ilustradas por José Guadalupe Posada, Heriberto Frías escribió varias series de breves relatos histórico-novelescos, en numerosos cuadernos que se publicaron de 1899 a 1901.
Era pues un intento ya muchas veces perseguido y logrado con desigual fortuna el que emprendía Victoriano Salado Álvarez cuando, a instancias del editor español Santiago Ballescá –a quien México debe tantas hermosas y monumentales ediciones–, comenzó a redactar una nueva serie histórico-novelesca. Se limitó don Victoriano a un periodo de la historia inmediata, desde 1851 a 1867, que dividió en dos secciones: De Santa Anna a la Reforma, la primera, y La Intervención y el imperio, la segunda, y aparecieron, aquélla, en tres volúmenes en 1902, y esta última, en cuatro, al año siguiente. En la edición original, sólo la segunda parte llevaba el título general de Episodios nacionales mexicanos, que en la reedición de 1945 se antepondría al conjunto de la obra, abreviado en Episodios nacionales. Cuenta Salado Álvarez que su arreglo con Ballescá, para la redacción de estas series, fue a razón de un peso por página manuscrita de cierta extensión, aunque el generoso editor "me pagó mucho más de lo convenido, me costeó viajes, me ayudó en circunstancias apuradas y me constituyó en el hombre de sus confianzas".[10] Para documentarse sobre tantos pormenores y versiones de los hechos que quería recrear, don Victoriano se puso a hurgar libros, periódicos y manuscritos de la Biblioteca Nacional, y trabajaba en una capilla que el director José María Vigil le cedió. Pero, además, como se trataba de un periodo aún no muy lejano, podía consultar también a testigos que le daban detalles o precisiones de tal o cual suceso. Entre estos informantes, que contribuyeron para la exactitud de los relatos novelescos que se iban forjando, su autor señala a los generales Jesús Lanne y Francisco de P. Troncoso, así como al propio general Porfirio Díaz quien dio su parecer sobre los episodios en que él fue actor y sobre los hechos que bien conocía.
La característica más saliente de los Episodios nacionales mexicanos de Salado Álvarez me parece que es su discreto equilibrio entre la información histórica y la ficción novelesca. Poseía, en efecto, aquella cualidad que advirtiera López Portillo, de dar nueva vida a los sucesos conocidos, y pudo emplearla con largueza y con múltiples recursos en las catorce partes o novelas que forman las doce series. Nunca quiso volver a contar simplemente la historia, sino trazar, sobre el cañamazo de hechos, circunstancias y ambientes muy precisos, un relato vivo, y en cierta manera autónomo como creación novelesca.
Así pues, la historia que nos enseñan los Episodios de Salado Álvarez está presentada un poco al sesgo, como incidentalmente, y sólo en ciertos episodios, se la expone directamente. La ambición de su autor era la de hacer vivir a seres reales, "A los cuales –nos dice– trataba de quitar su corteza de solemnidad y su ropaje de hinchazón para ver de convertirlos en trozos de este pobre y pecador barro humano, que por frágil y por sensible merece toda la compasión del historiador y del novelista".[11]
A pesar de la rapidez y el apremio con que los escribió, pues debió componerlos en dos años, y en no menos de cinco mil cuartillas, su autor no se dejó vencer por perezas y siempre encontró para cada episodio la perspectiva más adecuada a la intención. Por lo general, fingió el relato de testigos: un viejo veterano, un "mocho" o una afrancesada –la cuñada del prestamista Jecker–; inventó con mucha gracia una correspondencia entre Ignacio Ramírez, El Nigromante, y Guillermo Prieto, Fidel, y, para narrar el episodio de Querétaro, se sirvió del teatro y en cinco jornadas dio vida al choque final entre el falso imperio y la República. Como una lección de técnica narrativa, es en verdad admirable la composición de los Episodios de Salado Álvarez, y merecería un estudio detenido esta multiplicidad de recursos, esta adecuación siempre tan flexible de estilos y perspectivas a la naturaleza de los asuntos. La consecuencia natural de tal eficacia literaria es la vivacidad y el interés siempre sostenidos y renovados de la vasta narración. Cada uno de los catorce Episodios tienen una unidad de tema y de estilo; y, en su conjunto, forman una amplia corriente que recrea magistralmente la dramática historia de aquellos lustros decisivos para México.
Los Episodios nacionales de Victoriano Salado Álvarez son ciertamente una de las obras maestras de la novela histórica y una de las empresas más ambiciosas de nuestra novelística. Pero si las consideramos no ya como obra literaria sino como documento histórico, el peculiar hombre que las escribió y sus muy peculiares ideas, vuelven a aparecer. En la primera serie, De Santa Anna a la Reforma, hay excelentes estampas de los grandes reformistas: Melchor Ocampo, Leandro Valle, Jesús González Ortega, Francisco Zarco, Ignacio Ramírez, Santos Degollado y Guillermo Prieto. Y si no muestra su autor entusiasmo por el ideario liberal no se le podría llamar tampoco conservador. Parecía tener, en efecto, mucha mayor simpatía por los caracteres que por las ideas que los movían y determinaban.
En cambio, sí se ostenta partidario ferviente de la causa de la República en la serie La Intervención y el Imperio. Y, paralelamente, su visión de los oropeles imperiales oscila entre la sátira y la comedia. Las escenas que describió de la precaria burguesía mexicana aprendiendo usos cortesanos son algunas de las páginas más graciosas de nuestra literatura. Mas, para Salado Álvarez, la gesta y la victoria republicanas habían sido, sobre todo, la hazaña de los generales: Ignacio Zaragoza, Ramón Corona, Mariano Escobedo y Porfirio Díaz; del general Porfirio Díaz especialmente. El presidente Benito Juárez permanece más bien en la sombra, y apenas se describe, al sesgo, su peregrinar norteño, y se le muestra en dos escenas de Querétaro, el drama final, para escuchar imperturbable las súplicas de la princesa de Salm-Salm, y para escuchar, inconmovible también otras peticiones de clemencia que le dirigen Mariano Riva Palacio y Rafael Martínez de la Torre. Juárez no es pues, para Salado Álvarez, la conciencia y la voluntad férreas que dieron cohesión y tenacidad a un pueblo para defender su causa. El porfiriato, como es sabido, fue el iniciador del reconocimiento y de la exaltación de la figura de don Benito Juárez. Pero, en este punto, Victoriano Salado Álvarez, historiador, disentía respetuosamente del presidente Díaz, porque, para don Victoriano, el héroe de la República, era el propio presidente.
Las “Memorias”
La última gran empresa literaria de don Victoriano serían sus Memorias. Cuando contaba ya sesenta y dos años, y sólo viviría dos más, comenzó a escribirlas y publicarlas, dentro del aluvión de escritos periodísticos de sus últimos años. De allí fueron rescatadas para formar una de las autobiografías mexicanas más sabrosas y ricas, que sólo superan las que, años más tarde, escribió José Vasconcelos.
En dos partes dividió Salado Álvarez sus Memorias. Tiempo viejo llamó al periodo que va desde su progenie y su nacimiento hasta el fin del siglo, y Tiempo nuevo al que va de 1901 a 1910, es decir, al fin del propio tiempo del autor, el porfiriato.
Si don Victoriano fue desde sus principios literarios un escritor de raza, en esta obra de madurez alcanzó la plenitud de sus dones. Las páginas de estas Memorias tienen esa soltura, esa fluencia y esa riqueza de asuntos y de matices que sólo se ganan cuando, además de haber tenido una vida rica en experiencias, se ha convertido en carne propia una larga frecuentación con el arte y la cultura, se ha ejercitado largamente la pluma y se tiene un don natural para la narración. Esa fiesta para el espíritu que, según ha contado Artemio de Valle Arizpe, era la conversación de Victoriano Salado Álvarez, parece escucharse de nuevo en muchas de las páginas de sus Memorias. Ya cuente la historia y los esquivos encantos de Teocaltiche, su pueblo natal; ya recree la vida en la capital jalisciense, en el último tercio del siglo xix, o ya se demore en múltiples pormenores de la vida política, literaria, periodística o diplomática, el gran narrador, el gran conversador nos tiene pendientes de sus rememoraciones. Había llegado don Victoriano a aquel temple de los años en que uno se sorprende de la pasión que antes se puso en cosas que luego se olvidan y parecen nimias, y acaso por ello volvía los ojos a hombres y hechos del pasado con una memoria bullente y cordial pero sin que sus heridas o sus diferencias le impidan la visión serena. Quedaban aparte, por supuesto, la Revolución y sus actores, que serían su bestia negra; los inicios destructores de lo que había sido "su mundo". Refiriéndose a don José María Vigil, escribe Salado Álvarez estas palabras que bien pudieran explicar su propia intransigencia: "¡Cosas de la vida! Aquel liberal lleno de ardor, para quien todas las reformas eran necesarias y que no entendía de esperar ni de atemperar, en su vejez odiaba las reformas materiales y aun las legales que no fueran las que en su tiempo se habían proyectado o practicado".[12] Él sería pues, voluntariamente un hombre del "tiempo viejo", pero también el que supo darnos una crónica espléndida de aquellos años de vida mexicana.
Los “caballeros del antiguo régimen”
Atrae, en primer lugar, en estas Memorias la galería de retratos de "caballeros del antiguo régimen", como les llama don Victoriano. A causa de la escasez de los memorialistas mexicanos, y de cierta incapacidad nuestra para hablar de cosas personales, sabemos muy poco de los rasgos humanos e íntimos de nuestros hombres públicos. Mas gracias a las Memorias de Salado Álvarez, nuestra pobreza de imágenes vivientes se convierte en abundancia durante los años en que él fue testigo. Aparte de las graciosas estampas familiares, Salado Álvarez nos dejó retratos admirables[13] de los artistas, escritores, filántropos, editores, diplomáticos, políticos, periodistas y soldados más representativos que formaron la vida mexicana a fines del siglo xix. En ocasiones, estos retratos tienen una singular agudeza y unos cuantos trazos bastan para dar vida a los personajes, como cuando dice de don Francisco Bulnes que "es uno de los pocos genialoides que hemos tenido, y sus rasgos de hombre raro se confundían con sus atisbos de persona que sabía ver lo futuro y escrutar lo pasado";[14] o cuando nos descubre, junto a la imagen que conocemos, otra inesperada de don Justo Sierra: "Era don Justo el hombre más divertido, gracioso y chirigotero que ha hollado tierra mexicana; un entendimiento altísimo que llegaba a las más sutiles concepciones, y un corazón abierto a los cuatro vientos de la bondad, la mansedumbre, la conciliación y la armonía";[15] o cuando, describiendo el carácter de don Porfirio, desliza esta curiosa observación: "Algo había en su paso que le era peculiar. Parecía uno de esos plantígrados que asientan con firmeza los pies y tienen el andar seguro para la sustentación y pronto para el ataque y la defensa";[16] o, finalmente, cuando nos deja este conmovedor dibujo de Micrós:
Para evocarlo hay que recurrir a la ornitología. El andar saltarín, los pies y las manos pequeñitos y que recordaban las garras de las aves que se paraban en los árboles y en su corteza se mantenían, la cabecita chica y como triangular, un coup de vent que era como cresta que se alzara obedeciendo los dictados de la voz, que parecía un piar desapacible; los ojos redondos y cambiantes a ratos de color, como los de la alondra de Julieta, y sobre todo la nariz, una naricilla subversiva que tal vez haya resultado exagerada para aquel cuerpo, pero que era pequeña para nariz humana, se completaban con unos enormes anteojos que daban la idea de perdiz que acudía al señuelo engañada con un espejo movedizo.[17]
Enriquecen también estas Memorias múltiples pormenores acerca de los campos en que se movió la actividad de Salado Álvarez: el literario, el periodístico, el político y el diplomático; y en cada uno, el curioso encontrará anecdotarios y peculiaridades llenos de interés. Refiere, por ejemplo, circunstancias poco conocidas acerca de la elaboración de los dos grandes testamentos culturales del porfiriato: México a través de los siglos y México: su evolución social; describe la peregrina acuciosidad con que don Matías Romero dirigió la compilación de la Correspondencia de la Legación Mexicana en Washington durante la Intervención, cuyos solos índices alcanzaban más de mil páginas; cuéntanos, asimismo, cómo el doctor Manuel Flores defendió con inteligencia y brío al paisajista José María Velasco, desdeñado en París por el pintor Meisonier; cómo elaboró el mismo don Victoriano sus obras literarias e históricas, y cómo Manuel Caballero inició en México el periodismo moderno y dignificó este oficio.
Una imagen cordial de Guadalajara
Detengámonos, finalmente, en una imagen cordial. Aunque nativo de Teocaltiche, Victoriano Salado Álvarez sentíase tapatío, porque en Guadalajara pasó su infancia y su juventud y porque esta tierra le dio sus primeras lecciones de belleza y le despertó su vocación intelectual. Pero, precisamente por ello, no quiere insistir en un amor que da por consubstancial. "No describiré una vez más Guadalajara –escribe–porque siempre la miro con el mismo deslumbramiento que la vi el día que a ella llegué". Y luego trata de explicarse la naturaleza de esta fascinación que sigue moviéndonos a cuantos aquí hemos vivido:
No es sólo el recuerdo de los tiempos moceriles ni la adhesión a amigos y maestros lo que me hace amar a Guadalajara; es algo material, telúrico, que radica en el aire, en la luz, en el aspecto de aquella tierra ávida que comunica no sé qué sensación de paz, de tranquilidad y de placer y que se adentra en el ánimo y de él se adueña sin consentir que esa imagen la borre otra alguna.[18]
Con estas palabras cordiales para nuestra ciudad –que él sentía señoreada por las deidades del Amor y la Muerte– pongamos fin a este repaso de las obras literarias principales de Victoriano Salado Álvarez, en ocasión del centenario de su nacimiento. Y formulemos el voto de que el homenaje que rendimos al gran escritor sea un estímulo para volver a sus libros, en los que nos esperan el pensamiento y la imaginación de uno de los hombres de espíritu más poderoso y más jovial que han iluminado nuestra cultura.
1. Conferencia pronunciada en el Teatro Degollado, de Guadalajara en la sesión solemne celebrada por la Academia Mexicana de la Lengua en ocasión del centenario del nacimiento de Salado Álvarez.
2. Victoriano Salado Álvarez, Episodios Nacionales, i. Su Alteza Serenísima, 1902, reed., México, Colección Málaga, 1945, p. 187.
3. Memorias, Tiempo viejo, México, ediapsa, México, 1946, t. i, p. 362.
4. Memorias, Tiempo nuevo, t. ii, p. 322.
5. Memorias, t. i, p. 259.
6. De mi cosecha, pp. 40-41.
7. Ibidem., p. 30.
8. Memorias, op. cit., t. i. p. 260.
9. Ibid., p. 306.
10. Ibid., p. 326.
11. Ibid., p. 337.
12. Ibid., p. 365.
13. De Ángela Peralta, Agustín Rivera, el Padre Rositas, José López Portillo, Manuel Puga y Acal, Ignacio L. Vallarta, Rafael Reyes Spíndola, el doctor Manuel Flores, Francisco Bulnes, Carlos Díaz Dufóo, Pablo Macedo, Justo Sierra, Emilio Rabasa, Santiago Ballescá, Joaquín D. Casasús, José María Vigil, Matías Romero, Ignacio Mariscal, el Obispo Ignacio Montes de Oca y Obregón, el presidente Porfirio Díaz, Bernardo Reyes, Ramón Corona, "Papá Rivas", Enrique Fernández Granados, Ángel de Campo y Manuel Caballero entre los más notables.
14. Memorias, op. cit., t. i, p. 294.
15. Ibid., p. 319.
16. Memorias, op. cit., t. ii, p. 74.
17. Ibid., p. 79.
18. Memorias, op. cit., t. i, pp. 110-111.
- Un aprendiz de retratista