2014 / 05 dic 2017
La tercera novela de la escritora Julieta Campos, titulada El miedo de perder a Eurídice,[1] se publicó en 1979 con el sello de la editorial Joaquín Mortiz en la serie Nueva Narrativa Hispánica. Fue reeditada por el Fondo de Cultura Económica en 1997, como parte de una compilación de textos de la autora, quien agregó algunas variaciones mínimas tras hacer una revisión. En esta obra la escritora construye una historia de amor que busca ser todas las historias de amor posibles y hace de la isla el símbolo del paraíso donde habita la pareja. La novela es, a la par, un diario de viaje que funciona como espacio metafórico de la escritura. Debido a la función de la palabra como objeto que vale por sí mismo, así como al planteamiento narrativo que la caracteriza, Julieta Campos está considerada como una de las representantes del nouveau roman entre los escritores hispanoamericanos. Tanto Morirás lejos (1967) de José Emilio Pacheco, como Farabeuf (1965) de Salvador Elizondo son obras que se insertan en esta estética.
Julieta Campos nació en La Habana, Cuba, en 1932. Tras concluir sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras en la universidad de su ciudad natal, se mudó a Francia, donde estudió el Diplomado en Literatura Francesa Contemporánea en la Universidad de París. Este periodo en la vida de la autora estuvo marcado por una aproximación a la filosofía, el psicoanálisis y la teoría literaria europea de principios del siglo xx; estas disciplinas influyeron en las estructuras narrativas que posteriormente distinguieron su obra. En París, Campos entró en contacto con el mundo intelectual de la época: conoció a Margo Glantz, Salvador Elizondo, Francisco López Cámara y al politólogo mexicano Enrique González Pedrero, con quien se casó, tras lo cual obtuvo la nacionalidad mexicana en 1954 y, a partir del año siguiente, residió en México hasta su muerte en 2007.
Cuando Julieta Campos llegó a vivir a México, el país se encontraba en un periodo de transición hacia la modernidad, de ahí que la proliferación y variedad de expresiones artísticas sea la característica más sobresaliente de esta época. A mediados de siglo, la Universidad Nacional, el Palacio de Bellas Artes, la Escuela Nacional Preparatoria, así como cafés, teatros, cines y librerías se volvieron lugares de encuentro entre la intelectualidad mexicana.
Durante la década de los cuarenta y cincuenta, el ámbito político mexicano logró la estabilidad que no había tenido desde la caída del porfiriato. A este periodo corresponden los gobiernos de Manuel Ávila Camacho (1940-1946) y Miguel Alemán (1946-1952), cuyos mandatos se caracterizaron por un crecimiento económico sin precedentes que marcó el paso de una economía agrícola a una industrial, apoyada fundamentalmente por capital extranjero y la participación de empresas privadas.
En La generación del medio siglo: un momento de transición de la cultura mexicana Armando Pereira afirma que el auge por el tema revolucionario había comenzado su declive en las diversas manifestaciones artísticas. Agrega además que el muralismo ya había producido lo más importante de su obra y devino en un arte decorativo y retórico que se limitaba a adornar edificios públicos y hoteles. Así, surgió una nueva corriente pictórica impulsada por Rufino Tamayo, que reaccionó contra la Escuela Mexicana de Pintura que agrupaba a los muralistas. Tamayo afirmaba que lo revolucionario debía buscarse en la forma de expresión, no en su contenido más obvio. A este movimiento se adscribieron pintores como Juan Soriano, Pedro Coronel, Manuel Felguérez, Lilia Carrillo y Vicente Rojo; también se revaloró la obra de Leonora Carrington y Gunther Gerszo. En la música ocurrió una transformación similar a la de la pintura, mientras que el cine mexicano experimentó su “Época de Oro” (que mostraba un país rural y popular) y contaba con la participación de libretistas tales como Mauricio Magdaleno, Juan de la Cabada y José Revueltas.
En las letras permaneció la controversia entre una literatura de contenido y denuncia social vinculada a la novela de la Revolución mexicana (José Mancisidor, Ermilo Abreu Gómez, Juan de la Cabada y José Revueltas), frente a las corrientes de vanguardia (por ejemplo los Estridentistas) o a los Contemporáneos. Adicionalmente Octavio Paz, Efraín Huerta o Alí Chumacero, entre otros, se agruparon en torno a publicaciones como Taller (1938-1941) y Tierra Nueva (1940-1942). Esta generación dio cuenta del paso de una problemática rural, caracterizada por un discurso nacionalista, hacia una urbana y cosmopolita.
Asimismo, durante esa época, la vida cultural en México se enriqueció con el arribo de intelectuales españoles que huían de la Guerra Civil que azotaba su país. Tras su llegada fundaron La Casa de España, dirigida por Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas, impulsaron el Fondo de Cultura Económica, colaboraron en las principales publicaciones de la época y fundaron una serie de revistas que se volvieron punto de encuentro entre escritores mexicanos y españoles en el exilio.
Los años cincuenta fueron un parteaguas para la literatura mexicana, ya que el detrimento del discurso nacionalista que había determinado décadas anteriores se hizo patente. En 1950 aparecieron obras importantes en la historia de la literatura mexicana: El laberinto de la soledad de Octavio Paz, los Sonetos de Carlos Pellicer y Revueltas estrenó la puesta titulada El cuadrante de la soledad. A esta década corresponde también la publicación de El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo, ¿Águila o sol? (1951) de Octavio Paz, La X en la frente (1952) de Alfonso Reyes, Confabulario (1952) de Juan José Arreola y La región más transparente (1958) de Carlos Fuentes.
En este panorama cultural se integraron los jóvenes escritores que más tarde fueron conocidos como la Generación de Medio Siglo: Huberto Batis, Carlos Valdés, Inés Arredondo, Juan Vicente Melo, Sergio Pitol, Jorge Ibargüengoitia y Juan García Ponce; todos habían nacido en provincia y llegaron a la Ciudad de México buscando impulsar sus inquietudes literarias. Estos jóvenes autores compartían ideas e intereses, una concepción de la literatura, cierta sensibilidad colectiva, una manera similar de percibir el mundo, una vocación crítica y, sobre todo, diversas lecturas. Para Armando Pereira una de las obras que más influyó entre los jóvenes fue El arco y la lira (1956) de Octavio Paz. Al respecto, afirma:
En ese libro hay un capítulo en particular –“La revelación poética”– en el que Paz analiza una serie de conceptos ligados a la poesía –lo sagrado, la otra orilla, la parte nocturna del ser, la noción de cambio o metamorfosis, la otredad, la extrañeza, el vértigo, la revelación, el rito, la reconciliación– que ellos inmediatamente hicieron suyos extendiéndolos al cuento y a la novela, al grado de convertirlos en una especie de poética inicial del grupo.[2]
Es importante considerar que instituciones como el Centro Mexicano de Escritores y la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM fueron decisivas para la consolidación e integración de ese imaginario generacional. Asimismo, ciertas publicaciones reforzaron la idea de colectivo, particularmente la Revista Mexicana de Literatura (1955-1965) en la que aparecían además traducciones de autores extranjeros como Césare Pavese, James Joyce, Thomas Mann, Julio Cortázar, José Lezama Lima o Gabriel García Márquez.
Julieta Campos fue una de las figuras que contribuyó a dar forma al México que dejaba atrás la Revolución mexicana. No sólo se desempeñó como profesora en la UNAM, también fue una de las fundadoras de la Escuela de Estudios Superiores de Acatlán y dirigió la Revista de la Universidad de México. Se consideraba a sí misma parte de una generación de escritores mexicanos nacidos entre 1930 y 1935, no necesariamente por una coincidencia temporal, sino por una idea compartida sobre el texto: creían que éste debía ser independiente de su causalidad histórica. A esa llamada “Generación del 32” pertenecían Alejandro Rossi, Juan García Ponce, Salvador Elizondo y Sergio Pitol.
Durante su estancia en París, Julieta Campos conoció de cerca los movimientos literarios europeos, particularmente la obra de autores como Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute o Michel Butor, futuros exponentes del nouveau roman, a quienes dedicó un ensayo titulado “La novela de la ausencia”. Algunos críticos la han considerado la exponente más destacada de dicha estética en México debido a que la influencia de algunos de sus postulados teóricos se reflejan en los textos de Campos, por ejemplo: el uso del lenguaje (la palabra es un objeto que vale por sí mismo, no sólo un medio de comunicación), la articulación de la trama, una forma de escritura híbrida, el desarrollo de los personajes y la descripción espacio-temporal.
Sin embargo, esta adscripción ha sido cuestionada por algunos críticos, como Margo Glantz, quien se apoya en el ensayo de Roland Barthes titulado “Literatura objetiva”, en el cual el filósofo afirma respecto a la obra de Robbe-Grillet:
Robbe-Grillet se propone sin duda asesinar el objeto clásico. La tarea es difícil, pues, sin acabar de darnos cuenta, vivimos literariamente en una familiaridad del mundo que es de orden orgánico y no visual. La primera operación, en este hábil asesinato, consiste en aislar los objetos, en retirarlos de su función y de nuestra biología. Robbe-Grillet no les deja más que vínculos superficiales de situación y de espacio, les arrebata toda posibilidad de metáfora, los corta de esa red de formas o de estados analógicos que siempre ha sido considerada como el campo privilegiado del poeta.[3]
Al respecto, Glantz comenta:
En Julieta [...] los objetos son inseparables de la protagonista, se rodea de ellos para crear una atmósfera propicia y cumplir con la ceremonia, es decir, sin esos objetos que mimetizan a la selva y acaban convirtiéndose en ella metafóricamente, el ritual no se hubiese podido cumplir.[4]
Aunque Glantz desmarca a Julieta Campos de la influencia de Robbe-Grillet, reconoce la apropiación del trabajo de Nathalie Sarraute, a quien Campos admiraba y consideraba heredera de Marcel Proust, Virginia Woolf, Katherine Mansfield y Elizabeth Bowen. Tomó de ella el interés por plasmar en la literatura los aspectos de la realidad que no han sido explorados, así como por mostrar las sensaciones ocultas bajo las apariencias y el drama interior de los personajes.
Hugo Verani ya había considerado las discrepancias que existen entre los postulados del nouveau roman y el trabajo literario de Julieta Campos. En “Campos y la novela del lenguaje” señala:
Las escenas que se reconstruyen cobran sentido únicamente en contraposición con el ser, en estrecha relación con el temple de ánimo de los personajes. Es éste un aspecto importante que distingue a la obra de Julieta Campos del nouveau roman. Mientras que Robbe-Grillet se plantea la descripción de objetos como un acto primordialmente estético, Julieta Campos, en la novela de referencia [se refiere a Muerte por agua] lo hace como una manifestación esencialmente vital.[5]
Las obras de Julieta Campos formaron parte de la vanguardia literaria de su tiempo. Si bien, durante los años cincuenta, la presencia de escritoras en la vida literaria mexicana era muy limitada, Julieta Campos comenzó a publicar en esa época. Gracias a su trabajo y al de otras autoras como Inés Arredondo, Amparo Dávila o Rosario Castellanos, se abrió el camino para la inclusión de las mujeres en la vida intelectual de México. Un par de décadas después, cuando se vivió la euforia del movimiento feminista, Campos mantuvo una postura crítica frente a éste. Fabienne Bradu afirma al respecto que:
Las posiciones de Campos solían ir a contracorriente de la ideologización de los debates en torno a la creación femenina. Las reservas que oponía al entusiasmo exacerbado por el vértigo de la liberación social provenían de su propia experiencia como escritora. Le resultaba imprudente e imposible mentir sobre la verdad del proceso creativo y la valía de los resultados. Así se adelantó a las revisiones feministas que han acabado por echar un agua más verosímil o verídica a su vino ideológico.[6]
A finales de la década de los ochenta Julieta Campos ya contaba con una sólida carrera literaria: había ganado una beca de la Sociedad Mexicana de Escritores, formaba parte del consejo editorial de la revista Vuelta y en 1978 fue nombrada presidenta del PEN Club de México. El miedo de perder a Eurídice se publicó en 1979 y le preceden tres libros de ensayos: La imagen en el espejo (1965), Oficio de leer (1971) y La función de la novela (1973); un libro de cuentos titulado Celina o los gatos (1968) y las novelas Muerte por agua (1965) y Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (1974), por la cual obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia.
Análisis formal de El miedo de perder a Eurídice
Un año antes de la publicación de El miedo de perder a Eurídice, Campos publicó en Vuelta fragmentos de su diario de viaje en un texto titulado “Fragmentos de un diario al margen de un libro”, donde anticipaba los dos temas centrales de su siguiente novela: “El jueves empecé el libro sobre la Isla y la pareja”.[7] Asimismo esbozaba imágenes, personajes e ideas sobre su posible organización.
El miedo de perder a Eurídice es un texto que surgió de los viajes, marcado por las impresiones que las ciudades de Europa, América y el Caribe dejaron en la autora. De ahí se deriva su naturaleza compleja. En este libro las fronteras de los géneros literarios se rozan, es decir, también puede leerse como si se tratara de un diario de viajes o de un diario de escritura. Esta característica es evidente desde el principio de la novela, donde la voz narradora interviene directamente y discurre sobre lo que va a escribir, expone sus dudas y dificultades, como si pensara en voz alta en el desarrollo de su obra mientras la construye:
Yo voy a contar una historia:
Éranse una vez un hombre y una mujer. [...]
Voy a contar, pues, la historia de un sueño:
Éranse una vez una pareja: la pareja ideal, la pareja perfecta, [...].[8]
Unas páginas más adelante, la voz narradora indica que el relato se bifurca:
Se me ocurre ahora que no sólo voy a contar una sino dos historias paralelas: la de aquellos amantes que se encuentran en un parque y se proponen asistir esa noche a la feria que han abierto en la isla del lago y la de ciertos náufragos que, en una isla desierta, juegan a ser robinsones.[9]
La narración se complejiza conforme avanza y las diferentes voces que la conforman comienzan a mezclarse. Al respecto María José Ramos afirma que “ciertamente los dos temas principales del libro, sus dos ejes, son la pareja y la isla. Sin embargo, suponiendo que realmente se puedan llamar ‘historias’ lo que se dice sobre estos temas, ellas no son únicamente dos, sino muchas más, y por si fuera poco, todas terminan confundiéndose”.[10]
Julieta Campos buscaba romper con la estructura tradicional del texto sin preocuparse demasiado por los lectores que pudieran rechazar sus obras dada su complejidad. Esta intención se hizo patente en la página, donde la autora yuxtapone varios textos que se entrecruzan, a su vez tienen una disposición gráfica particular: glosas con citas de diversos autores a los costados; en columnas de texto más angostas, el relato de los encuentros y fracasos amorosos de “el” y “ella” y la historia de Monsieur N. que ocupa el renglón entero. Es interesante la manera en que Campos aprovecha al personaje de Monsieur N., un francés que revisa los trabajos de sus alumnos en un café, al mismo tiempo lee Dos años de vacaciones de Jules Verne y anota sus reflexiones sobre islas en un cuaderno. Con acierto María José Ramos agrega que:
Dichas anotaciones se incluyen, en forma de citas entre comillas, como parte de El miedo de perder a Eurídice. Esto significa que el lector de la novela también lee de manera directa los registros de la travesía entre islas que realiza el personaje, los cuales conforman lo que él mismo llama un Diario de viaje. [...] Sorprendentemente, después de siete meses de registrar sus ideas, lo último que anota Monsieur N. en su cuaderno, como si quisiera sintetizar en una frase final lo que ha venido escribiendo, es precisamente el título de la novela “EL MIEDO DE PERDER A EURÍDICE”. De este modo, se establece una equivalencia entre el Diario de viaje del personaje y todo el libro de Julieta Campos.[11]
Según el análisis propuesto por Luz Elena Gutiérrez de Velasco, en el argumento de El miedo de perder a Eurídice se superponen al menos tres núcleos o estratos: (i) la enunciación desde un “yo” que afirma: “Yo voy a contar una historia”; (ii) la historia o historias de amor que se cuentan, focalizadas por un hombre en el café El Palacio de Minos, –este nivel se subdivide a su vez en la historia de la pareja y del naufragio de los jóvenes robinsones– y (iii) las 47 glosas al margen de la página. Estos tres niveles se mezclan y se superponen durante la lectura.
El miedo de perder a Eurídice, novela que pone en práctica los principios de la reconstrucción, en tanto sigue a Derrida en sus rupturas del texto tradicional y despliega en la página textual una superposición de subtextos que se entrecruzan en la lectura y generan una movilidad de la escritura. A la glosa que sirve para recolectar un islario se suman textos sobre Monsieur N., quien lee y escribe en un café una serie de textos en torno a una pareja y sobre las historias de amor que se enlazan en el enigmático texto. La escritura se enreda y se desmadeja a medida que progresa la lectura.[12]
En la narrativa de Julieta Campos las islas son un elemento omnipresente. Al igual que el resto de los narradores cubanos, Campos estaba obsesionada por Cuba pese a haber salido de ahí desde su juventud; en una entrevista hecha por Luz Elena Gutiérrez de Velasco, la escritora afirmó:
Me marcaron, por supuesto, la atmósfera, la luz, los olores, la sensibilidad que se desarrolla en su sitio del trópico húmedo –húmedo por la lluvia y húmedo por el mar, por la huella del salitre–. Dice Bachelard que cada escritor encarna en su estilo uno de los elementos. Mi simbolismo es acuático y tiene que ver, supongo, con las imágenes que empezaron a construir mi memoria más remota; la familia vivía a una cuadra del mar y todos los días me paseaban por el malecón. […] Ver por primera vez el mundo desde una isla, no es lo mismo que verlo en el interior de un círculo de montañas o en el desierto; eso marca para siempre.[13]
El miedo de perder a Eurídice es una de las múltiples caras de esta obsesión insular: las 47 glosas que aparecen en la obra son referencias literarias a las islas que ofrecen una lectura paralela a la novela y, al mismo tiempo, establecen un diálogo con ésta. Aunque Julieta Campos utilizó tal recurso únicamente en este libro, las glosas reiteran otro elemento característico de su obra: la acumulación de referencias culturales (casi a modo de inventario) que se entrelazan con el relato y lo sostienen. En El miedo de perder a Eurídice las referencias intertextuales son totalmente explícitas. Sin duda, Campos estaba muy consciente de la importancia de la intertextualidad en la literatura. Al respecto afirmó en la entrevista con Luz Elena Gutiérrez de Velasco:
Si se llama intertextualidad a la incidencia en cualquier texto contemporáneo de algo, mucho, o todo lo que se ha escrito antes, supongo que es inevitable, se lo proponga o no conscientemente el escritor. No hay texto contemporáneo que no sea, de cierta manera, un palimpsesto, como diría Borges. Ahora bien, en este libro inciden, al margen de mi texto, citas sobre islas. Me parece que la más remota viene de La Odisea. Esas incidencias son como islas en el blanco de la página que representan el espacio imaginario –la isla utópica– que surge en la fantasía de los amantes en el instante mismo en que se constituye una pareja, aunque sea efímera.[14]
El título de la novela es el primer guiño a una referencia mitológica importante para la autora: Eurídice, la ninfa que se enamora de Orfeo y muere por primera vez tras recibir la mordedura de una serpiente. Orfeo, desconsolado, desciende a los infiernos para intentar recuperarla. Gracias a su habilidad para tocar la lira convence a Hades y Perséfone de regresar con Eurídice al mundo de los vivos, con la única condición de no voltear a verla hasta que hayan alcanzado la superficie, no obstante, al final del trayecto Orfeo no resiste más y vuelve la mirada a Eurídice, quien se desvanece para siempre. En la opinión de Luz Elena Gutiérrez de Velasco este mito es fundamental para entender la búsqueda estética de la autora. Al respecto afirma:
En este mito, Julieta Campos descubre una metáfora que apuntala su búsqueda estética: quien crea desciende a los infiernos para organizar el caos que se presenta en el mundo mediante una forma artística, y pretende así recobrar la armonía previa. Sin embargo, la tentación de mirar a Eurídice, de volver sobre lo amado, pierde al creador (creadora) que siempre se encontrará en una búsqueda condenada al fracaso. Esta reflexión es desarrollada por Campos, sin duda, a partir de la lectura de Maurice Blanchot. [...] Para la autora, la escritura nace “marcada por Eros y la muerte”. Así Eurídice se convierte para Julieta Campos en el emblema de la pérdida, pero también en el impulso de una mirada, la de Orfeo, que vuelve sobre la escritura y promete la “condición especular de la obra”. En la búsqueda de la instauración de orden se cifra la labor creativa de la escritora. Ir del caos al orden mediante la forma.[15]
Una consecuencia lógica de la recurrencia en el tema de las islas es la presencia del agua, que ocupa un lugar privilegiado en su obra. Hugo Verani apunta que “la imagen del agua contiene la clave de la visión del mundo de Julieta Campos y a ella vuelve obsesivamente en sus principales obras”.[16] En Muerte por agua, por ejemplo, ésta lo llena todo. Las islas, el agua, el amor y la escritura son unidades temáticas recurrentes en la obra de Campos. En El miedo de perder a Eurídice ocupan un lugar privilegiado que se entrecruza con el complejo bagaje teórico que caracteriza a la narrativa de Julieta Campos.
La obra de Julieta Campos se caracteriza por la alternancia entre textos de diversos géneros: ensayo, cuento, novela e, incluso, una obra dramática. Cuando publicó su primera novela en 1965, la autora de Muerte por agua ya contaba con prestigio en el ámbito académico y literario gracias a sus ensayos críticos. Antes de la publicación de El miedo de perder a Eurídice, Hugo Verani dedicó un largo artículo a la obra narrativa de Julieta Campos, en el cual afirmaba:
Su primera novela, Muerte por agua (1965) y el volumen de relatos Celina o los gatos (1968), inscriben su actividad creadora en una corriente que difiera radicalmente de la literatura habitual. La obra narrativa de Julieta Campos se caracteriza por la abolición de las fronteras entre la prosa discursiva y el pensar poético y por haber sido concebida como ejercicio autodestructivo (o autocreador) que pretende reencontrarse con la palabra a partir de cero.[17]
A unos meses de la publicación de El miedo de perder a Eurídice en 1979, apareció la nota de Andrés de Luna en la revista Nexos, donde refería:
La nouveau roman, que en los cincuentas dio sus primeros frutos y en la siguiente década tuvo sus mejores logros, estuvo llena de audacias y limitaciones que la perdieron en sus propios recovecos. El laberinto se cerraba sobre sí mismo. El reino de este mundo como fenómeno descriptible sufrió los efectos de la disección novelística, en tanto que una realidad dinámica exigía otras maneras de aprehenderla. Quien insista en recorrer tales caminos corre el riesgo del espejismo. Y esto le ha ocurrido a Julieta Campos en El miedo de perder a Eurídice.
[...] El miedo de perder a Eurídice no es obra que surja casualmente, sino el resultado de una trayectoria literaria que desde su primera manifestación, la novela Muerte por agua (1965) muestra el uso adecuado de las relaciones espacio-temporales y el gusto por hallar y revivir mitos. La búsqueda continuará en Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (1974), cuya mira se orienta muy directamente a los esquemas de Robbe-Grillet y seguidores.[18]
El mismo año la revista Proceso también dedicó espacio a comentar la novela. Marco Antonio Campos escribió:
En junio del presente año la editorial Joaquín Mortiz editó el bello libro de Julieta Campos El miedo de perder a Euridice. [...] Entre nosotros, las mujeres son las que ahora suelen estar más preocupadas por la bella forma, por la frase diáfana, precisa. Y éste sería el caso reciente de Francisca Perujo, de Bárbara Jacobs y de la misma Julieta Campos, de quienes se puede gustar o no las historias, pero de las que no se puede argumentar que escriben mal. No digo que sean grandes narradoras; digo que son de las más inquietas y afanosas por el pulimento de los textos, son más literarias. No hay en ellas exceso de lenguaje o fúlgida exactitud, pero tampoco hay impropiedad o pobreza.[19]
La recepción posterior a la obra de Julieta Campos, enriqueció la mirada sobre su obra. A principios de 2002, Luz Elena Gutiérrez de Velasco publicó un artículo titulado “De islas, escrituras y mujeres. La prosa poética de Julieta Campos” donde, además de elaborar un análisis estructural muy detallado sobre El miedo de perder a Eurídice, hace hincapié en el contexto cultural en que Campos escribe esta obra; naturalmente, esta apreciación era inasible en el momento de la publicación:
Cuando en 1979 Julieta Campos escribe esta novela/texto/poema, la posmodernidad no había inundado los anaqueles del pensamiento, las bibliotecas, las modas escriturarias, pero ella y otros escritores como Salvador Elizondo y José Emilio Pacheco inauguran en México esa forma textual de hacer cruzar en el espacio blanco de la página multitud de textos que se superponen y se comunican, se apuntalan y se contradicen. [...] En la novela El miedo de perder a Eurídice de Julieta Campos, esas fuerzas textuales: lo ya escrito y consagrado, lo que se transforma en ejemplar –es decir lo citado, lo contado– y lo que se está gestando frente a los ojos de los y las lectoras (el texto que se desarrolla), esas fuerzas se conjugan para situarnos frente al experimento y la potencialidad de la palabra creadora, que no se agota en los modelos ni en las innovaciones.[20]
A Gutiérrez de Velasco se debe también una variada compilación de estudios críticos sobre la obra de Julieta Campos. Como parte de la colección “Desbordar el canon” apareció en 2010 Julieta Campos. Para rescatar a Eurídice donde participaron diversas críticas y escritoras: Nora Pasternac, Aralia López González, Graciela Martínez-Zalce, Teresa García Díaz, Berenice Romano Hurtado, Diana Amador, Maricruz Castro Ricalde, Ana Rosa Domenella, Aline Petterson, Luz Elena Gutiérrez de Velasco y María José Ramos de Hoyos. Esta última dedica su ensayo a El miedo de perder a Eurídice y escribe al respecto:
El miedo de perder a Eurídice de Julieta Campos sigue, por el contrario, el ritmo y las variaciones de una travesía más libre y fantasiosa. Es como un viaje errante, caprichoso, que no sólo no lleva al lector de la mano por un camino claro hacia el destino prometido, sino que además le exige participar activamente y, superando el recelo a sentirse extraviado, encontrar él mismo el itinerario de lectura que más atractivo le parezca.[21]
En un análisis posterior, Margarita Sánchez Rolón se refiere a la novela de Campos en los siguientes términos:
El miedo de perder a Eurídice (1979), a decir de la autora, sería el viaje mismo, un presente de imágenes en tránsito. En otros términos, un “dejarse llevar” por la travesía imaginaria donde las historias ya no luchan entre sí, sino que proliferan sin borrar al amor, al naufragio y al deseo mismo en su pliegue. Como en Sabina o Muerte por agua (1965), el entramado anecdótico aún descansa en una oscilación entre lo completo y lo incompleto. El caos sigue siendo un peligro. Sin embargo, Eurídice se configura como génesis o descenso al infierno del cual surge la escritura literaria en la figura de la isla rodeada por una mar de silencios. [...] La violencia marina de la oscilación incansable, la borradura de todo centro –desde el paradójico centro de la mujer en el mirador de Sabina– alcanzan en Eurídice la posibilidad del pliegue entre isla y mar, como suma del remanso y amenaza acechante; donde incluso la pérdida es parte de la gestación “amorosa” del espacio literario.[22]
Sin duda, el distanciamiento temporal a la obra de Campos, así como la aproximación desde otras perspectivas teóricas (como los estudios de género o la intertextualidad) han permitido hacer lecturas más complejas de los numerosos temas que su obra ofrece. Asimismo, es posible volver a las reflexiones que Campos dejó a través de su trabajo como crítica literaria y ensayista, no sólo como otra posibilidad de acercamiento a su obra, sino también para conocer el trabajo de una escritora que, como aseguró Fabienne Bradu, defendió la literatura difícil en la que el pensamiento y la imaginación fuesen igual de importantes.
Barthes, Roland, “Literatura objetiva”, en Ensayos críticos, trad. de Carlos Pujol, Buenos Aires, Seix Barral, 2003, pp. 37-51.
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Campos, Julieta, “Fragmentos de un diario al margen de un libro”, en Un heroísmo secreto, México, D. F., Vuelta, 1988, pp. 57-71.
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Glantz, Margo, “La muerte consiste en volverse agua. La narrativa de Julieta Campos”, en Enrique González Pedrero (comp.), Una pasión compartida.Homenaje a Julieta Campos, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 2008, pp. 31-39.
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Luna, Andrés de, “El miedo de leer a Julieta”, Nexos, 1° de septiembre de 1979, (consultado el 10 de junio de 2016).
Pereira, Armando, La generación del medio siglo: un momento de transición de la cultura mexicana, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México/ Instituto de Investigaciones Filológicas (Cuadernillos; 9), 1997.
Ramos de Hoyos, María José, “El miedo de perder a Eurídice: diario de viaje o islario”, en Luz Elena Gutiérrez de Velasco (ed.), Julieta Campos. Para rescatar a Eurídice, México, D. F., Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (Desbordar el canon)/ Universidad Autónoma Metropolitana, 2010, pp. 91-102.
Sánchez Rolón, Elba Margarita, “Escribir la isla. El miedo de perder a Eurídice de Julieta Campos”, Signos Literarios, núm. 14, julio-diciembre, 2011, pp. 33-68.
Tompkins, Cynthia, “Intertextualidad y différance en El miedo de perder a Eurídice de Julieta Campos, y Cuando digo Magdalena de Alicia Steinberg”, en Luz Elena Gutiérrez de Velasco (coord.), Género y cultura en América Latina, México, D. F., El Colegio de México, 2003.
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