2015 / 06 ago 2018
“El padre soltero de la poesía mexicana” también figuró, al tiempo que depuraba su estilo lírico, en la avanzada de su época en lo que respecta a la prosa. Si bien muchas de las constantes simbólicas y temáticas de sus versos –la provincia, la mujer, el catolicismo– están presentes en los varios artículos que produjo desde 1907 hasta su muerte, hacia el final de su carrera luce tales logros de estilo que, en 1971, José Luis Martínez afirma que si sólo existiera El minutero (1923), “esa obra bastaría para que mereciese un lugar destacado entre nuestros prosistas”.[1] Libre de cualquier manierismo posromántico que aún pervivía entre algunos de sus coetáneos, llama a la mirada su capacidad de transfigurar imágenes en ideas y conceptos. Abarca crítica literaria, crónicas, ensayos y poemas en prosa que aparecieron en revistas y periódicos de 1907 a 1921, además de tres cuentos. Esta obra fue separada en cuatro conjuntos, de manera póstuma. Ese trabajo en prosa de López Velarde significa el tránsito entre la prosa modernista y la moderna, labor que ya habían comenzado los escritores vinculados al Ateneo de la Juventud. La causticidad de su crítica, que exige más de los autores en un momento en que la tendencia era la loa desproporcionada, contribuye al avance literario y a la madurez que alcanzan las letras mexicanas en el siglo xx. Dada la variedad temática y de género, el repaso del corpus se realiza en este artículo cronológicamente; la integración de los libros es tratada al final.
Nota: El presente artículo ofrece una visión panorámica de la obra de Ramón López Velarde. Para la obra poética consúltese los artículos referentes a La sangre devota, Zozobra y El son del corazón.
El tiempo en el que el jerezano comienza su carrera literaria está enmarcado por la decadencia del Modernismo. Este movimiento pugna por la apropiación de diversas literaturas y por el eclecticismo ideológico. De acuerdo con Otto Olivera, no sólo se ha abandonado desde Martí esa prosa neutral, plagada de clichés, súbdita de la narración, que preponderó desde el siglo xviii hasta el Romanticismo, sino que se pone en vigencia el poema en prosa, se elevan al rango de literatura la crónica periodística y la relación de viaje, como en el caso de Gutiérrez Nájera y Nervo; el ensayo y la crítica se cargan de emoción lírica y de la melódica subordinación de cláusulas que hermana forma e idea.[2]
Otro elemento importante es la proliferación de periódicos y revistas en el siglo xix; de singular relevancia es la aparición de El imparcial, el primer periódico moderno de México, bajo la dirección de Rafael Reyes Spíndola. La prensa hace que el artículo sea un medio de persuasión mucho más efectivo que el poema. Refiere José Emilio Pacheco que si bien los modernistas preservan a este último contra el proceso industrial, en el periodismo no tienen otra alternativa que relacionar literatura con mercado. Era necesario encontrar un método de trabajo. Muchos escritores se volvieron profesionales. Sabemos, por Díaz Alejo, que Gutiérrez Nájera recortaba párrafos de alguna crónica escrita meses o años antes y los aplicaba a otra a la que “en el momento oportuno” caían bien. Nervo nos dice con desenfado que “el periodista que es hábil en su métier, de nada, como Dios, hace un mundo de artículos economizando con maestría laudable su substancia gris para las grandes ocasiones...”.[3]
Circundados por un medio hostil, no escriben para el burgués sino para la clase media constantemente amenazada. Pacheco insiste en el carácter socialmente condicionado del movimiento.[4] Ya para cuando López Velarde se encuentra en su plena madurez creadora, el Modernismo es una estética superada, frente a la que es necesario encontrar otras vías expresivas. No obstante, las presurosas condiciones de trabajo que afrontó la primera generación de modernistas no habrán cambiado; además, el autor de Zozobra hereda de este movimiento la preferencia por la experimentación con todas sus posibilidades sugestivas, sinestésicas, impresionistas, cromáticas y musicales. Cabe destacar que, en la opinión de Marco Antonio Campos, las literaturas española y francesa seguían siendo las más leídas al término del porfirismo, y fue gracias a Henríquez Ureña, principalmente, que la literatura inglesa comenzó a ser apropiada por los jóvenes ateneístas –Reyes y Torri–, pero agrega el autor: “López Velarde era uno de los razonablemente convencidos de que, luego del Modernismo, América era la Maestra”.[5]
Ramón López Velarde comienza su colaboración en El Observador en 1907 con un texto juvenil (“Un vate jerezano”) donde fustiga la poesía del licenciado Rafael Ceniceros Villarreal, deteniéndose en el léxico y las asonancias; más adelante critica a quienes dan espacio en los periódicos a los malos versificadores. García Barragán no duda en adjudicar cierta “petulancia juvenil” a este texto.[6] Otro artículo singular de esta época es “La canalla y Sancho”, donde López Velarde opera una defensa del escudero regordete, ante la convención popular de que las malas costumbres surgidas en América algo le debían a este arquetipo.
Con “Madero”, publicado en El Regional en octubre de 1909, incursiona en el campo de la crítica sobre temas de política. A este artículo suceden otros que señalan el interés por los acontecimientos históricos del país. Emmanuel Carballo deduce que, como periodista de filiación católica, el autor de Zozobra tomó posturas asimilables a las de un fanático, sobre todo en lo que se refiere a su rechazo al liberalismo y a su identificación de patria con catolicismo; sin embargo, García Barragán y Schneider insisten en que es necesario ligar las apreciaciones subjetivas con el “dolor profundo que le producen los espolios y los asesinatos de un pueblo vanamente inmolado”.[7]
Si seguimos lo dicho por José Luis Martínez,[8] López Velarde desdeñaba a Zapata y otros caudillos que actuaban contra el porfirismo desde una postura menos institucionalista, pero esto era por su lealtad a Madero y su deseo de protegerlo y servirle. Por otra parte, según Salvador Toscano, Velarde “sentía la necesidad inapelable de que frente al clamor y la barbarie de fuera, la inteligencia se agrupara en una isla de trabajo fuera de la marejada política”.[9]
Dice Julio Torri que “la crónica periodística es el medio de comunicar ideas, con cualquier pretexto del momento, aun los más frívolos; como el ensayo es el vehículo para los meditativos y acaso para los misántropos”.[10] Al comentar el trabajo periodístico de Gutiérrez Nájera, afirma López Aparicio que si en una crónica se puede tratar cualquier tema, la necesidad de despertar la atención de los lectores de distinto nivel sociocultural incita a la aparición de diversos asuntos en un mismo artículo, obteniendo un tono misceláneo;[11] sin embargo, el estilo y el lenguaje trascienden a la mera información.
Monsiváis, yendo un poco más a fondo, insiste en que a partir del siglo xix en la crónica las impresiones y cambios sociales son elevados al rango de “lo idiosincrático (aquello sin lo cual los mexicanos serían, por ejemplo, paraguayos)”.[12] Por su parte, Lara Velázquez, al hablar de la Crónicas parisienses de Tablada, poeta contemporáneo de Velarde, nos dice que “en ocasiones ni siquiera necesita de un suceso real, puesto que le es suficiente la evocación de una experiencia, un recuerdo o simplemente la estampa de algún cuadro, para evocar todo un mundo fantasmagórico”.[13]
Nervo afirma que “para escribir un artículo no se necesita más que un asunto: lo demás es lo de menos. Hay en esto del periodismo mucho de maquinal. Lo más importante es saber bordar el vacío, esto es, llenar las cuartillas de reglamento con cualquier cosa”.[14] A partir de 1912, López Velarde comienza a redactar para varios periódicos de provincia crónicas sobre la tierra natal, cargadas de añoranza, donde se entremezclan las imágenes de Josefa de los Ríos –que nunca es nombrada explícitamente– con los nombres de otras paisanas que responden al mismo ideal de pureza e inocencia. Hay derroches de flores y plazas coloniales en domingo, el jardín Brilanti, salones nítidamente descritos que evocan esa vida lejana y lenta. A medida que pasan los años, con las correrías por las ciudades del Bajío y el afincamiento en la capital, vienen a entremezclarse con la nostalgia del terruño los paseos por la Avenida Madero y la vida del artista en los sitios públicos e íntimos de la Ciudad de México. Un proceso en que el poeta insiste en varias prosas es la transmutación del hambre física, que en el terruño fue satisfecha con la “honesta abundancia lugareña”, en una “ponzoña de los sentidos”, la concupiscencia. El temor a la vejez y el horror ante la muerte de los allegados, la frustración, la enfermedad venérea que lo obliga a la soltería, se manifestarán cada vez con mayor virulencia.
La tarea que comienza contra un poeta local de pobres recursos estilísticos continua con otra nómina de más alto rango. Entre los escritores a los que López Velarde pasa revista están Manuel José Othón, Amado Nervo, González Martínez. En opinión de Marco Antonio Campos, es a partir de 1912, con las dos notas sobre Santos Chocano, que el jerezano descubre “el metal de su propia voz” en la crítica literaria. Es el momento donde, en dominio de sus facultades, escribe “con proporción musical frases a la vez fulgurantes y exactas, y que utilizaba con corrección citas, asociaciones, contrastes y sobre todo, la originalidad del juicio”.[15] Más adelante aborda a Fernández Ledesma, María Enriqueta, Francisco González León, José Juan Tablada, entre otros. Ya en este momento es evidente una búsqueda de la precisión racional y del vuelo poético.
Es en “La derrota de la palabra”, “El predominio del silabario” y “La corona y el cetro de Lugones” donde traza su propia coordenada poética y sus temas esenciales. Una de sus reivindicaciones mayores es la del arte criollo, es decir, del adecuado aprovechamiento de las fuentes de la identidad nacional. En diciembre de 1920 contribuye en México Moderno con una reseña sobre El plano oblicuo, de Alfonso Reyes, publicado ese mismo año. Si bien el artículo reconoce las virtudes prosísticas del autor regio, le demerita fuertemente en su labor como poeta y afirma, con su personal sutileza, que “[q]uizá [posee]... demasiada experiencia de los libros, en cuanto que ciertas fragancias juveniles se hallan amortiguadas en él”.[16]
José Emilio Pacheco interpreta el texto “Venganza literaria”, escrito en 1926, como el ajuste de cuentas del autor de “Sol de Monterrey”, donde ciertos rasgos como “virtudes aldeanas” e “incienso de la parroquia” podrían ser una caricaturización del jerezano.[17] Más adelante, en la Revista Mexicana de Cultura, Reyes publica “Croquis en papel de fumar”, donde establece su opinión de López Velarde, y, a pesar de que sus capacidades degustativas, nos pintan un cuadro exacto y lúcido, también es evidente una antipatía personal: “Vida corta. ¿Malograda? Hay también una Providencia poética. Tal vez haya destinos a los que conviene la indecisión, el acre sabor de la juventud. Tal vez...”. El mismo Pacheco considera que tanto López Velarde como Reyes, los dos grandes autores de la generación de 1910, debían sentir resentimiento porque el otro regenteó un terreno que ambos frecuentaban.[18]
Aunque podríamos señalar la presencia de algunos géneros como la estampa (“Viernes Santo”), el ensayo corto (“La derrota de la palabra”), la reflexión breve (“Obra maestra”) y la elegía (“Oración fúnebre”), además de la ya citada crónica, el tono misceláneo domina todas las prosas del autor de Zozobra a partir de los primeros textos incluidos en El minutero (1923), y más bien debemos citar algunos hilos conductores en lo que respecta al estilo y a la temática. En principio, siguiendo las líneas del primer Modernismo, es evidente la determinación de evitar el detallismo descriptivo y cualquier tipo de Naturalismo; se intenta atenuar la rigidez racional por medio de eufemismos –se sustituye “el viejo” por “[e]l que traspasa los lindes de la ancianidad”, e incluso cambia “viejos verdes” por “ancianos eróticos”– y por medio de un símil identifica dos conceptos a través de una relación meramente subjetiva y emotiva, como comparar los sentidos con “ardillas vivaces y humildes” en “Oración fúnebre”.[19]
López Velarde mantiene como sello temático la parafernalia religiosa y provinciana. Adicionalmente, con el paso del tiempo su entramado prosístico se llena de referentes cultos de la historia europea (“mirar en tu melodía íntegra no sólo el equilibro musical de Reims, sino el de la dulce Francia de Roland”). Orfeo, Horacio, los signos zodiacales, le sirven para explicar sus ideas sobre mujeres y espectáculos de teatro. Aunque el jerezano no hizo uso “con cálculo perverso del giro satánico”, como lo expresa Marco Antonio Campos, lo abrupto de algunos finales no queda tan lejos: Clara Nevares saluda a Paco Izaguirre y es comparada en la última línea con “el tránsito señoril de una quimera”.[20] En “La última navidad”, después de elaborar lo que parece una crítica a la frivolidad del festejo navideño entre sus contemporáneos, y luego de imaginar un poblado recóndito donde se cumplan con fervor las tradiciones católicas, el autor termina preguntándose si los devotos de esa aldea imaginaria sospechan de las ideas nietszcheanas sobre el superhombre y la muerte de Dios que se gestaban ya en las urbes modernas.
Podemos notar algunos procedimientos estilísticos. En repetidas ocasiones relaciona la interioridad con el estancamiento, como en “Dolor de inquietud”, donde “los fantasmas platónicos se hunden en las aguas muertas de nuestra alma”.[21] En “El señor invierno se delata un uso similar, al comparar a todo el ser del poeta, o a su consciencia con “una fuente de aguas muertas” y “un agua muerta sobre la que naufragan algunas hojas de álamo”.[22] No sería suficiente decir que el jerezano utiliza nombres apelativos con gran suavidad, pues éste es un recurso general de la literatura; pero llama la atención que al dirigirse a sus admiradas o amadas, en “La viajera” y “Magdalena”, llame a una y a otra respectivamente “lirio de salud”[23] y “lirio de mansedumbre”.[24] Este dato quizá cobra más relevancia al considerar que en el poema “Transmútase mi alma...” de Zozobra, libro donde, como se ha explicado, se opera el desbalance definitivo y una mayor entrega a la sensualidad –contrapuesta al pudor religioso– el “yo lírico” declare que “[sus] lirios van muriendo y [le] dan pena”.[25] Pareciera un indicio para pensar que el poeta utilizaba a dicha planta como símbolo de las virtudes apolíneas.
Quizá una de las estructuras más complicadas de López Velarde es la que se logra al tomar una imagen cotidiana y manipularla hasta sacarle resonancias trascendentales, como en “Al vaivén del sillón”, donde describe a la señorita Virginia, una solterona que oscila en una mecedora, y después de múltiples reparos sobre la línea de su peinado y el paso del tiempo, mientras los pies de la anciana tocan la alfombra para impulsarse “en la pequeña curva que trazan sus rodillas al ascender y bajar, hay el flujo y reflujo de una vida, con su totalidad de culminaciones y fracasos...ha inmovilizado el tiempo; su palidez absorbe las perspectivas incoloras del pasado; su mano corta el presente como si segase un talle efímero y el porvenir retrocede a cobijarse en la bruma de sus ojeras”.[26] Otro ejemplo quizá más llamativo, si nos atenemos al claro escalonamiento de las impresiones cotidianas y trascendentales, se encuentra en “La avenida Madero”, crónica aparecida en la revista Pegaso. En esta prosa, donde el jerezano menciona el hurto de un reloj y el flujo de familias y automóviles por dicha arteria, de pronto vemos aparecer al hado malévolo:
He comprendido a las sociedades protectoras de animales al asistir a la tragedia de los caballos que, en las fechas lluviosas, azotan contra el barro. Desde la esquina del Salón Rojo he sentido renacer una salvaje piedad en favor de las explotadas bestias que pugnan por incorporarse, y más aún, en favor de los caídos y decaídos corceles que hacen el muerto y, sin brizna de amor propio, abandónanse al látigo de la negra fortuna.[27]
De esta manera, con destellos contundentes a lo largo de muchas páginas escritas de un día para otro, López Velarde logra un “sitio destacado entre nuestros prosistas”.[28]
Cuenta Núñez y Rodríguez que, en enero de 1916, mientras López Velarde termina de corregir las pruebas para La sangre devota en las oficinas de la Revista de Revistas; aquél, al revisar un número de L’Illustration, se sorprende por una serie de fotografías del ataque a la catedral de Reims. Núñez y Rodríguez las muestra al director y luego propone al poeta jerezano hacer una crónica al respecto. López Velarde se niega en un principio, argumentando que la prosa no es su fuerte. El colaborador entusiasta le insiste y el poeta se encierra en la biblioteca a trabajar. Pasado el mediodía aparece ante sus compañeros y les lee, para sorpresa de todos, un texto de gran poder. A decir de García Barragán y Schneider afloran en “La sonrisa de la piedra” los conocimientos religiosos del poeta, sobre todo la intuición de que en el arte cristiano del siglo xi están reflejados “todos los aspectos luminosos… la bondad, la dulzura y el amor”, de acuerdo a la caracterización que hace de éstos Émile Mâle.[29] Si bien pueden clasificarse como crónicas otros textos anteriores, es éste el primero en que el poeta se basa en un evento concreto fuera del ámbito nacional para realizar un trabajo periodístico.
Épica sordina y el virtuosismo póstumo
El día a día de la Revolución había echado por tierra todas las fantasías porfirianas de abundancia y legalidad. Escrita y publicada en 1921, “Novedad de la patria” es el esbozo teórico para el largo poema “La suave Patria”. En ninguno de los casos hay un programa político, ni siquiera el sesgo partidista imperante en la crónica política del jerezano. Ambas vertientes de la historia nacional, la castellana y la precolombina, son reivindicadas como parte, no sólo del patrimonio, sino de la brújula que nos conduce al futuro renovado, donde la intimidad con la tierra natal nos da un rostro invulnerable. López Velarde afirma que un gran pensador o artista dará la fórmula de esa nueva nación, aunque él adelanta que será costumbrista, colonial, color de café con leche.
Con la publicación en 1923 de El minutero, gracias a la generosidad de Fernández Ledesma, y la de Don de febrero y otras prosas (1952), bajo supervisión de Elena Molina Ortega, la crítica y el público en general han comenzado a ampliar su conocimiento de uno de los mejores cuerpos de prosa que ha dado la intelectualidad mexicana en el siglo xx. En 1971, José Luis Martínez ordena las Obras, utilizando la totalidad de textos recobrados hasta ese año, en memoria del medio siglo de la muerte de López Velarde. Fue durante esa recopilación que los conjuntos Crítica literaria y Periodismo político quedaron delimitados. Las virtudes formales de su obra en prosa han justificado que muchas piezas sean recopiladas en antologías de ensayo, así como de poemas en prosa.
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