Rubén Darío falleció el 6 de febrero de 1916 en León, Nicaragua, luego de haber desarrollado su trayectoria intelectual en varias de las principales capitales del orbe hispanoamericano y de haber sido, para la poesía, la figura más representativa del movimiento modernista. En el periodo que va de finales del siglo xvii a comienzos del siglo xx, es considerado el poeta hispanoamericano más importante, después de sor Juana Inés de la Cruz. Aglutinador y difusor del Modernismo, vivió en San Salvador, Santiago de Chile, Buenos Aires y Madrid, además de haber visitado otras importantes ciudades de Hispanoamérica y de haber residido en París. En México sólo pasó unos días de septiembre de 1910 (Veracruz, Jalapa, Teocelo) y le fue impedida su llegada a la capital del país. Sin embargo su presencia en la obra de otros autores, y en las reflexiones de investigadores y críticos de México es amplia.
Esta es la primera entrega de un artículo que busca ofrecer un panorama enciclopédico de la presencia de Darío en las letras mexicanas. En las presentes líneas nos hemos limitado a hacer un breve recuento de los trabajos críticos, académicos y no, que la obra y la figura de Darío han suscitado entre escritores, investigadores y críticos literarios de México desde 1917 a 2015, es decir, desde un año después de la muerte del poeta hasta la víspera de la conmemoración por los cien años transcurridos de este hecho. En la siguiente entrega se esbozará la presencia de Rubén Darío entre los poetas de México desde la aparición de Azul (1888) hasta aproximadamente el año de la muerte del poeta. A estas dos partes las podemos denominar "Rubén Darío en México".
Finalmente, la última entrega se encargará de esbozar la presencia de México en la trayectoria intelectual de Darío: relaciones textuales, amistades literarias. La hemos denominado "México en la obra de Rubén Darío".
Darío se quedó en la orilla de México, al borde del estallamiento de la Revolución mexicana, en el puerto de Veracruz. Por razones de índole diplomática –el recién gobierno de Nicaragua en turno no lo respaldó como embajador–, como bien reseña Alfonso Reyes, el poeta no pudo hacer el trayecto hasta la Ciudad de México. Pese a su breve estancia en tierras mexicanas, el autor de Los raros (1896) dedica unas significativas líneas en su libro autobiográfico, donde se adjudica el comienzo de lo que sería el movimiento armado más importante de principios del siglo xx en nuestro país.
La figura de Darío dejó honda huella en los lugares donde residió –Buenos Aires, El Salvador, por ejemplo– tal vez por ello, su posible asistencia a las fiestas del centenario era tan esperada entre los círculos literarios de la época. Su fugaz presencia en tierras mexicanas fue documentada por escritores contemporáneos –Federico Gamboa, en su Diario, y Alfonso Reyes en “Rubén Darío en México”– y posteriores como Rafael Heliodoro Valle y Guillermo Jiménez, como si con ello se buscara extender la presencia de Darío en el tiempo y el espacio mexicanos.
Todavía en los artículos compilados en el volumen preparado por Ernesto Mejía Sánchez, Estudios sobre Rubén Darío (1968), encontramos algunos que rememoran y repasan los detalles del viaje del poeta al puerto de Veracruz y de las circunstancias que impidieron su camino, como el discurso preparado para la ocasión por Diódoro Batalla. Otros, ahondan y documentan los vínculos literarios –el medallón dedicado a Díaz Mirón o los versos que aluden al pasado prehispánico en “A Roosvelt”– y humanos –la amistad entrañable con Amado Nervo, o con el pintor Alfredo Ramos Martínez– con México. En otro orden encontramos textos que se ocupen de la calidad literaria de la obra rubendariana.
La gestación de Estudios... amerita un poco de historia. Según nos relata el propio Mejía Sánchez, con motivo del ii Congreso Latinoamericano de Escritores, llevado a cabo en Guanajuato y Guadalajara (15-21 de marzo de 1976), en honor del centenario del natalicio de Rubén Darío, se constituyó la Comunidad Latinoamericana de Escritores. Jorge Luis Borges tuvo a bien enviar un “Mensaje en honor de Rubén Darío”, cuyas palabras marcaron el tenor de admiración y sincero reconocimiento a “el Libertador”, pues “quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos”,[1] concluye el argentino. Como acuerdo final del congreso se resolvió impulsar la publicación del volumen que, si bien no es el único, si es el homenaje crítico más plural sobre Darío. Entre los textos que abundaron sobre la fallida estancia de Darío en México encontramos la “Carta abierta” del diplomático mexicano Luis Cabrera, publicada en El Diario del Hogar y en El Mexicano apenas unos días después del arribo del poeta al puerto de Veracruz; Max Henríquez Ureña rememora los días previos al viaje; Guillermo Jiménez recupera una estampa del nicaragüense hecha por el desconocido poeta Atenógenes Pérez y Soto; Luis Leal se une al desconcierto por la frustrada visita; y Rodolfo Nervo comparte su primera impresión sobre Darío: “rostro recio y feo, de aguafuerte a lo Durero; su talante bohemio”.[2]
Por su parte, Jaime Torres Bodet lamenta el desafortunado episodio y da noticia de una leyenda mexicana escrita por Darío, “Huitzilopochtli”, donde el también poeta, llevado por su entusiasmo, entrevé los admirables relatos que constituirán El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán. Rafael Heliodoro Valle refiere que los principales amigos mexicanos del poeta nicaragüense fueron “Ricardo Contreras, Juan B. Delgado, Federico Gamboa, Amado Nervo, Alfonso Cravioto, Justo Sierra, los pintores Roberto Montenegro y Alfredo Ramos Martínez, Ángel Zárraga y el general Bernardo Reyes”.[3]
Luis Mario Schneider hace un acucioso recuento de la estadía del poeta en México; por su riguroso trabajo podría ser un antecedente de Darío en México, volumen coordinado por el investigador Fernando Curiel, donde queda registrada una cronología, día por día, de la breve estancia de Darío en el puerto, así como una completa documentación de los archivos donde se puede encontrar información al respecto.
Por el momento en que Contemporáneos y estridentistas se incorporaron al campo literario de México, era esperable que no reivindicaran la figura de Darío. Sin embargo, en la década de los cuarenta, llegados a la madurez, Xavier Villaurrutia y Arqueles Vela valoraron positivamente a Darío y en los años sesenta Jaime Torres Bodet incluso le dedicó un libro. Villaurrutia, en el prólogo de Laurel (1941), escribe que Darío es la síntesis de las aspiraciones poéticas de los tres iniciadores del Modernismo: Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal y José Asunción Silva. Y señala que, al igual que el Modernismo, la obra y el impacto del poeta nicaragüense tuvieron tres etapas: una de juventud, donde descubre las propuestas de Gutiérrez Nájera, Silva y Casal; otra de madurez, cuando consigue cristalizar y volverse el modelo del Modernismo tanto para América como para España; y una última etapa de decadencia, que si bien ajena al poeta, tiene que ver con el desgaste que sufre su estética debido a la imitación excesiva que despertó entre los jóvenes poetas. También Villaurrutia reconoce que fue Darío quien renovó el endecasílabo y quien supo adaptar el alejandrino francés al castellano. Por la amplitud de temas que se pueden encontrar en su obra lo compara con el italiano Gabriele D´Annunzio.
Arqueles Vela en su estudio panorámico El modernismo. Su filosofía. Su estética. Su técnica. aborda la figura de Rubén Darío en relación con la de su contemporáneo mexicano Manuel Gutiérrez Nájera. Su disquisición lo lleva a notar que, a diferencia de su par mexicano, quien renuncia al incentivo urbano, en Darío el impulso por experimentar el ideal citadino termina haciéndolo soñar con el mundo antiguo, lo que le da a su poesía “un sabor de antigüedad remozada; la nostalgia de una vieja dolencia, y arcaica alegría”.
En 1967 se cumplió el primer centenario del natalicio de Darío, a ello se debió que el ii Congreso Latinoamericano de Escritores estuviera dedicado a él, así como la consiguiente publicación del libro que reúne estudios de su figura y obra. Sin embargo, años antes la obra de Darío había suscitado no pocos textos, a favor y en contra, en torno a la valía y naturaleza de su obra. Los primeros, recogidos en Rubén Darío en Oxford (1965), datan de una polémica sostenida por varios críticos, algunos de ellos mexicanos y otros avecindados en el país.[4] El punto de partida para este intercambio de ideas fue el trabajo de C. M. Bowra, seguido del de Luis Cernuda, poeta español exiliado en México; ambos lanzaron fuertes diatribas al esteticismo practicado por Darío: “¿Se imaginarían hoy a un poeta joven aprendiendo su menester en la obra de Darío?”, pregunta, no sin sorna, el sevillano. Esta crítica suscitó la respetuosa respuesta de Mejía Sánchez, quien en su artículo “Rubén Darío poeta del siglo xx”, refuta, entre otras cosas, la diatriba en contra de Darío por sus preferencias francesas como un signo negativo. De manera tangencial, Antonio Castro Leal entra en esta polémica al dar testimonio de su participación durante el Congreso en Oxford, luego de la lectura de la ponencia de Mejía Sánchez. El crítico mexicano advierte, sobre todo “la frialdad y falta de simpatía, que a veces rayas hasta en incomprensión e inquina, que sistemáticamente muestra la crítica española respecto a la obra y la personalidad de Rubén Darío.[5]
El breve coloquio nos permite ver cómo la recepción crítica de Darío, incluso entre escritores, no ha sido siempre favorable. El texto de Cernuda ha sido objeto de investigación por parte de James Valender, estudioso del sevillano y de la Generación del 27, cuyo esfuerzo quedó impreso en Luis Cernuda y Rubén Darío. Modernismo e ironía (2003).
"El caracol y la sirena" (1964) de Octavio Paz se trata de un ensayo luminoso en torno a la obra de Darío. A pesar de que para el Nobel mexicano, el poeta nicaragüense “es el menos actual los grandes modernistas” no duda en decir que “está presente en el espíritu de los poetas contemporáneos”.[6] La primera parte del ensayo, contenido en Cuadrivio, es una necesaria reflexión y reinterpretación del Modernismo que ayuda a ubicar con justeza la gran labor de Darío en la literatura hispánica. Por la calidad de la prosa desplegada en el ensayo y por el gran alcance que tuvo Paz en los círculos intelectuales de su época, "El caracol y la sirena" fue una piedra angular en la recepción crítica posterior de Darío.
Dos años después del ensayo paciano, Jaime Torres Bodet dio a conocer Rubén Darío. Abismo y cima (1966), estudio donde el mexicano analiza la vida y obra darianas. Su esfuerzo lo lleva a intentar precisar las circunstancias sociales en que se desarrolló la estética del nicaragüense. Leonardo Martínez Carrizales tomó como punto de partida el trabajo de Bodet para El recurso de la tradición. Jaime Torres Bodet frente a Rubén Darío y el modernismo.
El centenario del natalicio de Rubén Darío fue clave para impulsar el proceso de revisión del Modernismo y de la figura del poeta nicaragüense. En ambas tareas José Emilio Pacheco colaboró desde México con antologías, prólogos, crónicas y artículos. Escribió una crónica del “Encuentro con Rubén Darío”, organizado por Casa de las Américas del lunes 16 al sábado 21 de enero de 1967 en Varadero, Cuba. Por México participaron Juan Bañuelos, Sergio Mondragón, Marco Antonio Montes de Oca, Carlos Pellicer y José Emilio Pacheco. La crónica refiere las posiciones en torno a la figura de Darío y presenta los puntos finos de una valoración contradictoria donde se mezclan los juicios formulados con un pie en la literatura y otro en interpretaciones sociohistóricas.
Posteriormente, y luego de la publicación de su interpretación del movimiento en México cuyo resultado fue la Antología del modernismo (1884-1921), Pacheco publicó al respecto de Darío varios artículos. Se interesó por el proceso de recepción emanado del centenario y por el viaje de Darío a México. Así en 1976 y 1978 aparecieron textos a propósito de la publicación de libros que, para Pacheco, confirman la total reivindicación del poeta: la poesía completa de Darío en la Biblioteca Ayacucho (edición de Ernesto Mejía Sánchez, prólogo de Ángel Rama y resumen cronológico de Julio Valle Castillo) o estudios de Ángel Rama como Rubén Darío y el modernismo.
En 1982 Pacheco publicó una antología sobre el Modernismo en su conjunto y tanto en el prólogo como en otros artículos se adhiere a las posiciones revisionistas: el desplazamiento del epicentro del movimiento de 1888 a 1882 y el acuerdo de la crítica según el cual fue en la prosa, antes que en la poesía, donde comenzó la renovación del lenguaje literario en español. Es decir, considerar que con Ismaelillo y, sobre todo, con Cartas de Nueva York de José Martí comienza el movimiento en vez de con la aparición de Azul. También aborda la interesante figura quiasmática que la crítica de la época formó con Whitman y Darío. Whitman pasa a ser señalado como un poeta, además de defensor de la democracia, racista e impulsor del expansionismo norteamericano; mientras que Darío, reivindicado por los revolucionarios sandinistas de 1979, se convierte en el escritor revolucionario de poemas como “A Colón” y “A Roosvelt” y ya no el poeta aristocratizante de Prosas profanas. También en esa década, abordó la prosa en “Rubén Darío y la novela”, preocupación constante de Pacheco que ve en la ausencia de su estudio un vacío crítico que debe colmarse.
A diferencia de otros investigadores, Pacheco no sólo abordó con rigor la obra, sino que se permitió realizar ejercicios de imaginación. Creó una ucronía, un mundo posible, a partir de la suposición de que Darío no murió en 1916 ni viajó de regreso a Nicaragua: a la manera de Yeats y Ezra Pound, Darío pasó los años que dura la Primera Guerra Mundial en Mallorca, acompañado de su mecenas y secretario Vicente Huidobro. De este periodo embrionario, en que Rubén Darío se apropia del teclado formal de las vanguardias, nacieron libros civiles sobre las dos guerras mundiales y los sandinistas. Coronado de gloria, Rubén Darío muere en 1952 a pocos meses de haber recibido el Premio Nobel y el Premio Stalin de la Paz.
La valoración general de Pacheco sobre Darío puede resumirse en las siguientes palabras: “En diálogo entre lo antiguo y lo nuevo, entre Europa y América, Darío inventó críticamente un instrumento que absorbió todo lo anterior: Romanticismo, Neoclasicismo, y lo contemporáneo: Parnasianismo, Simbolismo, Naturalismo, y abrió el camino a lo que vino después: de la vanguardia de los veintes [sic] a la novela de nuestros días. En este fundamental sentido, no en el geográfico ni en el civil, Rubén Darío sí es (con el perdón de Rodó) el poeta de América, de lo que José Martí llamó 'Nuestra América'”.[7]
Contrario a lo que uno esperaría la obra de Rubén Darío, no ha suscitado un gran interés entre los estudiantes de letras, pues en la base de datos de la Universidad Nacional Autónoma de México se encuentran solamente once títulos de tesis. De igual modo sucede en el ámbito académico, pues son pocos los investigadores que han dedicado horas de trabajo a la obra dariana. Allen W. Philips, norteamericano avecindado en México, escribió dos artículos donde revisa la frecuencia y el uso de la palabra “Modernismo” en los escritos de Darío y otro en el que analiza el poema “Sinfonía en gris mayor”. Alberto Paredes, poeta y crítico mexicano, ha publicado hasta el momento tres artículos: “Rubén Darío: François Coppée y Augusta Holmès: Loci classici –crónica de dos referencias–”, “Ediciones originales francesas de Rubén Darío” y “Un pseudónimo imposible de Rubén Darío –F. Sarmiento traductor de Georges Ohnet–”. La tríada de ensayos da cuenta de una investigación rigurosa y enriquecedora en torno a aspectos tan finos como interesantes, de la obra dariana. No podemos dejar de tomar en cuenta los artículos de corte periodístico que se han escrito en torno a Darío, por ejemplo, Carmen Boullosa escribió un par de artículos en el periódico Reforma y en Mural (Guadalajara) a propósito del hallazgo de dos poemas inéditos del poeta nicaragüense. Julio Ortega y Hernán Lavín Cerda también han contribuido con sendos artículos, este último sugiere una relación entre el ritmo modernista y el que desarrolló Jaime Sabines en su obra.
Según Paz la mejor edición de la poesía de Darío es la del Fondo de Cultura Económica de 1952, preparada por Ernesto Mejía Sánchez y con prólogo de Enrique Anderson Imbert. Sin embargo, no es la única, en 1952 Alfonso Méndez Plancarte preparó para la editorial Aguilar una edición de su Poesía completa y con motivo del aniversario del natalicio Vicente Magdaleno preparó y prologó una Antología de textos en prosa que fue publicada en 1967. Más recientemente, en el 2004, el FCE ha publicado una edición fascimilar y con variantes de la poesía. Otra institución que promovió la publicación de una obra crítica sobre Rubén Darío es El Colegio de San Luis, que publicó un estudio sobre el ambiente estético e intelectual vinculado a la primera edición de Los raros (1896).
Si bien Galaxia Gutemberg es una editorial española, cabe mencionar que el prólogo estuvo a cargo de José Emilio Pacheco, por lo que forma parte de los esfuerzos de los mexicanos por ahondar y mantener viva la memoria de Darío. Años después, dentro del útil Material de Lectura auspiciado por la UNAM se difundió una antología de la obra de Rubén Darío, quien sigue “tocando la flauta de Pan a pesar del intenso griterío de las trescientas ocas multiplicadas” desde sus primeras publicaciones, nos dice el también poeta Efraín Bartolomé; con lo cual afirma la victoria poética del nicaragüense por encima de lo fatal.
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1903 / 04 ago 2017 14:25
"Éste del nombre que es una piedra preciosa -decía yo en una de las notas impresionistas de mi Éxodo- es alto, robusto, inexpresivo; ojos obscuros, pequeños y vivos; nariz ancha, de alas sensualmente abiertas; barba y cabellos ligeramente rizados; manos de marqués; parsimonioso y zurdo contiene; hablar pausado y un si es no es tartamudeante; pero siempre ático y fino. –Orgulloso- (Yo tengo orgullo y usted vanidad, dijo en cierta ocasión a Gómez Carrillo). Sibarita y gourmet de buena cepa.” Y añadía yo: “La vida para él llena de azares no ha mermado sus quilates interiores. Es bueno. Es un niño –un niño egoísta o tierno, caprichoso o sereno-, celoso de sus cariños, susceptible como una violeta, capaz por esta misma susceptibilidad de comprender y sentir todos los matices de un palabra, de un gesto, de una actitud. Un gran niño nervioso. – En cierta ocasión en que a propósito de mi Hermana Agua departíamos de cosas suaves y cristalinas, el alto poeta díjome: -“En cuanto a mí, yo quisiera ser un topacio, un gran topacio y que la luz del sol me hiriese por todas partes, por todas partes me atravesase, brillase en todas mis facetas. Yo no quisiera ser más que un topacio…”
¿Qué añadir? Que ratifico esta nota y que hablar de Rubén es harto candor. “No hay rincón de América donde su nombre hecho de una gema asiria y una gema judía no resuene con un raro prestigio y con el timbre agudo y misterioso de un heráldico clarín de oro.”
América le ama: el idioma le debe muchos nuevos florones, los más bellos de vernácula diadema y en cuanto a él, yo sé que ama a América con hondo amor, ya que a París le ama con amor apasionado: “Mi mujer es de mi tierra; mi querida es de Francia.”
Hay nombres cuya sola pronunciación es un elogio altísimo. Nombres solitarios que no necesitan cortejos de adjetivos: el de Rubén es uno de ellos.
Rubén Darío en México
Querido Canedo:
He arrancado a mi libro de memorias las páginas que doy a la estampa. A usted le han parecido agradables. ¿Qué podía yo hacer sino dedicárselas?
Usted, amigo mío, me ha consentido muchas veces la manifestación de ese placer de los emigrados que suele resultar importuno: el recuerdo de la tierra y los amigos ausentes. Usted, con una paciencia gustosa, me ha dejado hablar horas enteras de Fernández, de González y de Martínez como si usted mismo los conociera o le importaran como a mí aquellas cosas. En verdad, a usted le importan mis recuerdos, puesto que nunca ha desdeñado el conocimiento preciso de los libros y de los hombres. Su curiosidad siempre animada ha acabado por aficionarle a los asuntos de América. A usted le gusta hojear las viejas revistas, y ver cómo reviven las pléyades literarias de hace cien o de hace diez años. Su ecuanimidad le permite apreciar con ojos serenos la hora que apenas ha cesado: lo que todavía es pasión para muchos, es ya para usted conocimiento. De esta manera, usted es uno de aquellos privilegiados que contemplan la vida con verdadero desinterés histórico. Mientras la mayoría de los hombres cultos responde con un mohín de disgusto a todo lo que ya no es nuevo y que todavía no es antiguo, a usted lo he visto comprar por esas ferias —y examinar con ese deleite tranquilo que sabe poner en todos sus actos— este o el otro libro modesto publicado por los años de 1840.
No acabaría. Permítame, sin más explicaciones, dedicarle estas anécdotas fugitivas.
Madrid, 1916.
1. El ambiente literario
Cuando llega a México Rubén Darío, una generación de muchachos —que apenas se ha dado a conocer— forma la literatura imperante.
Con Gutiérrez Nájera quedaban abiertos los nuevos rumbos; su órgano era la Revista Azul. Heredera de sus timbres, la Revista Moderna popularizó entre nosotros los modos de la poesía posromántica. Pero la hora de la Revista Moderna había pasado. Sus poetas tuvieron como cualidades comunes cierto sentimiento agudo de la técnica: técnica audaz, innovadora, y —exceptuando a Urbina, que ha perpetuado a su manera la tradición romántica; a Díaz Mirón, que vive en su torre, y a Icaza, cuya poesía se explica más bien como un ciclo aparte— cierto aire familiar de diabolismo poético que acusa una reciprocidad de influencias entre ellos y su dibujante Julio Ruelas.
Agrupábanse, materialmente hablando, en redor del lecho donde Jesús Valenzuela (siempre mal avenido con las modas, las escuelas y las costumbres) iba derrochando, después del otro, el caudal de su generosa vida. Tablada doraba sus esmaltes; Nervo soñaba, entregado a su misticismo lírico; Urueta cantaba como una sirena. A veces, llegaba de la provincia Manuel José Othón con el dulce fardo de sus bucólicas a cuestas; lejano, distraído, extático. Othón ha muerto, y espera el día de su consagración definitiva. Es el clásico. En la historia de la poesía española es, al mismo tiempo, una voz conocida y nueva. Su verso tiene, junto a las reminiscencias de Fray Luis, ecos de Baudelaire. Aprendió en los maestros definitivos, no en los vanos dioses de la hora; hizo, como quería Chénier, versos antiguos con pensamientos nuevos. Nervo incurrió en el pecadillo de censurar el uso de los "metros viejos" en Othón. Era el duelo entre el alejandrino modernista y el endecasílabo vetusto. Othón se defendía oponiendo, a su vez, que el alejandrino castellano es tan viejo como Berceo. Valenzuela también ha muerto; su recuerdo perdurará más que su poesía. A los otros los ha dispersado la vida.
A principios de 1906, Alfonso Cravioto y Luis Castillo Ledón fundaron una revista para los nuevos literatos. Le pusieron un nombre absurdo: Savia Moderna. No sólo en el nombré, en el material mismo recordaba a la Revista Moderna. Duró poco —era de rigor—, pero lo bastante para dar la voz de un tiempo nuevo. Su recuerdo aparecerá al crítico de mañana como un santo y seña en los libros y memorias de nuestra literatura contemporánea. "La redacción —escribe el poeta Rafael López— era pequeña como una jaula. Algunas aves comenzaron allí a cantar." A muchos metros de la tierra, sobre un edificio de seis pisos, abría su inmensa ventana hacia una perspectiva exquisita: a un lado, la Catedral; a otro, los crepúsculos de la Alameda. Frente a aquella ventana, Diego Rivera instalaba su caballete. Desde aquella altura, cayó la palabra sobre la ciudad.
En el grupo literario de Savia Moderna había los dos géneros de escritores que pone Gourmont: los que escriben; los que no escriben. Entre los segundos, y el primero de todos, Acevedo. Decía, con Goethe, que el escribir es un abuso de la palabra. Más tarde ha incurrido en la letra escrita; esperamos con impaciencia sus libros. De él habíamos dicho hace tiempo: cuando escriba libros, sus libros serán los mejores. Recuerdo, entre los prosistas, a Ricardo Gómez Róbelo, que era propia imagen del mirlo de Rostand:
Cette âme! … On est plus las d'avoir couru sur elle
Que d'avoir tout un jour chassé la sauterelle.
La misma agilidad de su pensamiento lo hacía cruel; y además —grave ofensa para el género humano— estaba enamorado del genio. Como a todo aquel que ha probado las desigualdades de la suerte, lo tentaban las inspiraciones de la locura. Ignoraba cuántos volúmenes lleva publicados Monsieur Chose, pero leía y releía constantemente los veinte o treinta libros definitivos. Alfonso Cravioto era el representante del sentido literario: su prosa es fluida, musical, llena de brillos y colores. Su vida estaba consagrada a la espectación literaria: ha coleccionado los artículos, los retratos, los rasgos biográficos de todos sus compañeros. Hace creer que posee tesoros en casa. Nadie sabe si es o no rico, si escribe o no en secreto:
Cuentan que escribe, y no escribe;
dicen que tiene, y no gasta,
se decía él a sí mismo en unas coplas que quiso hacer pasar por anónimas. De cuando en cuando, asomaba para celebrar, en una prosa de ditirambo, algún triunfo del arte o del pensamiento. Cegado por un falso ideal de perfección, nunca acaba de publicar sus libros, y así va camino del silencio, sin merecerlo ni desearlo. Entre los poetas, estaba Rafael López, poeta de apoteosis, fiesta plástica, sol y mármol, que hoy busca emociones universales, tras de haber embriagado su adolescencia con los últimos haxix del decadentismo. Estaba Manuel de la Parra, musa diáfana, de nube y de luna; alma monástica, borracha de medievalismos imposibles, "ciega de ensueño y loca de armonía". Estaba Colín entregado a una gestación laboriosa en que se combatirán el poeta seco y el prosador jugoso. Estaba el malogrado Argüelles Bringas, tan fuerte, tan austero, áspero a la vez que hondo; poeta de concepciones vigorosas, concentrado y elíptico, en quien la fuerza ahoga a la fuerza, y el canto, sin poder fluir, brota a pulsaciones. Aún no salía de su provincia el poeta mayor: González Martínez; y apenas salía de su infancia Julio Torri, nuestro hermano el diablo, duende que apaga las luces, íncubo en huelga, humorista que procede de Wilde y Heine y que promete ser uno de los primeros de América. Y de propósito dejo para el fin a Caso, a Vasconcelos, al dominicano Henríquez Ureña.
La filosofía positivista mexicana, que recibió de Gómez Robelo los primeros ataques, había de desvanecerse bajo la palabra elocuente de Antonio Caso, quien difundirá por las aulas nuevas verdades. No hay una teoría, una afirmación o una duda que él no haya hecho suyas siquiera por un instante. La historia de la filosofía, él ha querido y ha sabido vivirla. Con tal experiencia de las ideas, y el vigor lógico que las unifica, su cátedra sería, más tarde, el orgullo de nuestro mundo universitario. Su elocuencia, su eficacia mental, su naturaleza irresistible, le convertirán en el director público de la juventud. En lo íntimo, era más honda, más total, la influencia socrática de Henríquez Ureña. Sin saberlo, enseñaba a ver, a oír, a pensar, y suscitaba una verdadera reforma en la cultura, pesando en su pequeño mundo con mil compromisos de laboriosidad y conciencia. Era, de todos, el único escritor formado, aunque no el de más años. No hay entre nosotros ejemplo de comunidad y entusiasmo espirituales como los que él provocó. El peruano Francisco García Calderón escribe de él: "Alma evangélica de protestante liberal, inquietada por los grandes problemas; profundo erudito en letras castellanas, sajonas, italianas . . ." Díaz Mirón, que lo admira, le llamaba "dorio". José Vasconcelos era el representante de la filosofía anti-occidental, que alguien ha llamado la "filosofía molesta". Mezclábala ingeniosamente con las enseñanzas extraídas de Bergson, y, en los instantes que la cólera civil le dejaba libres, combatía también por su verdad. Mucho esperamos de sus dones de creación estética y filosófica, si las implacables Furias Políticas nos lo dejan ileso. Es dogmático: Oaxaca, su Estado natal, ha sido la cuna de nuestras "tiranías ilustradas". Es asiático: tenemos, en nuestro país, dos mares a elección; algunos están por el Atlántico; él, por el Pacífico.
Entretanto, la exacerbación crítica que padecemos corroe los moldes literarios; los géneros retóricos se mezclan un tanto, y la invención pura padece. Apenas la narración tradicional tiene un campeón en González Peña, hombre de voluntad, trabajador infatigable que intenta reflejar las inquietudes contemporáneas en una novela concebida según la manera de Flaubert. Teatro no hay; y el cuento, en manos de Torri, se hace crítico y extravagante. Aquélla era, sobre todo, una generación de ensayistas. En aquel mundo erizado de escalpelos, el gran Rubén Darío va a caer. Es el año de 1910.
Pero los dioses caprichosos tenían reservada alguna sorpresa.
2. El valle inaccesible
Solíamos hablar, entre nosotros, de atraer a Rubén Darío. Valenti, uno de los nuestros —cuyas palabras me acuden ahora con el recuerdo de su trágica muerte—, nos oponía siempre esta advertencia profética:
—No, nunca vendrá a México Rubén Darío: no tiene tan mala suerte.
Rubén Darío fue a México por su mala suerte. En 1910, para la celebración del Centenario de la independencia mexicana, Darío y Santiago Argüelles fueron delegados a México por el gobierno de Nicaragua. Sobrevinieron días aciagos; el Presidente Madriz cayó al peso de Washington, y el conflicto entre Nicaragua y los Estados Unidos se reflejaba en México por una tensión del ánimo público. La nube cargada estallaría al menor pretexto. Y ninguna ocasión más propicia para desahogarse contra el yanqui que la llegada de Rubén Darío. El hormiguero universitario pareció agitarse. Los organizadores de sociedades, los directores de manifestaciones públicas habían comenzado a distribuir esquelas y distintivos. La aparición de Rubén Darío se juzgó imprudente; y este nuevo Cortés, menos aguerrido que el primero, recibió del nuevo Motecuzoma indicaciones apremiantes de no llegar al valle de México.
Darío quedó detenido en la costa de Veracruz. De allí se le hizo pasar, incógnito, a Jalapa. Un hacendado lo invitó a cazar conejos; se fue al campo; lo hicieron desaparecer. . .
Poco después, con el pintor mexicano Ramos Martínez, que lo acompañaba como se acompaña a un menor de edad, reapareció en La Habana. En La Habana estaba cuando la celebración famosa del Centenario. El Ministro y escritor mexicano Carlos Pereyra tuvo el buen acuerdo de invitarle a la fiesta, pidiéndole su colaboración literaria. No pudo asistir el poeta, por aquellos sus intermitentes achaques, pero envió su poema. Hecho en ratos de mal humor, en horas de indecisión, cuando él no sabía si volverse, si quedarse, si seguir adelante; cuando comenzaban a escasear los fondos y hubo que abandonar el Hotel Sevilla y renunciar al automóvil en mala hora alquilado, —He hecho un gran negocio, ¡un gran negocio! ¿Oyes ese automóvil que piafa a las puertas del hotel? Es un automóvil que se alquila por cincuenta dólares, y yo lo he obtenido por cuarenta y cinco. Este gran negocio —digno de la historia— es fama que lo realizó Rubén Darío en las horas de mayor escasez. Lo tengo de su compañero Ramos Martínez. el poema —de lo más infortunado que hizo— presentaba la cómica novedad de fundir en el estribillo un verso del himno nacional de Cuba con uno del himno mexicano, dándonos así el monstruo híbrido de que se horrorizaba Horacio. Ejemplo:
que morir por la patria es vivir,
al sonoro rugir del cañón.
Lo demás que atañe a la estancia de Darío en Cuba, a mis amigos de La Habana toca contarlo.
3. Un documento
Entre las muchas manifestaciones que produjo en México la llegada de Rubén Darío a Veracruz, hubo una de carácter puramente literario. Algunos jóvenes escritores y poetas que, por no sentirse "animales políticos" o por malos de sus pecados, no habían querido hasta entonces unirse al grupo central —concentrado en el Ateneo de la Juventud—, fundaron una sociedad, la "Sociedad Rubén Darío", cuyo único objeto era recibir al poeta con honor; como si la llegada de un hombre hubiera de ser un hecho permanente. Rafael López, entusiasmado, habló de la nueva Cruz del Sur que Rubén Darío había de marcar en nuestro cielo con los cuatro hierros de su centauro. Emilio Valenzuela, hijo de Jesús Valenzuela, fue nombrado presidente de esta sociedad. Cuando la triste realidad vino a conocerse, Valenzuela escribió lleno de despecho: "No nos queda más que esperar otros tiempos." Estas palabras pudieran ser divisa de mi generación destrozada.
Por su parte, Rubén Darío (hay que recoger piadosamente todos los rasgos de su pluma) escribió la siguiente carta a Valenzuela:
Distinguido y buen amigo:
Si no hubiera sido ya grandísimo mi deseo de ir a México, la vibrante misión, que la joven intelectualidad mexicana confió a ustedes me hubiera infundido el más ardiente empeño por encontrarme en la capital de este noble y hospitalario país.
La juventud es vida, entusiasmo, esperanza. Yo saludo por su digno medio a esa juventud que ama el Ideal desde la Belleza hasta el Heroísmo. Díganlo, si no, los aiglons del águila mexicana que se llevó la Muerte a la Inmortalidad, desde el nido de piedra de Chapultepec.
Las cariñosas y agradecidísimas instancias, que usted y don Álvaro Gamboa Ricalde me han hecho en nombre de sus amigos de México, me empeñan a poner toda mi voluntad en complacerles. Pero, a pesar de mis deseos, las circunstancias me obligan a tener una actitud que no puedo alterar en nada.
Este momento, sin embargo, pasará. Y yo, quizá en breve, podré tener el gran placer y el altísimo orgullo de saludar, con el afecto que por ella siento, a la noble, a la entusiasta, a la gentil juventud mexicana.
Muy sinceramente me ofrezco su afectísimo amigo y s. s.
Xalapa, 8 de septiembre de 1910.
4. Un problema de derecho internacional
Cómo se verá dentro de un siglo, de dos, de tres, la vida irritada de los pueblos de América, donde las cuestiones literarias se vuelven fácilmente asuntos de política interna, y éstos sin cesar se convierten en problemas internacionales? ¿No es el mismo Rubén Darío quien acostumbraba decir que en América no hay más qué poetas y genérales?
Cuando Darío llega de París a Veracruz, ya estaba Santiago Argüello en México. Caído el Gobierno que representaban, ambos quedaron sin función oficial. Al menos, así se decidió por tácito acuerdo. Los periódicos pusieron al día las discusiones jurídicas. ¿Conservaba Rubén Darío la representación de Nicaragua a pesar del cambio de Gobierno? Dos o tres señores hicieron danzas y zalemas en redor del caso y sin resolverlo. Federico Gamboa, el novelista y diplomático, estrechado por los periódicos, tuvo que decir su opinión. Como, en verdad, no había medio de salir airoso del trance contentando a todos, prefirió salir a lo discreto, resolviendo las preguntas del reportero en estos o parecidos términos:
—Es una verdad reconocida que todo problema de Derecho Internacional debe plantearse de manera que las premisas correspondan exactamente a la realidad de los hechos, para que así pueda científicamente asegurarse, etc., etc.
Por lo menos dejó entender, como caballero, que no tenía ganas de molestar a nadie con su opinión, ni de perder el tiempo en discutir, conforme a derecho, lo que estaba decidido ya conforme a prudencia.
Argüello se las arregló para quedarse en México, representando no sé si a Bolivia. En cuanto a Darío, había de recibir más tarde un desagravio en los Estados Unidos. La Sociedad Hispánica de Nueva York, la Liga de Autores de América, la Academia Americana de Artes y Letras, lo saludaron con entusiasmo. "A una emocionante interpretación de la vida y la cultura latinas —le decían—, habéis unido las inspiraciones de nuestros poetas Whitman y Poe." Y añadían con intencionada gentileza: "Sois un apóstol de la buena voluntad y un centinela avanzado en los caminos de la concordia internacional."
5. Una discusión literaria
Alfonso Cravioto, en nombre del Ateneo, fue hasta Veracruz a llevarle nuestro saludo, y pudo acompañarle en su viaje de Jalapa al puerto. En el mismo coche viajaba cierto sacerdote aficionado a las cosas literarias. No pudiendo resistir la atracción del dios, rogó a Cravioto que lo presentara con Darío, de modo que pudiera charlar con él a lo largo del viaje.
Hízose. El sacerdote tuvo que rehusar la "copita" que Rubén Darío le convidara; se sentó a su lado, y empezó la charla literaria. De un poeta en otro, y desde el Río Bravo hasta el Cabo de Hornos, hubieron de dar alguna vez en Julio Flórez. Como Darío hiciera una muequecilla dudosa, dijo el buen sacerdote:
—Sí, ya lo sé; a usted no le convence Flórez, porque Flórez no es de su escuela . . .
Y, a boca llena, con toda la inconsciencia de un niño a quien han enseñado a repetir una palabrota, Darío le interrumpe, enfrentándosele:
—Yo no tengo "escuela", no sea usted pendejo.
Ahuyentado, el buen sacerdote —a quien ya podemos mirar como una señal de nuestros tiempos, como un verdadero símbolo— corre a refugiarse al último asiento del vagón.
"Mi literatura es mía en mí."
6. Arte de prudencia en coplas
Santiago Argüello era, pues, el único huésped literario que la fiesta nacional nos proporcionó. El Ateneo daba a la sazón una serie de conferencias en la Escuela de Derecho, e invitamos a Argüello para que presidiera una de nuestras sesiones.
Hombre corpulento y velloso, revolvía sus ojos pestañudos paseando la mirada por el salón; se informaba de nuestra vida literaria, y deseaba que su llegada —y la de Darío, siempre probable— coincidiera con un renacimiento literario en México.
—Darío —nos contaba el excelente amigo y poeta— es como un niño. Cierta ocasión, estando en Madrid, tomamos un coche, él, no sé quién más y yo, para ir de la Puerta del Sol a Rosales; y el hombre se figuró que le había dado un ataque de ataxia locomotriz porque se le durmieron las piernas.
Al acabar la conferencia, los estudiantes —que sólo la oportunidad esperaban para armar la gresca—, con pretexto de la presencia de Argüello, se pusieron a gritar:
—¡Viva Nicaragua!
Con algunos mueras sobrentendidos.
Argüello, que acaso no oyó bien lo que los muchachos gritaban, tuvo la ocurrencia de imponer silencio con un ademán y recitar esta copla improvisada:
Vuestro aplauso me echa flores,
y es un aplauso al esteta;
estáis tejiendo, señores,
mi corona de poeta.
Nos llovieron al día siguiente coplas anónimas de los estudiantes, picantes parodias que no tengo aquí para qué copiar.
A los dos días, Rubén Darío, enterado del caso, le dedicó la siguiente:
Argüello, tu lira cruje
—¡y en público, por desgracia!—.
Argüello, a lo que te truje;
menos versos: diplomacia.
Lo cierto es que Argüello había obrado muy en diplomático, al desentenderse de la intención política de aquellos juveniles gritos.
7. Partida y regreso
(Memorias de Rubén Darío)
No quitaré ni añadiré una palabra a las páginas de Rubén Darío. Advertiré solamente que, con un egocentrismo muy explicable, el poeta creyó ser el origen de sucesos que venían germinando ya de tiempo atrás y que obedecieron a causas más complejas y más vitales; que, como se verá, sólo la angustia económica del poeta —que le impedía resolver el caso por su cuenta— y el desorden producido en la administración mexicana por las fiestas del Centenario, pudieron decidirle a permanecer algunos días en México. Dice así en el capítulo LXV de su Vida:
La traición de Estrada inició la caída de Zelaya. Éste quiso evitar la intervención yankee, y entregó el poder al doctor Madriz, quien pudo deshacer la revolución en un momento dado, a no haber tomado parte los Estados Unidos, que desembarcaron tropas de sus barcos de guerra para ayudar a los revolucionarios.
Madriz me nombró Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario, en misión especial en México, con motivo de las fiestas del Centenario. No había tiempo que perder y partí inmediatamente. En el mismo vapor que yo, iban miembros de la familia del Presidente de la República, General Porfirio Díaz; un íntimo amigo suyo, diputado, don Antonio Pliego; el Ministro de Bélgica en México y el Conde de Chambrun, de la Legación de Francia en Washington. En La Habana se embarcó también la delegación de Cuba, que iba a las fiestas mexicanas.
Aunque en la Coruña, por un periódico de la ciudad, supe yo que la revolución había triunfado en Nicaragua, y que el Presidente Madriz se había salvado por milagro, no diera mucho crédito a la noticia. En La Habana la encontré confirmada. Envié un cablegrama pidiendo instrucciones al nuevo Gobierno, y no obtuve contestación alguna. A mi paso por la capital de Cuba, el Ministro de Relaciones Exteriores, señor Sanguily, me atendió y obsequió muy amablemente. Durante el viaje a Veracruz conversé con los diplomáticos que iban a bordo, y fue opinión de ellos que mi misión ante el Gobierno mexicano era simplemente de cortesía internacional, y mi nombre, que algo es para la tierra en que me tocó nacer, estaba fuera de las pasiones políticas que agitaban en ese momento a Nicaragua. No conocían el ambiente del país y la especial incultura de los hombres que acababan de apoderarse del Gobierno.
Resumiré. Al llegar a Veracruz, el introductor de diplomáticos señor Nervo, me comunicaba que no sería recibido oficialmente, a causa de los recientes acontecimientos, pero que el Gobierno mexicano me declaraba huésped de honor de la nación. Al mismo tiempo se me dijo que no fuese a la capital, y que esperase la llegada de un enviado del Ministerio de Instrucción Pública. Entretanto, una gran muchedumbre de veracruzanos, en la bahía, en barcos empavesados y por las calles de la población, daban vivas a Rubén Darío y a Nicaragua, y mueras a los Estados Unidos. El enviado del Ministerio de Instrucción Pública llegó con una carta del Ministro, mi buen amigo don Justo Sierra, en que, en nombre del Presidente de la República y de mis amigos del Gabinete, me rogaba que pospusiese mi viaje a la capital. Y me ocurría algo bizantino: el gobernador civil me decía que podía permanecer en territorio mexicano unos cuantos días, esperando que partiese la delegación de los Estados Unidos para su país, y entonces yo podría ir a la capital; y el gobernador militar, a quien yo tenía mis razones para creer más, me daba a entender que aprobaba la idea mía de retornar en el mismo vapor para La Habana... Hice esto último. Pero antes visité la ciudad de Jalapa, que generosamente me recibió en triunfo. Y el pueblo de Teocelo, donde las niñas criollas e indígenas regaban flores y decían ingenuas y compensadoras salutaciones. Hubo vítores y música. La municipalidad dio mi nombre a la mejor calle. Yo guardo en lo preferido de mis recuerdos afectuosos el nombre de ese pueblo querido. Cuando partía en el tren, una indita me ofreció un ramo de lirios y un "puro" azteca: "Señor, yo no tengo qué ofrecerle más que esto"; y nos dio una gran piña perfumada y dorada. En Veracruz se celebró en mi honor una velada, en donde hablaron fogosos oradores y se cantaron himnos. Y mientras esto sucedía, en la capital, al saber que no se me dejaba llegar a la gran ciudad, los estudiantes en masa, e hirviente suma de pueblo, recorrían las calles en manifestación imponente contra los Estados Unidos. Por la primera vez, después de treinta y tres años de dominio absoluto, se apedreó la casa del viejo cesáreo que había imperado. Y allí se vio, se puede decir, el primer relámpago de la revolución que trajera el destronamiento.
Me volví a La Habana acompañado de mi secretario, señor Torres Perona, inteligente joven filipino, y del enviado que el Ministro de Instrucción Pública había nombrado para que me acompañase. Las manifestaciones simpáticas de la ida no se repitieron a la vuelta. No tuve ni una sola tarjeta de mis amigos oficiales . . . Se concluyeron, en aquella ciudad carísima, los pocos fondos que me quedaban y los que llevaba el enviado del Ministro Sierra. Y después de saber prácticamente, por propia experiencia, lo que es un ciclón político y lo que es un ciclón de huracanes y de lluvia en la Isla de Cuba, pude, después de dos meses de ardua permanencia, pagar crecidos gastos y volverme a París, gracias al apoyo pecuniario del diputado mexicano Pliego, del ingeniero Enrique Fernández, y, sobre todo, a mis cordiales amigos Fontoura Xavier, Ministro del Brasil, y general Bernardo Reyes, que me envió por cable, de París, un giro suficiente.
8. ¿Una obra inédita de Rubén Darío?
Transcribo a continuación un documento oficial —cuya amable comunicación debo al mismo poeta— que atañe a las relaciones de Rubén Darío con México, y que puede considerarse como un intento de compensación por los percances de marras:
Secretaría de Estado y del Despacho de Instrucción Pública y Bellas Artes. México. Libramiento núm. 992. Sección de Administración. Mesa 2ª. Núm. 2.475. Hoy digo al Secretario de Hacienda lo que sigue: "Por acuerdo del Presidente de la República, he de merecer a usted se sirva librar sus órdenes a la Tesorería general de la Federación, para que con cargo a la partida 8.415 del Presupuesto de ingresos vigente, se pague al Sr. Rubén Darío, por conducto del Cónsul General de México en París, la cantidad de 500 —quinientos francos— mensuales, durante el presente año fiscal, para que continúe estudiando en Europa cómo se hace la enseñanza literaria en los países de origen latino, y escriba una obra como resultado de ese estudio". Lo que transcribo a usted para su conocimiento. México, 4 de noviembre de 1911. El Subsecretario encargado del despacho, José López Portillo y Rojas. Al Sr. Rubén Darío. París."
Apéndices
1
He aquí una traducción de la carta dirigida a Rubén Darío por la Academia Americana de Artes y Letras: Nueva York, marzo 25 (1915).
Distinguido señor:
La Academia Americana de Artes y Letras os ofrece, en vuestra calidad de huésped de los Estados Unidos, sus salutaciones respetuosas y su bienvenida cordial.
Sois el heredero de una civilización histórica, cuyo tesoro artístico y literario habéis acrecentado, gracias a vuestra obra exquisita y superior, dotándolo con todas las fuerzas de misterio y exaltación de este Nuevo Mundo en que habéis nacido. Familiarizado con todas las cosas nuevas de Europa, habéis descubierto el espíritu renaciente del Viejo Mundo y lo habéis interpretado para el Nuevo. Pero algo más habéis realizado, algo que os une particularmente a nosotros, a los hombres del Norte. Mientras por una parte alcanzabais la más emocionante interpretación de la vida y la cultura latinas, por otra sorprendíais en dos de nuestros poetas —Poe y Whitman— aquellas genuinas inspiraciones que enriquecieron vuestro arte con las más desembarazadas formas del metro y del ritmo, fundiendo así en una las aspiraciones de las dos razas típicas que dominan nuestro Continente Occidental. Sois, pues, a un mismo tiempo, un apóstol de la buena voluntad y un centinela avanzado en los caminos de la concordia internacional.
Nos felicitamos de vuestra permanencia entre nosotros, y os deseamos un feliz regreso a vuestra patria adoptiva.
Por la Junta Directiva:—William M. Sloane, Canciller; Robert Underwood Johnson, Secretario Perpetuo; William Crary Brownell, Miembro de la Junta.
2
Luis G. Urbina me ha hecho saber más tarde que la comisión conferida a Rubén Darío data de 1910, de los tiempos de Justo Sierra, y que la administración de 1911 no hizo más que refrendarla.
También los amigos me han recordado que noche hubo en que el pueblo en masa esperó la llegada de Rubén Darío, en la Estación del Ferrocarril Mexicano.