Enciclopedia de la Literatura en México

Juan Ruiz de Alarcón

mostrar Introducción

La vida y la obra de Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza (1581?-1639) han sido motivo de constante controversia. Los críticos de varias épocas han cuestionado si el dramaturgo pertenece a las letras coloniales mexicanas o si su corpus dramático es sólo un fidedigno ejemplo del teatro barroco peninsular de principios del siglo xvii. Esta posición ambivalente resulta tanto de la ausencia en sus comedias del espacio geográfico y medio ambiente americanos como de su identificación con España, a pesar de haber nacido en México y haberse criado en suelo indiano. A esto se suman dos factores más que para algunos comprueban su irrebatible “españolidad”: el dramaturgo se radica en Madrid, desde 1613 hasta su muerte en 1639; y su producción teatral, dirigida a un público madrileño, reproduce el modelo de la Comedia Nueva cuyo gran representante fue Lope de Vega y Carpio (1562-1635), el “Monstruo de la Naturaleza”.

No es tan fácil descartar la experiencia novohispana de Ruiz de Alarcón si se considera que la ausencia de las Indias en su obra teatral encierra y encubre un esfuerzo por no vincularse, o delatar la menor relación con América, asunto que comprometería su identidad española. Sin embargo, por más que se pretenda negar su formación social de veinte años en Nueva España (1581?-1600), que se procure ignorar su condición colonial, y españolizarlo, su origen y vivencia mexicanos lo ligan a una experiencia e identidad americanas que sólo pueden explicarse en términos de asimilación.[1] El haberse asimilado a lo español es factor determinante en su práctica teatral. Es un proceso constituido por un sostenido esfuerzo de apropiación e identificación con todo lo que valide la hegemonía imperial en el virreinato y legitime su afiliación al sistema del poder. De ahí su despego y silenciamiento de la realidad colonial; de haber textualizado la diferencia, Ruiz de Alarcón se hubiera arriesgado a poner en tela de juicio su identidad hispanizada y visión de mundo a imagen y semejanza del imperio.

Juan Ruiz de Alarcón, grabado, en Eduardo L. Gallo (ed.), Hombres ilustres mexicanos,  México, Imprenta de I. Cumplido, 1874, vol. 2, p. 283.

En un momento histórico en que lo español y lo novohispano parecen y pretenden ser lo mismo, Ruiz de Alarcón articula su identidad a imagen del sujeto imperial. Sin embargo, por haber nacido en la ciudad de México, su posición en el orden imperial es la de un hijo de español de una segunda generación, o sea, un criollo. La diferencia alarconiana emerge, ya que por su condición de colono no es tan auténtico con relación al sujeto imperial; y, porque pertenece a un estrato inferior al del sujeto imperial pero muy superior a un Otro mestizo. Desde esta perspectiva, el sujeto colonial es visto desde la metrópoli como “de afuera” y por tanto es ubicado en un estado indefinible de ser Uno y Otro. Todo ello produce en ese sujeto colonial una crisis ontológica, manifiesta en una ansiedad agónica de querer ser copia exacta del español, de tener que ser español por sobre todo. Precisamente, Ruiz de Alarcón sigue este patrón: se apropia de lo español para validar su identidad. Visto así, Ruiz de Alarcón no encaja dentro del modelo de transculturación y mestizaje que define gran parte de las letras coloniales de la época de la fundación de la “ciudad letrada”.[2]

La singularidad de Ruiz de Alarcón resalta cuando no se le puede encasillar fácilmente con otros escritores coloniales –piénsese, por ejemplo, en sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) en quien la diferencia resulta del género sexual y de su ilegitimidad–. En el caso del “Inca” Garcilaso de la Vega (1539-1616) y Felipe Guamán Poma de Ayala (¿?-1615?), la disimilitud está encarnada en el mestizaje de ambos, marca que definirá a América a partir de la Conquista. Cuando se yuxtapone a Ruiz de Alarcón con estos sujetos, se puede visualizar y comprender mejor su estado de asimilación. Para complicar más la identidad del dramaturgo, tampoco se le puede imponer una concientización criolla radical y subversiva en las primeras décadas de 1600, a pesar de que ya se enuncia paulatinamente una identidad diferencial por medio de la cual el sujeto colonial comienza, de manera incipiente, a cuestionar y a distanciarse ideológica, política e intelectualmente del orden imperial dominante.

mostrar Hacia una reconstrucción biográfica

Desde su nacimiento Ruiz de Alarcón parece haber intentado eludir toda vinculación específica con la Nueva España. Como falta la partida de bautismo para confirmar su fecha de nacimiento y lugar natal, se cuestiona si nació en Taxco, donde la familia estaba afincada y nacieron sus hermanos. Esta incertidumbre se aclaró cuando los registros de matrículas de la Universidad de México (1592-1600) confirmaron que era natural de esa ciudad. En cuanto a sus vivencias y experiencias coloniales, la carencia de documentación imposibilita descifrar la relación entre el ente histórico, su realidad social y su repertorio teatral. Sólo se cuenta con unas fechas sueltas, documentos esporádicos, informes oficiales, uno que otro comentario de escritores contemporáneos suyos en España y los prólogos de sus comedias.

Se sabe, sin embargo, que de 1592 a 1600 Juan Ruiz de Alarcón cursó estudios en la facultad de Artes y Cánones en las cátedras de Instituta, Prima y Decreto en la Universidad de México. Gracias a la ayuda financiera de un pariente, Gaspar Ruiz de Montoya, en 1600 se embarca hacia España para estudiar en Salamanca. Ese mismo año recibe el grado de bachiller en Cánones de la Universidad de Salamanca y en 1602 el de bachiller en Leyes. De 1606-1607 vive en Sevilla y ejerce la abogacía en la Real Audiencia. En ese mismo periodo está dispuesto a regresar a la Nueva España y aparece certificado como criado del Obispo de Cáceres (Filipinas), fray Pedro de Godinez Maldonado. La dilación de la flota le impide partir hasta 1608, cuando vuelve a la Nueva España. En 1609 recibe el título de Licenciado en Leyes de la Universidad de México; ese mismo año solicita el grado de doctor, pero no lo recibió por no poder costear los gastos y las pompas requeridas para la graduación. Entre 1609 y 1613 concursa a las cátedras de Instituta, Decreto y Código en la Universidad; sin embargo, no logró ganar el puesto. En 1612 ejerce como abogado y funcionario letrado en el Cabildo y en la Audiencia; además, desempeña los puestos de corregidor y juez en lo que atañe a la ilegalidad de la producción y venta del pulque, y sirve de juez pesquisidor en un asesinato en Veracruz. En 1613 parte hacia España y se radica definitivamente en Madrid como pretendiente.

Los datos y actividades más precisos e iluminadores sobre su vida y su interacción social en México provienen de tres documentos. Uno es un poder de su hermano Pedro, que lleva consigo Ruiz de Alarcón a España en 1613. En éste se piden mercedes a la Corona y el Real Consejo de Indias por los servicios de sus abuelos y padres quienes fueron de los primeros pobladores de la villa minera de Taxco. Los otros dos son: un informe de 1625 del Consejo de Indias sobre Ruiz de Alarcón, y un memorial de sus partes y méritos en 1635. El informe manifiesta que Ruiz de Alarcón ha estado de pretendiente por doce años en Madrid y su deseo de emplearse en alguna ocupación digna, como una plaza de asiento en alguna de las Audiencias de Indias. Dicha plaza, expone el documento, le fue negada debido a la deformidad física de sus jorobas: “...aunque por sus partes era merezedor de que se le propusiese á V. M. Para una plaza de asiento de las Audiencias menores, lo a dexado de hazer por el defeto Corporal que tiene el qual es grande para la autoridad que a menester representar en cosa semexante”.[3] Sin embargo, al año siguiente se le nombra relator en propiedad en el Real Consejo de Indias y en 1633 se le da el puesto de relator titular.[4] En cuanto al otro documento, el memorial de 1635, vuelve a insistir en solicitar una plaza de asiento en una de las Audiencias de las Indias. Su deseo de volver a la Nueva España nunca se logra y muere en 1639. El comediógrafo deja un testamento de sus bienes donde revela que tiene una hija.

La información provista por estos documentos es de vital importancia para situar a Ruiz de Alarcón en las coyunturas históricas y económicas del virreinato y para determinar su posición colonial en las formaciones sociales del centro imperial y de los territorios de ultramar. El poder de su hermano, el informe y el memorial, ponen de manifiesto la situación precaria de los descendientes de los españoles en Indias. La falta de reconocimiento y recompensa los ha llevado a pretender cargos administrativos que, al no obtenerse, los han sumido en la pobreza. Si se tiene en mente que en el virreinato la mayoría de los puestos del poder civil y eclesiástico estaban en manos de los peninsulares, estos documentos son testimonios de la condición marginada de una segunda y tercera generación novohispana. Los hijos de españoles nacidos en ultramar, como los hermanos Alarcón, carecen de privilegios y por lo tanto se ven obligados a dar muestras de su abolengo nobiliario, procurando así legitimar su absoluto derecho a cargos de autoridad en el virreinato. Sabiéndose en desventaja, ambos hermanos recurren a sus progenitores para comprobar su hidalguía y nobleza, como bien se resume en el memorial de Ruiz de Alarcón:

Es hijo ligitimo de Pedro Ruiz de Alarcón y doña Leonor de Mendoza que fueron mineros de las de Tasco y nieto de Hernando Hernandez de Caçalla y doña Maria de Mendoça hijosdalgo notorios y de los primeros pobladores de la Nueva España a donde ha mas de setenta años, que pasaron y fueron a las dichas minas de que a resultado tanto aumento a la Rreal Hacienda sin que asta agora ayan sido rremunerados ellos ni sus descendientes.[5]

Así, Ruiz de Alarcón, por haber nacido en Indias y haber venido de Indias, ponía en duda la identidad nobiliaria del sujeto colono y abría las puertas a la sospecha de su hidalguía y limpieza de sangre.

Para Ruiz de Alarcón, además de tener que exaltar la alcurnia de sus antepasados para autentificar su pertenencia estamental, el hallar la protección y el favor de los grandes significó el éxito y la integración en los círculos del poder. Por ejemplo, el dramaturgo dedica su tesis de licenciatura en derecho a fray Francisco García Guerra, quien en 1608 acababa de ser nombrado arzobispo de México y a quien Ruiz de Alarcón acompañó en su travesía de regreso a la Nueva España. En 1611 García Guerra sería nombrado virrey. En su comedia primeriza, El semejante a sí mismoRuiz de Alarcón rinde tributo a la figura del virrey don Luis de Velasco (hijo). En España dedica sus comedias nada menos que al yerno del Conde Duque de Olivares, don Ramiro Felipe de Guzmán, luego Duque de Medina de las Torres, nombrado Presidente del Consejo de Indias en 1626 y Gran Canciller de Indias (a partir de 1627) y cuya retahíla de apellidos y títulos incluye en los prólogos de sus comedias. No sólo Ruiz de Alarcón se desvive por rodearse de grandes en la sociedad novohispana y en España sino que se aferra a su alcurnia y títulos: ya en 1607 en Sevilla empieza a firmar usando el “licenciado”; en 1613, a partir de su regreso a España, saca al aire todos sus títulos y apellidos.

Ese afán de “endonarse”, esa urgencia de vanagloriarse, evidente tanto en su vida personal como en la actuación de sus protagonistas, conducen a la burla y finalmente resultan en un ataque perverso por parte de sus contemporáneos madrileños en el campo de las letras. Tal es el caso del siguiente pasaje atribuido a Francisco de Quevedo (1580-1645):

Los apellidos de don Juan crecen como hongos: ayer se llamaba Juan Ruiz; añadiósele el Alarcón, y hoy ajusta el Mendoza, que otros leen Mendacio. ¡Así creciese de cuerpo! que es mucha carga para tan pequeña bestezuela! Yo aseguro que tiene las corcovas llenas de apellidos. Y adviértase que la D no es de don, sino su medio retrato.[6]

Por más que trate Ruiz de Alarcón de presumir nobleza, de jactarse de grandeza, de pretender medro, de querer ser y verse como uno más del cuerpo noble cortesano en la metrópoli imperial, para los españoles nunca llegará a estar muy calificado. Por más que insista en mostrar su españolidad, siempre habrá sospecha. Más claro no puede ser: sí hay una diferencia entre el español peninsular y el de Indias; la distancia aumenta con los hijos de los indianos. Ya para Ruiz de Alarcón y su generación, la patria como lugar de origen marca la diferencia. El hecho de ser “criollo” de Nueva España ya implica la posición relativa y marginal del sujeto colonial. Ese origen criollo sostiene una identidad que para el sujeto colonial de las primeras décadas de 1600 germina como una subjetividad en proceso de realizarse, de constituirse.[7] En Ruiz de Alarcón se cruzan la cultura letrada y el carácter criollo cuya combinación caracterizará a los intelectuales criollos de finales del siglo xvii. Su manejo de la retórica barroca les posibilitará el acceso al sistema político virreinal. Esa toma de identidad se manifestará enteramente en las últimas décadas del siglo en las figuras de sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700).[8]

En el caso de Ruiz de Alarcón, aunque sus esfuerzos fueron múltiples, no llega a obtener su gran sueño de una plaza de asiento en Indias.[9] Si esperaba que la Corona lo recompensara por sus estudios y por el manejo de discursos y prácticas en el aparato burocrático imperial, ese poder no lo beneficiaría con la concesión de un puesto en Indias, ni haría posible su exitoso regreso a la colonia. A pesar de su asimilación, Ruiz de Alarcón se quedaría exiliado en la metrópoli: un exilio económico en capacidad de pretendiente pobre y de hidalgo de baja nobleza, un exilio inevitable porque sus jorobas lo eximen de un puesto político en Indias, y un exilio socio-político por su condición de ser de una segunda generación; es decir, por no ser español ni criollo queda relegado a una posición de subordinación y subalternidad con relación el sujeto imperial.

mostrar Ruiz de Alarcón: “conejillo de Indias”

Un recorrido por un corpus breve de comentarios literarios sobre la persona y el quehacer teatral de Ruiz de Alarcón, proveniente de contemporáneos suyos, sirve para conocer la posición marginada del dramaturgo no tan sólo como poeta y jorobado sino como indiano. Cualquier persona de apariencia y procedencia tan singulares como lo fue Ruiz de Alarcón con sus jorobas, no podía pasar desapercibida por varios factores claves: su notable deformación física, sus pretensiones de nobleza y medro y su origen indiano. En un ambiente competitivo, cruel y discriminatorio como la corte madrileña en las primeras décadas de 1600, Ruiz de Alarcón se convierte en un “conejillo de Indias” al que se toma como blanco de burla y de risa.[10] Si bien los más conocidos ataques y vituperios contra Ruiz de Alarcón son de 1623, cuando circulan unos poemas satíricos contra él, ya desde 1617 en adelante se puede trazar un mapa de su situación y posición precarias en el espacio cortesano madrileño y en la república de las letras.

Cristóbal Suárez de Figueroa (1571?-1644?) en El pasajero (1617) expresa abiertamente su disgusto y menosprecio hacia los físicamente incapacitados que procuran insertarse en el aparato del poder. La pulla mal intencionada se lanza sin reservas contra Ruiz de Alarcón:

[I]mporta excluir de públicos oficios sujetos menores de marca, hombrecillos pequeños [...] si el chico, aunque bien formado y capaz, debe hallar repulsa en lo que desea, si ha de presentar autoridad con su persona, mucho mayor es justo la halle el jimio en figura de hombre, el corcovado imprudente, el contrahecho ridículo que, dejado de la mano de Dios, pretendiere alguna plaza o puesto político.[11]

En 1620, Lope de Vega, en la dedicatoria de su comedia Los españoles en Flandes, también alude a Ruiz de Alarcón llamándolo “poeta rana” y pone de relieve su mal aliento. De este modo se mofa de su deformación física y de sus pretensiones de poeta.[12] Con malicia, Lope de Vega transfiere esa condición maloliente a su voz poética que en el acto de la escritura corrompe con su hediondez el aire del ambiente literario cortesano. Así, el mal aliento emana del cuerpo de la escritura y no de la endeble figura de Ruiz de Alarcón.

En esos años también aparece una seguidilla anónima titulada “A Don Juan Ruiz de Alarcón, corcovado”.[13] El poema comienza atribuyéndole al dramaturgo el apellido de Corcova, burlándose así de sus pretensiones de nobleza. La estrategia del poeta para degradar a Ruiz de Alarcón es hacer hablar a don Juan Corcova como si fuera el dramaturgo mismo. La humillación llega a su límite al hacerle admitir que no sabe escribir comedias y al forzarlo a reconocer públicamente que Lope de Vega es la máxima autoridad en el teatro madrileño: “Señor Lope de Vega, / Yo le prometo / De no hacer comedias / Ni hablar en verso. / ¡Jesús! ¿qué tengo? / ¿Qué de los poetas? / Es el maestro [...] Venga Lope de Vega / Déme su ingenio”. Esa voz ventrílocua que personifica al dramaturgo no sólo lo hace admitir su inferioridad literaria sino, además, lo hace describirse a sí mismo vulgar y despectivamente: “[...] Tabla de dos caras, / Es mi persona: / Por delante nalgas / Por detras potra [...] Porque soy disparates, / Si bien se mira [...] Que es mi cara de buho, / De rana el cuerpo ...”. Una vez convertido en “conejillo de Indias” del círculo literario, Ruiz de Alarcón es arrinconado en un callejón sin salida y por siempre estará expuesto al vituperio. Estos intelectuales no titubean en hacerle la vida imposible y llegarán al extremo de sabotear todo lo que provenga de su pluma.

En 1623, durante el montaje de su obra El Anticristo, ocurrieron varios incidentes. El primero fue la colocación de una redoma de olor pestilente e “infernal” durante la función teatral según lo describió el poeta Luis de Góngora y Argote (1561-1627) en una carta; el otro suceso aconteció cuando el actor que hacía de ángel se negó a volar y lo tuvo que sustituir una de las actrices. Aprovechándose de la ocasión para convertir a Ruiz de Alarcón en el hazmerreír de todos, Góngora también inmortalizó el fracaso teatral en un soneto.[14] Para agravar la situación, Lope de Vega fue encarcelado porque se le acusó de poner la redoma. No hay duda de que estas maniobras se proponían arruinar la carrera teatral de Ruiz de Alarcón; además, constituían un asedio contra el dramaturgo en su intento por sobresalir en los corrales valiéndose de tramoyas y del espectáculo aparatoso.

Si las rencillas y rivalidades entre estos ingenios peninsulares eran mordaces y sangrientas, para con Ruiz de Alarcón los ataques llegaron una vez más al extremo con la publicación de un poema celebratorio en 1623. Dicho evento lo marca de por vida y deja para las futuras generaciones el más vivo retrato del dramaturgo; asimismo, revela el ambiente social intolerante y arbitrario donde vivió y trabajó Ruiz de Alarcón. En 1623, cuando se le encargó a Ruiz de Alarcón componer un elogio descriptivo para los festejos de la visita del Príncipe de Gales, Carlos Estuardo, quien venía a Madrid a concertar sus bodas con María de Austria, Infanta de Castilla, éste distribuyó el poema de 73 octavas reales a doce ingenios, entre éstos los dramaturgos Antonio Mira de Amescua (1574-1644), Luis de Belmonte y Bermúdez (1587?-1650), Luis Vélez de Guevara (1579-1644) y otras figuras menores. El poema, escrito al estilo culto gongorino, apareció bajo el nombre del licenciado don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza sin dar crédito a los colaboradores, acto que seguramente desató aún mayor antipatía hacia él, sin dejar de lado la envidia y los celos por haber sido el elegido para componer un poema celebrando tan majestuoso evento público y ceremonial. En consecuencia, al asunto del poema le siguieron dos incidentes literarios de gran significación para comprender a cabalidad la difícil posición de Ruiz de Alarcón en Madrid. Uno es un texto anónimo, “Comento contra setenta y tres stancias que don Juan de Alarcón ha escrito a las fiestas de los conciertos hechos con el Príncipe de Gales y la señora Infanta María”, y el otro una composición, “Décimas satíricas á un poeta concorvado, que se valió de trabajos ajenos”, que resalta su deformación física pero que, por sobre todo, ridiculiza el lenguaje retórico, rimbombante y presuntuoso de la pieza poética con el propósito de desacreditar de una vez y por todas su talento y habilidad poética.[15] La exégesis fue venenosa y atroz por parte del crítico anónimo del “Comento”: “... su elogio es una mezcla de metáforas y de nombres forasteros, usando de ellos tan mal, que como dice el mismo Aristóteles, quien hiciese esto, pretende que su estilo sea ridículo?; parecen antes nombres de diablos en conjuros; vino a formar un monstruo” (Obras completas , Millares Carlos [ed.], vol. 3, pp. 407-408).

Aquí el retrato del dramaturgo llega a la más extrema anomalía: el monstruoso poema refleja el igualmente monstruoso cuerpo del poeta. La última piedra se tira al final: se le acusa de que el poema no era suyo, y se ofrece una lista de quienes lo compusieron con el número de versos que cada uno contribuyó. Se cierra el “Comento” con la revelación de que todo fue una burla contra su persona, “...porque él llegaba a pedirles estancias en el stilo de don Luis; y que ellos, burlándose, hicieron las que se han visto, sin pasarles por la imaginación escribir de veras” (Obras completas, Millares Carlo [ed.], vol. 3, p. 418).

Esta supuesta broma humilló públicamente a Ruiz de Alarcón al cuestionar su autoridad y presentarlo como impostor. Su escritura es vista como una falsa réplica: el autor pretende ser poeta cuando no tiene talento alguno para ello. Vale cuestionar entonces: ¿Hasta qué punto dichas afirmaciones registran una escritura diferencial? ¿Hasta qué punto, al recurrir Ruiz de Alarcón a otros poetas, da señas de la incomodidad suya en la imitación del estilo gongorino, y revela cierta inseguridad autorial en el tener que buscar favor de otros? ¿Hasta qué punto esa incapacidad de ejecutar el dominio de la retórica culterana inscribe una condición colonial en cuanto al manejo y operación de los discursos literarios imperiales? ¿Hasta qué punto su cuidado de apropiarse conscientemente del discurso dominante explica en parte el porqué de la ausencia de Indias en su obra? Y de mayor importancia, ¿puede el sujeto colonial escapar de la noción que se tiene de su escritura desde la metrópoli como imitación, falsificación e impostura? Hay que ir más allá: Ruiz de Alarcón no es un gran poeta, pero la crítica continuamente ha hecho hincapié en el esmero con que éste corregía sus obras y ha señalado el purismo y clasicismo de su lenguaje. Por tanto, tiene sentido ubicar su escritura en la red discursiva y en las relaciones del poder entre imperio y colonias. Ruiz de Alarcón se esmera por reproducir la retórica y los modelos literarios dominantes para ser reconocido como miembro legítimo del círculo literario imperial. Lamentablemente, el dramaturgo fracasa con este elogio poético como también sucede con el montaje espectacular de sus comedias épicas como El Anticristo (fracaso también evidente en obras con vuelos épicos como La manganilla de Melilla [1634] y El dueño de las estrellas [1634]).

El otro incidente que suscitó el elogio fue la publicación de trece décimas satíricas (“Décimas satíricas á un poeta corcovado ...”) en contra suya por parte de autores tan famosos como Góngora, Lope de Vega y Quevedo entre otros. Estas décimas desatan una letanía de todos los posibles insultos habidos y por haber contra Ruiz de Alarcón. Otra vez se le acusa de falta de talento y se le insulta sin compasión por su condición física. Las pullas y burlas se disponen a pisotear al dramaturgo; tales vituperios materializan la extrema antipatía y el inmenso desprecio hacia él. Los versos eran cortantes y aplastantes. Vale la pena citar algunos; de Góngora: “De las ya fiestas reales / Sastre, y no poeta seas [...] De ajenas plumas te vales: / Corneja desmentirás / La que delante y atrás, / Gémina concha, tuviste. / Galápago siempre fuiste / Y galápago serás” (Comedias escogidas, Hartzenbusch [ed.], pp. xxxiii-xxxiv); de Lope de Vega: “Porque a mí todo me agrada, / Si no es DON JUAN DE ALARCÓN ” (p. xxx); de Antonio de Mendoza (1586-1644): “Parió la monaza vieja / Monstruos de octavas confusas ...” (p. xxx); de Juan Pérez de Montalbán (1602-1638): “Un hombre que de embrión / Parece que no ha salido” (p. xxx); de Tirso de Molina: “Don Cohombre de Alarcón, / Un poeta entre dos platos [...] / Porque es todo tan mal dicho / Como el poeta mal hecho” (p. xxx); de Alonso de Castillo Solórzano (1584-1648): “Es parecido retrato / de su talle y perfección” (p. xxx). Una vez ubicadas en la red de discursos imperiales y coloniales, esas burlas mal intencionadas y despiadadas de apodos deshonrosos, esa mofa denigrante, esa continua descalificación del poeta en el campo de las letras, revela una actitud de superioridad del sujeto imperial que coloca en una posición subordinada al dramaturgo. Prueba de ello es una letrilla satírica contra Ruiz de Alarcón atribuida a Quevedo, donde se le bautiza con el sobrenombre de “Corcovilla” (véase, Comedias escogidas, Hartzenbusch [ed.], pp. xxxi-xxxii).

Esta sátira reitera y resume el maltrato y menosprecio que sufrió Ruiz de Alarcón por su diferencia corporal y sus pretensiones de nobleza, de letrado burocrático y de literato:

¿Quién es poeta juanetes? [...] / ¿Quién tiene cara de endecha / Y presume de Aleluya? [...] / ¿Quién es Don Tal Tolondrones / De paréntesis formado, / Un hombre en quien se ha juntado / samblea de burujones? [...] / ¿Quién nació contra corito, / con arzones como silla? [...] ¿Quién tiene espaldas con moño / De jibas, y, bien mirado, / Tiene el pecho levantado / Como falso testimonio? / ¿Quién para el primer demonio / Es Coco, con su carilla? [...] / ¿Quién, si dos dedos creciera / Pudiera llegar a rana? [...] / ¿Quién anda con dos pebetes / y huele contra pastilla? ... (pp. xxxi-xxxii).

En cuanto a su quehacer teatral los vituperios son devastadores:

¿Quién es en este lugar / corcovado de guardar / Con su letra colorada? / ¿Quién tiene toda almagrada / como ovejita la villa? [...] / ¿Quién ensucia toda calle / de persona o rotulado?/ ¿Quién es un mono pelado, / Burujones en gavilla? (p. xxxii).

La mordacidad y el sarcasmo con que estos intelectuales describen a Ruiz de Alarcón ponen sobre el tapete la guerra literaria, alimentada por la envidia, en la cual se procuraba desacreditar, descalificar, desautorizar, deshonrar y difamar al dramaturgo. Si esa guerra era feroz entre los peninsulares, ¿cómo no habría de serlo entonces con un criollo indiano, con un sujeto colonial asimilado y deforme corporalmente que se creía tan español como ellos?

La anterior letrilla satírica da en el clavo en lo que concierne explícitamente a la condición de indiano de Ruiz de Alarcón. Lo indecible se materializa verbalizando en la superficie textual la diferencia colonial alarconiana que se suma a la de su condición de pobreza, de baja nobleza y de pretendiente cortesano: “¿Quién para Indias cargó / Espaldas, no mercancías, / Y de allá trujo almofías / Que por jubón se vistió? / ¿Qué cangrejo navegó / Para volverse ranilla? [...] / ¿Quién anda engañando bobas, / Siendo rico de la mar?” (p. xxxii). Un desmontaje crítico de estos versos rescata cómo se le concebía a Ruiz de Alarcón dentro del imaginario social y cultural de la Península. Si la imagen dominante que se tenía de Indias era su asociación con riquezas, Indias, en la figura de Ruiz de Alarcón, no representa productividad económica pues en sus espaldas no carga mercancía alguna. La burla queda materializada en la imagen de la almofía, especie de palangana, que le sirve de jubón, y que ni es de plata, ni trae oro. La sátira se propone demoler a Ruiz de Alarcón en dos niveles: uno cristaliza la ridiculez de su indumentaria desdoblada en su desfiguración corporal, y el otro desmiente su jactancia de ser indiano adinerado para engañar a las bobas. En tales términos el dramaturgo queda desvalorizado por ser pobre, por pretender y por venir de Indias. El desprestigio se funda en su apariencia grotesca y en la acusación de ser mentiroso y embaucador. Esa misma imagen, cabe señalar, se utilizó en la letrilla “Corcovilla”: “[Quién] Tiene el pecho levantado / Como falso testimonio?” (p. xxxii).

Es un hecho histórico que en el discurso hegemónico los signos “indiano” e “Indias” equivalían a riqueza y así lo consigna Sebastián de Covarrubias y Horozco (1539-1613) en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611): “[...] el que ha ido a las Indias, que de ordinarios estos buelven ricos”.[16] Puesto que la definición de Covarrubias se aplica sólo a una primera generación que regresa adinerada a la Península (su lugar de origen), se debe cuestionar si quienes se quedan en Indias y son hijos de los peninsulares que nunca han pisado el suelo ibérico son adinerados o mentirosos. Así, en el imaginario colectivo el indiano aparece como mentiroso y falsificador, un impostor que pretende pasar por lo que no es, que pretende no sólo riqueza sino nobleza. Convertido en estereotipo, al indiano sólo puede concebírsele como mentiroso, y ésta es la imagen dominante en la literatura de la época.[17] Ruiz de Alarcón, por ende, no puede escapar de las construcciones discursivas y retóricas hegemónicas que están en continua circulación y negociación en la metrópoli. Tampoco se puede descartar la imagen monstruosa que evoca su cuerpo contrahecho, un cuerpo que da rienda suelta a la imaginación para fabricar la Otredad indiana en toda su diferencia.

En la materialización textual de esa diferencia indiana, según la registra el cuerpo contrahecho y monstruoso de Ruiz de Alarcón, también se cristaliza en estos textos una imagen de la figura del dramaturgo estructurada por la oscilación y el vaivén. En una especie de juego entre un allá y un acá, un ser y no ser, estos textos configuran un retrato de Ruiz de Alarcón como un cuerpo bipartito definido por la bimembración. Éste da corporalidad a un ser desemejante y contradictorio, contrapuesto y contrahecho: “Tabla de dos caras / Es mi persona; / Por delante nalgas, / Por detras potra [...] / Lo de atrás adelante, / la panza al cuello ...” (Comedias escogidas, Hartzenbusch [ed.], p. xxxiv); “La que adelante y atrás, / Gemina concha, tuviste ...”; “Un poeta entre dos platos ...” (p. xxxiii). Es como si su cuerpo mismo consistiera a priori de una división bipartita, reflejada en cierto ir y venir. Esa condición de oscilación y vaivén cobra su mayor expresión en un trozo poético publicado en las Poesías varias recogidas por Josef Alfay en 1654 y atribuido al regidor Juan Fernández: “Tanto de corcova atrás / y adelante, Alarcón, tienes, / que saber es por demás / de dónde de corco-vienes / o a dónde te corcovas” (La verdad sospechosa, Reyes [ed.], p. xii). Ese “dónde” sugiere la imposibilidad de poder determinar de dónde viene y hacia dónde va el ente histórico a causa de la deformidad del cuerpo. Aquí se puede deducir la ansiedad del sujeto imperial por tratar de sujetar al colonial; tarea que se les hace inejecutable por el movimiento del cuerpo entre un acá y un allá. Ruiz de Alarcón se les escurre, se les desplaza, se les desliza, se les desvía impidiendo todo intento de fijación y sujeción.

Esos vaivenes de un cuerpo entre dos corcovas también invitan a leer a un Ruiz de Alarcón que lleva a cuestas una identidad embriónica criolla, por haber nacido en México. En consecuencia, entre el suelo indiano y el peninsular, entre polos fragmentados y divididos, en espacios liminales e intersticiales, el “corco-vienes” y el “corco-vas” se puede sustituir y convertir en “Indias-vienes” e “Indiasvas”, marcando así toda la diferencia e hibridez del sujeto colonial. En este sentido, por su naturaleza de viajero y forastero, Ruiz de Alarcón no puede dejar de ser extravagante para el sujeto imperial; esa capacidad de movilidad geo-espacial que proyecta una fluidez de identidades también se registra en la seguidilla (citada más arriba) donde se describe su joroba como “alforjas de bordonero”. Con la definición que presenta Covarrubias de bordonero –“El que dissimulado con el ábito de peregrino y el bordón anda vagando por el mundo por no trabajar [...] estos son perjudiciales a las repúblicas ...” (Covarrubias, 1984, p. 229)– se apunta una vez más a la sospecha que se tiene del dramaturgo por venir de Indias. Su origen y su cuerpo, a los que se suman su identidad híbrida y dual, marcarán a Ruiz de Alarcón como extraño y extranjero, como otredad monstruosa, como diferencia indiana extravagante y excéntrica, como intruso e impostor experto en el arte del disimulo.[18]

Una vez que se considera la condición colonial de Ruiz de Alarcón, no es posible ver el lugar de nacimiento como mero accidente. Ruiz de Alarcón se movía en unas relaciones de poder específicas que dejaron en su corpus dramático un registro mínimo, cuidadosamente silenciado, de una realidad colonial que conoció bien. Por haber nacido en ultramar y haber vivido en Nueva España hasta la edad adulta, se debe ubicar al dramaturgo en las redes discursivas entre imperio y colonia. Indias, Nueva España, México imprimieron de por siempre su huella en Ruiz de Alarcón: como conocemos su lugar de nacimiento, Ruiz de Alarcón no puede desligarse de la realidad colonial –de ahí su diferencia.

Su contemporáneo Fabio Franchi en su Essequie Poetiche, ouvero lamento delle musse italiene in morte dil signor Lope de Vega en 1635 captó cabalmente esa diferencia al expresar, “Rogamos á vuestra majestad (á Apolo) mande á media docena de sus luminares que busquen cuidadosamente à Don Juan de Alarcón, y le encarguen que no se olvide del Parnaso por la América, ni la ambrosía por el chocolate ...” (véase Comedias escogidas, Hartzenbusch [ed.], p. xxxvii). Tal aseveración expone a cabalidad la inferioridad del espacio indiano con relación al europeo. La ambrosía, el manjar de los dioses, se superpone al chocolate, producto mexicano. Esta comparación moviliza toda una gama de estereotipos etnocéntricos y eurocéntricos perpetuados en los discursos hegemónicos de la civilización occidental. Si bien Ruiz de Alarcón siempre será visto como extranjero, su integración a una España peninsular y a una civilización europea se funda en su asimilación a la cultura dominante, su imitación de los modelos culturales y literarios de moda y su sumisión al poder imperial. Mientras Ruiz de Alarcón pueda ocultar su subjetividad y condición coloniales será bienvenido, celebrado y canonizado en el parnaso de las letras occidentales.

La ironía es que las Indias siempre marcarán su vida. Hasta en el epitafio, las Indias se asoman por última vez –“Murió DON JUAN DE ALARCÓN, poeta famoso así por sus comedias como por sus corcovas, y relator del consejo de Indias” (Comedias escogidas, Hartzenbusch [ed.], p. xxx)– y otra vez, como en ocasiones anteriores, las Indias parecen flotar sin arraigo alguno. La plaza de “Relator de Indias” en este epitafio lo relaciona con América pero de una manera indirecta. Aunque la geografía aflora en el nombramiento de su plaza, sin imponer el lugar de nacimiento, ni la formación social del dramaturgo, el signo “Indias” lo relaciona metonímicamente con su origen y condición excéntrica. Ese distanciamiento y aparente disociación de Indias, para quienes insisten en leer el teatro de Ruiz de Alarcón en su contextualidad imperial y eurocéntrica, no tienen por qué ser cuestionados. Primero, la interpretación crítica dominante sobre su obra se funda en una perspectiva que impone la visión canónica sobre la lectura descolonizadora. Segundo, en el momento histórico en el que aparentemente coincide la supuesta semejanza entre la identidad peninsular y la de una segunda generación indiana, semejanza resultante del alto grado de asimilación en el caso de Ruiz de Alarcón, no se ve la necesidad de investigar el forjamiento de una identidad colonial, ni de determinar la posición y el anclaje de un sujeto híbrido en las redes discursivas entre imperio y colonia.

Si se parte de la existencia de una articulación y construcción de una identidad colonial novohispana de una segunda generación criolla, a la cual pertenece Ruiz de Alarcón, “Indias” no es una sinécdoque fugaz inscrita en “Relator de Indias”. En este epitafio “las Indias” parecen ser una simple añadidura, según lo determina la conjunción “Y”, pero éstas se imponen como suplemento. Desde el margen, ese suplemento interviene para llenar el vacío que implica ser “natural de Indias”, tener una identidad indiana, ser sujeto colonial. En consecuencia, como suplemento, el discurso colonial alarconiano, articulado como una ausencia presente, en el mismo instante en que se nombra, pasa a ser una presencia ausente. En el juego de las ausencias y presencias, de las similitudes y desemejanzas, el sujeto híbrido colonial, que es Ruiz de Alarcón, opera y se manifiesta discursivamente como suplemento a medida que articula una identidad cuyo eje se ancla en relación al sujeto imperial. Esta articulación sólo puede darse en este momento histórico como un proceso de asimilación, un primer paso para la construcción de una identidad criolla.

Así, ese epitafio emblematiza todo lo que fue Ruiz de Alarcón. Muy en particular, registra un total cruce de identidades: dramaturgo, jorobado, letrado e indiano (por vinculación de nacimiento y formación social). Por sobre todo, eterniza con el “don” esas pretensiones nobiliarias tan satirizadas por sus contemporáneos. Ruiz de Alarcón pasa a la historia con el reconocimiento póstumo de su quehacer literario pero esa fama no se puede desligar de la fama de sus jorobas, dándose así la unión simbiótica de su corpus dramático con su cuerpo contrahecho. El epitafio, con la mención de su plaza de relator, abre un espacio para su condición colonial; este espacio inscribe sus pretensiones de letrado en el Consejo de Indias que por su deformidad le cerró las puertas. Sin embargo, le sirvió de cordón umbilical ya que, en 1635, cuatro años antes de su muerte, intentó partir definitivamente hacia su México natal.

mostrar Oscilación alarconiana: entre el canon literario peninsular y el mexicano

La obra dramática de Ruiz de Alarcón es mínima en comparación con la de otros dramaturgos españoles, como Lope de Vega y Tirso de Molina. Cuenta sólo con una veintena de comedias, publicadas en dos partes en 1628 y 1634, y otras tantas sueltas entre las cuales algunas presentan problemas de autoría. La parte primera (1628) incluye: Los favores del mundo, La industria y la suerte, Las paredes oyen, El semejante a sí mismo, La cueva de Salamanca, Mudarse por mejorarse, Todo es ventura, El desdichado en fingir y Los empeños de un engaño. La parte segunda (1634) contiene: El dueño de las estrellas, La amistad castigada, La manganilla de Melilla, Ganar amigos, La verdad sospechosa, El Anticristo, El tejedor de Segovia, Los pechos privilegiados, La prueba de las promesas, La crueldad por el honor y El examen de maridos. De las comedias sueltas atribuidas a Alarcón, las más conocidas son: No hay mal que por bien no venga (Don Domingo de don Blas), Quien mal anda mal acaba, Siempre ayuda la verdad y La culpa busca la pena y el agravio la venganza. Ruiz de Alarcón también escribió una obra en colaboración: Algunas hazañas de las muchas de Don García Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete (1622).

No fue hasta mediados del siglo xix que Ruiz de Alarcón pasó a ser uno de los grandes dramaturgos del teatro barroco español. En 1852 Juan E. Hartzenbusch en la Biblioteca de Autores Españoles publicó un volumen de sus obras completas con un estudio preliminar, “Caracteres distintivos de las obras dramáticas de don Juan Ruiz de Alarcón”, que desde entonces ha establecido las pautas para interpretar las comedias del autor mexicano (véase Comedias escogidas, Hartzenbusch [ed.], pp. xiii-xvi). El crítico rescata al dramaturgo del olvido, y, a la vez, impone una interpretación de su teatro como un “tratado de filosofía práctica” (Comedias escogidas, Hartzenbusch [ed.], p. xv). Para Hartzenbusch, el teatro alarconiano constituye un modelo ejemplar de conducta con un sistema doctrinal ético-moral que lo diferencia de sus contemporáneos. Así, sus personajes y desenlaces ejemplares –usando como modelo La verdad sospechosa y Las paredes oyen– son concebidos, interpretados y explicados principalmente como modelos de virtud y moralidad. Hartzenbusch lo declara precursor de la comedia de costumbres francesa y creador de la “comedia de carácter” (Comedias escogidas, p. xv). El motivo primordial que lo llevó a hacer esta asociación fue la traducción y adaptación que Pierre Corneille (1606-1684) hiciera de La verdad sospechosa en 1644 con Le menteur. Irónicamente, Corneille tradujo la obra de Ruiz de Alarcón creyendo que ésta había sido escrita por Lope de Vega. Sin embargo, dicha vinculación justifica que a Ruiz de Alarcón se le considere como el creador de la comedia moderna y que España lo incluya en su canon literario y lo reconozca como figura significativa del patrimonio nacional y cultural.

Una vez publicadas las obras completas, no aparece un intento biográfico hasta 1871, D. Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza de D. Luis Fernández-Guerra y Orbe. Para llenar el gran vacío existente sobre la vida del dramaturgo, el biógrafo mezcla datos empíricos con suposiciones y conjeturas más cercanas a la ficción que a la historia. Su análisis basado en la tesis didáctico-moralista de Hartzenbusch, afirma el predominio de la interpretación de este último y confirma la canonización literaria del dramaturgo en las letras españolas. La apropiación de Ruiz de Alarcón llegó a su máxima expresión en 1893, cuando Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912) en su “Introducción” a la Antología de poetas hispanoamericanos excluye al dramaturgo con la siguiente explicación:

Ruiz de Alarcón ha de ser tenido por un americano españolizado, que sólo por su nacimiento y su grado de licenciado puede figurar en los anales de Méjico. Toda su actividad literaria se desarrolló en la Península: son rarísimas en él las alusiones o reminiscencias a su país natal.[19]

El crítico prescinde de Ruiz de Alarcón por la ausencia total del color americano en sus comedias; alega que sería imposible adivinar su patria por medio de éstas. Menéndez y Pelayo exalta la grandeza y perfección de la obra alarconiana para hacer hincapié en cómo su teatro se sale del exiguo marco de la poesía colonial. Así, el crítico español cierra las puertas a cualquier intento de lectura que pudiera ubicar al dramaturgo y su obra dentro de un contexto colonial.

No fue hasta 1913 cuando los intelectuales americanos lanzaron un contraataque para reivindicar la figura literaria de Ruiz de Alarcón y su obra teatral. En ese año Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) presentó una tesis provocadora y debatible donde arguye un mexicanismo innegable e innato en su teatro: “Don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza, el singular y exquisito dramaturgo, pertenece, de pleno derecho, a la literatura de Méjico y representa de modo cabal el espíritu del pueblo mexicano.”[20] Debe entenderse que la tesis de Henríquez Ureña participa en una reformulación ideológica del discurso cultural nacionalista latinoamericano en las primeras décadas del siglo xx y en un momento histórico de definición de una identidad mexicana a raíz de la Revolución de 1910. A Henríquez Ureña se unirán otros mexicanos, entre ellos Alfonso Reyes (1889-1959). De hecho, Reyes, en una edición en 1918 de La verdad sospechosa y Las paredes oyen, contribuirá con un prólogo que sitúa a Ruiz de Alarcón en su contexto social y literario de manera clara y resumida; en éste ataca a Menéndez y Pelayo y le reprocha que para él América siempre fue una cosa externa. Al final del prólogo, Reyes reconoce el riesgo de la tesis de Henríquez Ureña; como no lo explica todo, deberá ser recibida con reservas. Ruiz de Alarcón volverá a ocupar un lugar privilegiado en las letras mexicanas en 1939, en el tricentenario de su muerte. Dicho aniversario produjo un renacimiento alarconiano en el que se conmemoró la figura del dramaturgo como símbolo de orgullo nacional y “mexicano” universal. En este momento apoteósico, se publican dos estudios críticos de gran importancia para celebrar y dar a conocer su obra: Juan Ruiz de Alarcón y su tiempo (1939) de Julio Jiménez Rueda y Juan Ruiz de Alarcón, su vida y su obra (1943) de Antonio Castro Leal.

No por esto los españoles se olvidan del dramaturgo. El distinguido crítico Joaquín Casalduero en sus ensayos “Sobre la nacionalidad del escritor” (1956) y “El gracioso de El Anticristo”, (1954) se precipita a defender con vehemencia la inclusión de Ruiz de Alarcón en el canon español: “Sólo incluido dentro de la comedia española del Barroco se comprende el teatro de Alarcón, en el cual es imposible discernir ni el lugar de su nacimiento ni su origen conquense”.[21] Para él tiene poco sentido llamar al dramaturgo mexicano y recalca que su teatro sólo puede entenderse dentro del modelo de la Comedia Nueva (1972, p. 147). Con esta interpretación, Casalduero pasa a estudiar la producción dramática alarconiana en un mundo estético y ahistórico donde la vida del escritor queda fuera. Desde una perspectiva similar, en un artículo de 1964 donde comenta la supuesta mexicanidad del dramaturgo, Antonio Alatorre desmantela la tesis de Henríquez Ureña para concluir que el mexicanismo de Ruiz de Alarcón no debió plantearse nunca y que la biografía del escritor es un mero accidente.

Cabe señalar que el planteamiento de dicha tesis por Henríquez Ureña fue de vital importancia en un momento en que se llevó a cabo un proyecto ideológico de redefinición nacional mexicana, de reevaluación cultural, de construcción de un canon literario y de reconstitución de una identidad latinoamericana. De hecho, dicha práctica demuestra cómo el canon literario surge de determinadas posturas ideológicas y políticas de acuerdo con los valores e intereses de los intelectuales y según coyunturas socio-históricas dadas. El error de Henríquez Ureña fue imponer una interpretación anacrónica al comentar sobre el espíritu nacional mexicano evidente, según él, en los dramas de Alarcón. Lo más arriesgado fue ligar la identidad mexicana a determinadas características innatas –sobriedad, mesura, discreción, cortesía–, para aplicarlas al corpus dramático alarconiano. Aunque el crítico sí falló con esta lectura controversial, no se equivocó al determinar en 1936 que al dramaturgo había que estudiarlo en su contexto novohispano:

Y Alarcón llevó al teatro español caracteres singulares que en parte dependen de su origen criollo. Cuatro elementos componen su mundo: uno su personalidad, su don creador; otro, su desgracia personal, sus córcovas; otro, el pertenecer al mundo hispánico, a la cultura hispánica y el teatro recién constituído; último su condición de mejicano, hijo del país colonial, donde la vida es en mucho diferente de la metropolitana de Madrid.[22]

Desde la década de los años ochenta la crítica ha optado por ubicar al dramaturgo y su obra dentro de la realidad colonial novohispana donde se formó hasta los veinte años. En los últimos años los trabajos de Jaime Concha, Willard F. King y los míos han procurado hacer una lectura crítica en la que Alarcón no puede desligarse del aparato virreinal, ni de sus condiciones de hidalgo pobre, jorobado, letrado, segundón, o ignorarse su afán de medro. El problema es descifrar la condición colonial del dramaturgo cuando apenas se tiene información documental de su vida, y en sus obras las Indias quedan relegadas a menciones esporádicas. Entre las observaciones hechas por los estudiosos del teatro alarconiano encaminadas a revisar la interpretación tradicional, sobresalen las propuestas de José Juan Arrom y Jaime Concha. Basándose en el modo en que Ruiz de Alarcón mira las cosas, ambos críticos han abierto las puertas a una posible vía de investigación donde su condición colonial incide en su praxis dramática. Cuando ellos detectan en las comedias del dramaturgo cierta visión de mundo de forastero, de alguien que mira desde afuera, contribuyen a la formulación de una interpretación crítica que podría servir de base para definir su condición como sujeto localizado en determinadas redes discursivas entre imperio y colonia y desde las cuales mira al mundo peninsular. Cada uno contribuye con las siguientes reflexiones. Arrom comenta:

Y en sus obras mira al mundo de la única manera que podía hacerlo: como un criollo en la corte de Felipe iii. Lo que resulta la ‘extrañeza’ de su teatro, en relación con el de sus contemporáneos españoles, en buena parte pudo haber sido efecto de su formación americana [...] El criollismo de Alarcón no hay que buscarlo en las cosas que mira, sino en la perspectiva con que las mira.[23]

Según Jaime Concha:

[...] la verdad de Ruiz de Alarcón no pertenece a un Méjico que aún no existía ni tampoco a una España en la que siempre se sintió forastero y en la que buscó tenazmente integrarse. Ella reside en su situación de hombre colonial que hacía gala de sus antecedentes genealógicos en Cuenca precisamente porque había nacido en suelo americano [...] [E]l teatro de Alarcón es el de un forastero que contempla a la distancia a una España castiza y cortesana que lo atrae y lo rechaza por mucho tiempo. Su mirada es la mirada de un hombre colonial ...[24]

Desde esta perspectiva también podría hacerse una aproximación crítica a la tan llamada “extrañeza” alarconiana. Esa “extrañeza” tiene su origen en un comentario de 1632 de Juan Pérez de Montalbán en Para todos: “D. Juan Ruiz de Alarcón las dispone con tal novedad, ingenio y extrañeza, que no hai Comedia suya que no tenga mucho que admirar, y nada que reprehender, que después de averse escrito tanto es gran muestra de su caudal fertilíssimo” (citado por Henríquez Ureña, “Don Juan Ruiz de Alarcón”, p. 9). Tal juicio ha sido reiterado una y otra vez, y aun malinterpretado por los críticos en sus esfuerzos por acomodarlo a específicas motivaciones ideológicas y modos de lectura que justifiquen la singularidad y excepcionalidad del dramaturgo.

Una vez colocada dicha rareza en su contextualidad, o sea, en el espacio discursivo colonial, se podrá entender la “extrañeza” alarconiana, y también se podrá dar un paso más allá para estudiar, comprender y explicar los rasgos particulares de la estructura e ideología de su corpus dramático. De hecho, si se consulta el diccionario de Covarrubias, “extrañeza” tiene dos definiciones: “Algunas veces llamamos extraño lo que es singular y extraordinario, como extraño caso, extraña condición” (Covarrubias, 1984, pp. 568-569). Con la definición restante la “extrañeza” que Montalbán le atribuyó a Ruiz de Alarcón, puede leerse no sólo como singularidad literaria sino como expresión de su peculiar condición de jorobado, de colono, e incluso hasta de pretendiente: “Finalmente extraño es el que no es nuestro, y algunas veces se toma por el que no es de dentro de nuestra casa o de nuestra familia o de nuestro lugar, y otras por el forastero, el no conocido, el de otro reino” (Covarrubias, 1984, p. 569).

En esta definición puede incluirse al colono jorobado como otredad diferencial, un Ruiz de Alarcón extraño y extranjero, proveniente del virreinato, cuya escritura constata una disposición y estructuración ideológico-discursiva diferente. Ésta lo instala en un lugar de encrucijadas, dentro y fuera del centro imperial. ¿Acaso en el comentario de Montalbán no se da un desplazamiento metonímico de las condiciones inherentes en el ente histórico trasladadas a su producción dramática? En tales términos, desde una posición marginal como colono/criollo/ forastero, Ruiz de Alarcón elabora un nuevo género dramático, la “comedia de costumbres” o “de carácter”. Si bien articula un discurso barroco que lo integra al sistema del poder (y al canon español), por otro lado produce una dislocación genérica e ideológica al adaptar, alterar y reorganizar las situaciones dramáticas y la psicología y comportamiento social e individual de los protagonistas. Esa variante genérica se cristaliza, como se verá más adelante, en sus comedias urbanas madrileñas.

Tomando en cuenta esa “extrañeza” de Ruiz de Alarcón como una marca diferencial en sus obras dramáticas, una lectura alternativa podría localizar, reformular e interrogar su visión del mundo como sujeto mexicano y cómo éste elípticamente inscribe un discurso colonial en la medida que pone en escena la metrópolis, la nobleza y la realidad social imperial. Efectivamente, los críticos una y otra vez aluden a su disidencia crítica, sus límites discursivos, sus irregularidades estructurales, su ideología transgresiva y su potencial subversivo –como por ejemplo, en La verdad sospechosa–, pero fracasan al no ir más allá de constatar una nota de exceso y de excentricidad. Esta convierte a Ruiz de Alarcón y su dramaturgia en algo extravagante y extraordinario, cuya monstruosidad oscila entre los cánones literarios latinoamericanos, peninsulares y europeos.

mostrar Intentos cronológicos

Si la determinación del corpus dramático alarconiano como discurso colonial ha sido un proyecto teóricamente complicado, también lo es el establecimiento de una cronología de su teatro. A pesar del limitado número de comedias, los críticos no han logrado establecer un orden evolutivo del quehacer dramático alarconiano.

Una revisión de los estudios que ensayan la determinación de una cronología aproximada de las comedias principia con las propuestas de Juan E. Hartzenbusch (1852) y Luis Fernández-Guerra y Orbe (1871). Ambas están basadas en las escasas alusiones históricas, biográficas y literarias contenidas en las comedias. Hartzenbusch ubica la composición de las comedias entre 1599 y 1634. Fernández-Guerra sugiere, limitando los textos a un simple reflejo de los hechos históricos, que “... quien estudie los acontecimientos de Madrid desde 1612 á 1628, poseerá la clave para fijar aproximadamente el orden cronológico de la mayor parte de las comedias”.[25] A pesar de dicha sugerencia, Fernández-Guerra, por sus tendencias novelescas, se aleja de la reconstrucción biográfica histórica y referencial. Por ejemplo, inventa la escritura de comedias incluso en la travesía marítima entre España y la Nueva España de Ruiz de Alarcón en 1608.

En su estudio de 1913, Henríquez Ureña rechaza los planteamientos cronológicos de Fernández-Guerra arguyendo que “como trabajo biográfico, es peligrosísimo, pues expone como igualmente verdaderos las suposiciones y los datos ciertos” (Henríquez Ureña, “Don Juan Ruiz de Alarcón”, p. 21). Cabe rescatar dos de las formulaciones propuestas por Henríquez Ureña para sentar las bases para una cronología: primero, el estudio de la sustitución de la moral convencional de la comedia por los conceptos morales propiamente alarconianos pues éstos se presentan cada vez más claros y precisos; y segundo, la evolución del gracioso, que va dejando de serlo para convertirse en criado más o menos discreto. Aunque Henríquez Ureña nunca publicó un estudio que comprobara sus premisas, sí publicó en 1938 una cronología. Este ordenamiento fue adoptado y publicado por Alfonso Reyes en 1939.[26]

En 1943, Antonio Castro Leal en su libro Juan Ruiz de Alarcón, su vida y su obra, analiza las comedias según su varios periodos o fases, por ejemplo, comedia de enredo, comedia de caracteres, comedia heroica. Partiendo de éstos, Castro Leal resume su ordenación cronológica de la siguiente manera:

De la comedia tradicional pasa a otra de matices personales, que subraya los rasgos de los caracteres, y de ésta a una comedia de interés político y de tonalidad heroica, terminando en otra de concepción más rica, en la que se consolidan las conquistas anteriores.[27]

Si bien el crítico contribuye con un análisis descriptivo y temático de las comedias, su propuesta es más bien hipotética. A pesar de esto, sus periodizaciones de la evolución de las comedias basadas en criterios temáticos y genéricos, sirven de punto de partida para una ordenación cronológica. Al igual que Castro Leal, Ángel Valbuena Prat (1900-1977) en su Historia de la literatura española sugiere vagamente una evolución cronológica basada en el progreso y la madurez de Ruiz de Alarcón en el género dramático. Éste observa que sus comedias primerizas carecen de una nota moral y son débiles en caracterizaciones.[28] Concha, por otro lado, propone el estudio de la evolución de motivos o escenas típicos y establece que la determinación sería más factible si se considerara la producción teatral como un todo sincrónico que opera en bloque. Finalmente, otra propuesta aparece en la “Introducción” a las Obras completas editadas por Agustín Millares Carlo. El crítico cita una lista del supuesto orden cronológico preparada por Courtney Bruerton. Desafortunadamente, la propuesta se presenta sin ningún criterio o hipótesis para llegar a conclusiones.[29] Otra vía de investigación para quien se interese en el establecimiento de una cronología, sería considerar la verificación de las fechas de las representaciones teatrales en la época. Sin embargo, el desconocimiento de las fechas de representación de casi todas las comedias hace que se descarte dicha alternativa de investigación. Además, es evidente que la representación teatral no garantiza la inmediatez previa de la escritura ni posibles refundiciones y revisiones.

La única alternativa de los críticos para determinar las fechas de composición de las comedias, ha sido la consideración como terminus ad quem de las fechas de publicación –1628 y 1634– de la editio princeps de ambas partes. Dicha concepción elimina precisamente una lectura crítica de las comedias en su secuencia diacrónica. No hay duda que la insistencia por parte de los críticos en hacer clasificaciones genéricas y temáticas de las comedias es catalogarlas sincrónicamente ya que no se ha podido determinar una sucesión cronológica del quehacer teatral de Ruiz de Alarcón. Por lo visto, el recorrido hecho hasta ahora de los intentos por establecer una sucesión cronológica de las comedias alarconianas demuestra que cualquier fecha es conjetural. Las alusiones históricas y biográficas en las comedias son mínimas; la ausencia total de la fecha de composición y de manuscritos originales de cada comedia dificultan tal empresa.

mostrar Hacia una cronología

Para establecer una propuesta cronológica, como la ensayada en adelante, no se puede descartar la sugerencia de Concha de concebir el teatro alarconiano como un todo sincrónico que opera en bloque, ni tampoco se pueden ignorar las agrupaciones temáticas y genéricas establecidas por Castro Leal.[30] Mediante el establecimiento de ciertas relaciones paradigmáticas de estructuras e ideologías en el corpus dramático de Alarcón, se puede delinear un esbozo hipotético de la evolución de su quehacer teatral. De vital importancia para establecer grupos sincrónicos que registren transiciones, alteraciones y rupturas genéricas en su teatro, y con relación a la Comedia Nueva, es la observación de Henríquez Ureña de la sustitución de la moral tradicional con una filosofía moral propia. A la par, hay que considerar si la caracterización psicológica de los protagonistas, como lo han constatado los críticos reiteradamente, se aplica a todo su teatro o si se limita a un cierto número de comedias. De ahí que debamos preguntarnos: 1] ¿cómo funciona la moral alarconiana?; 2] ¿puede establecerse un proceso evolutivo de su filosofía moral registrada en los desenlaces?; 3] ¿acaso la moral alarconiana no genera y consolida una ruptura con el desenlace convencional de la Comedia Nueva?; 4] y por último, ¿es esa ruptura indicio de una innovación genérica?

En el presente ensayo de una cronología de las comedias en ningún momento se debe inferir que las incluidas en cada grupo fueron escritas en un determinado orden cronológico. Su ubicación en una temporalidad sincrónica solamente posibilita y facilita la concepción y el planteamiento de que estas agrupaciones representan cierta evolución del quehacer teatral alarconiano. Esa evolución se extiende desde sus primeros intentos dramatúrgicos, hasta comedias que marcan un instante inaugural en el empleo de una particular moralidad (por ejemplo, tragedia, drama religioso, drama histórico) en momentos diferentes de su práctica teatral. Ese proceso evolutivo permite señalar comedias intermedias y la creación de un tipo de comedia con una caracterización individual e interiorización psicológica de los protagonistas así como una estructuración dramática que sólo puede atribuírsele a Ruiz de Alarcón. La siguiente hipótesis de Castro Leal sobre el desarrollo del quehacer dramático de Ruiz de Alarcón se aplica al pie de la letra a los grupos sincrónicos establecidos en adelante: “Estos periodos no están divididos por fronteras precisas; hay obras de transición y dentro de un período no siempre es uniforme y continuo el movimiento hacia el período siguiente” (Castro Leal, 1943, p. 75). En estos términos, cada grupo se compone de núcleos estructurales e ideológicos que funcionan con relación a los grupos anteriores y que a la vez anticipan etapas de cambios, reajustes y dislocaciones que dan lugar a la innovación genérica. En este sentido, concebido el teatro de Alarcón como un todo sincrónico, y articulado en un eje diacrónico, cada grupo funciona alternativamente, de manera interpolada, y hasta simultáneamente con varias fases del quehacer teatral del dramaturgo a medida que éste perfecciona el arte dramático y domina la tragedia y la comedia de enredo.

La mayor parte de las propuestas cronológicas anteriores coinciden en la determinación de tres comedias primerizas y de ensayo. El semejante a sí mismo, El desdichado en fingir y La cueva de Salamanca se caracterizan por el enredo amoroso a un nivel tan superficial que revelan ser el ejercicio de un principiante. De por sí estas tres obras no se apartan de la fórmula teatral lopesca de la “comedia de enredo” o “de capa y espada”. En éstas los protagonistas en sus cortejos y competencias amorosas, enredan la acción dramática con fingimientos de identidad y situaciones propicias a los celos que causan lances de capa y espada por poner en peligro el honor de las damas. Siguiendo el modelo lopesco, Ruiz de Alarcón se concentra en la sucesión de escenas que complican de manera extrema la intriga hasta llegar al desenlace donde se aclaran los enredos y se cierra el espectáculo con un matrimonio –el final feliz de los convencionalismos del género–. En estas comedias de escaso valor literario, Ruiz de Alarcón se preocupa a priori del manejo de la acción, a veces sobrecargando la intriga con demasiados protagonistas; éstos pronuncian monólogos extensos y agobiantes que retardan el fluir de la acción dramática. En ninguna de estas comedias los personajes muestran profundidad psicológica; tampoco los desenlaces contienen el mensaje moral característico de sus obras de madurez.

Otro grupo de comedias de asuntos sui generis constituyen un bloque sincrónico que bien puede concebirse como otro periodo de experimentación teatral. Este grupo se compone de comedias distinguidas por la singularidad de la temática y el empleo de diversos géneros dramáticos, como la tragedia El dueño de las estrellas que trata del destino, el libre albedrío y el suicidio; el drama religioso El Anticristo que monta un estrambótico espectáculo con tono religioso llevando a escena la perversidad del demonio; y la comedia de moros y cristianos La manganilla de Melilla, que utiliza fuentes históricas y pone en escena un drama de proporciones épicas (al igual que El dueño de las estrellas y El Anticristo [Castro Leal, 1943, p. 184]). Estas comedias registran una inclinación del dramaturgo por recurrir a la magia, la tramoya y el artificio escenográfico para asombrar a los espectadores.

Cierta anomalía genérica define estas obras con inclinaciones épicas que se valen de hechos magnánimos y grandilocuentes. Mas, por la falta de dominio del trazado en crescendo de la acción dramática y de la incapacidad de crear personajes con una psicología definidora, ellas resultan ser frías, por momentos aburridas, desordenadas en la construcción lógica de las escenas y hasta convalidan el fracaso del dramaturgo en el uso de los modelos genéricos. Por eso los críticos vacilan al clasificarlas: ¿es El Anticristo una obra religiosa?, ¿es La manganilla de Melilla una comedia de magia y de tramoya? De poco mérito literario, registran ellas un momento de tanteo en la dramaturgia alarconiana. Revelan la experimentación con los géneros y el intento del autor de poner en escena diversos asuntos y modelos dramáticos para atraer al vulgo y ganar fama literaria.

En su propuesta cronológica, Castro Leal señaló bien que las comedias heroicas de asuntos históricos y nacionales, como La crueldad por el honor, Los pechos privilegiados, El tejedor de Segovia, La amistad castigada y Ganar amigos, componen un bloque genérico y temático en la producción dramática alarconiana. Éstas, a diferencia de las anteriores definidas por su excentricidad, dan muestra de cierta comodidad del dramaturgo en el empleo del género trágico o heroico. En ellas Ruiz de Alarcón muestra un mejor manejo de la acción y comienza a desarrollar una perspectiva y un estilo propios al dramatizar los asuntos del abuso y la usurpación del poder, la lealtad del privado, las cuestiones de honor y la constancia de la amistad. Con estas comedias heroicas se entabla un diálogo con la realidad histórica, en particular sobre cuestiones políticas, evidente en la acción dramática de los casos de razón de amor y razón de estado. Indiscutiblemente, el contexto histórico al que refieren estos dramas políticos es la España de las primeras décadas de 1600 y la crisis del poder con la caída del Duque de Lerma en 1618. Estas obras registran una toma de posición del dramaturgo ante el sistema ético-moral de raíz feudal de la nobleza. En ellas Ruiz de Alarcón comienza a elaborar paulatinamente una filosofía que sustenta los valores aristocráticos y que mantiene en vigencia una ideología dominante que promueve un sistema de valores que realza la generosidad, la amistad, la prudencia, el vasallaje, el honor, la palabra dada, la valentía, la limpieza de sangre, la nobleza heredada, a la vez que condena la deslealtad, la traición, la ingratitud, la ambición y el provecho personal.

Algunas de las comedias heroicas transcurren en un tipo de corte palaciega feudal cuyo universo cortesano lo constituye un reino legendario y mítico del pasado medieval español. Otras se desarrollan en espacios extranjeros, con cortes imaginarias en las que se mezcla anacrónicamente una formación social feudal con las costumbres urbanas madrileñas contemporáneas. Todas estas obras son protagonizadas por reyes y una alta aristocracia señorial. Esa aristocracia presenta e idealiza un sistema de valores, virtudes y acciones nobles engendradas en hazañas heroicas y según los patrones de conducta del vasallaje feudal. Este grupo de comedias en ningún momento apunta a una polarización en la sociedad cortesana entre nobleza rica y nobleza pobre, como sucederá en el próximo grupo de comedias.

La industria y la suerte y La prueba de la promesas, en calidad de constituir un modelo teatral intermedio y transitorio en relación a los agrupamientos anteriores y a los subsiguientes, representan dos obras claves que marcan una transformación radical en la evolución del teatro alarconiano. Ambas obras apuntan hacia la formación de un subgénero teatral propiamente alarconiano. Ese momento crítico diferencial de la escritura alarconiana, ya desviado de la fórmula de la Comedia Nueva, se manifiesta en una construcción y disposición estructural particular de la acción dramática a base de contrastes entre los galanes protagonistas. En La industria y la suerte y La prueba de las promesas, al polarizarse radicalmente a los galanes protagonistas entre ricos y pobres, se articula una modalidad dramática alterna que permite caracterizarlos por rasgos individuales y psicológicos resultantes de su comportamiento social y pautas éticas. En ambas comedias una vez que los galanes compiten por cuestiones de amor, para ganar a sus respectivas damas en matrimonio, se comienza a ejercer un examen del comportamiento ético de los protagonistas con el cual se demuestra cómo el interés material, la codicia y la ambición de poder han corrompido el código de valores de la nobleza adinerada. Después de poner a prueba la conducta de la nobleza rica y la de los hidalgos pobres, en los desenlaces de estas comedias se recompensa la conducta ejemplar de los pretendientes pobres con el matrimonio. La gran modificación de Ruiz de Alarcón con relación al modelo dramático dominante es que en el desenlace los hidalgos pobres, por sus virtudes y méritos, contraen matrimonio con las damas de alta alcurnia. Así, con el matrimonio, se efectúa una movilidad social intranobiliaria.

Estas comedias además registran la crisis económica que atraviesa la baja nobleza y apuntan a la amenaza del mercader rico a la alta aristocracia en un momento histórico de transformaciones socio-económicas. Sobre todo, la polarización social entre nobleza y mercader rico en La industria y la suerte y nobleza rica vs. nobleza venida a menos en La prueba de las promesas, revela por parte del dramaturgo una observación directa de la realidad inmediata. Ruiz de Alarcón ofrece aquí un punto de vista particular y la defensa de un grupo social marginado, el de los hidalgos pobres, con el cual se identifica. En este contraste entre los nobles adinerados y los hidalgos empobrecidos empieza a formularse una ética típicamente alarconiana. Según Ruiz de Alarcón dramatiza las transformaciones sociales, políticas e ideológicas que surgen del valor otorgado al dinero a principios de 1600, el autor pone en escena toda una cadena de situaciones dramáticas que hacen patente la caducidad de una formación social feudal y su código de comportamiento. Sus protagonistas enfrentan dichos cambios sociales a medida que interactúan, tramitan y negocian en un mundo aristócrata en crisis. En una corte en la que todo es engaño y mentira, sólo el hidalgo venido a menos sobresale por su esfuerzo y valía personal.

Un último periodo que incluye una gran parte del repertorio teatral alarconiano, son las obras que transcurren en un espacio urbano y cuyo referente histórico es la corte madrileña de 1600. Ruiz de Alarcón deja atrás la fórmula convencional y repetitiva de los enredos amorosos y la tipología mecánica de los galanes de la Comedia Nueva para pasar a modelar una forma de hacer teatro muy particular. Si a primera vista Los empeños de un engaño, Todo es ventura, Las paredes oyen, El examen de maridos, La verdad sospechosa y Mudarse para mejorarse, parecen duplicar las situaciones dramáticas convencionales del enredo amoroso en la Comedia Nueva, una lectura cuidadosa revela que la restauración del orden en los desenlaces de estas comedias es ambigua, a veces irónica e interrogativa. En la competencia matrimonial se presenta a una nobleza que atraviesa una crisis de valores y que está totalmente polarizada entre riqueza y pobreza. Los conflictos dramáticos culminan en sorpresas: matrimonios inesperados, forzados o prudentes. En Los empeños de un engaño y Todo es ventura la competencia y rivalidad entre los grandes de alta nobleza causa que la dama se case con un noble venido a menos. En Las paredes oyen el noble rico pierde a la dama cuando ésta elige al noble pobre y de mal talle por su integridad moral. En Los favores del mundo se da una situación similar: la dama se casa con un galán de baja nobleza. En El examen de maridos la dama logra casarse con un marqués a quien quiere no sin antes haberlo descartado por los rumores dañinos y el descrédito contra la persona de éste por un duque competidor. En La verdad sospechosa el galán es forzado a casarse con la dama que no quiere a causa de sus embrollos y mentiras. Ese matrimonio forzado también ocurre en Mudarse para mejorarse donde el galán, a causa de sus enredos, contrae matrimonio con la dama no preferida.

En resumen, otros rasgos distintivos y diferenciales de estas comedias urbanas madrileñas son: 1] desaparición de la figura del monarca de la acción dramática; 2] los textos remiten a una referencialidad histórica del espacio geo-político y de la formación social monárquico estamental en la metrópoli imperial; 3] el discurso dramático registra una detección de las costumbres cortesanas madrileñas que especifican una observación de lo cotidiano, un interés por el detalle;[31] 4] el pretendiente, un hidalgo pobre, cumple dos funciones: protagonista enamorado en lo que concierne a la intriga amorosa y ente marginal de baja nobleza y venido a menos que pretende recompensa, títulos y la posibilidad de un matrimonio ventajoso; 5] se expone una definición del concepto del honor basada en el “obrar bien” y se hace una apología de la virtud resultante de los modos de comportamiento de una baja nobleza; 6] las damas devienen agentes activos que favorecen la movilidad social intranobiliaria al preferir casarse con los galanes pobres por su conducta y carácter ejemplares; claro está, esa elección provee al noble seguridad económica y prestigio social; 7] y otro punto que no puede olvidarse: los criados/graciosos se elevan en condición y naturaleza por su pertenencia a una baja nobleza; sirven con afán de medro y en sus consejos e interacción con el amo los orientan y dirigen hasta el punto de casi coprotagonizar con el amo la comedia, e incluso el criado llega hasta a ser el protagonista como sucede en Todo es ventura; 8] se detecta un mayor dominio de las técnicas dramáticas: situaciones escénicas, enredos, peripecias, suspenso, uso de apartes y monólogos, intrigas secundarias, resoluciones de las acciones dramáticas.

mostrar La moral alarconiana

No hay duda de que en las comedias urbanas madrileñas Ruiz de Alarcón observa con cierta distancia irónica a una sociedad en crisis. Con su experiencia singular de colono, jorobado y pretendiente de baja nobleza, incluso cuestionable por ser de Indias, Ruiz de Alarcón mira desde afuera a medida que se mueve dentro de una formación social aristócrata con específicas relaciones de poder y con una ideología dominante de atingencia estamental. Ese modo singular de ver el orden de las cosas en sus comedias urbanas madrileñas se manifiesta en una postura crítica de la realidad histórica cortesana. Asimismo, una actitud satírica se da en la dramatización de una sociedad corrupta por el dinero y el provecho personal en pos de títulos y matrimonios ventajosos. Por ese modo singular de mirar el mundo que lo rodea, como han observado Arrom y Concha, no puede ignorarse la condición de indiano, jorobado y de baja nobleza de Ruiz de Alarcón. Desde esa perspectiva se debe contextualizar su filosofía moral en los desenlaces de las comedias urbanas madrileñas.

Al producir una reorientación ideológica y estructural del desenlace feliz de la Comedia Nueva, el dramaturgo inscribe en sus obras una concientización histórica de la realidad social. Ella revela la ideología dominante y desmitifica el sistema de poder monárquico señorial. Mas su intención no es revolucionar ni socavar la ideología dominante. Ruiz de Alarcón critica y satiriza al grupo en el poder porque se enfrenta con una corrupción y una degeneración moral ajena a la visión idealista del colono asimilado. Esa decadencia social lo hace imponerse como un sujeto asimilado que mira desde fuera con ojo crítico y cuyo sistema de valores es superior al del sujeto imperial. Por saberse, querer ser y sentirse más español que los españoles, Ruiz de Alarcón se atreve a corregirlos; por ser un buen asimilado defiende el statu quo y propaga la visión de mundo idealizadora e imperial. Pero, cruelmente, las contradicciones históricas lo hacen chocar con una realidad que lo rechaza, lo decepciona, lo desengaña y lo desilusiona. Por eso, esa moral alarconiana, que podría resultar de un cierto resentimiento por no reconocérsele por lo que es, materializa una articulación y posición discursiva que contiene y remite a su propia experiencia marginal en la metrópoli.[32] Ese resentimiento no implica un complejo de inferioridad, sino todo lo contrario, un complejo de superioridad por sentirse semejante a los españoles de la metrópoli y por poseer un código de ética superior al de la aristocracia en el poder.

En estos términos, esos desenlaces generalmente interpretados como castigos y ejemplos didácticos por los críticos –la mentira en La verdad sospechosa, la maledicencia en Las paredes oyen–, funcionan como una reprensión o censura. El propósito no es castigar sino informar con autoridad que se ha obrado mal. Así, la intervención alarconiana en el espacio teatral se funda en una exposición de la crisis de valores de la aristocracia y culmina en un rechazo de su conducta, como en el caso del mentiroso don García en La verdad sospechosa. Su propósito es exhibir en el escenario las faltas, los defectos, los vicios, la hipocresía y la liviandad de la aristocracia en el poder. Así, su discurso dramático debe verse como una amonestación, cercana al sermoneo y la predicación ética al poner a prueba el carácter de una alta nobleza para interrogar y examinar su conducta.[33] Dos títulos de sus comedias, La prueba de las promesas y Examen de maridos, inscriben esa postura alarconiana de insistir en poner a prueba y examinar la realidad social circundante. Esa censura alarconiana no requiere ni exige que se elimine al vicioso con un castigo que podría condenarlo o removerlo de la sociedad (como es el caso de don Juan en El burlador de Sevilla); más bien, Ruiz de Alarcón expone la crisis de la aristocracia para corregir sus vicios. Desde un punto de vista marginal, en los desenlaces de las comedias urbanas madrileñas el dramaturgo se queja de la discriminación y señala a una aristocracia que practica la injusticia social. En estos desenlaces, Ruiz de Alarcón se desquita del maltrato que ha sufrido en la metrópoli: les lee la cartilla a manera de regaño y ajusta las cuentas por medio de un teatro que efectúa ideológicamente la función de ser un tratado jurídico y ético. La ironía es que su enjuiciamiento despliega toda una filosofía ético-moral personal que no puede desligarse del individualismo burgués y su código de ética. Ésta disloca y transgrede a tal punto la ideología de una sociedad jerárquica estamental que subvierte el sistema de poder. Fundada en la conciencia individual, esa ética alarconiana valoriza el reconocimiento del esfuerzo propio y del mérito personal. Su filosofía moral al igual que su teatro, intervienen en la esfera social con la propuesta política de una meritocracia dentro del sistema monárquico señorial.[34] Esa postura política de reforma social a base del mérito registra indudablemente un “espritu laico, racional e incipientemente burgués”.[35] Dado que a Ruiz de Alarcón no le interesa un cambio social sino afiliarse e integrarse al sistema de poder y perpetuar el statu quo, como buen asimilado y sujeto noble, en su teatro no va mas allá de ser un moralista práctico que observa y devuelve al escenario, a manera de espejo cóncavo, la crisis de la aristocracia de 1600 –un momento histórico de cambios económicos y sociales en el cual se empieza a articular un sujeto moderno.

Ese sistema ético-moral alarconiano genera en sus comedias urbanas madrileñas una nueva estructuración discursiva mediante la cual se adopta, adapta, altera y reestructura el género de la Comedia Nueva y su desenlace feliz. Ese código de ética, la psicología y la individualización de los personajes, la observación de las costumbres y de la cotidianidad madrileña, la tendencia racionalista y secularizante, son manifestaciones de una escritura diferencial e individualizada, de una práctica discursiva contestataria, de una mentalidad moderna, de un idiolecto genérico que los críticos han denominado “comedia de costumbres” y “de carácter”, y que convierte al mexicano Juan Ruiz de Alarcón en el creador de la comedia moderna.

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Alfonso Reyes
1946 / 05 oct 2017 08:35

No es ya lícito, en buena doctrina, negar que don Juan Ruiz de Alarcón nos pertenezca, aunque su grandeza desborde el cuadro de la colonia y su metrópoli. Nada significa, en contra, el que haya ido a volcar su obra en los teatros madrileños, o el que en sus comedias sólo haya contadas alusiones a la tierra nativa: los indianos, el desagüe del Valle, etc. Él llevaba consigo a México. Aquí se modeló su ser en los primeros veinte años de su vida. Nuestra literatura era ya muy activa e intensa. Pudo adquirir su afición al teatro en nuestras Casas de Comedias. Posible es que aquí haya esbozado algunas de sus primeras piezas, como La culpa busca la pena y La cueva de Salamanca. Cierto que su literatura no guarda relación con la literatura novohispana de entonces, pero sí con el carácter humano que ya era aquí muy definido. Tras unos ocho años de estudios en la Península, regresa a México por tres o cuatro, y luego se traslada a Madrid.

Iba Alarcón “a pretender en Corte”, fiado, sobre todo, en los méritos de su prosapia. Tuvo que esperar más de diez años, porque la suerte y hasta su desgracia física le fueron contrarias. Y entretanto, se puso a escribir y a representar sus comedias. Fue amigo de Tirso de Molina, con quien colaboró algunas veces. Con Lope de Vega no pudo entenderse. Tuvo éxito ante los públicos y ante la corte, pero entre sus compañeros de letras —el ambiente teatral era plebeyo y bronco— su jactancia de noble indiano y su figura contrahecha le atrajeron sangrientas burlas.

Un día, por ejemplo, al estreno de su comedia El Anticristo, rompieron en el patio una redoma con sustancias tan pestilentes que la gente tuvo que salirse y la obra acabó de cualquier modo. Sus émulos motejaban en él la figura, los apellidos y hasta la extremada cortesía de mexicano. Lo comparaban con el enano Soplillo, bufón de Felipe IV, con los demonios de Jerónimo Bosco, y aseguraban que no había manera de saber cuándo estaba de frente y cuándo de espaldas. La D del Don que el noble indiano se empeñaba en añadir siempre a su nombre, le decían que no era signo de calidad, sino su medio retrato. Y, en suma, le hicieron la vida insoportable por mucho tiempo. Dijo bien el intratable Casiano Pellicer, su contemporáneo, que Alarcón había sido tan célebre por sus comedias como por sus corcovas. Al fin logra el poeta un cargo en el Consejo de Indias, y desde entonces se retira definitivamente a la vida privada.

Aunque escribió algunos medianos versos de ocasión, no aspiraba al lauro de poeta lírico. Su obra está en el teatro. Las comedias de Alarcón abrevan en Terencio y en Plauto y se adelantan en cierto modo a su tiempo. Salvando las fronteras, influye, con La verdad sospechosa —la más popular y aplaudida—, en el teatro de Corneille, quien la parafrasea en Le Menteur; y a través de Corneille, influye en Molière. También lo imitan Desmarets, Montfleury, para no salir del XVII.

En España, aunque autor muy celebrado y famoso, no puede decirse que deje tradición. Y se explica: en el mundo ruidoso de la comedia española, Alarcón da nota en sordina, en tono menor. Donde todos, del gran Lope abajo, descuellan por la invención abundante y la fuerza lírica —aunque reduzcan a veces el tratamiento de sus personajes a la mecánica elemental del honor—, Alarcón aparece más preocupado por los verdaderos conflictos de la conducta, menos inventivo, mucho menos lírico; y crea la comedia de carácter. Donde todos eran improvisadores, él era lento, paciente, de mucha conciencia artística. Donde todos salían del paso a fuerza de ardides y aun dejando todo a medio hacer, Alarcón procuraba ceñirse a las exigencias de su asunto, y no daba paz a la mano hasta lograr esa tersura maravillosa que comunica a sus diálogos una articulación no igualada y hace de sus versos, aun sin ser musicales o bailarines, un deleite del entendimiento y, con harta frecuencia, un dechado de perfección. Donde todos escribían comedias por cientos y a millares, Alarcón apenas escribió dos docenas.

Su estructura y enredo adquirieron acabamiento en la comedia latina. De allá manan también sus moralidades, cuando poseen un alcance universal, ya se entiende; cuando pertenecen a aquel fondo estoico de Marco Aurelio y Séneca, absorbido por el Renacimiento y el Siglo de Oro. Desde Roma vienen sus tipos cómicos más propiamente alarconianos —un fanfarrón, un maldiciente, un “loco lindo” para hablar en platense—, sitiados por la heroica cordura de los caracteres que los rodean. De allá, sus criados nobles o algo letrados. Cierto que sus caballeros —”pechos privilegiados”[1]— suelen echar mano a la espada según el gusto y la ética de la edad. Pero los héroes por excelencia alarconianos no son semidioses; hablan más que cantan, pisan la tierra. En las obras más características, conforme se emancipa de Lope, se alejan las situaciones trágicas y se acercan aquellas discusiones en tono conversable y discreto, y sobre extremos morales tan bien aseados y enfocados, que más de una vez se disuelven en cosas de la urbanidad.

Negarle lo maravilloso y lo heroico, aun cuando no sea la novedad de Alarcón, ha sido tan fácil como peligroso. ¡Oh, no! ¡Cuidado con las generalizaciones apresuradas! Hay que corregir el Alarcón de los Manuales con el Alarcón de las comedias. Ya vuela, con Don Illán, sobre la Toledo misteriosa, donde la Edad Media acumuló las arcanidades de su magia; o cabalga el afán de Fausto en la historia del morisco Román Ramírez; o bien el ameno acervo novelístico de su tiempo le comunica simpatías shakespirianas. Pero es innegable su evolución hacia algo que le es más propio y más “semejante a sí mismo”. Y entonces sus personajes serán esos amables vecinos que evitan los “chiflones” de aire, con quienes daría gusto charlar un rato por la noche, en el interior reposado, o a la puerta del sol, desde una galería abierta sobre el Manzanares.

Es sabido que la obra de Alarcón se sitúa en el punto, casi imperceptible, donde el bien se vuelve belleza. Pero también es rutina el reducir a sermones morales y a meros aleccionamientos la sátira enderezada al goce estético, la vena humorística que hasta lo emparienta —en Don Domingo de Don Blas, por ejemplo, originalísima comedia— con el George Bernard Shaw más irlandés y más chispeante; o que lo lleva a atacar asuntos sin asunto: tal en la revista o Examen de maridos, donde hay un “sí sé qué” de francés.

Todo lo cual viene a decir que Alarcón se apartaba un tanto —en nada excesivo, pero inconfundible— de las normas que Lope había impuesto al teatro de su tiempo. El talento de observación, la íntima serenidad, aquella bondad nada quimérica, la fe en la razón como pauta misma de la vida, el respeto sin adustez a las categorías en todos los órdenes, la bravura de poesía cotidiana, son sus cualidades salientes. De aquí que se lo encuentre “moderno”.

Su estatua —ha dicho Marcelino Menéndez y Pelayo— queda colocada para siempre donde la puso Hartzenbusch, en el templo de Menandro y Terencio, precediendo a Corneille y anunciando a Molière.

Pero con decir que Ruiz de Alarcón era mexicano se ha dicho todavía muy poco, o bien se ha dicho demasiado. El juicio que se contenta con estas meras consideraciones étnico-sociales no pasa de ser un escamoteo. Y más cuando se trata de persona tan singular, que comenzó por dejar caer las exterioridades y modas para volver a la eterna desnudez de los clásicos. El genio es, a veces, insólito. Ni en México ni en España se le hallan antecedentes a Alarcón; ni en España ni en México, descendencia inmediata. Algo extraño, pues, en ambos mundos. Extraño en cuanto escritor; el hombre, al contrario, es representativo de este pueblo, cuya índole —ya bien perceptible en sus días según sabemos— muestra al natural, puesto que se arrancó los postizos.

Tras de haberlo reivindicado definitivamente para la psicología mexicana, Pedro Henríquez Ureña resumirá así, más tarde, sus conclusiones:

...Alarcón llevó al teatro español caracteres singulares que en parte dependen de su origen criollo. Cuatro elementos componen su mundo: uno, su personalidad, su dón creador; otro, su desgracia personal, sus corcovas; otro, el pertenecer al mundo hispánico, a la cultura hispánica y al teatro español recién constituido; último, su condición de mexicano, hijo del país colonial, donde la vida es en mucho diferente de la metropolitana de Madrid. Esencial es en él la fuerza persistente pero medida, la intensidad con dominio de sí, la perseverancia: Tiene el volcán sus nieves en la cima;  Pero circula en sus entrañas fuego, ha dicho otro poeta mexicano.[2]

Con la obra de Alarcón, México por primera vez toma la palabra ante el mundo y deja de recibir solamente para comenzar ya a devolver. El primer mexicano universal, el primero que se sale de las fronteras, el primero que rompe las aduanas de la colonia para derramar sus acarreos en la gran corriente de la poesía europea. Vence la capitis diminutio de ser un colonial, un contrahecho, un pobre pretendiente. Compite sin mengua con los príncipes de la escena española, cuando ésta era una de las mejores. Entre todo aquel vistoso parterre, alma templada y sobria, no corta la rosa de fuego, no el clavel de sangre que lanza desde los florones de Lope sus gritos de pasión, sino la violeta suficiente que se ha dado en llamar modesta. Necesidad, arquitectura y razón forman un compuesto de belleza imperecedera. Su viaje por mares interiores no es una Odisea sin fondo, ni un rosario árabe de aventuras, sino un sondeo preciso y casi matemático. Del bien entender las realidades brota siempre el halo de poesía.

Aquel rostro de barbitaheño meditabundo, palidecido en afanes y pesares, no ha dejado de sonreír. Los contratiempos, las injurias, no han logrado vencer su confianza en la naturaleza humana, ni su confianza en la razón. Niega, con el arquetipo, los azares de la contingencia. Quiere al hombre humano, al que se emancipa del arrebato y reduce, en suave cortesía, los bajos estímulos animales; al que no se entrega a la casualidad; al que impone, en su acción y en su pensamiento, el sello de su querer consciente y libre. Tal es el consejo que nos ha dejado en herencia aquella flor de mexicanos.   

 

Alfonso Reyes

 


1. Título de una de sus comedias.

2. El Teatro de la América Española en la época colonial, Buenos Aires, Instituto Nacional de Estudios de Teatro, n° 3, 1936, pp. 9-39.

Alfonso Reyes
1958 / 01 sep 2017 14:56

Primer voz universal brotada de México es la del dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón, cuya obra se desarrolló en Madrid y que queda vinculado a la historia de la Comedia Española al lado de Tirso de Molina y Lope de Vega. Prescindiendo de sus poesías de ocasión, su teatro —en lo que tiene de más característico— da una nota de mesura y de perfección formal, en medio de aquel bullicioso mundo de brillantes improvisadores, donde todos pecaban por superabundantes y componían comedias por cientos, él escribió sólo unas dos docenas de piezas dramáticas y, en cuanto obtuvo un cargo del Consejo de Indias, dejó la literatura. Posee esa virtud terenciana en que la belleza y la bondad se confunden: es poeta de la cortesía, de la urbanidad. Anuncia con un siglo de antelación —pues no tuvo en España sucesión inmediata— el teatro dieciochesco de los reformadores del gusto. Con su comedia más celebrada, La verdad sospechosa, influyó en Corneille (Le Menteur), y a través de éste en Molière; de suerte que cuenta entre los orígenes del teatro costumbrista de Francia. Su diálogo es impecable y sencillo, salvo algunos inevitables artificios propios de su época. Es temperamento de moralista nato. Su figura contrahecha y sus humos de señor indiano le atrajeron amargas burlas. Aparte de su don creador, irreducible a consideraciones ajenas al genio individual, influyen en su obra su condición de corcovado y aun su carácter de mexicano, que ya comenzaba a diferenciarse un poco del hispano peninsular. Embellece su obra cierta heroica confianza en la razón y en la cordura, que lo redimieron del pesimismo y la amargura en que su desgracia física pudo haberlo hundido. 

 

Alfonso Reyes