Con los nombres como modelo y paradigma (Reyes, Torri, Rulfo, Arreola, Revueltas, Monterroso, Valadés), puede decirse que México es, sin olvidar a las grandes novelas y los importantes poemarios que aquí se han escrito, un país de cuentistas.
Basta echar un vistazo al índice de esta antología para comprobar que nuestra tradición cuentística es rica y diversa, creadora y viviente. Se trate de Elena Garro, Juan García Ponce, Sergio Pitol, Salvador Elizondo, José Emilio Pacheco, Juan Vicente Melo, Inés Arredondo, Francisco Tario, Amparo Dávila, Sergio Galindo, José Agustín, Guillermo Samperio, Luis Arturo Ramos, Hernán Lara Zavala o Enrique Serna; se narren amores desenfrenados o improbables, crueles, insostenibles o incestuosos; escenas de una infancia mágica; episodios de sensualidad y misticismo, superstición y desventura, humor y tragedia, incertidumbre, violencia o caos, todas estas propuestas se caracterizan por huir de lo establecido, lo legitimado, lo prescrito por el canon imperante en la época en que a cada autor le tocó vivir. Apuestas fuertes, valientes, que reivindican una filiación novedosa y transmiten no sólo una visión personal, sino también, y sobre todo, una tradición renovada.
En una antología, dice Borges, lo primero que se nota son las omisiones. La de Mario Muñoz, responsable de convocar a esta galaxia de fabuladores, tiene, sin embargo, un mérito cierto: el de que las inclusiones ilustran venturosamente la trayectoria que ha seguido la forma breve en México. Uno de los más antiguos ciclos narrativos que posee la humanidad se lo debemos a una joven que, para salvar su vida y la de su hermana, le narraba historias a un tirano para embrujarlo con ellas, incitándolo a postergar la ejecución capital. Es esa prórroga lo que parecen buscar los narradores agrupados en este volumen en cada uno de sus admirables relatos.