1995 / 29 nov 2017 07:53
Novelista, cuentista, poeta y dramaturgo. Profesor de lengua castellana en Xalapa. Rector del Colegio Preparatorio de Orizaba. Director general de educación de Jalisco. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.
Notas: Rafael Delgado fue un escritor realista, el mejor en su época.
Escritor de pulcra pluma, colorista y poético, el
veracruzano Rafael Delgado (teatro, poesía, crítica y perspectiva) queda
retratado de cuerpo entero en sus novelas de sencillo encanto descriptivo y trama elemental: La Calandria, Angelina, Los parientes ricos, Historia vulgar, La apostasía del padre Arteaga,
acaso sean miniaturas en que valen más los pormenores que los conjuntos.
28 nov 2017 08:13
Verdad innegable, cuyas causas dejo que investiguen a quienes tengan tiempo y vagar suficientes para ello, es que mientras nuestra poesía se ha consagrado a revolver Roma con Santiago, luciendo por toda gala el decir en lenguaje sibilino, razones destiladas por alquitara, la novela ha medrado grandemente, y en pocos años puede presentar ya modelos que compiten con lo mejor del género en cualquier país.
Iniciaron ese movimiento verdaderamente fecundo y duradero, las obras de Sancho Polo, preciosos estudios que sucedían a las caricaturas de Facundo y a los romanticismos de Castillo, Orozco y Berra y Díaz Covarrubias; siguiéronlas los cuadros de Micrós, el pintor que mejor ha sorprendido en las escenas de la tierra, la luz y el espacio, la línea y el colorido; y como efecto de mágica evocación aparecieron Rivera, Alba, Leduc, Tablada y Puga y Acal. ¿Qué más? Los mismos que en verso hacen o aplauden las mayores demasías, cuando se calzan el sueco vulgar llegan a realizar tales aciertos, que todo el mundo se pregunta sorprendido cómo es posible que quien acaba de encontrar algo personal, íntimo y vibrante, se despeñe a poco andar por el abismo de la afectación y del mal gusto.
Amado Nervo, que en su Bachiller nos pintó escenas dignas de la pluma de Ferdinand Fabre, en sus Místicas acertó, por excepción, con una nota honda y potente; Olaguíbel, poeta de verdad, lo es más en su novelita Pobre bebé que en algunas rimas de su Oro y negro, muestra de estilo voulu y amanerado; Ceballos, a quien nadie puede negar la posesión de un léxico rico y elegante y de un estilo propio, y Couto, con sus tremendas y desarregladas imaginaciones, tienen en sus premiosas y trabajadas obras más de un cuadro que refleja la vida y la verdad.
No parece sino que el verso es como los dones diabólicos, que trastornan y enloquecen a quien pretende poseerlos, y la prosa, droga benéfica que sana mejor que el eléboro de tres Anticiras. Nadie se ha conservado, en verdad, más distante de ese contagio que Rafael Delgado, prosista cuyos méritos han opacado los que de poeta podía ostentar, con ser éstos múltiples e importantísimos.
Roberto de la Sizeranne comienza así un estudio reciente acerca de Puvis de Chavannes: “En una columna antigua que se guarda en Roma, se ve lo siguiente: una rama de yedra trepa desenvolviéndose, se divide en dos porciones que vuelven sobre sí mismas en la forma propia de los caduceos; y cruzándose y separándose de nuevo, sin cambiar su arabesco, se torna esa yedra en laurel, que, a su vez, ascendiendo más alto, se trueca en rama de encina. Y se sueña en una vida que, sin cambiar de rumbo ni de dirección, fuera primero fiel como la yedra, gloriosa luego como el laurel y concluyera por producir al ánimo la idea de fuerza como la encina.”
Tal es para mí el símbolo de Rafael Delgado: fiel al arte como la yedra, glorioso por el arte como el laurel, fuerte por el arte como la encina.
Cuando vimos aparecer La calandria en las páginas del único ensayo de revista que en país se ha hecho, todos nos preguntamos quién era el advenedizo que sin antecedentes ni consecuentes pretendía lo que tantos otros no habían logrado hasta entonces: hacer una novela netamente nacional, en que la intriga fuera perfecta, en que los tipos no resultaran ni caricaturescos, ni desmayados, ni flojos, ni faltos de verdad; en que el cuerpo y el alma, la forma y el fondo estuvieran compenetrados y confundidos de manera de constituir el todo armónico que el artista desea siempre para su obra.
Y La calandria cumplió todas sus promesas, sobrepasó a todas sus esperanzas, se conquistó todas las admiraciones.
Si se me preguntara quién, de entre los artistas mexicanos, posee más claramente caracterizado lo que Nietzsche llamaba la embriaguez apolínea, esto es, la que produce la irritación del ojo otorgándole la facultad de la visión estética, contestaría que ese artista es Rafael Delgado.
Sus percepciones, lo mismo de seres que de sentimientos, tienen como distintivos la fuerza y la plenitud; su ideal artístico se manifiesta, como decía el amigo de Wagner, por una formidable expulsión de los caracteres principales del objeto, de manera que los otros rasgos del mismo desaparecen.
Poco he visto mejor, más claramente pintado que el camino de Pluviosilla a Xochiapan, que el panorama de Villaverde, que la cena de Noche Buena relatada en Angelina, y sobre todo, que ese espléndido patio de San Cristóbal, proveniente del en que Monipodio imperaba, del mesón del Sevillano o de las almadrabas del Zahara, “finibusterre de la picaresca”.
¡Y los personajes! Oh, los personajes se atropellan y saltan por salir y mostrarse al espejo del entendimiento, todos exactos, todos completos, todos con encantador y sin igual relieve. Malenita pasea de bracero con Muérdago; Arturito aparece puliendo espinelas chirles; Jurado escribe petrinismos y paulinismos; Linilla cultiva sus flores; y Lolita y Alberto Rosas, y Tacho y Enrique y Rodolfo viven en nosotros, les vemos diariamente, son carne de nuestra carne y huesos de nuestros huesos. Y es que Delgado, a semejanza del prosista Melo, ha deseado mostrar los ánimos, no los vestidos de seda, lana o pieles.
Algunas veces es triste, ya que “no hay modo de referir tragedias sino con términos graves”, y que “es condición de las llagas no dejarse manejar sino con dolor y con sangre”; pero esto pasa pocas veces y el poeta vuelve luego a su apreciación suave y honrada del mundo. Ni aun para Rosas, el seductor, tiene censuras acres ni calificativos destemplados; casi podría creerse que le absuelve, que le explica como producto del medio, de la inercia de los individuos de su clase, de la admiración que produce el dinero en pueblos tan jóvenes como el nuestro. A don Eduardo le retrata en cuatro pinceladas maestras, como el prototipo de los burgueses indígenas que, como dice Carlyle, respetan más que nada el bolsillo, esa glándula pineal de la existencia común; y que, como los gatos de fábula, juzgan caso de conciencia el comerse el asador cuando han devorado ya el pollo. Dibujó con verdadero cariño, con paciencia de pintor flamenco, al licenciado Castro Pérez, picapleitos, pedantón, cerebro lleno de Labyrintus creditorum, de Conde de la Cañada y de Solórzano, y vacío de seso y de buen sentido, y al lado suyo puso a sus hijas, dos solteronas malas, pero no pervertidas, deseosas de casorio, pero no de infamia.
El gran mérito de Delgado estriba para mí en haber descrito admirablemente la vida de las poblaciones cortas con sus chismes, sus rivalidades, sus fiestas y sus tristezas. Yo encuentro a Villaverde (perdóneme Galdós) más cierta que a Orbajosa, más llena de tinte de realidad que ella, porque Orbajosa es la población española de corto vecindario, y Villaverde es un lugarcillo mexicano que el autor conoce y en que de seguro ha vivido.
Al hablar de un escritor de la talla de Delgado, diserto observador, insigne analista, hábil y entendido psicólogo, no se puede pasar por alto su estilo limpio, terso, elegante, tan lejano de los primores de ciertos hablistas que se quiebran de sutiles, como del descuido de otros que pasan de llanos a pedestres y que se venden por artistas de ley.
Delgado, que por fortuna no se cuenta en el número de los que creen que estudiar español en francés sea procedimiento digno de loa, y que se niegan a conocer y saborear a los grandes autores peninsulares so pretexto de que los clásicos habent virtutem dormitativam y que los modernos no están de moda en París, maneja incesantemente y amorosamente los libros de sus escritores favoritos, los maestros del idioma. A él podría, en otro sentido, aplicarse aquella comparación del poeta Chénier que Menéndez Pelayo toma para Fray Luis: como la espartana, que junto al lecho en que se hallaba próxima al parto veía las más hermosas y acabadas imágenes de dioses para apacentar su vista en ellas y hacer que de su vientre salieran frutos que emularan los dechados de belleza y fuerza antiguas, Delgado tiene siempre a la vista y en el oído aquellas cláusulas tan sonoras y tan artísticas, tan armoniosas y tan ricas de color.
Así es como se ha adueñado de ese estilo brioso y suave, lleno de fuerza y de gracia, elegante y cercano a la prosa ideal, pues con dificultad se concibe cómo se puede dar idea de los objetos con menos palabras y cómo esas palabras estuvieran mejor colocadas.
Literatos como Delgado sí pueden sacar de la cantera de nuestra idiosincrasia, de nuestras costumbres y de nuestro medio social, lo artístico, lo espontáneo y lo propio.
Y si la juventud quiere un modelo que seguir, que busque al ingenio cuya vida es fiel como la yedra, gloriosa como el laurel y fuerte como la encina.
Aunque nació en Córdoba, vivió desde pequeño en Orizaba, lugar en que se había establecido su padre. Allí cursó sus primeros estudios en el Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe. A los 11 años se trasladó a México e ingresó al Colegio de Infantes de la Colegiata de Guadalupe, que abandonó en febrero de 1866, cuando las tropas republicanas preparaban el sitio de la capital de la República. En 1868 se inscribió en el Colegio Nacional de Orizaba, donde terminó sus estudios preparatorianos y del que sería catedrático de 1875 a 1893. En su juventud escribió algunos ensayos dramáticos y cultivó la poesía lírica. En 1881 ingresó a la Sociedad Sánchez Oropeza, que lo dio a conocer en sus veladas y en las páginas literarias de su Boletín.
En publicaciones periódicas de Orizaba aparecieron sus primeros cuadros de costumbres y sus artículos de crítica literaria. En 1890 escribió La calandria, su primera novela. En 1892 ingresó como miembro correspondiente a la Academia Mexicana de la Lengua y como individuo de número en 1896. Además de asistir a las reuniones de la academia leyó algunos de sus estudios en el Liceo Altamirano. En 1893 escribió Angelina y en 1894 se trasladó a la Ciudad de México en donde trabajó en el despacho de una empresa minera, además de colaborar en El Tiempo, El País y la Revista Moderna. En 1898 regresó a Orizaba; en 1901 se trasladó a Xalapa, en donde enseñó literatura y lengua castellana en el Colegio Preparatorio. A principios de 1913, el escritor José López Portillo y Rojas, entonces gobernador de Jalisco, lo invitó a hacerse cargo de la Dirección General de Educación Pública de ese estado. Sólo seis meses ocuparía ese puesto, pues regresó a Orizaba, en donde murió al poco tiempo. Aunque más conocido como novelista —La calandria (1890), Angelina (1893), Los parientes ricos (1901-1902) e Historia vulgar (1904)—, Delgado también cultivó la crítica y la literatura preceptiva y destacó por la gran calidad de sus poemas.
Nació en Córdoba, Veracruz, el 20 de agosto de 1853 y murió en la ciudad de Orizaba, Veracruz, el 20 de mayo de 1914. Novelista, ensayista y poeta. Estudia la Preparatoria y la carrera de maestro en la Escuela Nacional de Orizaba. Se traslada a la ciudad de México en 1884 para realizar su carrera de escritor. Se desempeña como profesor de Literatura y de Historia en la Escuela Nacional de Orizaba durante 18 años. En 1896 es nombrado miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1901 imparte clases de Español y Literatura en la ciudad de Xalapa. José López Portillo y Rojas, gobernador de Jalisco, lo nombra director del Departamento de Educación de Jalisco, puesto que ocupa hasta el año de 1913.
2018 / 02 oct 2018 11:52
Nació el 20 de agosto de 1853 en la ciudad de Córdoba, Veracruz. Un par de meses después de su nacimiento, sus padres, Pedro Pablo Delgado y María de Jesús Sainz Herosa, se trasladaron a Orizaba, donde se estableció la familia. En el Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe de esa ciudad, el novelista cursó la instrucción primaria elemental, y –según afirma Antonio Castro Leal en su prólogo a Angelina– en enero de 1865 se mudaron a México donde pasó al Colegio de Infantes de la Colegiata de Guadalupe. Ahí sólo completó su instrucción primaria, pues tuvo que abandonarlo en febrero de 1866 debido al sitio de la capital de las tropas republicanas.
Delgado regresó entonces a Orizaba con su familia, cuyo paisaje, de acuerdo con Francisco Sosa en su prólogo a Cuentos y notas, era muy diferente al que habían conocido a consecuencia de las guerras civiles. En mayo de 1868 ingresó en el Colegio Nacional de Orizaba, dirigido a la sazón por el literato Silvestre Moreno Cora, donde realizó sus estudios preparatorios y en el que pasó de alumno a profesor, pues desde 1875 impartió las cátedras de geografía, historia universal e historia especial de México. Sosa atribuye a Delgado el mérito de haber sido "el introductor de la geografía histórica". Debido a lo exiguo de sus emolumentos, Delgado alternó la docencia con la dirección de varios establecimientos de instrucción primaria, al tiempo que cultivaba los estudios literarios y la producción de su obra artística. Sobre los estudios literarios de Delgado, Sosa explica que el autor de La Calandria conocía muy bien la literatura mexicana, "con especialidad a los autores costumbristas"; asimismo, agrega que Delgado frecuentó también el estudio de la apología católica y la literatura dramática –que incluso cultivó, según se verá más adelante–, por lo que estudió el teatro griego, el latino, el francés y el italiano; también se acercó a los dramaturgos alemanes, así como a Shakespeare, aunque, aclara Sosa, "no en la lengua original". "Todos esos estudios –precisa Sosa– los hizo bajo la dirección amistosa, querida y respetada del señor Moreno Cora, quien siempre puso a su disposición su rica biblioteca".[1]
Dedicó su vida a la enseñanza y la literatura. Salvo un breve periodo que pasó en Jalisco ejerciendo el cargo de director general de Educación Pública de ese estado, a invitación de José López Portillo y Rojas, su existencia transcurrió en el estado de Veracruz. Murió en Orizaba el 20 de mayo de 1914.
Pese a su modestia y a haber permanecido relativamente alejado de los círculos literarios establecidos en la capital, Delgado mereció el respeto de sus contemporáneos, quienes elogiaban la corrección de su estilo y la gran exactitud de sus descripciones. Tal es el caso de Amado Nervo, quien en un texto titulado "Rafael Delgado" proporciona una valiosa descripción física del novelista, al tiempo que da muestras de la admiración.
No sólo Amado Nervo tenía en tan gran estima al autor de La Calandria; se sabe que éste cultivó la amistad de otros insignes escritores, como Salvador Díaz Mirón, Federico Gamboa, Joaquín Arcadio Pagaza, José López Portillo y Rojas, Silvestre Moreno Cora, entre otros, con lo cual demostró su convicción de que en cuestiones artísticas no valían banderías políticas y que, según se lee en un pasaje de Angelina, los escritores debían ser "todos amigos sinceros en literatura y en arte".
Sin duda, es posible rastrear esta convicción en el hecho de que, a lo largo de su vida, Delgado participó en numerosas publicaciones y empresas literarias de carácter no sólo distinto, sino incluso opuesto. Acorde con su vocación magisterial, fue corresponsal, en Morelos, de la Academia Mexicana –hoy de la Lengua–, Correspondiente a la Española; fue miembro del Liceo Mexicano Científico y Literario, cuyo principal animador era Altamirano (de donde puede deducirse la orientación de sus propósitos); formó parte del Liceo Altamirano; participó en la Academia de Literatura Española del Seminario Palafoxiano; y, finalmente, fue uno de los miembros más destacados de la Sociedad Sánchez Oropeza, con sede en Orizaba. En contraste, además de haber sido colaborador en los órganos de difusión de las asociaciones citadas, Delgado publicó diversos artículos y composiciones literarias en dos revistas que fueron medio de expresión del modernismo en sus dos etapas: la Revista Azul y la Revista Moderna. Incluso, en la nota publicada por El Nacional en 1898, donde Tablada anunció la realización de su proyectada revista, figuraba Rafael Delgado como uno de sus redactores.[1]
Rafael Delgado dejó muestras de su talento en pocas pero significativas obras. Como ocurrió con muchos escritores de la época, se inició con el género poético, que cultivó sobre todo en su juventud, en piezas de circunstancias, poemas dedicados a amigos cercanos o editadas en publicaciones periódicas. Asimismo, en lo que Emmanuel Carballo considera sus "años de aprendizaje", Delgado frecuentó el género dramático; escribió La caja de dulces y Una taza de té (paráfrasis de una obra francesa), ambas representadas en 1876, y, posteriormente, el monólogo Antes de la boda, estrenado en 1885 y que “alcanzó entre ese año y 1900 cinco ediciones”; finalmente, en 1879 tradujo El caso de conciencia, de Octavio Feuillet. Por lo que toca a la crítica literaria, escribió unas Lecciones de literatura en dos tomos (el primero publicado en 1904 y el segundo, póstumo, en 1953), así como algunos trabajos críticos en su calidad de miembro de la Sociedad Sánchez Oropeza; entre dichos trabajos destaca su “Discurso en el tercer centenario del Quijote” (1905), “el estudio sobre Don García, el personaje de La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón, y el juicio sobre el Hamlet de Shakespeare”.
En la novela, donde adquirió merecida fama, destacó con tres importantes obras: La Calandria, publicada en 1890 en la Revista Nacional de Letras y Ciencias. De acuerdo con Pedro Caffarel Peralta, la segunda edición de esta obra apareció en 1891 con el sello de la Tipografía Católica de Pablo Franch, en Orizaba; a ésta siguieron dos ediciones más: una en la editorial Biblos en 1916, y otra por la editorial La Razón en 1931. En 1995 Manuel Sol publicó una edición crítica de esta novela, en la Universidad Veracruzana; actualmente, la edición más asequible está en la colección Sepan Cuantos de Porrúa. Destacó también con Angelina, publicada en las páginas de El Tiempo, en su edición dominical ilustrada, en 1893. Posteriormente, se publicó en 1920, por la Casa Editorial Maucci, de Barcelona, con un prólogo de Ventura García Calderón. La publicación más reciente y conocida de esta obra en México es la de Editorial Porrúa en la Colección de Escritores Mexicanos, número 49, cuya primera edición data de 1947. Finalmente, Los parientes ricos, cuya primera edición apareció en el Semanario Literario Ilustrado entre 1901 y 1902. La segunda edición de la novela se incluyó en la Biblioteca de Autores Mexicanos de Victoriano Agüeros, en 1903; la tercera edición apareció en Alborada, semanario de literatura de Orizaba, y la cuarta se publicó en la Colección de Escritores Mexicanos de Porrúa en 1944. Asimismo, en 1986 la novela se recogió en el tomo ii de las Obras de Delgado que editó María Guadalupe García Barragán en la Biblioteca del Estudiante Universitario de la unam (número 106). Junto con la de Porrúa, es la edición más asequible en la actualidad. Además de las tres novelas descritas, Delgado dio a las prensas la novela corta Historia vulgar (1904) y un volumen de cuentos titulado Cuentos y notas (1902). De acuerdo con Pedro Caffarel Peralta, la primera edición de Historia vulgar apareció en El País en 1904; ese mismo año, una segunda edición corrió a cargo de la Compañía Editora Católica. Junto con algunos poemas y cuentos, esta noveleta se recogió en el tomo i de las Obras de Delgado que editó García Barragán. En cuanto a Cuentos y notas, se publicó por vez primera en la Biblioteca de Escritores Mexicanos de Victoriano Agüeros, en 1902. En 1942 Francisco Monterde publicó una selección (bajo el título Cuentos) en el número 39 de la Biblioteca del Estudiante Universitario, y en 1966 Pedro Caffarel Peralta editó el volumen completo en el número 69 de la Colección de Escritores Mexicanos de Porrúa.
Por lo que toca a los juicios críticos relativos a la producción literaria de Delgado, puede notarse que hay un acuerdo en calificarla como realista, aunque existen ciertos matices dignos de ser destacados. Enumero aquí las opiniones más importantes.
Al emprender la revisión de la novela realista mexicana, Joaquina Navarro no dudó en considerar a Delgado como uno de sus exponentes más distinguidos. Entre las razones que proporcionó, esta autora destacó la sencillez de los argumentos de sus novelas y el hecho de que éstos aparecieran ceñidos a determinados episodios de la vida cotidiana (particularmente de la clase media), lo que alejó al autor de enfrentarse con complicaciones imaginativas u originales, un rasgo característico de la escuela realista. Por otro lado, Navarro rechazó la posibilidad de calificar de costumbrista la novelística de Delgado, puesto que los pasajes de sus novelas que pudieran recibir tal título no son suficientes para apuntalar esa opinión; además, cuando los cuadros de costumbres aparecen llevan una clara intención, por parte del autor, de destacar su valor folclórico, y aunque bien entretejidos en la narración, no pierden su independencia respecto de ella. En consecuencia, Delgado pertenece, de acuerdo con esta autora, a la escuela realista mexicana.
Por su parte, partiendo de un artículo de Antonio Castro Leal, en el artículo “El realismo de Rafael Delgado” (1953), José Mancisidor opinó que Delgado fue un heredero del realismo español, circunstancia que lo alejó del que ejercieron Balzac o Zola. Al mismo tiempo, consideró que su novelística tuvo una importante influencia del romanticismo francés. Todo esto lo llevó a concluir que Rafael Delgado fue “realista en la forma y romántico en el fondo”, sin que eso le reste el mérito de haber sido “uno de los creadores del realismo formal en la novelística mexicana”.
De esta opinión fue Enrique Anderson Imbert, quien en su Historia de la literatura hispanoamericana dedicó escasas líneas a describir la producción del autor veracruzano, al que incluyó entre los cultivadores de la prosa narrativa de finales del siglo xix, junto con Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Payno, Emilio Rabasa, entre otros. En particular, de Delgado dijo que, “cuando quería ser realista, se lo impedía su excesivo sentimentalismo”. Igualmente, consideró que “un soplo romántico mantiene fresca la descripción de las costumbres regionales” en sus novelas más destacadas.
En la misma línea, Mariano Azuela en Cien años de novela mexicana (1947) llegó a la consideración de que Delgado rompió con la escuela realista imperante al plasmar una moral y una concepción del mundo que podría calificarse de maniquea.
Por su parte, si bien José Luis Martínez lo incluyó también dentro de la escuela realista en su ensayo “México en busca de su expresión”, opinó, de manera semejante a los críticos anteriores, que Delgado presenta una interesante fusión de romanticismo y realismo en sus novelas, puesto que para él ambos términos no ofrecían una contradicción ni en la literatura ni en la vida.
Finalmente, cito a uno más de los críticos que se alinearon en torno a esta clasificación, es decir, aquella que coloca a Delgado como un autor que entremezcló el realismo y el romanticismo en su obra. Me refiero a Antonio Castro Leal, quien al hablar de Angelina, en su artículo “El arte narrativo de Rafael Delgado” (1953) publicado en la Revista Mexicana de Cultura, consideró que en ella hay rasgos del romanticismo francés (derivados de la naturaleza autobiográfica de la narración) en estrecha unión con elementos provenientes de la escuela realista española (sobre todo en la transformación o maduración del protagonista, que adquiere las habilidades necesarias para desempeñarse en una sociedad instalada en el plano de la realidad).[3]
Ahora bien, una variante de esta última clasificación la proporcionó el crítico Rafael Ángel de la Peña en su “Estudio crítico de Angelina”, publicado en El Renacimiento en 1894, al proponer la aplicación del concepto de “idealismo realista” a la producción novelística de Delgado. Este concepto no es sino un justo medio entre dos actitudes: “el optimismo idealista y el pesimismo naturalista”, tal como lo ejemplificó Goethe en sus composiciones.
Finalmente, Ralph Warner en Historia de la novela mexicana en el siglo xix (1953), luego de destacar los méritos del novelista veracruzano, a quien consideró “el mejor estilista que ha tenido México en la novela del siglo pasado”, afirmó que Delgado fue un escritor moderno y ecléctico. Aunque Warner incluyó a Delgado entre los representantes del realismo mexicano, de su estudio se desprende una consideración de suma importancia, es decir, le atribuye una postura moderna que reinterpreta los aspectos tanto del realismo como del romanticismo.
Para proponer esta característica moderna de Delgado, Warner argumentó que el manejo de la psicología de los personajes en sus novelas es distinto del de las obras de sus contemporáneos, ya que, “con todo su mexicanismo, sus personajes no son meros figurines que llevan los vestidos de su país; son personas con vida interior que el novelista tiene la habilidad de dejarnos conocer. Respecto a la psicología, Delgado es un novelista moderno”.[4] Aunque Warner aceptó que Delgado “tiene esa observación exacta del mundo exterior que caracteriza a los realistas de todo el mundo”,[5] también encontró ciertas diferencias en el tipo de realismo que se halla en sus novelas, por lo que propuso usar el término ecléctico para definir su producción. En sus palabras:
Delgado no es realista ni romántico casual como sus contemporáneos. No sé que él haya empleado el término “ecléctico” en su sentido técnico literario. Por otra parte fácilmente se encuentra en sus novelas y en su texto, Lecciones de literatura (1904), su condenación de las malas prácticas del romanticismo. Mas, en un sentido vital, Delgado es un ecléctico: deliberadamente escoge un camino medio entre el realismo y el romanticismo, descartando las exageraciones de ambos y buscando lo que hay de bueno en cada uno.[6]
- Lumo Revo