2015 / 05 dic 2017
Inés Arredondo publica en 1979 Río subterráneo, segundo de sus tres libros de cuentos, bajo el sello editorial Joaquín Mortiz en la colección Nueva Narrativa Hispánica, cuyo tiraje fue de 4000 ejemplares y con el que a los pocos meses obtiene el Premio Xavier Villaurrutia. Al igual que en La señal (1965), Huberto Batis redacta la solapa de Río subterráneo, donde además de ofrecer al lector un primer encuentro con el mundo literario de Inés Arredondo, tiende puentes temáticos entre ambos volúmenes. Casi diez años más tarde, Río subterráneo es reeditado por la Secretaría de Educación Pública (SEP) en 1986 como parte de la segunda serie de Lecturas Mexicanas, luego es incluido en sus Obras completas (1988), editadas por Siglo xxi y la Dirección de Investigación y Fomento de la Cultura Regional (DIFOCUR), y en sus Cuentos completos, compilados por el Fondo de Cultura Económica en 2011.
Integrado por 12 cuentos –“Las palabras silenciosas”, “2 de la tarde”, “Los inocentes”, “Las muertes”, “Orfandad”, “Apunte gótico”, “Río subterráneo”, “Año nuevo”, “En Londres”, “En la sombra”, “Las mariposas nocturnas”, “Atrapada”– y unificados alrededor del que da nombre a la obra, el volumen está dedicado a Carlos Ruiz. La mayoría de los relatos fueron pensados para editarse juntos, en principio se publicaron en revistas y suplementos culturales del país, a excepción de “Las mariposas nocturnas”.
Si bien, tanto en La señal como en Río subterráneo encontramos temas en común que definen la cuentística de Arredondo –la muerte, el amor y su imposibilidad, la triangulación del deseo, el incesto, la pasión destructiva, el mal, la pureza, la inocencia, las relaciones tormentosas, la mirada, la perversión, lo siniestro, la locura– y que siempre colocan a sus personajes en experiencias límite, en este segundo libro la autora profundiza en la degradación y corrupción de éstos. Como se deja ver en el título, los cuentos de Río subterráneo develan la zona oculta, el lado oscuro de la psique y el comportamiento de hombres y mujeres; lo anterior se expresa en la metáfora que sintetiza y simboliza un mundo prohibido, perverso, oculto y desgarrador. Así, no resulta gratuito que Inés Arredondo haya elegido ese título para englobar los cuentos de este libro.
En este sentido, sobresalen “Río subterráneo” –que da título al libro– y “Las mariposas nocturnas”, cuento más extenso de toda la narrativa de Inés Arredondo. El primero porque la metáfora del río remite también a esa otra zona “al lado del límite”, a la cara soterrada de una realidad que existe, pero que los personajes mantienen en secreto –locura, incesto, suicidio, traición, muerte, perversión, enfermedad– y cuya revelación desencadena la violación de un tabú, de la norma, la transgresión de una frontera, de lo permitido que se infiltra en el mundo de lo censurado y lo sagrado. El segundo, en tanto que enlaza La señal con Río subterráneo al recuperar y llevar más allá el tema del mal (las nociones del bien, de la maldad, de lo impuro, de la culpa, del pecado, del castigo) que ya antes había abordado, por ejemplo, en “La sunamita”, sin embargo entendido como el lado que complementa al bien en una relación dialéctica, en una coexistencia deliberadamente ambigua: el mal por el cual se accede a lo sagrado.
Bajo estos elementos –la revelación, los mundos interiores, la búsqueda del sentido y de otra espiritualidad a través de la carne, una postura frente al mundo y la literatura según la cual lo trascendental apunta a la transgresión–, además de otros factores en común, la obra de Inés Arredondo se inscribe en la poética de la generación de La Casa del Lago o de Medio Siglo.
Al igual que Rosario Castellanos, Elena Garro, Elena Poniatowska, Luisa Josefina Hernández, Margo Glantz y Cristina Rivera Garza, Inés Arredondo es considerada como una de las fundadoras de la narrativa femenina del siglo xx. Junto con Guadalupe Dueñas y Amparo Dávila abrió diversos caminos de la vida cultural de México para la siguiente generación de escritoras.
Inés Arredondo y sus contemporáneos
La producción de Inés Arredondo se inscribe en la Generación de Medio Siglo, particularmente dentro del grupo de la Revista Mexicana de Literatura, si bien otros críticos utilizan el nombre de Generación de la Casa del Lago para referirse a este conjunto de escritores –Tomás Segovia, Juan García Ponce, Huberto Batis, Juan Vicente Melo, Salvador Elizondo, entre otros– que comienza a publicar a principios de los años cincuenta, cuyo antecedente inmediato fue Agustín Yáñez con Al filo del agua (1947) y cuyas influencias esenciales compartidas fueron la propuesta de Octavio Paz en El arco y la lira. Varias instituciones apoyaron el desarrollo de sus integrantes, como el Centro Mexicano de Escritores y la Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México. En el caso de Inés Arredondo, fue becaria del CEM en el periodo 1961-1962; participó en el proyecto Voz Viva de México, en el que grabó "La Sunamita"; publicó sus primeros cuentos (“El membrillo”, “Estar vivo” y “Los inocentes”) en la Revista de la Universidad de México; y trabajó en el Departamento de Información de la Prensa Universitaria. Diversos medios impresos del país, como Medio Siglo, La Palabra y el Hombre, S.nob, México en la Cultura, La Cultura en México, Cuadernos del Viento y Revista Mexicana de Literatura publicaron numerosas colaboraciones del grupo.
Esta generación se definió también por adoptar una postura cosmopolita y plural contraria a la tendencia nacionalista de los años cuarenta, pues el panorama cultural en la década de 1950, como apunta Armando Pereira en La generación de medio siglo. Un momento de transición de la cultura mexicana, experimentó una serie de cambios importantes: se pierde el interés por el movimiento revolucionario y los temas de índole social en todas las esferas artísticas (pintura, música y literatura). Mientras el muralismo comienza a declinar frente a las nuevas manifestaciones pictóricas vanguardistas, la música, que hasta ese momento exaltaba el nacionalismo, empieza igualmente a girar hacia expresiones de vanguardia. En cuanto a la literatura, el discurso nacionalista pierde fuerza y en su lugar ingresa una gama de temas urbanos y cosmopolitas.
No hay que olvidar, como indica Julia Tuñón, en “Nueve escritoras, una revista y un escenario: cuando se junta la oportunidad con el talento”, el lapso entre 1940 y 1970 se distinguió por el crecimiento, la modernización y la estabilidad política.[1] Si éstas eran también características del período previo –los sexenios de Manuel Ávila Camacho (1940-1946) y de Miguel Alemán (1946-1952) cimentados en un proyecto de desarrollo nacional con base en la industrialización–, ahora llegan a su apogeo. La influencia norteamericana se apreciaba en todos los terrenos y el “nacionalismo revolucionario”, que se había considerado integrador de la nación, dio paso a un “nacionalismo sentimental” típico de un país que ya no era tradicional, pero tampoco era moderno, que rechazaba el folclore en aras del cosmopolitismo y tenía la obsesión de la estabilidad política. Las clases medias no querían verse a sí mismas como parte del folclore, cuando las influencias estadounidenses penetraban cada vez más en todas las áreas de la vida. Estados Unidos era más poderoso que nunca después de la Segunda Guerra Mundial.
Siguiendo con Julia Tuñón, a partir de 1968, la cultura oficial se criticaría por solemne y autocelebratoria, por un carácter decorativo en el que existió la censura y la autocensura: se entraba a los terrenos de la llamada contracultura, que cobijó manifestaciones de muchos órdenes.[2] Muchos territorios culturales que se mantenían frenados se abrieron a la experimentación y empezaron a surgir obras novedosas que hacían gala de su vanguardismo.
Como apunta Armando Pereira en Narradores mexicanos en el transición de medio siglo (1947-1968):
un México nuevo estaba naciendo en la década de los cincuenta, con intereses propios, con preocupaciones distintas, pero sobre todo sin el menor sentimiento de culpa por lo que dejaba atrás. Su desprendimiento del pasado le permitiría prefigurar un proyecto cultural hasta entonces inédito, en el que su vocación de universalidad, aunque no borraba las profundas raíces que lo ligaban a su historia y a sus tradiciones, le otorgaba la posibilidad de imaginar escenarios y problemáticas diferentes, recurriendo para ello a estrategias discursivas –técnicas, estructuras, léxicos, etc.– que abrían un campo fértil a la investigación y a la exploración, a la innovación y a la originalidad. Una nueva sensibilidad, entonces, se imponía en todo el ámbito cultural [...] desde ahora se trataba de un mexicano configurado por esa gran urbe, que ya a mediados del siglo pasado comenzaba a cernirse, y que le imponía preocupaciones y búsquedas nuevas, no muy distinto de ese sujeto urbano que recorría las calles de Londres, París o Nueva York. El arte y la literatura, a partir de los cincuenta, no haría más que responder (y contribuir a conformarla) a esa nueva sensibilidad que, más que anclarse en el pasado, exigía un futuro distinto.[3]
En términos generales, Claudia Albarrán caracteriza en Luna menguante el perfil de la generación de escritores a la que perteneció Inés Arredondo de la siguiente manera: 1) la adopción de una postura contraria a ciertas tendencias nacionalistas de los años cuarenta, sustentada en el cuestionamiento de los presupuestos de la Revolución mexicana y en la denuncia de las promesas revolucionarias incumplidas por parte del gobierno; 2) el cosmopolitismo, gracias al cual se fomentó y enriqueció una labor cultural con pocos precedentes en la historia nacional; 3) el pluralismo, que implicó la apertura de sus miembros al quehacer cultural y literario de otros países; 4) el apoyo de sus integrantes a otros jóvenes intelectuales y escritores tanto nacionales como extranjeros, quienes marcan otros rumbos y puntos de vista sobre el quehacer literario de México a la sociedad de los años sesenta; 5) su actitud crítica, que ejercieron en diversas revistas del país, ante la cultura en general, sobre todo, ante los escritores anteriores y algunas instituciones en particular; 6) finalmente, el apoyo que recibieron por parte de diferentes editoriales, como la Imprenta Universitaria de la UNAM, Ediciones Era, Empresas Editoriales, Editorial Joaquín Mortiz, Fondo de Cultura Económica y la editorial de la Universidad Veracruzana, entre otras.
De los 12 relatos que conforman Río subterráneo (1979), sólo “En la sombra” fue escrito antes del periodo 1965-1974. Aplazado cinco años por la editorial Era y rechazado por Grijalbo, este segundo libro de Inés Arredondo obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia –cuyo jurado fue conformado por Amparo Dávila, Luis Mario Schneider, Francisco Zendejas y José Luis González Coiscou– a los pocos meses de haber sido publicado por la editorial Joaquín Mortiz en la Colección Nueva Narrativa Hispánica; precedido 14 años por La señal (1965) y sucedido casi 10 años por Los espejos (1988), cada uno de los 12 cuentos que integran Río subterráneo, según Beatriz Espejo en "Inés Arredondo o las pasiones desesperadas”:
está dedicado, como si dejara una herencia. “Los inocentes”, “Las muertes” han llamado poco la atención de sus estudiosos; “En Londres” recoge sucesos antiguos sobre un revolucionario mexicano. “Orfandad” interpreta un sueño, entra en las zonas más densas del subconsciente y se autodescribe como una mutilada a la que sus parientes no entienden.
En el relato con que abre Río subterráneo, “Las palabras silenciosas”, se nos presenta a un chino en suelo mexicano, extranjero en la realidad social del pueblo, pero en comunicación íntima con la naturaleza. Dedicado al campo, al perder sus tierras, opta por el suicidio. El segundo cuento, “Dos de la tarde”, es una crónica de un instante, de una situación compartida entre dos personajes anónimos, él y ella, ambos oficinistas, esperando el camión. “Los inocentes” muestra el devenir psicológico de una madre cuyo hijo es asesinado. “Las muertes” es una comparación entre dos tipos de muertes: una, común, absurda, accidental; otra, de un guerrillero. En “Orfandad” la narradora es una mujer mutilada que nos cuenta un sueño y su despertar grotescos. “Apunte gótico” recrea el ambiente de la literatura gótica y deja entrever una relación incestuosa entre padre e hija. “Río subterráneo”, historia de una familia que sufre de una locura subterránea hereditaria; la narradora, en una carta, relata cómo ésta se apropia gradualmente, como marcados por el destino, de Pablo, Sergio y Sofía, para salvar al lector, el último de la estirpe. “Año nuevo”, instante de reconocimiento sin palabras, sólo con la mirada, entre un hombre y una mujer anónimos en el metro de París. “En Londres”, de nuevo, la mirada y el reconocimiento mutuo, pero esta vez entre dos seres que se aman a primera vista. “En la sombra”, una mujer cuyo marido no la ve, entonces, en busca de una mirada que la avale, ésta sale al parque, donde tres vagabundos la miran. “Las mariposas nocturnas”, un trío amoroso que transgrede cualquier norma entre un hacendado rico, don Hernán, Lótar, su sirviente y Lía, una virgen comprada. “Atrapada”, cuento con que cierra el libro, es la historia de una mujer subyugada por un marido liberal, de ideas “modernas”.
Claudia Albarrán comenta en Luna menguante que entre los relatos de La señal y Río subterráneo existen hilos temáticos en común, pues la mayoría de las historias del segundo “son la consecuencia lógica, y a la vez trágica, que se impuso a quienes, desde La señal, se desviaron de la norma y optaron por seguir una ruta distinta a la permitida en el jardín del edén [...] la traición, la venganza, la enfermedad, el suicidio, el abandono, la mutilación, la muerte, la locura”.
De acuerdo con Beatriz Espejo, en “Inés Arredondo o las pasiones subterráneas”, la cuentista:
No tuvo modelos entre los escritores mexicanos. Admiraba El apando de José Revueltas y entre el aire bajo tierra de Rulfo y el mundo con sonido cristalino de Juan José Arreola prefería el segundo por su hilado sugestivo y preciso. Segura de que el quehacer cultural es un desafío contra los demás, ensalzaba a Simone Weil. Era lectora apasionada de la literatura italiana y alemana. Calificaba José y sus hermanos de Thomas Mann como la obra más bella hecha sin mensaje ni tendencia, salvo la de rescatar una belleza inmarcesible; pero, cuentista de raza, buscaba la frase necesaria y la rapidez de la acción.
Sin embargo, es posible rastrear en los cuentos de Río subterráneo ciertos ecos, entre otros, de El castillo de Otranto, de Horace Walpole, en “Apunte gótico”; la Biblia, el Génesis y el Antiguo Testamento así como una recreación de mitos clásicos –Pandora, Pigmalión– en “Las mariposas nocturnas”; y La caída de la Casa de Usher, de Edgar Allan Poe, para el caso de “Río subterráneo”.
A decir de Sara Poot en “Primicias feministas y amistades literarias en México del siglo xx”, Inés Arredondo, junto con Luisa Josefina Hernández, María Luisa Mendoza, Amparo Dávila y Julieta Campos, aporta a la Generación de medio siglo “una textualidad a ‘los privilegios de la vista’ y otras textualidades más, soterradas y que emergen a la primera provocación de la lectura”.[4]
Y, si bien, Raquel Gutiérrez Estupiñán agrupa a Inés Arredondo bajo el rubro de narradoras de los años 60, al lado de Josefina Vicens, Emma Dolujuanoff, Rosario Castellanos, Elena Garro, Luisa Josefina Hernández, Guadalupe Dueñas y Amparo Dávila,[5] sólo dos libros de autoría femenina se publicaron en el mismo año que Río subterráneo: Muros de azogue (1979), de Beatriz Espejo y El miedo de perder a Eurídice, de Julieta Campos; en contraste encontramos Manifestación de silencios, de Arturo Azuela; Giros de faros, de Alberto Blanco; Pretexta, de Federico Campbell; Las glorias del gran Púas, de Ricardo Garibay; Dos crímenes, de Jorge Ibargüengoitia; El evangelio de Lucas Gavilán, de Vicente Leñero; Caza mayor, de Eduardo Lizalde; Sastrerías, de Samuel Walter Medina; Los ángeles enfermos, de Agustín Monsreal; Los dioses perdidos y Abril y otros poemas de Carlos Montemayor; Cerca de lo lejos, de Elías Nandino; El ogro filantrópico e In/mediaciones de Octavio Paz; Al cielo por asalto, de Agustín Ramos; y El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata.
De lo soterrado: locura y muerte en Río subterráneo
A decir de Giovanna Minardi en “La mirada en los cuentos de Inés Arredondo”, bajo la superficie textual, en apariencia transparente, de los 12 cuentos de Río subterráneo, fluye:
un río caudaloso de pasiones e instintos ocultos. Lo fantástico incursiona en la dimensión ficcional y desvía los acontecimientos hacia lo imprevisible y heterogéneo. El deseo, fantasmáticamente reencarnado, el mal, el incesto, la locura, el poder maléfico del ojo, la seducción de una mirada son, desde el punto de vista temático, algunos de los sedimentos que deja el río subterráneo al aflorar a la superficie de unos textos estructurados dialécticamente según el esquicio ojo-mirada, esquicio que se resuelve finalmente en un gesto onírico: la mirada remite siempre a un más allá, que el ojo no ve, pero desde donde es mirado. En los relatos de Río subterráneo se describen, se atrapan y se da forma a múltiples miradas, las cuales, como en un infinito juego de espejos, apuntan a un vacío abismal, donde todo movimiento se detiene. La referencia teórica al psicoanálisis se impone en forma casi inevitable, siendo así que la mayor parte de los relatos escenifican protofantasías como la de la escena originaria, la de la seducción del adulto y la de la castración.[6]
Aunque Leda Rendón en “Los fantasmas de Inés Arredondo” afirma que “casi todos sus relatos están ubicados en provincia y develan la presencia de un Dios sadomasoquista y morboso que condena a los hombres por diversión”,[7] en el caso de Río subterráneo, más de la mitad se sitúan en la ciudad –“2 de la tarde”, “Los inocentes” “Los muertos”, “Año nuevo”, “En Londres”, “En la sombra”, “Atrapada”– y dos en espacios indeterminados –“Orfandad” y “Apunte gótico”–. Las atmósferas de la mayoría de los cuentos de Río subterráneo –a diferencia de La Señal, donde los relatos oscilan entre los entornos abiertos y los cerrados– se mantienen en lugares interiores, claroscuros de las habitaciones o las tinieblas donde se incuba la soledad y un tiempo difuso, representaciones de la opresión o liberación de los individuos que los habitan. En este sentido, los temas y las situaciones ocurren en el interior de los personajes, lo que implica un tratamiento psicológico más agudo de éstos y sus percepciones.
Fabienne Bradu comenta, en “La escritura subterránea de Inés Arredondo”, que resulta difícil sopesar hasta qué punto impacta o no la anécdota, el tiempo o el espacio en los cuentos de Arredondo, pues a final de cuentas, en su mayoría resultan intercambiables, dado que una marca contundente en la memoria del cuerpo de los personajes detiene el tiempo y corta el espacio.[8] Es decir, en la narrativa de Arredondo o todo se queda pasmado o todo se rompe de pronto a causa de un acontecimiento que “se inscribe [–en palabras de Esther Seligson–] en una dimensión cuyo presente es su fugacidad hacia lo Absoluto, donde cada gesto, cada palabra, cada movimiento ha quedado fijo y agrandado como bajo un vidrio de aumento, atrapado en un espejo, en una imagen instantánea que se conserva inalterable”.[9] Incluso, como advierte Claudia Albarrán en Luna menguante, aunque en algunos relatos de Río subterráneo, “En Londres” o “Las mariposas nocturnas”, “Dos de la tarde" o “En la sombra”, suceden en distintas ciudades, avenidas y parques, los escenarios no desempeñan un papel tan marcado como en La señal.
Variaciones sobre un mismo tema –como apunta Giovanna Minardi–, en su mayoría el narrador de los cuentos de Río subterráneo presenta los hechos desde su punto de vista y, en consecuencia, es el focalizador. El yo narra, percibe y actúa, pero distanciado temporalmente del yo que experimentó o fue testigo de los hechos, para poder presentarlos con un tono “objetivo”, “crudo”, que raya en el realismo. “En ocasiones, el yo de la enunciación, focalizador de los acontecimientos, parece hablar desde la perspectiva de una mirada que ya no es visura, sino más bien, envés de una conciencia. Conciencia que ‘ve ver-se’”.[10]
Podría decirse, como indica Claudia Albarrán, que una mitad de los cuentos de Arredondo están narrados por mujeres, mientras que la otra, si bien corre a cargo de un narrador omnisciente o de una voz masculina, trata algún tema relacionado con las mujeres. Por supuesto, también encontramos otros hilos temáticos que exploran problemáticas para la condición humana en general, como la posibilidad o imposibilidad de las relaciones de pareja; el rechazo, la aceptación o el descubrimiento de la sexualidad de los personajes, sean éstos masculinos o femeninos; su enfrentamiento con la muerte, el dolor y otras situaciones límite, como la locura, la perversión y la maldad. En “Las muertes”, por ejemplo:
Lo perturbador es que se trata de un asunto estético.
No quiero que se me malinterprete: no estoy hablando del cadáver o de lo macabro, ni de justicia o asesinato. Lo comprendí esta mañana cuando me irritó el dolor y el estado nervioso de Ángela ante un hecho, por lo menos, similar. No me conmovió lo que me contó ni el que saliera apresuradamente de mi despacho para ocultar las lágrimas cuando le dije “Eso sólo les pasa a los tontos y a los borrachos”. No, no se trataba de la barbarie, sino de la forma, del estilo de la barbarie [...] En mi casa, dentro de mi propia casa habían irrumpido e invadido todo de horror: el cadáver desnudo, hinchado, cosido en línea recta del vientre a la garganta, después de haber sido abierto en canal. Un cadáver que se exhibe por todos lados para que se vea que no tiene balazos.
Cualquier ser sensato hubiera apagado su televisor. Yo no hice eso.[11]
Río subterráneo, al igual que la mayoría de los cuentos en La señal y Los espejos, recrea –a decir de Gabriela Martínez Zalce en Una poética de lo subterráneo– “cotidianidades distintas, habitadas por seres distintos que asumen su destino, se marginan y se encierran en un mundo aparte”.[12] Angélica Tornero, en El mal en la narrativa de Inés Arredondo, llega a la reflexión de que:
En la narrativa de Arredondo, el lector se confronta con personajes que relatan historias, pero que difícilmente se dejan asistir, absolutamente, a partir de identidades irrestrictas. Más bien, la experiencia de lectura consiste en comprender la complejidad de la constitución de la subjetividad; es decir, en estos cuentos se expresa la imposibilidad de pensar al yo de manera fija y permanente. Los finales de las historias tampoco introducen la certeza; hay sólo movimiento constitutivo, formas diferenciadas de manifestación de los yoes. Para el lector, me parece, es ésta la experiencia de constitución de su propia identidad.
Una característica compartida en la mayoría de los protagonistas, no sólo en Río subterráneo, sino también en toda la cuentística de Arredondo, a decir de Claudia Albarrán en “Para levantar las alas: aproximaciones a las mujeres de Inés Arredondo”, “es la soledad como condición existencial, un estado insuperable, connatural por el simple hecho de haber venido al mundo, pero que se ve doblemente agudizada por los otros seres que las rodean y adquiere matices como el aislamiento, el abandono, el desarraigo, el autoexilio interior”. Al respecto, en "Inés Arredondo. Necesidad inaplazable de la escritura", Mario Saavedra señala:
Personajes terriblemente angustiados, bajo el peso de una nostalgia cuyas razones también se desconocen, apresados bajo el yugo de depredadoras relaciones, los entes que pueblan la obra de Inés Arredondo están tras la búsqueda infructuosa de un algo o un alguien al que tampoco se le ve rostro preciso. Víctimas de un abandono casi metafísico, todo posible encuentro sólo amplía esa in-aprehensible sensación de vacío.[13]
Los narradores, en primera persona u omnisciente, suelen ubicarse en un espacio enfermizo, un espacio oscuro “donde han quedado solos, por voluntad propia o por el abandono de otros. Alejados física o afectivamente de familiares, amigos, amantes, los personajes se enfrentan a sus miedos o a un destino trágico”, según Gilda Rocha Romero en “El compromiso con la palabra en la narrativa de Inés Arredondo”.[14]
A esta característica se liga la orfandad, que justo marca a los protagonistas, relacionada con la experiencia extrema de abandono que sufren los protagonistas. “En Londres”, por ejemplo:
Era una huérfana, siempre lo fui, porque no recuerdo a mis padres. Mis hermanos habían estudiado en Londres, en otros tiempos, y tenían relaciones aquí. Mis hermanas hablaban y escribían tres idiomas, eran bonitas y poseían una caligrafía aristocrática que era muy apreciada. Todos se colocaron bastante pronto, bueno, bastante en unos meses, en una estación quizá. Sí, en una estación, porque cuando las grandes nieblas, ellos traían la leche y el pan. Yo casi no salía.[15]
Los personajes siempre expresan su aislamiento mediante una palabra que exhibe el mal en su entorno. “Apunte gótico”, “Orfandad”, “Las palabras silenciosas” y “En la sombra” constituyen una muestra de esto, en el último cuento se escribe:
Impura y con un dolor nuevo, pude levantarme al fin cuando el sol hizo posible otra vez el movimiento, el tiempo, y ante la mirada despiadada y sabia de los pepenadores caminé lentamente, segura de que esta experiencia del mal, este acomodarme a él como algo propio y necesario, había cambiado algo en mí, en mi proyección y mi actitud hacia él, pero que era inútil, porque entre otras cosas, él nunca lo sabría.[16]
El narrador construye y caracteriza a los protagonistas por medio de las trayectorias de sus conciencias que, parafraseando a Gabriela Martínez Zalce, bucean en zonas prohibidas y se pasean en el límite del abismo, pero encerrados físicamente “en espacios simbólicos que rayan en lo mítico, rodeados de objetos que adquieren peso por su relación con momentos de su existencia, abiertos al descubrimiento del mundo paralelo, ése donde lo irracional, la locura, el amor y la muerte son el acceso a lo absoluto”, indica Giovanna Minardi.[17] La identidad de los personajes se constituye en la relación que establecen con los otros a partir de los diálogos y de las impresiones psicológicas que experimentan dentro de un marco de acciones. Esther Seligson observa:
Paisajes internos que se corresponden con, y reflejan, las descripciones ‘realistas’ del panorama exterior; imbricación de dimensiones, más que entramadas, abrochadas en una especie de succión como tentáculos contra tentáculos, mundos sin centro, [...] a la manera de algunos grabados de Escher cuya ambigüedad transmite una sensación de crueldad y de amenaza.
La estrategia consiste en insertar a los personajes en otros mundos, ajenos, descontextualizarlos, distanciarlos de sí mismos colocándolos en nuevas situaciones: mundos de otros, ámbitos sórdidos, oníricos, místicos o sobrenaturales, enmarcados, la mayoría de las veces, por el delirio, lo que los orilla a apropiarse de un discurso diferente, a reconfigurar su identidad en relación con el otro. La protagonista de “Atrapada”, por ejemplo, cambia totalmente su visión del mundo desde su primer día de matrimonio con Ismael:
Desperté temprano [...] Era extraño que Ismael estuviera dormido a mi lado, eran extraños el cuarto, el aire, la luz cálida. Me sentí insegura, arrojada a una playa desconocida y desierta. Titubeé antes de despertar a Ismael, pero necesitaba que abriera los ojos, que me mirara [...] Luego me besó en la boca y me pareció que la seriedad, la fiereza de sus ojos se materializaban con aquel beso. Me abandoné a su deseo. Poco después, todavía envueltos en aquel extraño silencio de los momentos de amor, y de nuevo en la playa salobre y árida, vi que alargaba la mano y cogía un cigarrillo.
—Mi vida, no vas a fumar antes del desayuno.
Suspendió el ademán y se quedó un momento vuelto hacia mí, sorprendido; parpadeó, se acomodó a mi lado y dulcemente me fue diciendo:
—Siempre lo he hecho, y por otra parte… no sé cómo decirlo… tú has ido al cine, has hablado con tus amigas, oído a gente cursi, pero tú y yo somos diferentes. Los motes, las palabras, dizque cariñosas que usan todos, están gastadas, no sirve, “mi vida”, “amor”, todo eso… ¿comprendes? –acariciaba mi mejilla–. Ahora no fumaré, si te molesta.
—No, no… fuma por favor.
[...]
Fuimos a vivir muy cerca del bosque, en el penthouse de un edificio que era suyo. Un departamento espacioso y moderno, con muebles bajos y pinturas abstractas. “Tienes que acostumbrarte a vivir entre objetos hermosos”, me dijo; comprendí.[18]
La narrativa de Inés Arredondo indaga en las zonas oscuras y profundas de sus personajes, hay una preocupación por descubrir y explicar una estructura social donde el sentido común y la moral ordenan un modo de vida en una realidad absoluta: los protagonistas de Arredondo prolongan los comportamientos, las creencias del lenguaje del hombre religioso. En palabras de Ana María González Luna en “La escritura como expresión del proceso de iniciación en Inés Arredondo”: “Si lo sagrado o lo profano son dos modos de ser en el mundo [...] en los cuentos de Arredondo se trata de una dimensión de la conciencia pero también de un modo de sentir el mundo”.[19]
A partir de una situación cotidiana, son dirigidos a una situación límite. Cuando éstos suponen haber encontrado la certeza, llega el momento de la revelación que, por supuesto, implica la caída, la confrontación y la consiguiente elevación, que finalmente produce el cambio profundo. En este sentido, es posible encontrar un principio organizador en la mayoría de los cuentos, no sólo de Río subterráneo, sino también de La señal y Los espejos: mostrar la existencia y su ambigüedad. “2 de la tarde” lo ilustra en unas cuantas líneas:
Silvio lo sintió y miró casi sin verlos el dedo manchado de tinta de ella y los calcetines rayados de él. No tenía sentido, pero por un instante todo cabía en un paisaje marino, en un aire y un tiempo perfectos.
Cuando el camión llegó, se acercó a la muchacha, debía de tener dieciocho años, y cuidadosamente la ayudó a subir. Ella lo miró sin sorpresa y le sonrió desde aquel mismo lugar soleado y claro, sin recuerdos ni ironías, que él había descubierto.
Y cuando ella se bajó y la vio perderse por las calles vulgares, no deseó volver a encontrarla ni amarla. Se contentó simplemente con aquella hora diferente, aquellas 2 de la tarde conquistadas.[20]
Siguiendo con lo dicho por Claudia Albarrán en “Para levantar las alas…”, “una propuesta fundamental en la narrativa de Arredondo es que no hay blancos ni negros, verdades absolutas, vidas y rostros definidos, creencias ni ideas fijas. La pureza y la impureza, el bien y el mal, la sombra y la luz, el orden y el caos son uno y lo mismo. Por eso, uno de los leit motives de sus protagonistas es la necesidad de ser, de existir, aunque sea en la ignominia”. Al enfrentarse a este cambio de identidad de los personajes, el lector, a medida que avanza en la lectura, se involucra en los avatares de éstos en un juego de afirmaciones y negaciones. “Ante las negaciones el lector debe concretizar para comprender; la estrategia de concretización consiste precisamente en recurrir a lo que es negado”, explica Angélica Tornero,
En Río subterráneo, la ausencia o exceso de una mirada, del otro, ubica a los protagonistas en el límite del abismo y la incomunicación, pues ésta remite a un más allá que el ojo no ve, pero desde donde es observado; “la pulsión escópica de un querer ver y un querer-darse-a-ver estructuran la mayor parte de los textos de Río subterráneo en todos los niveles: temático, diegético y discursivo”, según Ana Bundgard en “La esquizia ojo-mirada en Río subterráneo”.
Aunque al inicio los personajes forman parte de un contexto convencional claramente establecido, cuando entran en contacto –visual– con otros, se ven obligados a alejarse de su zona de confort debido a situaciones inesperadas, contingentes, hasta volverse ajenos a sí mismos, justo en el sentido de perder su identidad para reencontrarse de otro modo. Entonces alcanzan su liberación al revocar, paradójicamente, aquellos valores preestablecidos. La propuesta es deconstruir una subjetividad institucionalizada para reconstruir otra, que en la mayoría de los casos resulta negativa. “Atrapada” es una clara muestra de esto:
—Puedo porque estoy contaminada, porque soy otra.
—No, no quiero que seas otra más que la mía, la que yo conozco.
—Ésa no existe ya. Mírame ahora. La plenitud del deseo y del placer me han dado una realidad que no he tenido nunca, pero por eso precisamente soy dueña en este momento de toda mi historia. He llegado a una realización y eso es como llegar a una cima desde la que se ve mejor y se ve todo. No soy la niña que conociste, y ahora, aunque sea feliz, soy culpable. Somos amantes y cómplices… y me gusta que sea así.
—No te entiendo, lo que veo es que de pronto has cambiado y que me hablas, no a mí sino a otro...a él… ¡Te estás vengando de él!
[...]
Me vestí rápidamente y salí después de besarlo como a un amigo. Hice con él lo que Ismael conmigo, pero mi dueño no era Marcos, y así, con toda conciencia, aquella tarde volví a mi casa sin remordimiento ni nostalgias, a esperar y a sufrir al hombre de mi vida, al enemigo amado.[21]
La escritura de Inés Arredondo, si bien, es transgresora a diferencia de otras obras de la literatura mexicana e hispanoamericana del siglo xx que experimentan con el lenguaje, el tiempo, el espacio o la desaparición de la identidad, se caracteriza por la constitución de la identidad narrativa de sus protagonistas a partir de diferentes expresiones del mal. Como advierte Angélica Tornero: “Desde el punto de vista de la organización de la trama, los cuentos de Arredondo permiten al lector comprender la constitución de la identidad de los personajes, ya que éstos se narran o son narrados; es decir, en su configuración están incluidos los sentidos de principio y final”. El juego entre la palabra y la mirada define el ser de los protagonistas que según Gilda Rocha Romero:
parecen empantanarse en la búsqueda de una identidad [...] tropiezan con el estereotipo que margina y degrada; su discurso, así, se abre paso entre opiniones, prejuicios, ideas, razones, que los anulan y asfixian [...] Atrapados, huérfanos, hundidos en la sordidez, los personajes enfrentan un destino; su palabra adquiere fuerza porque, en realidad, lo que exhibe es la sordidez de la tradición heredada.[22]
“En Londres”, “Año Nuevo”, “2 de la tarde” y “En la sombra” comparten esta característica; si bien los dos primeros son la expresión más positiva de la mirada ejercida por el otro, el último es su más oscura manifestación. “En Londres”, la mirada de amor entre la protagonista y Armando le dice al otro “sin una palabra, sus sentimientos más recónditos”,[23] se encuentran y se comprenden; por el contrario, la protagonista de “En la sombra” no adquiere una identidad en la medida en que no ha sido reconocida por nadie (ninguno de los personajes posee nombre propio), ni por su marido –“él me veía y no me miraba [...] Estaba ensimismado, mirando en su fondo un punto encantado que lo centraba y le daba sentido al menor de sus gestos y a cuyo alrededor giraba el mundo en el que yo no existía”–;[24] así como no se da nombre a sí misma –“gusano inmolado”,[25] “menos que nadie”, “papel arrastrado por el viento”–[26] tampoco da nombre a los demás. La mirada resulta, entonces, el único medio de conocimiento y reconocimiento, para ello debe salir a la calle, al parque, en contra del encierro en que el esposo la mantiene, para que otros –unos pepenadores– la vean, y así, adquirir su identidad.
La importancia del lenguaje y la búsqueda de la palabra perfecta presentes en la obra de Arredondo aparece de manera más evidente en “Las palabras silenciosas” y “Río subterráneo”. Mientras el primero resulta una reflexión sobre el verdadero valor de las palabras y de ese otro lenguaje que es el silencio –el personaje Manuel, un chino que no puede escribir ni pronunciar bien el castellano, es consciente de que su “incapacidad” de articular las palabras es un “indicio seguro de imposibilidad de comprensión verdadera”–; en el segundo, la narradora busca las palabras precisas para “decir las cosas”, las expresiones “tibias que calientan la herida” que le sirvan de muro de contención, de escudo, para que la locura no contagie a su sobrino: “la escritura es un arma fundamental para sobrevivir, el límite que impide el desbordamiento del río, el antídoto perfecto contra la locura”, apunta Claudia Albarrán en “Inés Arredondo: el arte de saber decir y saber callar”.
En Río subterráneo es posible rastrear una serie de apropiaciones, entre otras, de El castillo de Otranto, de Horace Walpole; la Biblia, el Génesis y el Antiguo Testamento así como una recreación de mitos clásicos –Pandora, Pigmalión– y La caída de la Casa de Usher, de Edgar Allan Poe, sin contar el trasfondo teórico de autores como Sade, George Bataille, Antonin Artaud, Lautréamont, Ezra Pound, Robert Musil, Paul Válery, Maurice Blanchot, Jean Genet, Julian Green, Thomas Mann, Kafka y Faulkner.
“Apunte gótico”, por ejemplo, deja ver una evidente relación con el género gótico desde el título. Si se compara con el subtítulo de El castillo de Otranto, “no puede dejar de llamarnos la atención la similitud que existe entre ellos. A Gothic Story, muchas veces traducido como Historia Gótica, con 'Apunte gótico'”, escribe Adriana Sahagún en “Umbrales góticos y representaciones monstruosas en un cuento de Inés Arredondo”.[27] Otra similitud entre esta novela de Walpole y el cuento de Arredondo es que en ambas se encuentran de manera velada alusiones a una relación incestuosa entre la figura del padre y la hija:
Mi madre dormía en alguna de las abismales habitaciones de aquella casa, o no, más bien había muerto. Pero muerta o no, él tenía una mujer, otra, eso era la cierto. Era la causa de que mi madre hubiera enloquecido. Yo nunca la he visto.
Vi la blanca carne del brazo tendido hacia mí, tersa, sin un pelo, dulce y palpitando con el vaivén de la flama. Los dedos ligeramente curvos sobre la mano ofrecida apenas: abierta. Hubiera querido poner un pedacito de mi lengua sobre la piel tibia, en el antebrazo.[28]
Por supuesto, la presencia del gótico no es exclusiva de este cuento de Inés Arredondo, se encuentra también en “Mariposas nocturnas” y “Orfandad” en tanto el tratamiento del cuerpo: la transformación monstruosa que sufre el personaje:
Cuando abrí los ojos, desperté.
Un silencio de muerte reinaba en la habitación oscura y fría. No había ni médico ni consultorio ni carretera. Estaba aquí. ¿Por qué soñé en Estados Unidos? Estoy en el cuarto interior de un edificio. Nadie pasaba ni pasaría nunca. Quizá nadie pasó antes tampoco.
Los cuatro muñones y yo, tendidos en una cama sucia de excremento.
Mi rostro horrible, totalmente distinto al del sueño: las facciones son informes. Lo sé. No puedo tener una cara porque nunca ninguno me reconoció ni lo hará jamás.[29]
E incluso en “Río subterráneo” que, además de reunir casi la mayoría de los temas (incesto, origen maldito, destino trágico, locura, espacios simbólicos, transgresión, estados limítrofes) y formas recurrentes en la narrativa de Inés Arredondo, recuerda a La caída de la Casa de Usher, de Edgar Allan Poe.
“Las mariposas nocturnas”, por su parte, es un cúmulo y recreación de mitos, tanto bíblicos –la Biblia, el Génesis y el Antiguo Testamento– como clásicos –Pandora y Pigmalión. Mientras Don Hernán actúa como un Pigmalión, Lía se transforma en Pandora: gran parte del cuento, narrado por Lótar, describe el refinamiento de una primera mujer a la manera que Hefesto, Atenea, las Gracias y la Persuasión hicieron con Pandora:
Con toda naturalidad me dice:
—Lótar, ésta es Lía...
—Pero...
—Es Lía porque no puede ser Raquel. No hay Raquel para mí. Me conformo con Lía para que viva entre nosotros.
—Entre nosotros...
—Sí. Dale los buenos días por su nombre.
—… Buenos días, Lía.
La vida de Lía no fue lo que yo me había imaginado. Se la educaba en la más rígida de las disciplinas y se sometió a ella: a las siete de la mañana tenía que estar de pie y vestida, para que Pablo, el caballerango mayor, la enseñara a montar a caballo; luego el baño y volverse a vestir para el desayuno conmigo y las mañanas enteras con Monsieur Panabière en la biblioteca, a puerta cerrada. La comida y una hora de descanso. Pero no descansaba: sola, atravesaba el jardín y se metía en los umbrosos huertos, junto al San Lorenzo, donde todo era humus, hojarasca de los mangos, las “lichis”, los “cuadrados”, los “caimitos” [...] Después venía la clase de inglés, con Mr Walter, el jefe de máquinas del ingenio, y luego don Hernán en persona la enseñaba a erguirse, a caminar, a mover la cabeza en señal de agradecimiento, con encanto, sin decir palabras. [...] Luego, otro baño y a cenar conmigo. Por la noche estudiaba. Yo veía luz en su cuarto hasta la madrugada. Pero ella no se quejaba.[30]
En pocas palabras y, de acuerdo con Angélica Tornero, los cuentos de Río subterráneo “son crípticos, subterráneos como el río descrito; fluyen en dimensiones soterradas, desconocidas: se trata de experiencias de delirio y locura, de muerte. Aquí, la subjetividad se constituye mediante la exploración de lo otro como locura y experiencias extremas que conducen a la muerte literal o figuradamente”.
Desarrollo de la crítica y recepción
Sin duda, la buena acogida de su primer libro, La señal, dio a Inés Arredondo un cierto prestigio y seguridad, pero al mismo tiempo, de alguna forma motivó su compromiso, esfuerzo y rigor con la literatura, tanto que desde la publicación de Río subterráneo, la crítica lo aplaudió casi de manera unánime y se le otorgó en ese mismo año el Premio Xavier Villaurrutia en su versión número veinticinco. “Río subterráneo” y “Las mariposas nocturnas”, por ejemplo, hasta la fecha cuentan con una gran fama.
Las primeras reseñas no se hicieron esperar, la primera sería la de Francisco Zendejas en “Multilibros” del Excélsior, para quien “En un año no muy nutrido en la narrativa mexicana, el libro de Inés Arredondo es como un aviso de que esa prosa sigue viva y puede alcanzar el calificativo de excelente, aunada a un estilo muy personal y vivo, aun en lo que silencia para no romper el encanto en el que flota”.
Al siguiente año, aparecerían más críticas favorables en diversas revistas y suplementos como la de Alaíde Foppa para Fem, Marco Tulio Aguilera Garramuño para La Palabra y el Hombre, Huberto Batis para Punto y Aparte, y en especial la de Marco Antonio Campos para Proceso:
En este muy buen libro, Inés consigue esa labrada facilidad de la sencillez [...] Ahora bien, y nadie lo duda, la sencillez puede ser también un señuelo, acarrea riesgos. Creo que Inés Arredondo salva regularmente el escollo a través de dos virtudes que posee [...] los sorpresivos giros lingüísticos y la creación de ambientes [...] Pero lo más importante en la narrativa de Inés Arredondo son las atmósferas [...] Para explicar mejor esas atmósferas cabría decir que el lenguaje en que están escritos los cuentos, si bien sencillo, no tiene la rapidez de la página periodística o de las veloces narraciones llenas de expectativas, pero tampoco exige una afilada atención, línea por línea, lo que puede funcionar, pero no siempre. Parece ser una posición media “entre”. En pocas palabras no importan los argumentos de Inés Arredondo, sino cómo llega a congelarlos: en el asco (“Orfandad”, “Apunte gótico”), en la despiadada violencia moral que se manifiesta en la venganza a través de la degradación (“En la sombra”), en el estático y aguzado dolor que se siente en la mayoría de los cuentos.[31]
Sin embargo, Eduardo Mejía, en “Era una historia tan ambigua que a lo mejor no ha comenzado”, aventura una crítica menos laudatoria:
quizá este libro pudo ser publicado en 1970. La espera ha envejecido los relatos: a estas alturas, más que ambiguos, muchos pasajes suenan ingenuos, aunque no sus personajes. Lo que el lector debe entrever ya no es misterioso. Los desenlaces se vuelven un poco previsibles. La escritura de Inés Arredondo es prácticamente impecable (apreciación que excluye al relato final, “Atrapada”: sobre dialogado, con una atmósfera que a cada rato se diluye, demasiado largo para lo que dice y con una anécdota que recuerda mucho a “La Sunamita”, aunque en otro ámbito, otro tiempo y otro estilo). Logra redondear sus historias con buenas atmósferas, que ahora más que misterio dan sensualidad. En muchos sentidos recuerda a Juan García Ponce; importa más la recreación de algún momento que el desarrollo de la historia, y –se supone– tiene más peso lo “no dicho”. Sólo que, repetimos, diez años han envejecido a Río subterráneo [...] Mientras se lee Río subterráneo la prosa de Inés Arredondo se deja sentir, se puede recorrer como si fuera piel. Algo pasa al terminar la lectura: sólo quedan impresiones vagas, recuerdos imprecisos. Persiste mucho más el momento de una descripción que la anécdota. Arredondo maneja bien la historia, el desenlace; aparentemente, nada queda fuera y todos los elementos confluyen al final. Pero de la lectura quedan sólo ciertos momentos y nada más.[32]
A partir de la década de los noventa, otro tipo de estudios abordarían los cuentos de Río subterráneo y La señal desde otras perspectivas, como el psicoanálisis aplicado –por ejemplo, “La esquizia ojo-mirada en Río subterráneo” de Ana Bundgard–; la crítica feminista –"Tres mujeres en la literatura mexicana” de Martha Robles, “Women and the Problem of Domination in the Short Fiction of Inés Arredondo” de Erica Frouman-Smith, “La violencia como opresora de la identidad femenina en la obra de Inés Arredondo” de Ana Gabriela Hernández, “La mujer y el prurito por dominar el espacio público en Inés Arredondo” de Mara L. García, por mencionar algunos– o la crítica textual –véase “Inés Arredondo: La dialéctica de lo sagrado” de Rose Corral, “El talante filosófico (y transgresor) de Inés Arredondo” de Evodio Escalante y “La escritura como expresión del proceso de iniciación en Inés Arredondo: un ejemplo de narrativa mexicana contemporánea” de Ana María González Luna y “Expresiones de dominio en ‘Las mariposas nocturnas’ de Inés Arredondo”.
El primer estudio extenso se publicaría hasta 1994, Una poética de lo subterráneo, escrito por Graciela Martínez-Zalce, y la primera biografía, Luna menguante, de Claudia Albarrán, en el año 2000; cinco años más tarde aparecería Lo monstruoso es habitar en otro (2005) coordinado por Luz Elena Zamudio; El mal en la narrativa de Inés Arredondo en 2008, por Angélica Tornero, y recientemente Poética del voyeur, poética del amor: Juan García Ponce e Inés Arredondo (2013), de Maritza M. Buendía.
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