Claudia Albarrán | Juan Antonio Rosado.
2004 / 29 oct 2018 14:01
Frente a la Narrativa de la Revolución, que no necesariamente fue de contenido revolucionario en sus propuestas, surgió una literatura de contenido social y revolucionario, cuyos antecedentes fueron los primeros cuantos de Ricardo Flores Magón publicados en su periódico Regeneración para incitar al pueblo a luchar por sus derechos. Se trata de “Dos revolucionarios”, del 31 de diciembre de 1910, y “El apóstol”, de 7 de enero de 1911. Dos años después, en 1913, aparece La llaga, de Federico Gamboa, novela que, según José Emilio Pacheco, es la metáfora de la sociedad como una celda más amplia que oprime a todos.
La posición del escritor revolucionario o de contenido social se mantiene contra las llamadas “torres de marfil”; exige que el artista en general tenga una función social. Muchos artículos polemizaran al respecto. Autores como Jorge Ferretis, Carlos Gutiérrez Cruz y Xavier Icaza atacarán de frente a la literatura sin contenido social. En un artículo aparecido en la revista Letras, en 1939, llamado “El mundo de Rafael Muñoz”, el novelista Mauricio Magdaleno lanza un ataque contra el grupo Contemporáneos.
Ya en 1916 había salido a la luz una antología de Juan B. Delgado llamada Florilegio de poetas revolucionarios. Sin embargo, el apogeo de la literatura revolucionaria se dio a finales de los años veinte y durante los años treinta, cuando la literatura comprometida, de contenido social, incluyó interpretaciones revolucionarias. Los géneros literarios se llegaron a convertir en manifiestos políticos en los que el elemento de más peso fue el aspecto ideológico. Muchos de estos autores abandonaron los hechos revolucionarios tal como los abordaban los autores de la narrativa de la Revolución. Dentro de la literatura de contenido social de incluye la literatura revolucionaria de temática obrera o proletaria. Estas obras critican a las clases explotadoras. Además de ser una corriente realista que contribuye a una causa política, pretende la socialización de la literatura; es decir, llevarla a las masas, ponerla a su alcance. Las tres revistas más representativas fueron Crisol, Frente a frente y Ruta.
En 1923 se constituye el Grupo de los siete, que incluye en su repertorio teatro de contenido social de Francisco Monterde, José Joaquín Gamboa, Carlos Noriega Hope, Víctor Manuel Díez Barroso, Ricardo Parada León, los hermanos Lázaro y Carlos Lozano García y Julio Jiménez Rueda.
El poeta Carlos Gutiérrez Cruz, militante y líder sindical, funda en ese mismo año una Liga de Escritores Revolucionarios. Al año siguiente publica sus obras Sangre roja y Versos libertarios, con un prólogo del dominicano Pedro Henríquez Ureña, miembro del Ateneo de la Juventud, y dibujos de Xavier Guerrero y Diego Rivera. El libro fue editado por la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (lear). En 1936, el Ateneo Obrero de México publica dos libros póstumos de Carlos Gutiérrez Cruz, muerto en 1930: Dice el pueblo y Versos revolucionarios.
Algunos textos de los estridentistas, cuya revista principal fue Horizonte, se han considerado como revolucionarios: por ejemplo, Urbe, superpoema bolchevique, de Manuel Maples Arce, publicados en 1924. Sin embargo los estridentistas no hallaron seguidores entre las masas revolucionarias, que no entendían ni la poesía vanguardista ni el sentimiento de las grandes ciudades. Se debe recordar que el Estridentismo también propuso una poética revolucionaria. De hecho, el mismo Gutiérrez Cruz rechaza lo que él consideraba superficialidad y formalismo de los “futurismos literarios” en un artículo llamado “Arte lírico y arte social”, aparecido en la revista Crisol, en septiembre de 1930.
Entre 1924 y 1925, Mariano Azuela es redescubierto gracias a la Polémica: 1925. La narrativa de la Revolución se publica en forma paralela a la literatura de contenido social. Estas modalidades no son excluyentes y a veces se conjugan en una sola obra.
En 1929 surge el grupo literario de acción que no pretende establecer una nueva teoría del arte, sino dirigirse a las masas. Se trata del Agorismo, cuyos miembros afirman que la misión del artista es “interpretar la realidad cotidiana”. Para los agoristas, mientras existan problemas colectivos, será indigna una actitud pasiva. Uno de los miembros más representativos de este grupo fue el nacionalista Héctor Pérez Martínez, quien incluso llegará, en 1932, a reprocharle a Alfonso Reyes su ausencia de preocupación por lo mexicano. Reyes le contesta en su texto “A vuelta de correo”, por un lado, que lo mexicano siempre ha estado presente en su obra, y por otro, que la única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser universal.
Otro autor cosmopolita también se enfrentó a los nacionalistas revolucionarios: Bernardo Ortiz de Montellano, quien en enero de 1930 publica, en la revista Contemporáneos, un artículo polémico titulado: “Literatura de la Revolución y literatura revolucionaria”, en el que expresa que el tema de la Revolución no creará una literatura revolucionaria, pues ésta debe ser personal, y cuanto más personal, “más genuinamente mexicana”. Esta concepción es distinta a la que tenían los estridentistas o aquellos escritores que exaltaban la lucha social. En el mismo año, Rosendo Salazar publica una antología de poetas revolucionarios: Las masas mexicanas. Sus poetas.
El periódico El Nacional convoca a un concurso de novela revolucionaria en 1930. Se envían más de sesenta manuscritos. La novela ganadora, Chimeneas, de Gustavo Ortiz Hernán, no se publica hasta 1937, seguramente por su excesiva tendencia proletaria. Recordemos que la ctm (Confederación de Trabajadores de México), bastión del movimiento obrero cuyo primer secretario general fue Vicente Lombardo Toledano, fue fundada en 1936.
También en 1930 sale a la luz un libro de cuentos de tendencia social: La línea de fuego, de Celestino Herrera Frimont. La primera novela del veracruzano José Mancisidor, La asonada, aparece el año siguiente y trata sobre el levantamiento del general Escobar (1929).
La revista Nuestro México, que inicia su vida en marzo de 1932, publica textos de Gregorio López y Fuentes, un trozo de drama revolucionario de Hernán Robledo, un poema revolucionario de Bernardo Ortiz de Montellano (“La Voz de Pancho Villa”), poemas revolucionarios de Gutiérrez Cruz, de Martínez Rendón y de Germán List Arzubide, y textos del Dr. Atl (Gerardo Murillo), de Emilio Abreu Gómez, de Celestino Herrara Frimont (de sus Narraciones revolucionarias), de Agustín Yáñez y Mariano Azuela, entre otros.
La ciudad roja (1932), novela proletaria de José Mancisidor, trata de una huelga ocurrida en Veracruz en 1920. Poco tiempo después aparece Mezclilla, de Francisco Sarquís, sobre la lucha comunista, el tema sindical y la igualdad de derechos de la mujer. 1932 fue un año prolífico para este tipo de literatura. Mauricio Magdaleno, junto con Juan Bustillo Oro, creó un grupo revolucionario: Teatro de Ahora. Tres obras dramáticas de Magdaleno (Pánuco 137, Emiliano Zapata y Trópico) serán editadas en 1934, por Editorial Botas, bajo el título de Teatro Revolucionario Mexicano. En ese mismo año se publica Hacia una literatura proletaria, de Lorenzo Turrent Rozas, que contiene relatos de José Mancisidor, Mario Pavón Flores y Germán List Arzubide, entre otros. Además aparecen Grito: cuentos de protesta, de Francisco Sarquís, y los 13 cuentos, de Baltazar Izaguirre Rojo. También se edita el libro de relatos Hoz, seis cuentos mexicanos de la Revolución, de Alfonso Fabila.
En 1934 apareció la revista Fábula, en la que participaron algunos autores interesados en el contenido social, como Emilio Abreu Gómez y Miguel N. Lira.
Uno de los principales teóricos y escritores de la literatura de contenido social con pretensiones revolucionarias fue José Mancisidor, guía del grupo veracruzano Noviembre, que editó en Jalapa la revista Ruta. Entre los miembros más reconocidos de este grupo se hallaban Armando List Arzubide y Nellie Campobello, autora de narrativa de la Revolución. En 1933, Mancisidor publica en Ruta dos artículos decisivos: “La poesía revolucionaria en México” y “Literatura y Revolución, donde expone sus ideas estéticas y sus pretensiones de crear una literatura verdaderamente revolucionarias.
También existió un círculo de intelectuales dirigido por Muñoz Cota, cuyo miembro más conocido fue Baltasar Dromundo. En 1935 este grupo se une al de Mancisidor en 1933 y a la que se unió también la Federación de Escritores y Artistas Proletarios (feap). En la lear participaron autores como Juan de la Cabada, Ermilo Abreu Gómez, Rafael F. Muñoz y José Rubén Romero. Su órgano más importante fue la revista Frente a frente.
En 1936, Xavier Icaza, que también escribió narrativa de la Revolución y Literatura del Petróleo, publica su novela Trayectoria, de ideología política revolucionaria e izquierdista. Gregorio López y Fuentes, que ya había incursionado en la Narrativa de la Revolución y en la Narrativa indigenista, publica al año siguiente su novela Arrieros, sobre el problema social de los arrieros condenados a la miseria. En el mismo año, Enrique José Othón, que había pertenecido al grupo En marcha, da a luz su novela Protesta, premiada en un concurso convocado por la Secretaría de Educación Pública (sep) el año anterior. Su tema es la lucha de los trabajadores. El mismo autor da a luz en 1938 la novela SFZ 33. Escuela, autobiografía ficticia de un maestro rural. En ese mismo año Martín Luis Guzmán publica en la revista Ruta un texto breve llamado Maestros rurales, que relata las dificultades de un profesor rural para enseñar en Kinchil, pueblo de Yucatán. En 1959, el mismo autor, ligado también con la narrativa de la revolución, con la Novela Histórica y con la Novela Política, publica Islas Marías, sobre la condición de los presos.
Raúl Carrancá y Trujillo publicaba la novela ¡Camaradas!, que se refiere a la lucha de los trabajadores por mejores salarios. Esta novela fue premiada en un concurso literario de la sep. Mariano Azuela, desencantado con las consecuencias de la Revolución, lanza críticas al movimientos, que lo emparentan con la narrativa contrarrevolucionaria. Sus obras de contenido social más representativas son novelas de protesta que atacan la corrupción estatal y los sindicatos, por ejemplo, Regina Landa (1939) y Avanzada (1940), donde el comunismo tampoco queda bien librado.
Muy relacionadas con la literatura de contenido social están la narrativa indigenista, que se manifiesta sobre todo en la novela, y la literatura del petróleo. Existe también una novela de Aurelio Robles Castillo, ¡Ay Jalisco… no te rajes! O la guerra santa, que se considera como manifestación de la Narrativa Cristera y toca problemas sociales y políticos.
La literatura de contenido social siguió su trayectoria durante los años cuarenta y cincuenta. En 1941 apareció el último libro de Alfonso Fabila: Aurora campesina. Dos años después, José Guadalupe de Anda, autor también de narrativa cristera, aunque con una posición contraria a éstos, publica Juan del Riel, sobre la lucha de los obreros ferroviarios por mejorar su situación. Otro ejemplo importante es Magdalena Mondragón, de Torreón, con algunas obras de tendencia social, entre las que cabe mencionar Yo, como pobre (1944), Más allá existe la tierra (1947) y Tenemos sed (1954). Por su parte, Rafael Bernal publica El fin de la esperanza (1948), donde plantea algunos problemas agrarios y de marginación. Entre las manifestaciones de un teatro social sobresale Los robachicos (1946), obra de un antiguo miembro del Ateneo de la Juventud: José Vasconcelos.
También son representativos Aurelio Robles Castillo autor de una novela social titulada Shuncos (1936) y de María Chuy o el Evangelio de Lázaro Cárdenas (1939); Ramón Puente con Juan Rivera (1936), novela del pensamiento revolucionario; Guilebaldo Murillo, autor de ¡Justicia! (1939); Héctor Raúl Almanza, autor de Huelga Blanca, novela escrita en 1945 y que trata de la lucha de acaparadores laguneros contra los inspectores oficiales, quienes velan por los intereses de los productores de algodón; Elvira de la Mora, quien en 1946 publica una novela también sobre una comarca lagunera: Tierra de hombres; Roberto Blanco Moheno, autor de Cuando Cárdenas nos dio la tierra (1952) y de ¡Este México nuestro!, entre otras obras.
En las siguientes décadas surgen obras que incluyen elementos de la literatura de contenido social. Destaca, por ejemplo, La sierra y el viento (1977), de Gerardo Cornejo, donde se narra cómo los agricultores y ganaderos serranos abandonaron sus lugares para subsistir en el desierto, y La gran cruzada (1992), donde Agustín Ramos aborda la vida de los barreteros de las minas argentíferas en el estado de Hidalgo.
Otros escritores que le dan importancia al contenido social son: Luis Octavio Madero, autor de dos piezas de teatro revolucionario, José Attolini, Jesús R. Guerrero, Gustavo Ortiz Hernán, Lorenzo Turrent, César Garizurieta, Mario Pavón Flores, Jesús Romero Flores, Alfonso Teja Zabre y Juan Miguel de Mora.
Dentro de estas tendencias literarias hay también autores de Narrativa de la Posrevolución, con enfoques psicológicos y metafísicos, como José Revueltas, Agustín Yáñez, Juan Rulfo y Carlos Fuentes.