David Alejandro Martínez | Ana de Anda.
2017 / 09 jul 2018
Práctica de vuelo fue publicado en 1956. El libro, que a decir del propio autor, “comenzó con un soneto que escribí en el Monte Tabor una noche que fui a pedir hospitalidad a los franciscanos”,[1] terminó por reunir 86 sonetos de tema religioso, en los que el poeta, ya en plena madurez (rozaba los sesenta años al momento de su publicación), ensaya un acercamiento con la divinidad a través de la poesía. La obra se encuentra dividida en grupos de sonetos que funcionan como núcleos de los distintos tópicos religiosos explorados; así figuran, por ejemplo, secciones de “Sonetos de esperanza”, “Sonetos de la luz” o “Sonetos de los arcángeles”. Estas “prácticas de vuelo” no sólo inscriben a Pellicer en la tradición de la poesía católica, sino que representan una de sus cimas, pues como anota José Emilio Pacheco, junto a Alfredo R. Placencia es nuestro mejor poeta católico.[2]
La primera edición estuvo a cargo de Tezontle, sello creado por El Colegio de México y el Fondo de Cultura Económica, que luego se convirtió en colección única de este último. Práctica de vuelo se reimprimió en 1979 y 2001; apareció como parte de antologías y volúmenes dobles, de entre los que sobresale la preparada en 1984 por Fondo de Cultura Económica y la Secretaría de Educación Pública (Lecturas Mexicanas. Primera serie, 22), y que se presenta junto a Hora de junio para su divulgación. A diferencia de la mayoría de sus libros, ésta ha resultado afortunada en cuanto al cuidado editorial, así como en la calidad de sus impresiones.
La tradición intelectual católica de México en el siglo XX
No es sino hasta el siglo xix que se asienta una clara diferenciación entre la literatura católica y la no católica –atea, protestante, musulmana–, precisamente porque hasta ese momento formó parte del discurso central y no hacía falta diferenciarla, y porque, salvo excepciones, en México e Hispanoamérica siempre se escribió en mayor o menor grado desde el catolicismo. No obstante, a partir de la centuria antepasada, sobre todo con la aparición del positivismo, parece que se le desplaza a una posición marginal. Se buscó insertar a la Iglesia en el ámbito de lo privado y establecer una moral y una religión laicas, señala Fortunato Mallimaci. El escritor católico, por consiguiente –puntualiza Gabriel Zaid– tuvo que entablar una doble lucha: demostrar, primero, que es capaz de dominar las ideas modernas, y segundo, que sigue siendo católico.[3] Es decir que no se ha contaminado con este pensamiento; que es lo suficientemente astuto para entrar y salir de ambos discursos.
Tras los evidentes síntomas de fracaso del proyecto modernizador –que en nuestro país se volvieron patentes principalmente a partir de la Revolución de 1910-1920 y en el mundo culminaron con las dos guerras mundiales– hubo una avanzada de intelectuales y artistas católicos que, en palabras de Zaid, soñaron con un catolicismo moderno.[4] Para Jesús Iván Mora Muro este nuevo catolicismo social “destacó como una alternativa para solucionar los problemas obreros e intentar menguar las desigualdades sociales”[5] de México, y a la par contrarrestar el materialismo y la carencia espiritual que conllevaba el nuevo siglo.
La nómina de escritores que se pueden incluir en esta revisión católica de la modernidad es amplia: aparecen Eduardo Correa, Antonio Caso, Concha Urquiza, Ramón López Velarde, Carlos Pellicer, Gabriel y Alfonso Méndez Plancarte, Octaviano Valdés y Manuel Ponce, entre otros. La mayoría de ellos nacidos en las últimas décadas del xix y las primeras del xx, hombres que dieron a conocer su producción intelectual entre 1900 y 1950, aproximadamente. Surgieron con ellos publicaciones como La Nación, que era el órgano de divulgación de Partido Católico Nacional, y que se publicó semanalmente de 1912 a 1914. La más importante, tanto por su calidad como por el proyecto de renovación cultural que representó, fue Ábside, revista fundada por el padre Gabriel Méndez Plancarte. Se editó mensualmente por más de tres décadas, de 1937 a 1979, y en su nómina contó con plumas de verdadero renombre y calidad. Enrique González Martínez, Balbino Dávalos, Artemio del Valle-Arizpe y Federico Gamboa destacan entre sus colaboradores. Mora Muro considera Ábside como una manifestación cultural católica, cuyo proyecto se fundamentó en una crítica a la modernidad que quiso insertar en la vida cultural de México a los pensadores y artistas católicos; todo a partir de dos ejes: el acercamiento a los modelos grecolatinos y novohispanos, y la búsqueda del ideal humano de Verdad, Belleza y Bondad.[6]
Este crecimiento cultural del catolicismo se debió, entre otros factores, al apoyo del papa León xiii. Habría además que tener en cuenta, como explica Gabriel Zaid, que en nuestro país se aprovechó durante la primera década del siglo xx el “disimulo” propiciado por el gobierno de Porfirio Díaz y la consecuente “oportunidad” que trajo consigo el presidente Madero. Así, a partir de este momento, advierte Zaid, aun cuando el jacobinismo renace con Carranza y culmina con Calles, se continúa desarrollando una línea de intelectuales y artistas católicos que estará presente en la vida cultural de México.[7]
Carlos Pellicer, poeta religioso
Carlos Pellicer es un poeta que celebra la vida y el paisaje, un poeta del amor. Toda su poesía, reconoce Octavio Paz, está impregnada por esas “otras potencias del espíritu”, que “lo inundan todo con su dichosa presencia” y nos “devuelve la fe en la alegría”.[8] Con esta crítica coinciden Luis Rius, quien apunta que no hay en esta poesía trasfondo de muerte o angustia, sino ansia de amor;[9] y Frank Dauster, que vio en Pellicer una alegría gozosa por participar en el milagro de la creación; alegría que, continúa Dauster, desembocó en los sonetos de Práctica de vuelo.[10]
En él está siempre presente una vena de religiosidad que atraviesa toda su obra, según Juan José Arreola,[11] y que finalmente culmina con los sonetos de Práctica de vuelo, misma que se puede encontrar desde los primeros versos de su libro inaugural, Colores en el mar y otros poemas: “En medio de la dicha de mi vida / deténgome a decir que el mundo es bueno / por la divina sangre de la herida”.[12] Merlin H. Forster matiza esta afirmación y señala que si bien la religiosidad está presente en toda la obra de Carlos Pellicer, es hasta Práctica de vuelo cuando adquiere expresión amplia, pues en los libros anteriores aparece apenas vislumbrada.[13] En este sentido coincide Othón Lara Barba, que considera Práctica de vuelo, además de un libro de madurez plena en la obra del poeta, un “sonetario de una época dorada de religiosidad”.[14]
Carlos Pellicer es uno de esos poetas mexicanos que creyeron en la posibilidad de ser católicos y modernos, escapando de los clichés propios de la religión. Zaid y Pacheco lo distinguen como un poeta católico.[15] Por su parte, para Carlos Monsiváis se trata de uno “cívico, místico, amoroso, descriptivo”;[16] Samuel Gordon considera que se trata de un poeta perteneciente a una tradición religiosa que encuentra su expresión más elocuente en Práctica de vuelo. Y finalmente, Alejandro González Acosta cree vislumbrar como nota distintiva de su poesía, más que todo lo anterior –o más bien replanteándolo–, un neoplatonismo que se manifiesta, principalmente, en el sentido eucarístico de este libro.[17]
El mismo poeta asevera haber escrito poesía religiosa, “nunca mística”. Dicha afirmación se podría entender a la luz del comentario que hace José Emilio Pacheco con respecto a la obra de otro celebrado poeta religioso, Placencia, donde destaca que su gran acierto estuvo en que “no intentó remedar a los místicos, sino hablar a Dios de frente, como ellos”,[18] y que sería precisamente lo que lo acerca a Pellicer.
Arquitectura de las prácticas: los peldaños que acercan al poeta con Dios
Como en la serie “Horas de junio” (en Hora de junio, 1937), la unidad de Práctica de vuelo está dada, en gran medida, por el hecho de que todos los poemas que lo componen son sonetos. El tema central, por otra parte, completa esta sensación de un libro unitario, donde cada soneto es una búsqueda, una aproximación a lo divino.
Más allá de que Pellicer haya sido un excelente sonetista y conocedor de las innovaciones que de esta estructura poética hizo el Modernismo, la elección de una forma delimitada, tan cargada de tradición, puede explicarse como parte de una liturgia, como un elemento de rigor dentro de esta “práctica”, que puede entenderse como una referencia a la devoción, la repetición de oraciones para purificar el alma y comunicarse con Dios.
A pesar de ser un libro dedicado a la relación del poeta con Dios, este contacto siempre sucede desde la condición y la experiencia humanas. Práctica de vuelo puede leerse, entonces, desde el simbolismo cristiano, del que están colmados sus versos, pero también desde la experiencia común al hombre. Hay gozo, sorpresa, sufrimiento, amor y arrobo; inquietud profunda por la muerte, el tiempo, la soledad.
Los poemas están organizados en constelaciones que se reúnen bajo un mismo título. Muy cercanos a la tradición iconográfica de la Virgen, los “Sonetos para el altar de la virgen María” representan a la Madre de Dios en distintos momentos de la vida de Jesús (de ahí algunos de los títulos que subdividen la serie de sonetos como “Mater amabilis” y “Mater dolorosa”). El procedimiento es similar en los “Sonetos bajo el signo de la cruz”, que aluden a la crucifixión o los “Sonetos de la esperanza”, que se refieren a la eucaristía:
Cuando a tu mesa voy de rodillas
recibo el mismo pan que Tú partiste
tan luminosamente, un algo triste
suena en mi corazón mientras Tú brillas.[19]
Mientras que en éstos la narración o sustrato anecdótico ya está dado por el episodio religioso que recrean o sobre el que reflexionan, otros se leen con una clave más personal, menos determinada, aunque igualmente compleja. Esto es notorio en los “Sonetos lamentables”, que escribió cuando estuvo en prisión: los versos “En el dolor gigante, ¡cuánto aspira / el dulce corazón oír tu gloria! […] La soledad montañas le suspira, la libertad veloz –rota victoria–”[20] reflejan la angustia de esos días. Mientras que en “Sonetos nocturnos” y “Nocturno” sobresale, evidentemente, la noche, que funciona como un epicentro metafórico para expresar la soledad, el estado atribulado del yo:
Buena cosa es alzar los ojos, grande
la mirada en los cielos, cuando altera
la noche su terrible primavera
y su idioma abismal cántico expande.[21]
En los “Sonetos todo un día” aparece la figura de la madre entremezclada con el arquetipo de la Virgen. Merlín H. Forster considera que debido al fuerte vínculo del poeta con su madre, quien no alcanzó a ver el libro publicado (pues murió en 1949), puede leerse este poemario como poesía religiosa por “la fe bebida de los labios deprecativos de la madre”.[22] Luis Rius coincidió en lo anterior al apuntar que en el culto mariano de Pellicer ha sido, en parte, transferida la devoción filial del poeta por su madre, tan presente a lo largo de toda su obra.[23]
Un último elemento relacionado con la devoción filial y el culto a la Virgen María es la abundancia del color azul. Con frecuencia a Pellicer se le ha llamado "el poeta del colorido" y, como apunta Frank Dauster, si bien su poesía da la impresión de estar hecha de todo el colorido del trópico, el color más empleado es el azul, color tanto del mar como del cielo. En los primeros poemarios el azul comunica tristeza o nostalgia; más tarde aparece como atributo del agua; y después se convierte en el color de Dios. En Práctica de vuelo el azul aparece como el color mariano convertido en símbolo del Hijo. Dauster añade que en Pellicer, el cielo y el agua casi siempre simbolizan algún atributo del infinito, que se traduce en términos franciscanos en los sonetos de Práctica de vuelo.[24]
Pese a que el tono general de Práctica de vuelo es principalmente de lamentación y rezo, los “Sonetos fraternales”, basados en el “Cántico de las criaturas” o “Cántico del hermano sol” de san Francisco de Asís, pertenecen a una veta poética más festiva. Nuevamente, la naturaleza, un tema que recorre íntegra la obra poética de Pellicer, protagoniza estos versos. En los sonetos fraternales y a lo largo de todo el poemario la contemplación de la naturaleza da pie a imágenes prodigiosas que se deslindan del lugar común. Además de los elementos como el viento, el agua, el sol o la vegetación, hay algunas imágenes que sobresalen por su particularidad. Por ejemplo, aparece la hormiga como en una especie de fábula que da cuenta de lo diminuto que es el hombre en el cosmos; lo hace en el tercer soneto de “Nocturno” y reaparece en el primer soneto fraternal, como un elogio de todas las criaturas que pueblan la Tierra:
Si en la última piedra nos sentamos
verás cómo caminan las hileras
y las hormigas de tu luz raseras
moverán prodigiosos miligramos.[25]
El sol mismo, en el quinto de los sonetos nocturnos, se transforma en artista del aire, pastor y ganado: “El mismo sol, aerógrafo y caudillo, / con aire de ganado que regresa”. La ceiba, por otra parte, se yergue en el segundo soneto fraternal como un camino para la ascensión: “Y fui desde la ceiba que da vuelo / hasta el primer escalafón del cielo”; o se convierte en el árbol-hombre con el que se identifica Pellicer en el primero de los “Sonetos nocturnos”:
Dios habita mi muerte, Dios me vive.
Cristo, que fue en el tiempo Dios, derive
gajos perfectos de mi ceiba innata.[26]
La manzana, como en muchos otros poemas de Pellicer, se asocia con el corazón, en el segundo soneto fraternal:
Hermano Sol, si quieres, voy mañana
a esperarte en la sombra. Tengo el canto
que prefieres, y el cielo que levanto
desde mi pecho, te sabrá a manzana.[27]
El deslumbramiento por la naturaleza, tan característico de la poesía de Carlos Pellicer es otro elemento de unidad, que establece un contraste entre una voz lírica que sufre y busca darle forma a su sufrimiento por medio del verso, y una voz que es capaz de observar fuera de sí y maravillarse de todas las formas de vida que lo rodean y a las que la une la condición mortal, temporal.
Dado que el soneto es una unidad cerrada en sí, es difícil determinar si hay o no una estructura global que ordene el poemario. No obstante, la alternancia entre poemas más íntimos y personales, con otros laudatorios, litúrgicos, da una impresión de orden deliberado. Parece haber, también, la rúbrica del cuaderno de viaje en el hecho de que comience el libro con el “Soneto a causa del tercer viaje a Palestina”, y concluya con los “Sonetos postreros”, donde se anticipa la muerte, y el soneto “A Cristo”, que ocurre en un futuro indefinido, distópico, donde la humanidad ha olvidado a Cristo: “¡Ay dese tiempo desolado y frío! / […] llorará la creatura a mares río / y rehallará en su llanto tu mirada”.[28] El viaje, sin embargo, es simbólico, y su paradero final son la muerte y la redención.
Carlos Pellicer, el soneto y los Siglos de Oro
Como se ha adelantado, Práctica de vuelo es un libro conformado por una sola forma métrica: el soneto. Lo anterior es sumamente significativo, sobre todo si pretendemos identificar las virtudes formales o rastrear las apropiaciones, el manantial, de este libro.
En las postrimerías del siglo xvi, Fernando de Herrera escribió en sus Anotaciones a la poesía de Garcilaso de la Vega las siguientes líneas a propósito del soneto:
Es el soneto la más hermosa composición y de mayor artificio y gracia de cuantas tiene la poesía italiana y española. Sirve en lugar de los epigramas y odas griegas y latinas, y responde a las elegías antiguas en algún modo, pero es tan extendida y capaz de todo argumento que recoge en sí sola todo lo que pueden abrazar estas partes de poesía, sin hacer violencia alguna a los preceptos y religión del arte, porque resplandecen en ella con maravillosa claridad y lumbre de figuras y exornaciones poéticas la cultura y propiedad, la festividad y agudeza, la magnificencia y espíritu, la dulzura y jocundidad, la aspereza y vehemencia, la conmiseración y afectos, y la eficacia y representación de todas.[29]
Este fragmento ya célebre, elogio entusiasta y precisa definición del soneto, nos dice mucho acerca de lo que significaba éste para los poetas de los Siglos de Oro. Desde que a principios del siglo xvi, luego de algunos intentos fallidos, Garcilaso y Juan Boscán importaran de Italia algunos de los más refinados metros del Renacimiento a la poesía castellana. Es así que el soneto devino en la reina de las composiciones estróficas de nuestra lengua. No hubo poeta en este siglo o el xvii y parte del xviii que no sometiera su genio creador a la rigurosidad de esta forma métrica.
El soneto fue sumamente popular en aquellos años, tanto de éste como de aquel lado del Atlántico, por al menos un par de razones (bien señaladas por Herrera en sus Anotaciones). En primer lugar, porque en una época que se valoraba el ingenio, permitía que el poeta se luciera. Requería de gran precisión técnica para disponer con elegancia las palabras y las rimas en un espacio tan sucinto, así como de una síntesis silogística del pensamiento que le permitiera verter “en un vaso tan reducido” una “idea redonda”. En segundo lugar, porque podía hablar de casi cualquier cosa. A diferencia de otras estrofas que tenían bien delimitado su campo de acción, el soneto se empleaba para vituperar al rival literario, censurar los vicios sociales, contar los mitos de la antigüedad grecolatina, venerar a los santos, entre otras cosas. Todo cabe en un soneto, sabiéndolo acomodar.
Pero la literatura, siempre sujeta al girar incesante del gusto y la sensibilidad, jugó con el destino del soneto y lo trajo de aquí para allá por mucho tiempo. En el siglo xix, debido sobre todo a la revolución que significó el Romanticismo, cambió drásticamente la idea que Occidente tenía sobre el arte. Éste y otros factores más provocaron que muchas de las viejas formas se empolvaran y quedaran casi sepultadas en el olvido. El soneto fue una de ellas. Sin embargo, la historia siguió su curso y los poetas modernistas, ávidos de novedades, desenterraron de los baúles de sus abuelos aquella tan desatendida forma estrófica. Así fue como el soneto regresó a la lengua castellana; primero, a través de los franceses, quienes lo habían practicado con cierta asiduidad (ahí están Las Flores del mal de Charles Baudelaire). Carlos Pellicer escribió desde su más tierna infancia sonetos al estilo de los poetas finiseculares franceses: alejandrinos, suntuosos, sonoros y resplandecientes. Gracias a que cada tarde se proponía escribir un soneto frente a las olas del mar de Campeche y Tabasco, pudo crear su opera prima: Colores en el mar.
Algunos años después, gracias al redescubrimiento de los grandes clásicos en lengua española (Lope, Góngora, Quevedo, sor Juana), los poetas mexicanos de la primera mitad del siglo xx desenterraron la tradición del soneto. Sin este redescubrimiento sería difícil comprender gran parte de la obra de los Contemporáneos y de otros poetas posteriores. Sirvan de ejemplo las composiciones de Jorge Cuesta, las décimas conceptistas de Xavier Villaurrutia, la silva en Muerte sin fin de José Gorostiza, los sonetos de juventud de Octavio Paz... De este furor por la poesía y asimilación de las virtudes de los antiguos maestros españoles, aunado a la familiaridad y maestría de Carlos Pellicer con el soneto, surge Práctica de vuelo.
Los sonetos de este libro no son un mero ejercicio arqueológico. Sí, se trata de una colección de sonetos endecasílabos, muy tradicionales e, incluso, religiosos, pero no pudieron haber sido escritos por un Góngora o un Cervantes. Con este libro Pellicer demuestra que en las viejas formas métricas del castellano pueden acomodarse las más aventuradas imágenes modernas y que con ellas puede decirse tanto lo que preocupaba a los hombres de hace tres siglos como a los de ahora. Baste ver este cuarteto del primero de los “Sonetos nocturnos”:
Frialdad oscura, oscuridad fluida,
búsqueda de la suma subsistencia:
gloria submar, de negra transparencia
por intacto silencio esclarecida.[30]
Que Práctica de vuelo haya renovado el soneto, le haya infundido nueva vida y lo haya utilizado como un medio de expresión para imágenes modernas, no significa que no puedan hallarse en la obra las huellas de algunos grandes autores de los Siglos de Oro. Reverte Bernal sostiene que en esta obra de Carlos Pellicer hay ecos de san Juan de la Cruz o de fray Luis de León.[31] Sin embargo es posible anotar algunas diferencias: la principal tal vez sea que tanto san Juan o fray Luis se valen de metros menos rígidos que el soneto, como las liras, que pueden extenderse tanto como el autor lo requiera. Quien ha vivido una experiencia mística, como san Juan, y esa experiencia es inefable, resulta comprensible que necesite de muchas más palabras para intentar expresarla. Los poemas de Pellicer dialogan, en cambio, con poetas mucho más alejados del cielo.
El poeta de Práctica de vuelo se sabe en el mal, tiene conciencia de no ser un santo. De ahí el título: estas son sólo prácticas, no vuelos consumados en las esferas de lo supraterreno, como los de los místicos. Nuestro poeta se sabe un aficionado, no un experto en cuestiones de santidad. Este saberse en el mal le pesa gravemente al yo lírico y suplica a Dios que lo libre de las tinieblas y lo devuelva a la luz:
¿Cómo sabiendo que Tú eres la vida,
ando en la muerte lleno de alborozo?
Me inclino sobre mí como ante un pozo:
¡y en sombras bajas, la estrella encendida![32]
En este terceto que remata los “Sonetos de la luz”, Pellicer, que se identifica con la ceiba, árbol oscuro y tropical, pide a Dios que deposite sobre él la blancura de la azucena, símbolo por antonomasia de la castidad:
La luz descubre la verdad que es vida.
¡Cristo, dueño y Señor, por la azucena
sobre el sepulcro de la ceiba hendida![33]
Mientras que en otro cuarteto hay una súplica, luego de que el poeta recibe el sacramento de la Eucaristía:
Cristo, Nuestro Señor, haz que yo entienda
que Tú has vivido en mí por un instante.
Lo que brilla en mi barro es un diamante
que pierdo a voluntad en sombra horrenda.[34]
Sonetos del pecador arrepentido que pide a Dios misericordia son frecuentísimos en la poesía española. Quizás los más célebres sean los incluidos en las Rimas sacras de Lope de Vega (1614) o el Heráclito cristiano (1613) de Francisco de Quevedo. Veamos, por ejemplo, este soneto de Lope en el que el pecador, a pesar de haber sido llamado por Dios, persiste, como Adán, en el pecado:
¡Cuántas veces, Señor, me habéis llamado,
y cuántas con vergüenza he respondido,
desnudo como Adán, aunque vestido
de las hojas del árbol del pecado![35]
A pesar de que las Rimas sacras de Lope son un antecedente innegable de Práctica de vuelo, nos parece que el libro del autor mexicano guarda una relación aún más estrecha con Quevedo, sobre todo con la obra de la que hablamos más arriba: el Heráclito cristiano. El libro está conformado, ante todo, por poemas de un pecador arrepentido: “Un nuevo corazón, un hombre nuevo, / ha menester, Señor, el Alma mía”[36] y “¡Cuán fuera voy, Señor, de tu rebaño, / llevado del antojo y gusto mío!”.[37]
En el Heráclito cristiano hay un soneto en el que un penitente se avergüenza de ir a comulgar, pues se siente indigno de recibir en su ser el cuerpo de Cristo:
Pues le quieres hacer el monumento
en mis entrañas a tu cuerpo amado,
limpia, suma limpieza, de pecado,
por tu gloria y mi bien, el aposento.[38]
Idéntico impulso mueve este soneto de Pellicer:
Cuando a tu mesa voy y de rodillas
recibo el mismo pan que Tú partiste
tan luminosamente, un algo triste
suena en mi corazón mientras Tú brillas.
[...]Y me retiro de tu mesa ciego
de verme junto a Ti. Raro sosiego
con la inquietud de regresar rodea
la gran ruina de sombras en que vivo.[39]
Hay también algunas imágenes muy concretas que Quevedo y Pellicer comparten: por ejemplo, la del hombre sepultado en su propio cuerpo. Si finalmente no nos dirigimos sino a la muerte, Quevedo se cuestiona qué es el cuerpo sino un sepulcro que entierra ya nuestro andamiaje de huesos: “¡Dichoso yo, que fuera de este abismo, / vivo, me soy sepulcro de mí mismo!”[40] Por su parte, Pellicer habla de una luz que Dios ha depositado en su interior, en el fondo del pozo de su alma. El poeta no puede cubrir esa luz, aunque quisiera, porque si intentara ocultar el resplandor, sería morir en vida, enterrarse en sí mismo. Este par de versos guardan una correspondencia con los de Quevedo: “Si te quiero cubrir, pequeño abismo, / sería sepultarme así en mí mismo”.[41]
Cimas difíciles de fervor. Los poemas religiosos y su recepción
La consideración de Rubén Darío al hablar de Léon Bloy, “la fama nunca ha tratado bien a los católicos”, le sirve de pretexto a Javier Sicilia para tratar de explicar, ahora en un contexto nacional, la recepción de la obra de poetas como López Velarde, Pellicer y Placencia. A diferencia de la poesía del padre Placencia, que comparte la suerte de la de Urquiza o Ponce y permanece prácticamente ignorada, supone que el trabajo del tabasqueño –lo mismo que el del zacatecano– se ha vuelto objeto de numerosos estudios debido a que no sólo muestra su aspiración devocional, sino que discurre por otras preocupaciones –el paisaje, la mar, el ejercicio metapoético o la patria–. Sin embargo, apunta que es precisamente la cara religiosa de estos poetas (a los que se pueden sumar Nervo o González Martínez) la que menos atención suscita o bien se restringe a la crítica especializada.
No obstante, a decir de Alejandro González Acosta, Práctica de vuelo despertó inmediatamente la atención de la crítica.[42] El mismo año de su publicación, Emmanuel Carballo decía sobre el libro que se trataba de una tentativa por trascender la imperfección del hombre en un intento por situarlo en un plano espiritual.[43] Raúl Leiva aseguraba que en Práctica de vuelo, “su espíritu profundamente religioso, cristiano, hace que su poesía alcance cimas difíciles de fervor y de entrega. Pocos poetas, en esta época mecanicista y sin fe que nos ha tocado vivir, pueden estremecer su lirismo con ráfagas de celeste y desnuda pasión como lo ha realizado este gran poeta”.[44] En ese mismo tenor, una nota anónima aparecida en el Heraldo cultural en octubre de 1969, colocaba a Pellicer como “el mejor poeta católico”, pues había “escrito los más bellos sonetos religiosos de la poesía mexicana”.
Carlos Monsiváis, por su parte, considera –más de dos décadas después– que se trata de un libro donde, a través del soneto y sin abandonar la flexibilidad adquirida a lo largo de los años de ejercicio poético, Pellicer consigue transmitir su “vehemencia religiosa”.[45] Así, supondría lo que en palabras de Octavio Paz será la culminación de un cántico “devoto, nada intelectual” de “fe elemental de carpintero y artista, hecha del doble sentimiento franciscano de la hermandad de todas las criaturas y de la fidelidad al Creador”, donde “Pellicer no razona ni predica: canta”,[46] pues como bien señala José Emilio Pacheco, el poeta “confesó el valor de la vida, la grandeza que sólo la humildad puede engendrar. En la canción o la plegaria, su poesía nos ha dado conciencia de ese diario milagroso, y ha iluminado el lenguaje, lo ha acrecido, ensanchado”.[47]
El hecho es que aun cuando éste es “el libro religioso por excelencia de Pellicer” –en palabras de Alberto Paredes Zepeda–,[48] más allá de algunas salvedades, las antologías de poesía mexicana del siglo xx en las que invariablemente figura el tabasqueño, no parecieron interesarse particularmente por los poemas pertenecientes a Práctica de vuelo: la preparada por Pacheco y Monsiváis para Promexa, Clásicos de la literatura mexicana. La poesía siglos xix y xx, y Ómnibus de poesía mexicana, de Gabriel Zaid, serían quizá las excepciones más importantes. No obstante en esta última sólo aparece un poema: “Hermano sol, nuestro padre san Francisco” y, en la primera suman cinco: el anterior citado, “Rafael”, “Soneto nocturno”, “Regina Coeli” y “Ninguna soledad como la mía”.
Se puede decir, finalmente, que, como acepta José Gorostiza, la obra de Carlos Pellicer se debe concebir como un todo. Totalidad en la que Práctica de vuelo representa la culminación de una búsqueda espiritual y poética donde reluce la luz de la vida, el amor a Dios y la unidad humana con la creación.
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Carlos Pellicer dedicó este libro de sonetos a su admirado Alfonso Reyes, amigo y contemporáneo. Los sonetos del presente volumen pertenecen a la etapa madura de Pellicer y evidencian su majestuosa exuberancia lírica.