El autor de estas notas prefiere hablar en tercera persona, no para hacerse pasar por ingenioso (¿quién se va a meter a original en un país en el cual gran parte de los columnista pelean consigo mismos para convertirse en ingeniosos profesionales?), sino para distanciarse del objeto de sus reflexiones y para evitar que los lectores, que no tienen la culpa de nada, se vean envueltos en las obsesiones, que le produce la obra de Luis Buñuel. Y estas obsesiones no sólo se han apoderado del que está escribiendo (y que, por cierto, no es más que un espectador de cine, un diletante o, para hablar con menos vaguedad, un amante, un educando enamorado de su maestra, de su educadora sentimental que tuvo, tiene y tendrá forma de pantalla cinematográfica), sino que han repercutido en cineastas de las grandes medidas de Carlos Saura (pienso en el personaje femenino de Pepermint Frappé tocando enloquecida los tambores de Calanda) y en todos los directores que han aprendido de Buñuel el uso de las metáforas y de los símbolos capaces de dar al lenguaje cinematográfico un alto contenido poético.
El inútil, ni siquiera intentará despejarse la cabeza de todas esas obsesiones. Que se queden ahí y que el lector aporte las suyas.
Hugo Gutiérrez Vega