La humanidad llegó al primer milenio de nuestra era en medio de un cúmulo de horrores, de miseria, de oscuros presagios, de suicidios colectivos, terrores que aún pesan sobre su memoria. Quienes afrontamos el final del segundo milenio asistimos impotentes al espectáculo de un siglo plagado de guerras, de injusticia y de violencia imposible de contener. Seguramente somos testigos del fin de toda esperanza. Ante este panorama de desolación el poeta sólo puede solicitar: "No quiero nada para mí:/ sólo anhelo/ lo posible imposible:/ un mundo sin víctimas./ Cómo lograrlo no está en mi poder;/ escapa a mi pequeñez, a mi pobre intento/ de vaciar el mar de sangre que es nuestro siglo..."
Cronista, novelista y poeta de un mundo que ve en proceso de extinción y que, de alguna manera, para nosotros, se inició con la devastación de la Ciudad de México –sobre la que lleva quinientos años de caer la noche–, José Emilio Pacheco (1939) intenta postergar, sumergiéndose en los laberintos de la poesía de todos los tiempos, de la que es ávido lector, la sentencia de muerte mediante la narración, como lo hacía Scherezada. Encuentra que pocas cosas lo alegran y que sólo –especifica– daría la vida por diez lugares, cierta gente, los bosques de pinos, algunas figuras de la historia, montañas y tres o cuatro ríos.
Desde la aparición de su primer libro de poemas, Los elementos de la noche (1963), Pacheco se ubicó como el poeta joven más completo de su generación. Ejerce el oficio de las letras en varias direcciones y con maestría; son abundantes sus ensayos, reseñas y notas de crítica. "Algunos me reprochan –dice– que escriba cosas tan diversas. Yo diría que los géneros no son incompatibles."