Por los años cuarenta el escritor Emilio Abreu Gómez se expresaba así de Alfonso Reyes: “A. R. vino al mundo bendecido por los dioses. La fama pregonaría su primer escrito. El destino no quiso que tuviera que luchar ni con la vida ni con las acechanzas que el oficio literario ofrece. Alfonso llegó un mediodía, en pleno sol. Su obra no tuvo mañana; y, es posible, que no tenga tarde.”
En 1983, casi a un cuarto de siglo de la muerte de Reyes, Jaime García Terrés dice lo siguiente: “Es bien reiterar en todos los tonos que A. R. constituye, en el contexto de nuestra literatura, una cumbre evidente. Su disciplina, su tenacidad, su sabiduría y su funcional elegancia le permitieron inaugurar en México una verdadera crítica moderna. Su dominio del lenguaje saneó el panorama literario y alentó la transparencia de sus palabras. Sus poemas rescataron valores que el versolibrismo desenfrenado había pretendido liquidar. Su afectuoso acercamiento a los jóvenes confirmó más de una vocación. Y la improvisación irresponsable sufrió a sus manos una derrota excepcional en nuestros anales patrios.”
Alfonso Reyes (1889-1959) nació en Monterrey; formó parte del Ateneo de la Juventud; se recibió de abogado en 1913 y al año siguiente viajó a España donde, entre muchos otros trabajos, hizo estudios en el Archivo de Indias, fue colaborador de El Sol y tradujo a Chesterton, Stevenson, Sterne... Colaboró posteriormente con Ramón Menéndez Pidal y escribió en la famosa Revista de Filología Española. Fue después funcionario del Servicio Exterior de México y, lejos o cerca del país, un brillante escritor “cuyo centro está en México y los radios de su circunferencia giran a todas partes”.