En 1952, el Fondo de Cultura Económica publicó la primera edición del libro de cuentos Confabulario de Juan José Arreola, joven autor jalisciense nacido en Ciudad Guzmán (o, mejor dicho, en Zapotlán el Grande) en 1918 y que moriría en Guadalajara en 2001. Se trata de un título de profunda relevancia para la literatura mexicana, en primer lugar, claro está, por sus propias características estético-literarias. Pero su importancia se enriquece si se toma en cuenta su contexto editorial: con su sugerente título, Confabulario no sólo era el segundo libro de un joven autor de 34 años, sino que también fue el segundo número de la histórica serie Letras Mexicanas del fce, lo que hace de Confabulario un elemento cardinal de la renovación de la cultura y la literatura mexicanas de mediados del siglo xx.
En el prólogo que escribió para la edición del trigésimo aniversario de la edición príncipe de Confabulario, Jorge Luis Borges bosquejó una elogiosa definición de la escritura de Arreola, citada con frecuencia: “Creo descreer del libre albedrío, pero si me obligaran a descifrar a Juan José Arreola en una sola palabra que no fuera su propio nombre (y nada nos impone ese requisito), esa palabra, estoy seguro, sería libertad. Libertad de una ilimitada imaginación, regida por una lúcida inteligencia”.[1] Acaso de esa libertad subrayada por Borges se derivan dos nociones emparentadas: la variedad y la variación, que describen bien la apariencia externa del libro desde su primera edición. Arreola, a quien apasionaba la noción del florilegio (como muestra el título de su primer libro), desplegó en Confabulario una rica variedad textual: al lado de metáforas zoológicas encontramos biografías imaginarias al estilo de Marcel Schwob; historias de horror casi kafkiano coexisten con sátiras de los valores occidentales, que parecen esconderse detrás de inocentes parodias publicitarias. Al mismo tiempo, esa variedad formal da cuerpo a una variación temática exhaustiva: Arreola explora una serie limitada de temas (ya sea el fracaso originario del hombre ante el absurdo de la existencia o las relaciones áridas, y acaso imposibles, entre hombres y mujeres) por calas sucesivas, lo que le permite contemplar una multitud de facetas de los mismos.
Es difícil, si no imposible, adscribir Confabulario a una estética o corriente específicas, pues, como asegura Yulan M. Washburn, autor de uno de los más importantes estudios monográficos sobre Arreola, el libro “is a virtuoso piece displaying Arreola’s learning, his mastery of styles, and his vast curiosity about life”.[2] Los cuentos recopilados en este título llevan a cabo un sabotaje lúcido (y lúdico) de la verosimilitud y la pertinencia realistas, en buena medida a partir de un trabajo agudo del absurdo literario. Esto implica, en el plano del significante, un manejo sabio de estilos y registros diversos, y, en el plano del significado, un trabajo refinado del humor, la ironía y la parodia. Todo ello está gobernado por una instintiva, pero lúcida conciencia estética de las implicaciones de la lectura y recepción literarias, que llevan a los textos no sólo por los caminos de una sutil, pero evidente, reflexión metaliteraria, sino también a transformaciones lúdicas de ilustres precursores literarios a los cuales se reelabora con tino.
En la entrevista hecha por Emmanuel Carballo en Protagonistas de la literatura mexicana, ante la pregunta del crítico respecto al significado de Confabulario en el total de su obra, Arreola reacciona con modestia, limitándose a considerar Confabulario como una “tentativa de resolver una serie de influencias y maneras en una fórmula personal. Ésta es, en pocas palabras, la condensación, la poda de todo lo superfluo”.[3] Dicho de otra manera, a partir de Confabulario, el último juglar comienza la búsqueda de una expresión depurada, sintética; de una expresión, como Arreola afirmara a Fernando del Paso en Memoria y olvido, “de una desnudez potente, la desnudez poderosa del árbol sin hojas”.[4] Esa búsqueda esencial otorga su singularidad a Arreola y su Confabulario en nuestra literatura y explica su relevancia crítica: la depuración del lenguaje permite que Arreola limpie su prosa (e, indirectamente, el cuento mexicano) de varias otros aspectos superfluos. Es por ello que Carballo aseveró que Confabulario brindó a su autor un sitio aparte en nuestras letras, “le otorga un mito y un ismo”[5] según afirmó en una célebre, pero críptica formulación, que detallaría más adelante:
El cuentista […] me produjo un efecto estético deslumbrante. Admiré la manera como estructuraba los cuentos, creaba a los personajes e infundía vida a las anécdotas mediante un estilo que se acercaba peligrosamente a la perfección. […] Hoy para mí Juan José es el escritor de historias cortas más sobresaliente que ha aparecido en México desde que el cuento es un género autónomo ejercido por profesionales. […] en sus textos han desaparecido los lastres que padeció desde sus orígenes la prosa mexicana: el costumbrismo, el barroquismo innecesario, la adoctrinación y el anacronismo.[6]
Breve historia de Confabulario y ubicación en la obra de Arreola
Arreola, dichoso descendiente de artesanos,[7] gustaba de asumir su naturaleza de “orfebre” del lenguaje. Ante Emmanuel Carballo, aseguró: esa “acusación tan reiterada […] lejos de ofenderme, me halaga”.[8] Quizás este carácter explica en parte su búsqueda continua de la quintaesencia de su escritura, su gusto marcado por la fundición y refundición de sus textos, lo que determina que su obra posea una historia editorial llena de ramificaciones. Confabulario es particularmente elocuente a ese respecto, pues resulta evidente que, casi desde el inicio, Arreola concibe este título como una selección de sus cuentos más ambiciosos. Él mismo, pasando el tiempo, lo afirmará sin rodeos en el prefacio de la edición de 1971: “Este Confabulario se queda con los cuentos maduros y aquello que más se le parece”.[9] Pero ese carácter “maduro” o “ambicioso” resulta difuso, variable, y depende de la mirada del lector, como Arreola lo sabía bien: de allí que nunca cesara de podar los textos individuales y de retocar su número en el interior de los índices y su orden dentro de los diversos corpus publicados. Con el fin de describir de manera precisa el sitio cambiante que el cuentario ocupa en el conjunto de su obra, así como su importancia, es necesaria una exposición ordenada, aunque breve, de sus diversos avatares, pues las sucesivas ediciones de Confabulario no son reimpresiones disfrazadas, sino verdaderas reelaboraciones del libro, lo que obliga muchas veces a los críticos a precisar a partir de cual edición contemplan la obra de Arreola.
La primera edición (al cuidado de Antonio Alatorre y Augusto Monterroso), apareció, como se mencionó previamente, en 1952 en la colección Letras Mexicanas del fce. Se tiraron 2000 ejemplares y a lo largo de sus 100 páginas precisas contenía 20 cuentos inéditos, fruto del trabajo de Arreola como becario de la primera generación del Centro Mexicano de Escritores. Confabulario, que debió su título a la inspiración de Joaquín Díez-Canedo, editor en el fce y uno de los fundadores de Letras Mexicanas, puede verse como crisol de la obra arreoliana: en su primera edición, ya aparecen varios de los cuentos que figuran sin duda entre los textos más señeros, tanto del libro como de su autor: “En verdad os digo”, “El guardagujas”, “Corrido”, “Pueblerina”, “El prodigioso miligramo” o “Baby H.P.” Pero, igualmente, aparecen los gérmenes de otras partes de su obra, sobre todo en una pequeña sección llamada “Prosodia” que presentaba 11 minificciones que, poco a poco, madurarían dentro de libros distintos: Prosodia (por ejemplo, “El diamante”, “Elegía” o “La caverna”), el Bestiario (“Topos”, “Insectíada”, “El sapo”) o la futura y amarga sección “Cantos de mal dolor” (“Loco de amor”, “Teoría de Dulcinea” o “Epitalamio”).
Apenas tres años después, en 1955, Arreola publicó una segunda edición, donde reunió por primera vez en un solo volumen Confabulario y Varia invención, añadiéndoles tres cuentos inéditos: “Parturient montes”, “Una mujer amaestrada” y “Parábola del trueque”. Esta edición, que alcanzó las 258 páginas, fue publicada en la misma colección Letras Mexicanas. En 1962, se publicó la tercera edición (en la misma colección y editorial), ahora titulada Confabulario Total [1941-1961]. Esta edición se distingue por compilar prácticamente todo lo que Arreola había escrito hasta ese momento: la sección “Prosodia”, el Bestiario (que ya había sido publicado de modo independiente bajo el título Punta de plata), Confabulario, Varia invención y la obra de teatro La hora de todos. Bajo esta forma recopilatoria, Confabulario conocería una nueva edición en 1966, todavía en el Fondo de Cultura Económica, pero ahora en la Colección Popular. Entre las novedades se hallaban: un breve, pero bello, prefacio autobiográfico, “De memoria y olvido”, algunos textos inéditos y cambios en la conformación de los apartados que incluían una nueva sección (“Cantos de mal dolor”), que concentraba aquellos textos que tematizaban las siempre difíciles relaciones entre varones y mujeres en la obra de Arreola.
Ésta sería, en términos prácticos, la última edición de Confabulario en el Fondo de Cultura Económica.[10] En 1971, daría inicio la publicación de la colección Obras de J.J. Arreola en la editorial Joaquín Mortiz. De común acuerdo con Joaquín Díez-Canedo, fundador y director de la editorial, Arreola emprendió la publicación de sus diversos títulos aprovechando la oportunidad para efectuar una nueva reorganización de sus textos. La ambición manifiesta del autor era proponer una “edición definitiva” de su obra, en la que cada apartado de la edición precedente adquiriría su independencia editorial y asumiría un tono y un carácter propios: “cada uno de [los] libros devuelve a los otros lo que no es suyo y recobra simultáneamente lo propio”.[11] En el caso de Confabulario, Arreola señala que los textos allí incluidos se distinguen por dos características: en primer lugar, su madurez estética (que los opone, por ejemplo, a los de Varia invención, “ya para siempre verdes”); en segundo, su extensión (respecto a los textos breves de Bestiario y Prosodia, compilados en un solo volumen). De modo conforme con el desbroce de Arreola –y ante la imposibilidad de abarcar en esta única entrada la totalidad de problemas textuales que plantea la historia del libro–, será esta edición de Confabulario la que se tomará como referencia del presente artículo.
Esta “quinta” edición de Confabulario incluye, a lo largo de sus 168 páginas, 28 cuentos precedidos por el prefacio autobiográfico “De memoria y olvido”. Fue publicada en junio de 1971 y en 1981 contaba ya con diez ediciones, reimpresas sucesivas veces (tan sólo la décima edición cuenta por lo menos con tres reimpresiones, con un tiraje de 2000 ejemplares). La absorción del sello Joaquín Mortiz por parte del Grupo Editorial Planeta ha hecho de esta edición el “canon” a partir del cual se han tirado las ediciones sucesivas en las que el consorcio ha estado involucrado. Citemos dos ejemplos: por un lado, la de 1999 para la colección Narrativa Actual Mexicana (publicada en coedición por Planeta y conaculta); por el otro, la publicada a partir de 2005 para la colección Obras de Juan José Arreola aparecida en el sello editorial Booket, filial de Planeta encargada actualmente de sus publicaciones en formato económico.
Por supuesto, el carácter “definitivo” de la edición de Joaquín Mortiz no impidió que Arreola propusiera después nuevas ediciones y reorganizaciones de Confabulario y sus textos, aprovechando otras coyunturas editoriales. Por ejemplo, en 1979, con motivo de su inclusión en la serie Clásicos de la Literatura Mexicana, de la editorial Promexa, presentó una antología titulada Mi confabulario, prologada por Sara Poot Herrera, en la que Arreola reunió en un mismo volumen hasta 43 relatos (provenientes tanto de Confabulario como del resto de sus títulos de relatos breves) que aparecieron al lado del Bestiario y de la obra de teatro La hora de todos. Más que una nueva edición de su obra en versión extensa (como era el caso de las ediciones de 1962 y 1966), en Mi confabulario, Arreola estableció una antología personal y esta voluntad explica las dimensiones insólitas de su primer apartado, que no sólo recopilaba los cuentos de Confabulario sino que iba mucho más allá: se incluyeron hasta 22 textos no aparecidos en la edición de 1971, por ejemplo: “Alarma para el año 2000”, “Armisticio”, “De L’Osservatore”, “Flash” o “Inferno v”. Al mismo tiempo, se eliminaron 8 relatos del Confabulario de 1971 (algunos de los cuales habían formado parte de Confabulario de manera ininterrumpida desde su primera edición de 1952, como “De balística”, “In memoriam”, “Los alimentos terrestres” o “Sinesio de Rodas”). Incluso la concatenación de aquellos cuentos que sobrevivieron al corte fue sumamente distinta de la habitual.
Apenas un año después, apareció en el mercado español el Confabulario personal, publicado primero por Bruguera y reeditado en 1985 por Planeta Agostini (en España) y por La Oveja Negra (en Colombia). Quizás aprovechando la ventana de la difusión internacional, Arreola propuso, de modo similar a 1962 y 1966, una visión panorámica de su obra narrativa que abarcaba desde Varia invención hasta La feria pasando por Palíndroma, Bestiario, Cantos de mal dolor y Prosodia. En esta ocasión, el apartado “Confabulario” se presentó en una versión mucho más acorde a la edición de 1971, pues Arreola no le añadió ningún texto y se limitó a excluir apenas cinco relatos: “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”, “El converso”, “El silencio de Dios” y “Un pacto con el diablo” (textos todos que desde su primera publicación estaban asociados a Varia invención y que sólo la edición de Joaquín Mortiz había integrado en Confabulario), así como “Los alimentos terrestres”.
Finalmente, en 1986, ya sin la intervención de Arreola –aunque con su bendición–, la investigadora española Carmen de Mora editó el Confabulario definitivo para la colección Letras Hispánicas de la editorial Cátedra. A lo largo de sus 183 páginas, esta nueva edición de Confabulario (que incluye un estudio introductorio de 62 páginas), decidió respetar en su integralidad el corpus (tanto en número como en orden de los cuentos) de la edición de Joaquín Mortiz de 1971, haciendo únicamente dos modificaciones: por un lado, excluye el prefacio “De memoria y olvido”, que formaba parte de todas las ediciones de Confabulario desde 1966; por el otro, incluye un breve apartado final, “Varia invención”: éste retoma apenas cuatro cuentos aparecidos en Varia invención en 1949 y que Arreola no había incluido ni en la primera edición de Confabulario, ni en la de 1971, ni, por ejemplo, en el apartado “Confabulario” de la edición de 1962. Se trata, en este orden, de “Hizo el bien mientras vivió”, “El cuervero”, “La vida privada” y “El fraude”. Si bien los criterios de edición detrás de estas modificaciones no son claros,[12] se trata de la edición con mayor difusión de Confabulario después de la de Joaquín Mortiz, en buena medida gracias al prestigio de la colección y al poderío de distribución de Cátedra en el mercado editorial iberoamericano: en 2011, Confabulario definitivo contaba ya con siete ediciones.
Como puede verse, la historia editorial de Confabulario es sumamente compleja e imposible de describir al vuelo, pues Arreola nunca dejó de modificar el cuentario e hizo de él un catálogo más o menos extenso de su obra breve. En sucesivas entrevistas llegó a perfilar la intención, no sin una dosis de ironía, de no dejar “más que dos obras [suyas] autorizadas en [su] testamento: una antología, que se [llamaría] otra vez Confabulario, y un libro que [llamaría] La feria; sólo dos libros. Y lo demás, a la basura... literalmente”.[13] Este carácter inestable, dinámico y mutable de Confabulario así como la importancia que guarda para Arreola la sublimación y depuración textual de su escritura, hace necesario a mediano plazo un estudio ecdótico e incluso genético profundo que tendrá tela de donde cortar.[14] A la espera de él, puede remitirse al lector interesado en la evolución de Confabulario (y del resto de la obra de Arreola) hacia el imprescindible trabajo de Sara Poot Herrera, tanto en su libro Un giro en espiral. El proyecto literario de Juan José Arreola (Universidad de Guadalajara, 1992) como en el extenso artículo “Juan José Arreola y la armonía de los conjuntos” (incluido en El ojo en el caleidoscopio, compilación de estudios coordinada por Pablo Brescia y Evelia Romano), donde, entre otras cosas, se efectúa una completa revisión e interpretación del itinerario y organización de los textos del último juglar a lo largo de sus sucesivas ediciones.
Lugar de Confabulario en la literatura mexicana del Medio Siglo
Se mencionó más arriba que la primera edición de Confabulario de 1952 tuvo lugar en la colección Letras Mexicanas del fce. La serie dio inicio el mismo año en que egresaron los primeros becarios del Mexico City Writing Center (como fue llamado en un principio el Centro Mexicano de Escritores a causa del mecenazgo estadounidense) y es de importancia capital para nuestra tradición por un gesto en específico –casi una osadía para su época: el de ofrecer una vitrina en la que autores jóvenes, antiguos becarios, podían presentar el trabajo desarrollado durante su estancia en el Centro. Los jóvenes creadores aparecían así bien “cobijados”, tanto por el sello editorial como por una serie de escritores ya reconocidos. En Letras Mexicanas, al lado de Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia (Nostalgia de la muerte. Poemas y teatro), José Mancisidor (Frontera junto al mar), Francisco Rojas González (El diosero), o Enrique González Martínez (la publicación póstuma de El nuevo Narciso), aparecieron obras de autores de la generación de Arreola o incluso más jóvenes: Juan Pérez Jolote de Ricardo Pozas (nacido en 1912), Hueso y carne de Raúl Prieto (nacido en 1918), Imágenes de Rubén Bonifaz Nuño (nacido en 1923), Las provincias del aire de Jaime García Terrés (nacido en 1924) o un libro de Juan Rulfo (nacido en 1917), que en la cuarta de forros del Confabulario aparecía aún como “en preparación”, bajo el título de Cuentos, y que terminaría publicándose en 1953 bajo el título El llano en llamas y otros cuentos.
Tanto sincrónica como diacrónicamente, Confabulario participa de la renovación cultural del Medio Siglo, aquel periodo que va de mediados de la década de los años cuarenta a mediados de los años cincuenta y en el que México –siguiendo los tirones que le propinaba su archidinámico presidente Miguel Alemán, quien gobernó el país entre 1946 y 1952– procuraba modernizarse a pasos agigantados en todos los aspectos posibles. Dejando de lado el balance político y socioeconómico de este proceso, harina de otro costal, es innegable que el impacto cultural de esta modernización fue muy marcado: a juicio de gran parte de la crítica, este periodo se caracteriza por “el paso de una cultura eminentemente rural, heredera de la Revolución Mexicana y preocupada, ante todo, por los problemas sociales del campesino y del indígena, a otra en la que predominaba su carácter urbano y cosmopolita, en la que sus búsquedas inquirían más por el sujeto individual, por su vida íntima y secreta, por las razones existenciales que le permitían vivir día con día”.[15] Este tránsito conlleva, casi de manera natural, una renovación tanto en los temas como en las formas, necesaria dada la fatiga de la narrativa de la Revolución a esas alturas del siglo. Para Rafael Olea Franco, la importancia de Arreola en tanto renovador de nuestra tradición, sobre todo en lo que concierne a la temática literaria, es innegable: “Por ello Arreola implica una saludable y revolucionaria irrupción en un periodo de la cultura mexicana caracterizado globalmente por la búsqueda e invención de ciertas raíces de la identidad nacional, tendencia que de hecho él repudia en su enfática renuncia a lo que, grosso modo, podríamos definir como una literatura de carácter realista”.[16]
El distanciamiento de la literatura realista tradicional (y la exploración resultante de la vida íntima y de la existencia del sujeto individual arrojado violentamente a la absurda búsqueda de la modernización y el progreso) es también, en buena medida, lo que Carballo percibía como renovador en Confabulario, pero que Arreola comparte, además, con varios de sus pares, tanto de su generación (Juan Rulfo o José Revueltas) como de la generación previa (Agustín Yáñez). El medio literario de la época fue consciente del cambio, pero su lectura del mismo fue a menudo deficiente, al reducirlo a una vana disputa de antiguos contra modernos, impregnada de un matiz identitario-esencialista: se trata de la polémica en torno al nacionalismo, cuya óptica caricaturesca ni permitió efectuar un análisis sincero desde el punto de vista de la sociología literaria, ni apreciar el plano estético-literario de varios de los actores implicados. En el caso de Arreola, como veremos en el apartado relativo a la recepción de Confabulario, esta óptica provocó que un sector de la crítica, partidarios de un nacionalismo idealizador y dogmático, le juzgara como poco mexicano, extranjerizante y cosmopolita, lo que en la época, lo sabían bien los Contemporáneos, no era un juicio positivo.
Tal fue el paisaje en el que surgió Confabulario, el de la llamada Generación del Medio Siglo, confluencia de varias generaciones creativas, según apuntan Juan Antonio Rosado y Adolfo Castañón. En primer lugar, la de los escritores nacidos a fines del siglo xix, con Reyes a la cabeza, “que configuran el Parnaso de las Cátedras y Academias y [que] son –quien más, quien menos– los operadores de las instituciones culturales”[17] que enmarcan el trabajo de los sucesores: por ejemplo, es Alfonso Reyes quien brindará al joven Arreola la oportunidad de ser becario de la institución que presidía, El Colegio de México, y cuya guía y consejo (“me llegó a reprender en forma más severa que mi propio padre”, contaría Arreola a Carballo) serían fundamentales para el joven escritor. “Es insensato, pero me atrevo a decirlo: Arreola sin El Colegio de México se habría quedado en el pastiche imaginativo o en la imaginación costumbrista”, afirmará Emmanuel Carballo.[18]
Volviendo al paisaje generacional de la cultura mexicana del Medio Siglo, Rosado y Castañón destacan un segundo grupo, el de los nacidos entre 1901 y 1911, como Yáñez, Salazar Mallén o Efrén Hernández, “quienes se encuentran, en relación con la creación de la obra propia, más próximos a los autores nacidos el siglo pasado que de los jóvenes maestros que les pisan los talones [y] que irán aflorando a lo largo de ese quinto decenio del siglo xx”.[19] Y, por supuesto, el tercer grupo que entra en escena es la generación a la que pertenece Arreola, la de los nacidos entre 1911 y 1921 y que habrá de dar “el tono e [imponer] el compás de esos años”:
Es una generación nacida durante las horas intensas de la Revolución, educada y sazonada al calor de sus brasas, madurada en la formación polémica de sus instituciones, consciente de la responsabilidad del intelectual tanto en el debate ideológico como en la creación de nuevas formas. Es quizá la primera generación plena, desgarradoramente moderna, crítica del México del siglo xx, y deletrea en los nombres de Octavio Paz (1914-1998), José Revueltas (1914-1976), Efraín Huerta (1914-1982), Juan Rulfo (1918-1986), Juan José Arreola (1918-2001), José Alvarado (1911-1974), Leopoldo Zea (1912-2004), Alí Chumacero (1918-2010), las cifras de su fecunda diversidad.[20]
Claves estéticas y presupuestos filosóficos detrás de Confabulario
La importancia de las lecturas previas y la alcurnia de los antecedentes literarios de Confabulario (y en general de la obra de su autor) es un asunto evocado a menudo por la crítica: como reiteraré más adelante, Carballo le plantea la pregunta a Arreola, quien reconoce sin ambages la impresión que le dejaron, en primer lugar, Rilke, Kafka y Proust. Varios artículos han dilucidado esos parentescos, empezando por los evidentes, como es el caso de Marcel Schwob, y la clara influencia de sus Vidas imaginarias detrás de “Baltasar Gérard”, “Nabónides” o “In memoriam”,[21] o de Franz Kafka, del que Arreola siempre se reivindicó un profundo admirador.[22] No redundaré aquí en este análisis, prefiriendo esbozar en algunas líneas el marco en que esas “influencia” son recibidas y reformuladas en la obra de Arreola, lo que, a mi juicio, describe de modo más amplio el pensamiento literario de nuestro autor y las coordenadas estéticas en las que surge Confabulario.
En la misma entrevista con Emmanuel Carballo, Arreola brinda una noción del discurso literario por demás relevante:
El arte literario se reduce a la ordenación de las palabras. Las palabras bien acomodadas crean nuevas obligaciones y producen una significación mayor de la que tienen aisladamente si pudiéramos tomarlas como cantidades de significación y sumarlas. […] la vecindad de otras palabras, mediante un proceso de suma y resta, les devuelve su significación original o les hace decir o apuntar lo indecible.[23]
Se trata de una concepción de una modernidad absoluta de la literatura y el arte: lo que Arreola propone, a la manera del pensamiento lingüístico posterior a Saussure (para quien el valor de cada elemento del sistema lingüístico depende de su relación con los demás que lo acompañan en una realización dada) o del pensamiento estético posterior al impresionismo pictórico (para el que el valor de cada partícula de color depende de su relación con las que la acompañan en una realización dada), es que los elementos significativos del discurso no son expresivos por sí mismos, sino que dependen de la red de sentido que forman con todos los otros elementos discursivos y, por lo tanto, del ordenamiento que se hace de ellos.
“El arte lúdico de acomodar las palabras, gozo con el que Arreola se refería al ejercicio literario, es principio estético de su creación”, afirma Sara Poot Herrera[24] y, coherentemente con ello, sugiere:
al acomodo de las palabras se agrega el acomodo de los textos, su ordenamiento; al ajustarlos entre sí, mediante un proceso de composición, también se avecinan. Si las palabras ordenadas producen textos como nuevas significaciones, los textos ordenados reproducen en los libros esas significaciones. Y no sólo eso, sino que los libros también se ordenan y, a su vez, multiplican en la obra una significación mayor que abraza la de las palabras, los textos y los libros; el “abrazo” no cierra la obra sino que ésta se enriquece no sólo por sus semejanzas –que no repeticiones–, sino por sus distintas articulaciones internas y por la apertura a nuevos elementos que entran de inmediato en una suerte de movimiento que los ajusta e integra a los ya existentes.[25]
La confabulación de la escritura de Arreola comienza, dice Poot Herrera, por la confabulación de los textos entre sí y, también, la confabulación con textos ajenos que el autor reformula mediante su inclusión en una nueva red de sentidos. Un ejemplo paradigmático se encuentra en “Los alimentos terrestres”, texto absolutamente arreolesco escrito a partir de un ensamblaje de citas de Góngora: las frases ajenas son extraídas de su contexto original (particular, específico) y recontextualizadas en el relato de Arreola, adquiriendo así un nuevo sentido (un sentido general, simbólico, en el que las penurias materiales de Góngora se transfiguran en las penurias globales de todo escritor).
La brevedad de los textos, su carácter fragmentario y su heterogeneidad (entendiendo por ello no sólo la gran variedad formal –y, también, temática–, sino también la genética, englobando así el discurso de Arreola y el de aquellos precursores que reelabora e integra en sus relatos) no sólo caracterizan el discurso de Arreola, sino que le son necesarias: dicho de otra manera, la “confabulación” no es posible a partir de elementos homogéneos y uniformes, pues no es sino a partir de la heterogeneidad que, dice Poot Herrera, “se crean engranajes, bisagras de relación entre las piezas que participan en el movimiento permanente de la obra”.[26] La discontinuidad es el recurso creativo maestro de Arreola, como se aprecia en “Los alimentos terrestres” o en el recurso del diario en “Hizo el bien mientras vivió” (punto de partida de la obra de Arreola), por no hablar del carácter discontinuo y heterogéneo de La feria. La conciencia de la discontinuidad es lo que permite la asimilación de los diferentes subtextos dentro de lo que Poot Herrera denomina “conjuntos armoniosos”, es decir, en sus relatos y en las compilaciones de los mismos, como Confabulario.
Es esta concepción abierta de lo literario –que debe mucho a la enorme capacidad lectora de Arreola y de la que no es exagerado afirmar que prefigura en buena medida los avances de los críticos de la recepción de Eco a Jauss– lo que le permite a Arreola responder a Emmanuel Carballo, cuando éste le pregunta cómo ha hecho para asimilar sus influencias: “Mis influencias, hasta las más profundas, como pueden ser las de Rilke, Kafka y Proust, las he vivido no sólo como mexicano sino como payo. Hasta mis mayores refinamientos están vividos con alma y cuerpo de pueblerino mexicano”.[27] Desde su horizonte de lectura e interpretación, Arreola ha “asimilado sus influencias” apropiándoselas y asumiéndolas como lo que son: no vagas influencias, sino textos susceptibles de incorporarse en los suyos para volverse elementos estructurales de su obra y, sobre todo, de su visión de mundo, sin duda alguna mexicana.
Al evocar esta respuesta, es imposible no recordar que, entre las críticas que Varia invención y Confabulario recibieron en la época de sus primeras publicaciones, quizás la principal haya sido la acusación de no ser discursos suficientemente mexicanos.[28] Y, a pesar de ese punto de vista, uno de los cuentos más kafkianos de Arreola –uno del que se podría decir, como él afirma de Kafka, que “contiene en profundidad la imagen del hombre de nuestro tiempo: […] como ser arrojado […] en el mundo […] echado de pronto a un espacio tan indescifrable como el mundo […] controlado por fuerzas superiores e indiscernibles”–[29] es “El guardagujas”, de cuya mexicanidad, paradójicamente, pocos críticos dudaron, al punto que no faltó quien, con miras algo estrechas, limitara bastante su alcance al considerarlo una mera sátira de los ferrocarriles mexicanos. Con una perspectiva más amplia, Seymour Menton observa “El guardagujas” como una respuesta arreolesca y, al mismo tiempo, mexicana al pensamiento existencialista:
[Arreola] Admite con tristeza que no vivimos en el mejor mundo posible y se ríe de aquellas personas que se dejan absorber tanto por ese mundo que nunca pueden librarse de su succión irresistible. Al mismo tiempo, su actitud es más mexicana en que no se desespera, sino que aboga por el viaje a bordo del tren de la vida sin preocuparse de la ruta que lleva. El solo hecho de abordar el tren es una verdadera hazaña y debe apreciarse como tal. ¿Por qué desesperarse cuando el hombre es capaz de adaptarse a cualquier peripecia?[30]
De manera concreta, la visión de mundo transmitida por muchos de los cuentos de Confabulario presenta una gran cantidad de vasos comunicantes con el concepto de absurdo tal y como lo concibiera Albert Camus, para quien el absurdo, según nos recuerda George McMurray:
restores man's freedom to live life to the fullest, liberating him from the bonds of preconceived values, and making fate a human and individual matter. The absurd also negates hope for the future and considers action in the Here and Now to be an end in itself. Suicide and faith in God, then, are out of the question because either would represent an escape from the absurd, terminating the necessary state of tension between reasoning man and the unreasonable world. By his emphasis on this state of tension, Camus demonstrates his admiration for reason, but he also recognizes its limits and the impossibility of reducing the unintelligible world to rational principles.[31]
La relación de la escritura arreolesca con el pensamiento existencialista ha sido evocada a menudo y, sobre todo, desarrollada en el esclarecedor texto de McMurray. A ese respecto, me parece importante recordar lo que, según otra vertiente del pensamiento existencialista –la ontología hermenéutica de Heidegger, Gadamer o Vattimo–, constituiría uno de los objetivos primordiales de todo discurso simbólico y, por lo tanto, de los discursos literarios: el rompimiento con el Uno. El Uno (das Man en la versión original de Ser y tiempo) podría definirse como ese sujeto indeterminado “que no es nadie determinado y que son todos […], [y que] prescribe el modo de ser de la cotidianidad”;[32] romper con él significa romper con el dominio de los otros en el convivir cotidiano (entendiendo, por una vez, otros no en un sentido de alteridad esencial, como el Otro, sino, al contrario, como la masa impersonal que existe, inmediata y regularmente, en la convivencia cotidiana) y con las consecuencias que ello para la cotidianeidad del Ser: la uniformidad (el refugio en el anonimato o en la opinión de la masa), la homogeneización (piénsese en la de los gustos fílmicos o musicales), la medianía (esa extraña habilidad para producir conocimientos u opiniones que nunca llegan al fondo de las cosas, sino que incluso las oscurecen “y presenta[n] lo así encubierto como cosa [ya] sabida y accesible a cualquiera”[33] y, por último, la nivelación (la insensibilidad a las diferentes posibilidades de ser, a los diferentes grados de autenticidad y, en suma, al carácter no-universal de nuestro entorno socio-cultural que, en realidad, es todo menos homogéneo).
Creo que, de modo implícito, si se quiere, pero no por ello menos decidido, la escritura de Arreola persigue ese rompimiento y ese afán se manifiesta en otra ruptura, una que distingue de modo explícito su literatura: la crítica o sabotaje de los códigos realistas. En efecto, como Arreola menciona a Carballo, su obra se concibe en las antípodas del realismo (“la literatura tipo ‘comedia humana’”) y busca evitar sobre todas las cosas una “repetición inútil de la vida”. Las implicaciones del Uno para el Ser (que obligan a los discursos estéticos a distanciarse de esa normalidad cotidiana) son bastante cercanas a la concepción arreolesca de las fórmulas y procedimientos realistas: cuando Arreola pregunta retóricamente “De qué te sirve a ti, en el fondo de tu interés como lector, ver a […] Charles Bovary, asistir […] con el marido cornudo a pasear su insignificancia por las calles aburridas de un pueblo aburrido”,[34] describe, por no decir que caricatura, al realismo como una forma estética homogénea y uniforme.
Al contrario, los personajes de Arreola, arrojados al Absurdo, son “víctimas” de un toque misterioso que altera sus existencias y los libera de una existencia mediana, uniforme y, en una palabra, inauténtica:
En cualquier momento, a un personaje le puede ocurrir algo tan inesperado o tan sobrenatural que cambie el curso de su vida. Los personajes tradicionales se van haciendo lentamente en el transcurso de las obras; yo quiero, de golpe y porrazo, que sufran modificaciones sustanciales y definitivas. A veces estas modificaciones los instalan en el mundo de lo sobrenatural, del absurdo y de la fantasía absoluta.[35]
El rompimiento con la pertinencia realista y con el Uno, se expresan en Arreola mediante una autenticidad expresiva que renovó como pocos la prosa mexicana del siglo xx. Todo comienza por una conciencia lúcida de la posibilidad que el texto estético-literario tiene de “auto-instaurarse”: en resumidas cuentas, cualquier discurso literario –en este caso específico, los cuentos de Confabulario– instaura su propio universo y su propia verosimilitud… Esta instauración se ejerce a menudo en Confabulario mediante un procedimiento caro a Arreola: la transformación del sentido figurado en sentido literal dentro del universo del texto. Pongamos algunos ejemplos: en “Pueblerina”, los cuernos del marido engañado nunca son metafóricos sino que son, desde el principio del texto, una realidad bien dolorosa que llevarán a don Fulgencio a sufrir en carne propia el martirio entero reservado en principio a los toros de lidia; en “Parturient montes”, el merolico da cuerpo a la metáfora del título, contando de manera grandilocuente el surgimiento de entre sus ropas nada menos que… de un ratón; en “En verdad os digo”, el científico Arpad Niklaus pretende convertir en literal aquella metáfora bíblica del camello, el ojo de la aguja, los ricos y el reino de los cielos: o bien el científico triunfa en su búsqueda técnica y el camello pasa desintegrado por el ojo de la aguja, o bien el patrocinio de semejante tarea desplumará a los ricos quienes, empobrecidos, podrán entrar al reino de los cielos; sea como sea, la figura se vuelve literal.
El juego que el texto establece entre los dos niveles de sentido, que, habitualmente, el lector consideraría separados, conduce a la creación de un mundo posible con reglas propias, que asume sus distancias con el discurso cotidiano. A ese respecto, “El prodigioso miligramo” brinda un ejemplo evidente: el hallazgo de la hormiga sólo adquiere todo su sentido cuando llega al hormiguero y el narrador nos informa que “las palabras ‘miligramo’ y ‘prodigioso’ sonaron aisladamente, aquí y allá, en labios de algunas entendidas”.[36] Nada en el texto nos indica lo que es un prodigioso miligramo ni el texto requiere que conozcamos esa información para ser descodificado, al contrario: la sola voluntad del autor implícito de unir los dos vocablos basta para proporcionarles un sentido en ese mundo posible, sentido que se revelará ominoso, y es esa unión, la creación literaria de ese concepto temible para algunas hormigas entendidas, lo que desencadena toda la sucesión de acontecimientos del relato. “Then stupidity, pride, stubbornness, and histeria take over. Every increase in the miligram’s value in the eyes of the ants is really verbal, accidental, and decidedly nonrational”.[37] Irracional de acuerdo a una verosimilitud realista, pero que aquí pasa a segundo plano, pues es el texto el que crea con sutileza, su propio universo y establece sus propias leyes. Una vez que el texto de “Pueblerina” da sustancia y cuerpo a la expresión figurada de “los cuernos” de don Fulgencio, es el cuento entero el que queda supeditado a esa nueva lógica, desde la cadena de eventos y las reacciones de los personajes, hasta las elecciones léxicas y el registro de lengua utilizados. Y esas elecciones determinan a su vez la transformación figurada (¿o literal?) de don Fulgencio, de quien ya no sabemos si los rasgos taurinos están sólo asociados a la descripción y al artificio literario o si son inherentes al personaje:
Pero la vida tranquila del pueblo tomó a su alrededor un ritmo agobiante de fiesta brava, llena de broncas y herraderos. Y don Fulgencio embestía a diestro y siniestro, contra todos, por quítame allá estas pajas. […] Mareado de verónicas, faroles y revoleras, abrumado con desplantes, muletazos y pases de castigo, don Fulgencio llegó a la hora de la verdad lleno de resabios y peligrosos derrotes, convertido en una bestia feroz. […] Su grueso cuello de Miura hacía presentir el instantáneo fin de los pletóricos.[38]
Esta ruptura de la pertinencia realista subraya el absurdo de ver al individuo prisionero de un mundo arbitrario que escapa de su control. Como menciona Washburn, el súbito y arbitrario valor que, en “El prodigioso miligramo”, se le otorga al prodigio de marras determina una cadena de acontecimientos que conducirá ineluctablemente a la pérdida del hormiguero entero.[39] Lo que se destaca en “Baby H.P.” es un peligro similar: “Once human beings accept materialistic function as the overriding value in life, life loses its intrinsic value and is hence expendable”.[40] La escritura de Arreola es lúcida y evita en todo momento el texto “de tesis”, pero su reflexión subyacente se explicita muchas veces al examinar muchos de los cuentos de Confabulario, en los que esta reflexión sobre las posibilidades del ser-en-el-mundo en un entorno moderno y absurdo se hacen evidentes. El protagonista de “La migala”, capaz de adquirir y liberar en su casa una alimaña peligrosa (un “infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres”),[41] “Sinesio de Rodas”, confrontado a la virtual insignificancia de su herejía (“Ni siquiera obtuvo el honor de ser condenada oficialmente en concilio”),[42] el infeliz poeta de “Monólogo del insumiso” (lo bastante perspicaz para percibir los límites de su arte, pero que, de todos modos, sufre los asaltos de un diablo deseoso de ridiculizarlo que le dicta casi todo lo que escribe) o los sorprendidos amantes de “El Faro”, a quienes el marido cornudo hace la vida imposible a base de rutina y una aparente ingenuidad... he allí otros tantos ejemplos de personajes arrojados a un mundo posible que ha roto la pertinencia de viejas expectativas literarias y que instaura, con una aparente despreocupación, sus propias reglas de percepción de la realidad y su propia visión de mundo. Porque de todos los cuentos de Confabulario puede decirse lo que Washburn afirmaba para “El guardagujas”: “Arreola, in moving out from the literal level of his materials to other planes of meaning, achieves multivalent effects in ‘The Switchman’. Even though the story is a fantasy, it accurately simulates the perceiven and felt reality in which human beings live”.[43]
Caracterización lineal de Confabulario
Recuérdese que el principio creativo de Arreola, según Sara Poot Herrera, es “el arte lúdico de acomodar las palabras”[44] y, por ende, también los textos. En ese sentido, Confabulario no sería una recopilación informe o azarosa de cuentos, sino un único discurso en forma de corpus coherente, compuesto de los fragmentos que identificamos como relatos. Dicho de otro modo, nos hallamos ante un solo texto organizado a partir de múltiples heterogeneidades, un conglomerado de significaciones que han sido conscientemente dispuestas en el orden en que nos son presentadas, con el objetivo de alcanzar una significación global.
A partir de este criterio, a mi juicio operativo, me parece posible efectuar una descripción inicial del libro a partir del esbozo de una posible estructura interna, en el sentido más llano del término, de la edición de 1971 de Confabulario: una descripción del conjunto que tome en cuenta la distribución y orden de todas sus partes para efectuar en ese total algunos cortes que nos permitan ceñir mejor su esencia. En ese sentido, podríamos proponer una revisión de Confabulario a partir de cinco partes.
1. Introducción al Confabulario
La primera parte se compone del prefacio “De memoria y olvido”, el epígrafe de Carlos Pellicer y el primer cuento “Parturient montes”. Se trata de una introducción al libro en el sentido en que el autor implícito busca aclarar desde un principio sus presupuestos y estrategias narrativas para así establecer las bases sobre las que se apoyarán el resto de los cuentos. El prefacio autobiográfico “De memoria y olvido” es un texto a menudo dejado de lado por los análisis e interpretaciones sobre el libro al que precede, a pesar de constituir una etapa imprescindible para su lectura: melancólico y bellamente trabajado en su aspecto formal, “De memoria y olvido” esconde bajo una aparente despreocupación, una serie de coordenadas e indicios axiales para la interpretación de Confabulario. En primer lugar, el autor implícito precisa su lugar de enunciación o, siendo más precisos, su horizonte de creación. Se trata de un pueblo de la provincia mexicana del que el autor reivindica, con toda sinceridad y desde un principio, su carácter pueblerino y provinciano: “Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán”.[45]
Inmediatamente después, el texto anuncia el color de los cuentos que le seguirán, pues establece los cimientos de una visión de mundo dominada por el Absurdo y por el sentimiento que éste provoca en varios de los personajes, más o menos angustiante: Arreola describe la orografía volcánica de su terruño, la vincula con el carácter expresivo de uno de sus coetáneos (el muralista José Clemente Orozco) y, a continuación, nos revela que el volcán está vivo. Como la migala del cuento homónimo, el volcán es un foco de incertidumbre, una amenaza íntima con la que, por esa misma naturaleza, no queda sino convivir:
Para no ir más lejos, el año pasado estuvimos asustados con brotes de lava, rugidos y fumarolas. Atraídos por el fenómeno, los geólogos vinieron a saludarnos, nos tomaron la temperatura y el pulso, les invitamos una copa de ponche de granada y nos tranquilizaron en plan científico: esta bomba que tenemos bajo la almohada puede estallar tal vez hoy en la noche o un día cualquiera dentro de los próximos diez mil años.[46]
Después, el autor esclarece la doble fuente de donde surge su estilo: en primer lugar, los ilustres precursores que ha conocido en Zapotlán: “leí a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más y menos ilustres…”.[47] Pero el estilo de Arreola no se construye sólo sobre los cimientos de la cultura letrada, sino que está sólidamente afincado en la cultura popular: a la misma altura de las referencias que acaba de citar (como lo indica la conjunción copulativa), señala: “Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente de campo”.[48] Después de todo, cuando describía el malestar existencial de sus primeros años, lo hacía dotando de un trasfondo popular un motivo mítico… o al revés:
Di los primeros pasos seguido precisamente por un borrego negro que se salió del corral. Tal es el antecedente de la angustia duradera que da color a mi vida, que concreta en mí el aura neurótica que envuelve a toda la familia y que por fortuna o por desgracia no ha llegado a resolverse nunca en la epilepsia o la locura. Todavía este mal borrego negro me persigue y siento que mis pasos tiemblan como los del troglodita perseguido por una bestia mitológica.[49]
La “Introducción” de Confabulario continúa con el epígrafe de Carlos Pellicer. Se trata de poco más de un verso del tercer soneto de “Nocturno”, apartado esencial de Práctica de vuelo, serie de 86 sonetos religiosos que Pellicer publicó en la colección Tezontle en 1956, pero cuya cita encabeza Confabulario de Arreola desde su primera edición de 1952. Entre paréntesis, no debe motivar la sorpresa: es conocida la fervorosa admiración de Arreola por la escritura de Pellicer[50] y la relación de amistad entre los dos escritores está también documentada, por ejemplo, en otros poemas de Práctica de vuelo, los “Sonetos de Zapotlán”, que Pellicer dedicó al último juglar.
Estimo que esta cita constituye un paratexto bastante menos inocuo de lo habitual: se trata auténticamente de un texto más del libro y como tal aporta una fuerte carga de sentido al discurso global. De acuerdo con Alejandro González Acosta, el soneto iii de “Nocturno” –conocido también por su primer verso, Entre la selva enorme de la hierba– “señala la antítesis entre lo infinito y lo íntimo, el Todo y la Nada, y esto sirve para interrogar sobre el sentido de la vida, el oscuro camino del destino y a partir de esta duda, la certidumbre de la elevación del espíritu”.[51] Estos presupuestos filosóficos, así como el destino de la hormiga del texto (despojada de su mínimo aposento por el viento que la lanza contra la corpulencia del viento), se encuentran en plena sintonía con las preocupaciones y el carácter de los cuentos de Arreola, quien, fiel a su costumbre, hizo suyos los versos del poeta tabasqueño, modificando levemente los versos citados: donde el autor original decía “mudo espío / y alguien inmóvil y voraz me observa”,[52] Arreola prefiere decir “… mudo espío / mientras alguien voraz a mí me observa”,[53] subrayando mediante el adverbio la presencia casi ominosa del observador misterioso.
Como puede verse, la cita de Pellicer es una minificción y, claro está, constituye también un indicio hermenéutico importante, que ha sugerido diversas interpretaciones a la crítica. Ángel González Araúzo considera, por ejemplo, que los “protagonistas” de este epígrafe serían los propios personajes de los cuentos de Confabulario, encarados y observándose mutuamente con todo lo que ello implica: “Los seres así contrapuestos son interdependientes, recíprocos e inseparables: la existencia de uno presupone la del otro, que a su vez no podría existir sin el primero. Bien vista, tal interdependencia, les resta a todos autonomía. De lo cual podemos pasar fácilmente a considerar al ser alterno como simple reflejo del primero”.[54] Por su parte, Rosa Pellicer prefiere ver el epígrafe como una advertencia del texto sobre su propia naturaleza. Confabulario, parece decir el epígrafe, necesita tanto del diálogo con escritores precedentes como del diálogo con un lector que acepte jugar bajo sus reglas: “Confabulario, de confabulari, tiene el doble sentido de ‘conversar’, ‘tratar una cosa entre dos o más personas’, y de ‘colección de fábulas’. La ‘confabulación’ arreoliana significa tanto la del escritor con otros escritores, como la del lector con Arreola; de ahí el significativo epígrafe de Carlos Pellicer que abre todas las ediciones de Confabulario”.[55]
La declaración de principios de Confabulario concluye con su primer cuento, “Parturient montes”, que encabeza casi todos los Confabularios desde 1955 (con la excepción de Mi confabulario de 1979). Se trata de uno de los textos que deja más clara que nunca la conciencia discursiva de la obra, cuyo autor implícito sabe muy bien que sus cuentos, como cualquier otro texto, requieren de un lector dispuesto a suspender su incredulidad para poderlos actualizar. “Parturient montes” efectúa una modernización de la fábula de Esopo en un contexto popular. El cuento sigue el punto de vista de su narrador-protagonista, un cuenta-cuentos que se ve obligado a contar ante un público ansioso una “nueva versión del parto de los montes”. El narrador, con un humor sutil, formula desde un principio una captatio benevolentia en toda regla: la expectativa de la gente “rebasa con mucho el interés de semejante historia”; mejor y más simple sería acudir “a los textos clásicos y a las ediciones de moda”; después de todo, el narrador nos advierte, quizás su auditorio se ha dejado conquistar “por [su] aspecto de charlatán comprometido”.[56] Sin embargo, la narración comienza y ese mismo público está a punto de volteársele cuando sospechan que el contador sería incapaz de llevar la historia a término de manera convincente. Así, en el mismo texto, se dan la mano la fábula esopiana y la interpretación de ésta por Horacio, quien en la “Epístola a los pisones” usara el motivo como mención satírica de aquellos escritores rebasados por la rimbombancia de su estilo. Sin embargo, Arreola no busca hacer suya la mirada prescriptiva de Horacio y la escuela clásica. Por el contrario, el nudo de la historia radica en las dificultades del acto mismo de contar, lo que para el narrador es una preocupación sumamente íntima: Arreola tenía una lectura semejante del relato, que, según él, “representa el drama del escritor: en cierto sentido, es la confesión de la imposibilidad casi absoluta de seguir siendo escritor”.[57] A ese respecto, la reflexión metaliteraria que Arreola propone no resulta desprovista de interés: el cuenta-cuentos, cuya narración transcurría al principio por cauces trillados (“comienzo a declamar las palabras de siempre, con los ademanes de costumbre”),[58] se da cuenta de que necesita la colaboración de su público (aún así sea una sola persona) para que el relato triunfe y surta efecto: “A punto de caer desmayado, me salva el rostro de una mujer que de pronto se enciende con esperanzado rubor. Afirmado en el pedestal, pongo en ella todas mis ilusiones y la elevo a la categoría de musa, olvidando que las mujeres tienen especial debilidad por los temas escabrosos. La tensión llega en este momento a su máximo”.[59] En cierto modo, el narrador del relato representa al autor de los relatos que seguirán: Arreola parece decirnos que, como la mujer y su familia (más dispuestos que nadie a creer en la fantástica aparición del ratón nacido de la axila del cuenta-cuentos), debemos estar dispuestos a dejarnos sorprender por el relato y jugar bajo sus reglas. De allí su posición de apertura del libro.
2. Primera cala en la variedad de Confabulario
La segunda parte de Confabulario representa una primera cala en la libertad y variedad de Arreola: a lo largo de los seis cuentos que la componen, el libro nos propone un repertorio reducido de sus principales temas, motivos y procedimientos narrativos; inmediatamente es perceptible la aparente facilidad con la que cada cuento encuentra y madura un léxico, un registro y, en consecuencia, una visión de mundo. En primer lugar se encuentra “En verdad os digo”, que esconde, detrás de una leve apariencia de ciencia ficción (el protagonista del cuento es un sabio que busca desintegrar un camello con todas las de la ciencia, para hacerlo pasar a través del ojo de una aguja y reintegrarlo después), una franca crítica social, coherente con el antecedente bíblico. Todo ello se transmite mediante un estilo que parodia la enunciación propia de un artículo periodístico –pero con delicadeza y sin el ethos agresivo propio de la sátira clásica–. A continuación, sigue “El rinoceronte”, cuento que lanza en el libro la reflexión sobre las relaciones complejas entre mujeres y hombres que, en esta primera parte, se retoma en “Eva”, séptimo cuento del libro: mientras que “El rinoceronte” tematiza, desde el punto de vista de una narradora, una relación en franca desigualdad –en la que, como juzgaba Arreola, el hombre “aniquila totalmente a la mujer”–,[60] “Eva” trata la relación a partir de la seducción, con su juego de sinceridad y añagazas; su narrador en tercera persona alterna la focalización entre cada miembro de la pareja protagonista que se revela pronto como la pareja paradigmática: una vez que la seducción se consume y los amantes se unen, da inicio “el episodio milenario, a semejanza de la vida en los palafitos”.[61] Entre “El rinoceronte” y “Eva”, se encuentran “La migala”, “El guardagujas” y “El discípulo”: se trata de tres tematizaciones distintas del absurdo. La primera, horrorífica, es un descenso a la locura en la que un narrador en primera persona adquiere una peligrosa migala para liberarla en su departamento, instalándose así en una incertidumbre en la que la amenaza del bicho acecha a su dueño como una invisible espada de Damocles. En “El discípulo”, el absurdo se vuelve una lección de estética: el narrador-protagonista, un joven pintor florentino, produce su mejor boceto, pero su maestro le muestra que no ha podido evitar la trampa de buscar la belleza. “No falta en tu dibujo una línea, pero sobran muchas”,[62] afirma, dando cuerpo así a la estética de Arreola basada en la síntesis y la depuración formal. En “El guardagujas”, el absurdo, en toda su altura y belleza literarias, gobierna el diálogo entre el personaje del título y un anónimo viajero, cuyas expectativas pragmáticas son cuestionadas y deconstruidas por las respuestas de su interlocutor; de ese modo, el intercambio, teñido de un humor tenue pero constante, escenifica la ruptura de la pertinencia, de modo similar al teatro de Beckett, contemporáneo de los primeros libros de Arreola:
–Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
–Lleva usted poco tiempo en este país?
–Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
–Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros –y [el guardagujas] señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
–Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.[63]
3. Temas del fracaso y del héroe
En la tercera parte de Confabulario, dan inicio dos ciclos del libro que, por momentos, confluyen y se retroalimentan. Por un lado están aquellos cuentos que tematizan la confrontación ante el absurdo desde el punto de vista del fracaso: a veces con la presencia más o menos evidente del humor, como es el caso de “Pueblerina” (en el que un marido cornudo sufre literalmente la lidia de toda su comunidad, faena que, por mucho empeño que ponga el protagonista, no puede sino concluir con una estocada y el arrastre), o “El faro” (nueva visión del adulterio, está vez desde el punto de vista de los amantes, a quienes la bonhomía del marido cornudo frustra y confunde); a veces sin ninguna intención humorística (o por lo menos burlesca) como en “Monólogo del insumiso” (bella relación del magnífico fracaso de un poeta postromántico, en absoluto interesado por superar el desfase estético que se cierne sobre su obra). Pero, en cualquier caso, con una presencia constante de la ironía, como bien muestra la retorcida fábula “El prodigioso miligramo”, sátira mordaz en la que un hormiguero es devorado desde dentro por las dudas y falsas certezas en torno a un objeto maravilloso, convertido en objeto de culto y que no impedirá que su descubridora se hunda en la locura.
Frente a este grupo de relatos, Confabulario presenta otra mini-serie: la de las biografías imaginarias, narradas en tercera persona por narradores que hacen gala de un estilo erudito y más o menos imparcial (aunque los límites de esa objetividad suelen salir a la luz), por ejemplo: “In memoriam” (evocación de un inexistente antropólogo, el barón de Büssenhausen, cuyo monumental estudio de las relaciones entre hombres y mujeres escondería más bien la crónica desesperada de su matrimonio con una mujer que lo domina hasta la destrucción) o “Baltasar Gérard”[64] (reformulación ficcional de los afanes de un histórico regicida, el asesino del príncipe Guillermo de Orange).
Entre las dos series, un par de cuentos se ubican en la confluencia de los dos ciclos y son biografías imaginarias de personajes cuyas vidas entretejen –con ironía, pero casi sin humor– el absurdo con el fracaso: son “Sinesio de Rodas”, relato de un ficticio padre de los primeros tiempos de la Iglesia, cuya caótica herejía (por voluntad divina, los ángeles están encargados de atizar el fuego del absurdo al provocar “los mil y mil accidentes de la vida”)[65] no logra siquiera ser condenada oficialmente en concilio eclesiástico y “Nabónides”, legendario rey babilónico cuyos afanes historiográficos terminan por consumir su tiempo y provocar la caída de su reino.
4. Sátiras distópicas y reflexiones teológicas
Un dúo de cuentos marca un cambio decisivo de rumbo en el libro, inaugurando así una nueva etapa en su camino: se trata de “Baby H.P.” y “Anuncio”. En estos relatos de una modernidad absoluta, construidos a partir de una parodia de las formas y registros presuntamente objetivos de la publicidad, subyace una sátira, más o menos franca y más o menos humorística, de ciertos valores occidentales (en nuestra época, más presentes que nunca): en lo que respecta al nivel temático, este ethos satírico unido a la preocupación tecnológica hace de estos relatos de Confabulario verdaderas anticipaciones en nuestra tradición de la vertiente distópica (o anti-utópica) de la ciencia-ficción. En “Baby H.P.”, una empresa estadounidense promociona un dispositivo que deshumaniza de facto a los niños convirtiéndolos en mera fuente de energía. La compañía del cuento pretende curarse en salud, al prevenir a su público potencial de que su aparato “no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no cohíbe ni trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que contribuye al desarrollo armonioso de su cuerpo”.[66] Lo que en un verdadero artículo promocional constituiría una estrategia de ocultamiento de los fines codiciosos del artefacto, en el cuento se transforma en un manierismo irónico que subraya y, en cierto modo, denuncia esa misma codicia.
Gemelo del cuento precedente, “Anuncio” añade, al mismo tiempo, un nuevo eslabón a la reflexión en torno a las relaciones entre hombres y mujeres: después de haber examinado tanto las relaciones destructivas para uno u otro miembro de la pareja como el adulterio, este cuento “takes some ways that woman is commonly viewed [por los hombres] and carries them to their limit”.[67] Se trata de una publicidad de un sexo-robot llamado Plastisex©, una muñeca inflable hi-tech fabricada para satisfacer toda clase de necesidades eróticas y que surge así de una deshumanización brutal de la mujer, más que nunca reducida a un objeto sexual. Con el mérito de nunca ejercer ninguna condescendencia hacia su lector, “Anuncio” tiende un espejo irónico a la sociedad occidental, lo que en nuestro horizonte globalizado de lectura quiere decir al planeta entero:
[“Anuncio”] pictures with distressing accuracy and precision how men perceive woman and how women perceive themselves. The reader recognizes uneasily that many men at some level of their being really do want a Plastisex© woman, and that many women strive anxiously to give the men what they want, turning themselves into living mannequins.[68]
La continuación de esta parte nos hace pasar por una transición con el cuento “De balística”, nuevo avatar del fracaso existencial que intriga a Arreola. Su estructura es sumamente similar a la de “El guardagujas”: una introducción a cargo de un narrador en tercera persona con un punto de vista externo, da lugar a un diálogo apenas puntuado por algunas frases fugaces que, cual si fueran didascalias teatrales, se colocan entre paréntesis. Al igual que “El guardagujas”, “De balística” pone en escena una conversación irónica entre un personaje inexperto, un estudiante de balística que cumple la función de ingénu, y su interlocutor, un sabio profesor de la especialidad con una gran lección que compartir, absurda en el sentido noble que Arreola da al término: la completa inutilidad de sus desvelos. Arreola se preguntaba si acaso este cuento no formaría parte de aquellos de su obra que son “mero pasatiempo”, pero, incluso en un texto que puede palidecer frente a los puntos culminantes del resto del libro, subyacen las mismas inquietudes y procedimientos, pues el profesor (cuyo estilo pedante determina la barroquización de la escritura del relato) rompe las expectativas del estudiante y transforma de modo misterioso su existencia.
Cuando [el profesor], autoridad universal en antiguas máquinas de guerra, le dice: “Llévese esta piedra a Minnesota, y póngala sobre su mesa de conferenciante. Causará una fuerte impresión en el auditorio”, le está aconsejando que no tiene objeto que se ponga a escribir su tesis doctoral de doscientas cuartillas sobre balística romana: su destino es otro, y el estudiante con tristeza lo reconoce.[69]
Después del inquietante “Una mujer amaestrada” –una nueva y dramática reflexión en torno a la relación hombres-mujeres en un cuento que Carballo considera cruel y diabólico y, a la vez, uno de los “más redondos y cargados de sentido”[70] de su autor–, da inicio una nueva serie de relatos con un común denominador: la extensión de las preocupaciones filosóficas de Confabulario al dominio de lo místico y lo divino. Se trata de “Pablo”, “El converso”, “El silencio de Dios” y, en menor medida, “Un pacto con el diablo”.
Esta sucesión se ve punteada por un relato más, “Parábola del trueque”, uno de los cuentos más conocidos de su autor y última (así como brillante) variación de este Confabulario en torno al tema del hombre y la mujer. Anticipando varios de los recursos de los que abrevaría el realismo mágico, el cuento –colocado después de “Pablo”–, captura la atención de su lector mediante el pregón de un cambiador, que llega a un pueblo recóndito ofreciéndose a cambiar esposas viejas por nuevas. Con excepción del anónimo narrador-protagonista, todos los casados del pueblo sucumben a la oferta y, una vez que se han deshecho de sus mujeres, descubren con horror que las criaturas recién adquiridas (tan rubias que están, literal y no figuradamente, doradas con oro de 24 quilates, en un procedimiento estilístico habitual en Arreola) son “de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos” y que el mercader los ha defraudado. Evocando de modo secundario, pero decidido, una reflexión aguda sobre la colonización étnica de cierta parte de México, el cuento elige problematizar a su narrador, cuya mujer, Sofía, sospecha que si no ha sido entregada al cambiador, no es por mérito alguno, sino por mera cobardía.
Regresando a los cuatro cuentos religiosos de Confabulario, hay que caracterizarlos como cuatro visiones de lo metafísico desde los presupuestos que rigen el resto del libro. Y el resultado está teñido en todos los casos por la confrontación: como Jacob contra el ángel, los protagonistas de estos cuentos luchan, de manera más o menos figurada, contra una instancia metafísica superior, cuya naturaleza inescrutable resulta en general poco propicia al consenso. Por ejemplo, Pablo, humilde cajero de banco y protagonista del cuento homónimo, tiene un día una iluminación sauliana: se descubre depositario de la naturaleza divina. El personaje (y el relato, organizado desde su punto de vista) se ve inundado por un sentimiento beatífico que, sin embargo, pronto da lugar a la inquietud: Pablo comprende poco a poco que la consumación de los designios divinos implica la desaparición de toda forma de vida de la faz de la Tierra. Ante esa disyuntiva, Pablo no duda en escoger el bando de los hombres y se suicida.
Este ciclo religioso, así como la cuarta parte, culmina con “El silencio de Dios”, diálogo epistolar entre Dios y una de sus criaturas, organizado a partir de la yuxtaposición de dos cartas: se trata, pues, de una “lucha” discursiva. El anónimo enunciador de la primera sabe bien capturar la atención divina (y de paso la de cualquier lector) desde la primera línea del cuento: “Creo que esto no se acostumbra: dejar cartas abiertas sobre la mesa para que Dios las lea”.[71] Desesperado y creyendo que, de todos modos, su carta caerá en el silencio sin ser conocida por Dios, el narrador termina por plantear a la divinidad una serie de preguntas esenciales: “¿Por qué es el bien tan indefenso? ¿Por qué tan pronto se derrumba? […] ¿se puede vivir para el mal? ¿Cómo se consuelan los malos de no sentir en su corazón el ansia tumultuosa del bien?”.[72] Sin embargo, en un pase retórico habitual en Confabulario, el silencio, que en la carta del mortal no es sino una figura retórica, recupera su sentido literal para dar paso a la respuesta divina. Dios, con un humor sutil y benevolente, aclara: “Efectivamente, tu carta ha ido a dar al silencio. Pero sucede que yo me encontraba allí en tales momentos. Las galerías del silencio son muy extensas y hacía mucho que no las visitaba”.[73] Como en el Libro de Job, la divinidad de “El silencio de Dios” responde a los cuestionamientos del alma azorada por el absurdo del mundo. El absurdo no es fruto del azar, sino de la voluntad: “Quiero que veas el mundo tal cual yo lo contemplo: como un grandioso experimento”.[74] Arrojados a ese mundo, nos dice el texto, existe una solución: aceptar el absurdo. “Si tú tampoco puedes soportar la brizna de libertad que llevas contigo, cambia la posición de tu alma y sé solamente pasivo, humilde. Acepta con emoción lo que la vida ponga en tus manos y no intentes los frutos celestes”.[75] Acaso este cuento constituye una preparación para el cierre de Confabulario, tres de cuyos cuentos confrontan al lector ante un mundo inaprehensible, arrojado al caos.
5. Conclusión
Esta quinta y última parte del libro se inicia con uno de los cuentos formalmente más originales de Confabulario: se trata de “Los alimentos terrestres”. La superficie del texto parece apenas mostrar una narración fragmentaria que yuxtapone párrafos diversos. Poco a poco se adivina que las líneas pertenecen a una serie de cartas escritas por un único enunciador, quizás del Siglo de Oro, que se dirige a un personaje jerárquicamente superior, pidiendo auxilio para no morir de hambre. Al final, el texto revela que el emisor de las cartas es Luis de Góngora, cuya penuria, como se sabe, fue legendaria. Uno de los versos del autor de las Soledades aparece citado en el cuento, quizás como indicio de la verdadera naturaleza de éste: los fragmentos que el texto yuxtapone son sólo citas del epistolario de Góngora, mientras que el título, como lo señala Rosa Pellicer, es una alusión a otro texto, Les norritures terrestres de André Gide. “Los alimentos terrestres” plantea así, discretamente, un problema estético de enorme interés: no hay una palabra en el cuento que proceda de su autor implícito y, al mismo tiempo, el cuento, como un todo heterogéneo, sólo le pertenece a él. Es su voluntad creativa la que ha decidido extraer estos fragmentos para crear a partir de ellos un nuevo texto en el que dan forma a un nuevo sentido, como apunta Rosa Pellicer: “la pobreza de Góngora conduce a una humillación abyecta ante los poderosos, denunciando, tal vez, a la propia sociedad que permite tal situación”.[76] El desasosiego personal de Góngora es llevado por Arreola hacia una dimensión simbólica más vasta, que entra en consonancia con la leve angustia que domina el resto de los cuentos de Confabulario y de la que dos cuentos siguientes nos dan un último vistazo, teñido esta vez de un fino humor.
En primer lugar, se encuentra “Una reputación”, relato en el que un narrador en primera persona, socialmente torpe, se ve arrastrado en un auténtico círculo vicioso de la caballerosidad: habiendo cedido su asiento a una dama a bordo de un autobús, termina sintiéndose obligado, muy a su pesar, a cumplir las funciones de paladín de todas las mujeres del camión, al punto de perder la dimensión de las cosas. Consciente de su torpeza que le impide poner un alto a la situación, el hombre siente que su reputación no tiene fundamento, pero al mismo tiempo la focalización interna provoca que ese temor quede sólo entre él y el lector.
En segundo lugar está el antepenúltimo cuento del libro, “Corrido”, uno de los textos más “pueblerinos” de Arreola. Con un estilo indirecto libre de deliciosa oralidad, un narrador en tercera persona nos relata un suceso terrible y simple: en Zapotlán, una mujer se dirige a la plaza que dicen de Ameca para llenar su cántaro con agua; en el trayecto despierta el interés de dos hombres que terminan matándose a puñaladas por una completa desconocida. El trabajo de la oralidad es notable, utilizado con sabiduría para provocar la sonrisa del lector. Pero lo que debe tenerse siempre en cuenta (tanto para “Corrido” como para el resto de los cuentos de Confabulario) es que las implicaciones de esta oralidad ficcionalizada no se limitan, ni mucho menos, a una mera reproducción de rasgos fonéticos o léxicos populares. Al contrario, este cuento evidencia hasta qué punto Confabulario busca incorporar una vasta visión de mundo, en este caso sólidamente anclada en ese pueblo de Zapotlán que se nos presentaba en “De memoria y olvido”:
El final del texto no es menos memorable, puesto que en la hábil reticencia del narrador se expresa tanto sobre el pudor pueblerino, sobre sus estrechos límites geográficos y mentales, sobre eso que, sin malicia, podríamos denominar provincialismo: “Después se supo que hubo una muchacha de por medio. Y la del cántaro quebrado se quedó con la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se casó. Aunque se hubiera ido hasta Jilotitlán de los Dolores, allí habría llegado con ella, a lo mejor antes que ella, su mal nombre de mancornadora” […] ¡Como si Jilotitlán de los Dolores estuviera en el confín del mundo![77]
Sólo le queda entonces a Confabulario concluir con esa íntima defensa de la artesanía encerrada en la “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”. Tal es el remate de un libro complejo, riquísimo en intenciones interpretativas, en estilos, registros y formas, reacio a aprisionar la perspectiva de su lector y prefiriendo, en cambio, buscar hasta el último cuento un lector modelo dispuesto a jugar su juego.
La recepción de Varia invención había sido discreta, como el mismo Arreola lo compartía con un dejo de amargura a Mauricio de la Selva en 1970: “Mira, antes de que se publicara Varia invención casi no se hablaba de ningún autor joven más que excepcionalmente, y tan en petit comité que de nada servía; aun Varia invención fue un libro del que casi no se escribió nada, nada […]”.[78] Las críticas de Confabulario, como apunta Yulan M. Washburn, aunque no muy numerosas, fueron en general positivas, si bien, como se mencionó más arriba, la crítica mexicana siguió reprochando al autor su falta de mexicanidad. Carballo, que conoció a Arreola en 1953, consigna la apreciación de la crítica nacionalista sobre el autor de Confabulario y sus creaciones: “En ese año de 1953, […] Rulfo era considerado como un nacionalista reaccionario (porque no ponía en práctica esos esquemas reduccionistas y timoratos [del nacionalismo literario]) y Arreola un universalista convicto y confeso que escribía sobre temas y personajes ajenos a nuestra idiosincrasia”.[79]
Más allá de nuestras fronteras, y del debate maniqueo que éstas encerraban, el libro pudo ser leído con otros criterios de análisis. En el otoño de 1953, en una de las primeras reseñas aparecidas en la crítica académica estadounidense, la investigadora Madaline W. Nichols (más relacionada con la literatura argentina decimonónica) consigna en Books Abroad la aparición de Confabulario, una “collection of satiric sketches” de un joven autor mexicano, cuya escritura evoca a Nichols la prosa del español Julio Camba. Con una perspectiva más amplia y sensible de los logros del libro, el joven poeta español José Ángel Valente había publicado en febrero de ese mismo año una breve y elogiosa reseña en Cuadernos Hispanoamericanos bajo el título “Un joven escritor de México”. El elogio del texto, hoy contenido en las Obras completas de Valente, es breve y de una sobria belleza que sin duda Arreola habrá apreciado:
[En Confabulario] Sólo la invención es visible; la fantasía, un toque agudo de misterio, la ironía, su filo alegre y triste. Prosa libre, prosa sin trabas, exacta su palabra, nunca sobrante. […] ¿Qué es Confabulario? Una imaginación suelta, abarcadora, desbordante. Más. Unos ojos agudos, observadores, casi crueles, desnudando las cosas, el hombre, hasta ese extremo en que su caricaturesco desnudo nos hace sonreír de pena.[80]
Andando el tiempo, la lucidez crítica de Valente o de Emmanuel Carballo impondría una visión de Confabulario consciente de su aportación a la narrativa mexicana. Carballo llega a decir: “La gracia, el humor, la ternura (escondida por miedo a que se la confundiera con lo cursi), la inteligencia que encontré en sus textos me hicieron creer, inexperta creencia, que los cuentistas mexicanos de esos años me reservaban sorpresas similares”,[81] esperanza que, a su juicio, sólo sería satisfecha por la aparición posterior de El llano en llamas y Los días enmascarados. Efectivamente, la importancia de Confabulario para la narrativa y la literatura mexicanas del siglo xx sólo es comparable a la de muy pocos textos: su lectura del país desde las bases de la estética puede alcanzar un punto de vista lúcido que comparte con Rulfo, Revueltas o Paz. Para Rosado y Castañón en su balance de la literatura de los años cincuenta, en la obra de Arreola,
la gramática de esa tragedia llamada el México de la Revolución encuentra sus expresiones más elaboradas y complejas. […] en Arreola se cristaliza el fin y el principio de los pactos fáusticos derivados del Progreso. […] si Paz arma las tablas de multiplicación del pasado [por ejemplo en la crítica histórica de El laberinto de la soledad], Arreola compone las del provenir descomponiendo los signos del progreso a partir de una transfiguración de los lenguajes heredados de Torri y Yáñez, Azuela y Reyes y Guzmán.[82]
Las sucesivas ediciones de Confabulario, amén de aumentar su nutrido ejército de lectores, permitirían que se apreciaran mejor las múltiples facetas del talento de Arreola. Por poner un ejemplo, en 1963, Hugo Rodríguez Alcalá reseñaba el Confabulario Total, señalando, era quizás lo obvio, el ingenio de Arreola que le permitía, a partir de casi cualquier tema, “sutilizar o parabolizar, si vale el término, sobre lo raro o lo incongruo o lo absurdo que ve en el mundo de la naturaleza o en el de la cultura”.[83] En 2001, año de su muerte, su lugar en nuestra tradición, distinguido y original, planteaba pocas dudas. Puede concluirse este artículo con la reflexión que, a modo tanto de homenaje como de necrología, publicara Ignacio M. Sánchez Prado en enero de 2002:
Arreola es parte de una estirpe de escritores breves, un poco fuera del mainstream literario, estirpe que incluye a Julio Torri, Francisco Tario y ese magnífico heredero suyo, Guillermo Samperio. Todos estos escritores ocupan un lugar excepcional en la literatura, el lugar de los inclasificables. Arreola es un autor que no cabe en taxonomías ni en reivindicaciones políticas a la usanza actual. Su importancia es distinta. Arreola es a México lo que María Luisa Bombal a Chile, un escritor que rompe la lógica de sus coetáneos pero que, a la vez, ocupa un lugar tan central que es referencia imprescindible para todos sus sucesores.[84]
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En la última generación de escritores mexicanos, Juan José Arreola se ha señalado hacia su propensión hacía temas en que domina el amor hacia lo misterioso y a lo incongruente. Su oficio, día a día mas depurado, aprehende las situaciones y los personajes de una manera despiadada, mediante frases que, con la mayor economía de palabras, son destilados ejemplos de una inteligencia eminentemente literaria. En este Confabulario —compuesto con cuentos y prosas de muy diferentes facturas e intenciones—, Arreola, ya en pleno dominio de sí mismo y de su oficio, nos ofrece las diversas y fascinantes concepciones de una imaginación que se halla audazmente dispuesta a la aventura verbal.
El filantrópico afán, científicamente metafísico, de un sabio de la desintegración que se propone salvar almas de ricos haciendo pasar el camello por el ojo de una aguja, el éxito o el fracaso de insondables catapultas romanas, un héroes citadino de la cortesía de autobús, hormigas dueñas del único miligramo prodigioso. Aristóteles enamora y Góngora pidiendo pan son asuntos que emergen de ese libro singular en el que, de una página a otra, el lector está situado siempre al borde de la sorpresa.
La regulada y constante vigilancia estílistica, el equilibrio que impera a lo largo de los temas y tratamientos más encontrados, y el persistente humorismo que señorea a los mejores momentos, convierten a esta obra en una excelence muestra de espíritu de su joven autor, universalmente y compendioso.
Autodidacta de poderosa imaginación, Juan José Arreola ejerció los más disimiles oficios: vendedor ambulante, periodista, maestro y sobre todo charlista de palabra deslumbrante y ademanes categóricos. Inquietador profesional de vidas y sensibilidades buena parte de la joven narrativa mexicana le debe enseñanzas definitivas. Su primer libro, Varia Invención, lo situó como uno de los mejores cuentistas del siglo XX. Con fabulario, le da un sitio aparte en nuestras letras. Su evolución literaria podría resumirse así: la ingenuidad que deviene sapiencia; la alusión que se convierte en ilusión, el plano vertical que se trueca plano oblicuo. El tema del amor es capital en su obra: va del idealismo adolescente a una visión aterradora y caricaturesca. Arreola ha creado las imágenes y las metáforas más hermosas con que cuenta el poema en prosa, la fábula y el cuento reducido a sus rasgos esenciales. Los lastres que venía padeciendo la literatura mexicana desaparecen en él sin dejar huella.