El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria de Alfonso Reyes fue publicado por primera vez en 1944 por El Colegio de México. Aunque en principio, como su nombre lo anuncia, la obra fue pensada como introductoria, el tema se amplió hacia el estudio de lo específicamente literario y el parentesco de la literatura con otras áreas del conocimiento. Con El deslinde se inaugura la teoría literaria en México, aunque su importancia no sólo estriba en el carácter fundacional: el valor de este tratado radica en plantear el estudio de la literatura como fenómeno y en desarrollar la idea de la ficción como núcleo ontológico de lo literario. Las fuentes de la teoría de Alfonso Reyes se encuentran tanto en los clásicos griegos como en autores modernos. La revisión crítica del archivo occidental es una de las cualidades en las que El deslinde revela su parentesco tanto con el Ateneo de la Juventud como con la cultura académica mexicana de la década de los cuarenta.
Tres momentos biográficos de Alfonso Reyes marcan el desarrollo de las ideas que hicieron posible El deslinde: la inquietud por el estudio de la literatura con el Ateneo de la Juventud, su cultivo en los años de labor diplomática y finalmente el acopio y la maduración de las ideas –antes dispersas– a partir de su magisterio cuando regresó de manera definitiva a México.
Fueron características del Ateneo de la Juventud ciertas prácticas intelectuales que rompían con la visión del positivismo. Al empeño unificador depositado en la ciencia, el Ateneo le opuso la filosofía, y al ideal de progreso, el de belleza. Los ateneístas concordaron en el interés que por la estética tenía el Modernismo. La diferencia entre el Ateneo y los modernistas se encontraba en la manera de asumir la belleza: para estos últimos estaba emparentada con “los signos del poder burgués”, según Iván Schulman.[1] Los ateístas, en cambio, veían la belleza desde un espectro reflexivo: consideraron que el ser más auténtico de las cosas se revelaba en la experiencia estética y desde esta perspectiva organizaron una renovación epistemológica en los inicios del siglo xx mexicano.
Si el Ateneo de la Juventud representó un movimiento generacional de renovación en el pensamiento y en la literatura del México pre-revolucionario, se debió principalmente a la particular relación con las culturas clásica y moderna, así como a la voluntad formal. El Clasicismo cobra actualidad por un complejo juego de intercambios textuales en el que cada planteamiento se actualiza, se modifica y se pone a prueba. Este grupo se nutrió de la reciente agenda literaria y filosófica: “se oían casi por primera vez en América nombres como los de Nietzsche, Ibsen, Bergson, Bernard Shaw, Wilgelband, William James, y muchos otros que comenzaban a revelarse en la misma Europa”.[2] En México el archivo occidental llegaba sin retraso. Alfonso Reyes publicó en 1911 Cuestiones estéticas, que inaugura la crítica literaria desde la perspectiva del ateneísmo, una constante en la producción del autor; estuvo presente desde la primera obra, se conservó en las posteriores y desde allí puede ubicarse El deslinde. Con el Occidente antiguo y el moderno los ateneístas dialogaron para elaborar un discurso propio dentro del “banquete de la civilización”, en palabras de Reyes.[3] Aristóteles y Platón tienen un lugar tan importante como Vico, Schiller y Bergson. No se trata, sin embargo, de una obra simplemente enciclopédica, sino de un profundo entramado discursivo en el que antiguos y modernos comparecen ante preguntas que les plantea Reyes sobre la literatura y el lenguaje. El mismo Pedro Henríquez Ureña, mentor de Reyes, alabaría años después su búsqueda de equilibrio entre la intuición, irracionalista, y la rigurosidad, propia del positivismo, ya que “[e]l impulso y el instinto” llamaban en él “a la razón para que ordene, encauce y conduzca a término feliz”.[4]
De 1913 a 1939 Reyes ocupó cargos diplomáticos en Francia, España, Argentina y Brasil: la impronta ateneísta en Reyes se afianzó y nutrió en esos años. En París conoció el movimiento literario impulsado por André Gide y la Nouvelle Revue Française. En Madrid (1914-1924) destacó su formación disciplinaria en el Centro de Estudios Históricos tanto en el campo de la lingüística como en el del acercamiento filológico a la literatura, primero, y después su consolidación con los métodos histórico y psicológico en la Comisión Histórica Mexicana. El trato y la amistad con otros intelectuales enriqueció su archivo cosmopolita, pues la vida cultural y artística del Madrid en esa época propiciaba una “Edad de Plata” –según la expresión de Reyes que anota Javier Garciadiego– al reunir a las generaciones literarias del 98, del 900 y del 27.[5] En Argentina, junto con Evar Méndez se unió a la empresa editorial de Cuadernos del Plata (como refiere Curiel Defossé) y se relacionó con escritores de las revistas Libra, Sur, Martín Fierro y Nosotros.[6] En Brasil entabló amistad con los intelectuales de la época y, junto con Ronald de Carvalho y Leitão de Cunha Filho, planeó la sucursal del PEN Club en Río, nos cuenta Fred P. Ellison.[7]
Finalmente, a su regreso a México en 1939 Alfonso Reyes cultivó un intenso magisterio que ayudó a sistematizar sus ideas sobre literatura. Reyes se repartía en cursos o seminarios en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional (1941), en El Colegio de México (1941) y en El Colegio Nacional (1943), así como en numerosas conferencias. Para José Luis Martínez, los años a partir de 1942 comprenden su “periodo de madurez”.[8] La importancia de Reyes en la institucionalización de la cultura y la educación posrevolucionaria es fundamental: su participación en diferentes frentes afinca proyectos formativos con propósitos diversificados. La colaboración con la Universidad Nacional continúa el plan ateneísta de llevar la llamada “alta cultura” al pueblo. Su participación en El Colegio Nacional, a su vez, indica la autonomía de la intelectualidad respecto de los quehaceres del Estado. Al respecto dice Ignacio Sánchez Prado en Naciones intelectuales:
Contrariamente a las publicaciones de vida efímera, como Antena o Examen, que caracterizaron al medio cultural de los veinte y los treinta, las instituciones emergentes durante los últimos años del cardenismo y los primeros del ávilacamachismo proporcionaron a los intelectuales plataformas institucionales de una estabilidad sin precedentes en la historia del país, mientras que facilitaron su distanciamiento de prácticas no relacionadas con el campo intelectual mismo.[9]
En Alfonso Reyes, como presidente de El Colegio de México, se delinean las características de un proyecto educativo que se orienta hacia la profesionalización de las disciplinas humanísticas. Así, el perfil iniciado en sus años ateneístas toma forma definitiva a su regreso a México: instruir al pueblo, difundir una cultura autónoma del Estado y promover una formación rigurosa como lineamientos de su labor educativa en sus últimos veinte años de vida.
En 1939 el presidente Lázaro Cárdenas organizó la celebración por el aniversario del natalicio de José María Morelos y Pavón, por lo que le pidió a un grupo de intelectuales que colaborara con cursos para la Universidad de Michoacán. Entre ellos se encontraba Reyes: de las conferencias leídas en Morelia, retomó el tema de los estudios literarios. A partir de este momento las obras sobre teoría y crítica de la literatura se suceden: La crítica en la edad ateniense (1941), La antigua retórica (1942), La experiencia literaria (1942), El deslinde (1944) y Tres puntos de exegética literaria (1945). Complementan esta serie Al yunque (ensayos escritos entre 1944 y 1958) y Apuntes para una teoría literaria, publicados de manera póstuma (1960 y 1963, respectivamente). Después de 1945 Reyes había pensado agrupar bajo el título de “Musa crítica” sus libros publicados desde 1941 centrados en el estudio literario. El proceso de maduración de las ideas, escritura y corrección, así como las circunstancias y motivos externos de estas obras se dieron de manera paralela. Pedro Henríquez Ureña y Gabriel Méndez Plancarte, por las fechas en que se inician los trabajos de la “musa crítica”, incitaron a Alfonso Reyes a recoger sus ideas sobre el ser de la literatura y su estudio en una obra sistemática, que vendría a ser El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria. Quizás su germen se encuentre también en las conferencias de Michoacán; por lo menos, algunos de los temas abordados en la segunda, titulada “La postura activa”, contribuyen a la reflexión acerca de tópicos que se desarrollan en los Prolegómenos, como el origen de la obra literaria en la emotividad del autor y la forma como trabajo con el lenguaje para ser expresión de la intención poética.[10]
En octubre de 1940 Reyes había adquirido A Study of History, de Arnold J. Toynbee y estuvo revisándolo como herramienta teórica, metodológica y estructural para su libro. Notó que los análisis cuantitativos y cualitativos de los datos, fácilmente aislables en la historia y las ciencias exactas, no eran del todo aplicables a la literatura. De 1939 a 1942 Alfonso Reyes se entregó a la elaboración de El deslinde e iba sometiendo los avances de la obra a la opinión de José Gaos. Igualmente importantes fueron las aportaciones de Raimundo Lida, quien lo puso al tanto sobre lo último en teoría literaria norteamericana. De 1939 a 1940 Reyes trabajó sin descanso y el 10 de mayo de 1940 ya tenía una primera versión de El deslinde, que constaba, según Rangel Guerra, de desarrollos sobre la función ancilar, la primera tríada (literatura, ciencia e historia) y la ficción literaria, además de sus observaciones a Toynbee.[11] De una plática con Gaos, Reyes concluyó que había “que corregir el ángulo de visión”, por lo que dejó reposar el libro tres meses, tiempo en que estuvo preparando La experiencia literaria y otro trabajo sobre ciencia de la literatura. Luego de una plática con Gaos sobre Descartes y Gracián comenzó a perfilarse el enfoque fenomenológico de la obra. Para el 5 de abril de 1941, Alfonso Reyes tenía una versión más hecha que la anterior en la que se corregía el “ángulo de visión” ya delatado unos meses antes.
Durante los meses de reposo de El deslinde, Reyes preparaba su curso sobre “La crítica en la edad alejandrina” para la Facultad de Filosofía y Letras. El 26 de agosto dictó también una conferencia en el Palacio de Bellas Artes en la que expuso algunas consideraciones sobre los grados de la escala crítica. Ese mismo año hizo tres viajes: dos como conferencista –a La Habana el 9 de noviembre y a Guanajuato el 6 de diciembre de 1941– y otro a Massachusetts para recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de Cambridge. Según Ernesto Mejía Sánchez, el original de La experiencia literaria estaba ya listo para la imprenta en septiembre de 1941; el libro representa un antecedente importante para la sistematización de sus ideas, sobre todo sus ensayos centrales: “Aristarco o anatomía de la crítica” –la conferencia de Bellas Artes– y “Jacobo o idea de la poesía”.[12]
La redacción del último capítulo y la disposición de El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria como totalidad se suspendieron nuevamente para continuarse a fines de 1942. Mientras la obra aguardaba el tiempo de edición, Reyes redactó el “Prólogo”, que daría a conocer en una revista. En agosto de 1942 Alfonso Reyes concluyó la redacción de la obra tras año y medio, y la entregó a la imprenta de El Colegio de México en febrero de 1944. El 6 de junio de 1943 inauguró un curso de trece conferencias en El Colegio Nacional que abordarían los temas de su teoría, según el registro de Ernesto Mejía Sánchez de 1980.[13]
Entre El deslinde y la mayor parte de la producción de Alfonso Reyes puede apreciarse dos diferencias: el estilo de su prosa y el tipo textual elegido. En ensayos creativos puede señalarse los rasgos que identificarán su estilo: la mezcla de referencias populares y cultas, el gesto espontáneo promovido a símbolo, la presencia del humor en alguno de sus grados, el dato tomado de la experiencia, la imagen con intención conceptual y el ritmo prosístico o mental que, a la vez que sigue una idea, impacta la sensibilidad. Aunque algunas de las cualidades de esta prosa subsisten en Prolegómenos a la teoría literaria, domina el rigor conceptual y el sentido recto del lenguaje. Evodio Escalante detecta los momentos que denotan concepciones literarias diferenciadas. La clasificación de las obras críticas de Reyes que propone Escalante toma como punto de inflexión las dos presencias teóricas de más peso, el Romanticismo alemán y el Clasicismo. Apunta:
El impulso romántico, que dominó en la primera época, tiende a asumir formas más moderadas. El clásico empieza a pesar cada vez más en la imagen del escritor. El deslinde, como intento formal de señalar los límites, como intento de sistematización teórica en el que cada cosa debe ocupar un lugar, y, a la inversa, cada lugar debe ocuparse de una cosa, es acaso la expresión más acabada de este clasicismo con conciencia de sí.[14]
Las etapas señaladas descansan sobre una amplísima formación filosófica, además de la injerencia de la formación filológica y estilística que Reyes adquirió durante su estancia en Madrid.
En cuanto al tipo textual, El deslinde, al igual que La crítica en la edad ateniense y La antigua retórica, es un tratado. De las obras de Alfonso Reyes, Margo Glantz distingue la “miscelánea”, “texto escrito en que se tratan muchas materias inconexas y mezcladas”,[15] de la “mixtura”, obra unitaria cuyo interior presenta la combinación y mezcla sin perder el arreglo general. A diferencia de sus obras misceláneas de marcado estilo ensayístico con propósito de divulgación y recreación, El deslinde constituye una mixtura en la que a una construcción básica se le agregan ramificaciones que a su vez vuelven a presentar desarrollos derivados. El deslinde ostenta dispendio conceptual pero reserva discursiva; de esta paradoja, que no lo es más que en apariencia, nace la exigencia radical de precisión y de claridad en las ideas. Sebastián Pineda Buitrago, en su estudio La musa crítica. Teoría y ciencia literaria de Alfonso Reyes, encuentra en Jorge Luis Borges y en Alfonso Reyes la presencia americana de Platón y Aristóteles, respectivamente; Borges asciende al último piso de la biblioteca (torre de Babel) donde se encuentran las ideas puras, Reyes trabaja en los andamios de la construcción literaria.[16]
El resultado es una obra de complejidad estructural que resguarda en su centro la literatura. En el interior los capítulos vi –“La ficción literaria”–y vii –“Deslinde poético”– quedan rodeados por los preliminares capítulo i –“Vocabulario y programa”, de carácter aclarativo y conceptual–, el capítulo ii –“La función ancilar”, que revisa los grados de participación literaria del mundo textual no literario– (ambos en la primera parte) y el capítulo iii –“Primera tríada teórica (segunda parte): historia, ciencia de lo real y literatura”–. Se ramifica en los capítulos iv –“Cuantificación de datos”, de carácter discursivo extraño porque se llega a la conclusión de que el criterio cuantitativo es deficiente para aplicarlo a la literatura– y v –“Cualificación de datos”, ampliamente redituable desde el punto de vista literario porque se llega a lo “universal humano”, uno de los rasgos que indican el alcance de la literatura–. Los desarrollos subsecuentes (tercera parte) se ocupan de la tercera tríada teórica (capítulo vii) que en este caso se divide en dos apartados: “A. La matemática” y “B. La teología”.
Reyes propone en El deslinde que la ficción es la cualidad específicamente originaria de la creación poética, pues “el estudio de la ficción nos transporta ya al ser mismo de la literatura”.[17] La trascendencia que se adjudica a este concepto abre las vías para su reflexión en las distintas etapas y formas del fenómeno literario. Heredera de la mímesis platónica en tanto que iluminación de las musas y mediación entre el mundo esencial y el práctico, así como de la mímesis aristotélica desde el planteamiento de la imitación de entes reales, elevada a las verdades filosófica y psicológica, la ficción es el elemento eminentemente constitutivo de la literatura. Por ficción Reyes entiende tanto la emoción que siente el autor, desde sus primeros indicios, hasta la vivencia psíquica que configura el producto de la ideación cargado de la intención ficticia. El apoyo en el que se sustentó Alfonso Reyes para elaborar la síntesis del estudio literario fue la fenomenología. A partir de las nociones de “noesis”, “noema” e “intención”, conceptos fenomenológicos propuestos por Husserl, se construye la armazón textual de sus Prolegómenos, como apunta Reyes:
Tenemos que avanzar como el samurai con dos espadas. Nuestra atención se divide en dos series de observaciones paralelas: lo literario y lo no literario; el movimiento del espíritu, y el dato captado por ese movimiento; la noética o curso del pensar, y la noemática o ente pensado; la puntería y el blanco; la ejecución expresiva y el asunto significado.[18]
La noesis, captada como intención, es lo que da movilidad a la propuesta. Como deja ver Alfonso Reyes, la ficción literaria no sólo trabaja con los asuntos, sino que se filtra a la forma lingüística y a la emoción estética que orienta el acto creador. El estudio del fenómeno literario precisa captar sus dos aspectos constitutivos: la noesis o acto noético –“movimiento de la mente hacia sus objetos”– y el noema o grupo noemático –“conjunto de objetos mentales propuestos”–.[19] En la noemática, a su vez, puede distinguirse la semántica –que atiende los asuntos tratados (semantema)– y la poética –que se ocupa de la expresión de los contenidos (poetema)–. La determinación conceptual que Reyes presenta de la mímesis es paralela a la de la ficción: la imitación demiúrgica correspondería a la noesis, la expresión al poetema y el acarreo de los datos del mundo empírico, al semantema. Reyes reconoce que semántica y poética, aunque para fines analíticos se separan, en la obra se presentan de manera trabada: “difícilmente se encontrará un poetema que no se vuelva un semantema”.[20] Al haber definido el noema como producto de la noesis, queda implicada la dependencia de la obra (en su parecer como asunto y como expresión lingüística) respecto de la operación mental del poeta.
Uno de los conceptos que introduce El deslinde en los estudios literarios es el de lo ancilar, bajo el cual se demarcan los órdenes en que actúan los envíos de una esfera de textualidad a otra. Los textos no literarios y los literarios no tienen una relación estable de resistencia o de conmutación permanente. Los intercambios tienen niveles, intenciones y grados; son préstamos –si van de la literatura a la no literatura– o empréstitos –si siguen el camino inverso–. Los tipos textuales son mezclas cuyas clasificaciones se establecen con intención teórica. Numerosas obras de la historia, la ciencia, el periodismo, etcétera, pueden caracterizarse como literatura ancilar; esto es, textos no literarios en principio pero con rasgos de literariedad en la expresión, el modo discursivo o los temas. La obra literaria, en cambio, puede hablar de cualquier asunto sin vulnerar su naturaleza; puede, incluso, constituir géneros híbridos cuya especificidad conserva la intención ficticia. La universalidad de la obra poética propicia que todos los asuntos de la realidad práctica sean susceptibles de ficcionalización. Así, apunta Reyes,
la universal captación de la literatura sólo es posible merced a esa originalidad o autenticidad de su notación mental. La integración de todos los motivos e intenciones sólo puede expresarse en la literatura, y la literatura es la única disciplina que no se desvirtúa con tal integración, antes vive de ella.[21]
La función ancilar puede ser esporádica o total y cuantitativa o cualitativa. La obra literaria suele tomar empréstitos poéticos (referentes a la expresión) o semánticos (referentes al asunto). Si el empréstito poético es esporádico, se usan expresiones, conceptos, etcétera, de alguna disciplina del conocimiento; el total no es posible porque la literatura no acepta la absoluta injerencia de la locución extraña. En cuanto a los asuntos, los empréstitos semánticos son esporádicos si aparecen en determinados momentos, y los totales pueden constituir una música de fondo intermitente. Es frecuente que la literatura remita a la empiria o al mundo textual, ajenos a ella; es difícil que el asunto que trata sea pura y exclusivamente literario. Dice Reyes:
La diversidad en las especies no es un límite o resistencia exterior que cada especie impone a las demás, sino que resulta de un agotarse interno –por plena realización– en la esencia de cada especie. […] También hubiéramos podido trazar el esquema ancilar como un eje cargado con todos los procesos intermedios, y cuyos dos polos serían: a un lado, la literatura diáfana, teóricamente desprovista de tentaciones ancilares, que llamaríamos “alfa”, y al otro lado, la no-literatura, el tipo E, que llamaríamos “omega”. Pues bien: entonces resulta que “omega” sí existe, en todas las obras puramente no literarias; y, en cambio, por mucho que nos esforcemos “alfa” no existe, porque no existe literatura que viva sin alimentarse de la no-literatura, en grado mayor o menor.[22]
Por la exigencia del mínimo de realidad la literatura realiza empréstitos que se manifiestan en grados de estima. Así, el servicio ancilar puede caer en tres tipos: intencional, indiferente o violento. El primero se refiere a empréstitos evidentes; en el segundo la necesidad del servicio es sutil y, aunque en un inicio se presenta insospechadamente, luego se hace ineludible; y finalmente, en el tercero se presenta una progresión discreta de la exigencia del servicio.
En textos de las disciplinas cuya intención es informar, la semántica y la poética suelen no estar compenetradas; el cuidado de la ejecución verbal en obras de este tipo marca el grado de ancilaridad literaria en la medida en que adopten una forma poética. Por otro lado, la literatura, temporalmente, puede seguir una expresión propia de otras disciplinas. Esta forma lingüística ha de estar, sin embargo, justificada por los requerimientos del asunto y se considera recurso de verosimilitud. La exigencia del trabajo formal no es pretensión estetizante ni normativa; antes bien, se trata de avivar la verosimilitud planeada desde la ficción semántica. La diferencia entre la ancilaridad y la literariedad no se encuentra sólo en el trabajo con el lenguaje o la estructura, sino también en la intención ficticia.
Diálogo de El deslinde con la hermenéutica
El deslinde es susceptible de diálogo con propuestas teóricas posteriores: puede señalarse su proximidad con la teoría del texto en la medida en que la obra literaria recupera el mundo textual al que pertenece, junto con la historia, la ciencia de lo real, las matemáticas y la teología, semejante a la propuesta de Michel Foucault en La arqueología del saber. Por otro lado, el planteamiento de la ficción en tres estadios (el de la creación, el texto y la lectura) emparenta las ideas de Reyes con la propuesta de Paul Ricoeur (en Tiempo y narración) que reconoce estos mismos momentos o con la de Gastón Bachelard y sus tres niveles de la ensoñación. Finalmente, la coincidencia de una de las fuentes de los Prolegómenos con la hermenéutica sugiere una lectura de semejanzas y diferencias.
En El deslinde Alfonso Reyes cristaliza su propuesta crítica iniciada en “Apuntes sobre la ciencia de la literatura”, Tres puntos de exegética literaria y La experiencia literaria. De la mano de la estilística vossleriana Reyes plantea una ruta crítica paralela al método hermenéutico. El parecido de ambos planteamientos no es casual, pues tanto Karl Vossler como Hans-Georg Gadamer reconocen como antecedente teórico la filología romántica de Friedrich Schleiermacher, que plantea la comprensión textual como un movimiento circular. Alfonso Reyes traza el itinerario de la noesis recreativa (comprensión y explicación de la obra): la primera impresión (intuición para la estilística o pre-comprensión para la hermenéutica) actúa como guía de la exégesis que, marcada por los tres métodos analíticos –histórico, psicológico y estilístico–, aspira a una explicación vinculante. La obra literaria es, por su naturaleza, polisémica. En la expresión poética aparecen niveles de significación, cuyas dimensiones son para el lector sugerencias semánticas y semiológicas movilizadas en una primera lectura: la circularidad de la comprensión involucra un proceso de actualización continua de las expectativas generadas en el primer contacto con el texto.
Gadamer reconoce el prejuicio histórico del que parte toda interpretación: entre el tiempo del lector y el del texto media una distancia en la que se establece la tensión de lo familiar y lo extraño; a través de diferentes acercamientos interpretativos de las partes va configurándose el sentido de la totalidad. En la propuesta de Reyes, la manifestación patente de la diferencia histórica entre el receptor y el texto se encuentra en el poetema o expresión de la obra literaria. En la poesía se conjugan dos misiones del lenguaje: la comunicativa, que refiere de manera inmediata, y la directiva, que recrea la realidad (la ficcionaliza). La poesía opera el lenguaje cambiando su orientación: participa de “la fluidez vital del objeto y el sujeto”[23] y está supeditado a cambios socialmente producidos. En su primer contacto con la obra literaria el lector se apercibe de que se trata de un lenguaje que desplaza el proceso comunicativo hasta la ficción; de ahí que la poeticidad de un texto no podría agotarse con la lectura lineal, sino que supone una permanente interpretación. El valor semiótico de una obra debe circunscribirse al contexto en que se escribió y se actualiza en cada nueva lectura. Cada obra literaria crea su propio juego del lenguaje, que, sin embargo, se encuentra inscrito en ciertos márgenes históricos. A la propuesta de Reyes podría aplicarse la idea de Gadamer en Verdad y método I de que la relación entre el autor y el lector no es “una comunión misteriosa de las almas sino participación de un sentido comunitario”.[24] Tanto para Reyes como para Gadamer la manera de superar el hiato temporal implica que el lector también participa de la tradición, que, a su vez, posibilita su lectura.
En la interpretación de las partes la comprensión va unificándose. Así, en su aparente dispersión, las sugerencias van encontrando su lugar en el texto. Los métodos críticos son, para Reyes, acercamientos aclarativos que van estableciendo el sentido; de ahí que sólo unificados adquieran pretensión científica. Las partes y el todo conforman una codependencia que exige al lector la interacción de sus significados con los de la obra: el horizonte textual implica una alteridad que dialoga necesariamente con el horizonte del lector; de uno a otro hay constantes reenvíos. El círculo hermenéutico va de la pre-comprensión a la interpretación hasta alcanzar la comprensión de la obra; las preguntas que el lector formula en sus lecturas abren la posibilidad de nuevas interpretaciones. En este proceso la tensión de lo propio con lo ajeno va gestionando el sentido como una tarea de intervención del lector en la alteridad textual. En la propuesta de Reyes, la primera impresión se desplaza por los métodos exegéticos, que aclaran la obra desde puntos de inflexión diferentes. La tarea explicativa de la crítica literaria llega hasta el juicio, en el que el lector se ha formado tras un proceso de comprensión cada vez mayor. “El juicio es la estimación de la obra, no a la manera caprichosa y emocional del impresionismo, sino objetiva, de dictamen final, y una vez que se ha tomado en cuenta todo el conocimiento que provee la exegética”;[25] esto es, las representaciones elaboradas por los métodos analíticos dan motivos para justificar el gusto, y el crítico, entonces, puede emitir un juicio estético valedero para cualquier sensibilidad.
Tanto la hermenéutica como la teoría alfonsina ven en la labor interpretativo-explicativa un momento intermedio hacia un propósito mayor; la primera se desplaza hacia la ontología y la segunda, hacia la estética. La hermenéutica, según Gadamer, no tiene como tarea “desarrollar un procedimiento de comprensión, sino iluminar las condiciones bajo las cuales se comprende”.[26] Para Reyes, la noesis recreativa no consiste únicamente en explicar el texto, sino en entender la manera en que el poetema –sus procedimientos retóricos y poéticos– es la fuente del carácter estético de la obra literaria. Lo que va de un sujeto a otro, la universalidad reclamada para la literatura desde Aristóteles, se cumple en la lectura; se trata de una experiencia susceptible de reproducción. Reyes se desprende del carácter esencialista de la filología romántica y destaca la universalidad; la noesis recreativa no se queda en simple aclaración; antes bien, supone que la obra literaria provee al lector de algo más importante, de una experiencia estética; dice Reyes:
Considérense las implicaciones ficticias que, sobre un suceder real, pueden darse en la creación literaria: 1º El poeta experimenta determinadas emociones. Hasta aquí no ha habido poesía, aunque haya todo ese halo de repercusiones anímicas que se llama la emoción poética, y que tantas veces la crítica confunde equivocadamente con el arte de la poesía. 2º Entonces, cuando la experiencia vital ha terminado como suceder real, aunque deje su larga quemadura en el ánimo, y ya en los límites donde acaba la realidad empírica, el poeta la finge otra vez, se la da en representación actual a sí mismo, para ver el modo de mimarla o traducirla en palabras. 3º Aquí, a posteriori, comienza aquella fabricación ficticia del arte, aquel “hacer fríamente versos conmovidos”, que decía Verlaine. Claro que lo mismo puede partirse de coagulaciones puramente imaginadas, pero entonces ya no estaríamos en el caso de ficción de lo real que ahora examinamos. 4º Los versos llegan a otra mente y, por correspondencia mágica, suscitan en ella la representación ideal de emociones teóricamente iguales a las del poeta, aunque prácticamente sólo aproximadas, pues va de uno a otro término lo que va de uno a otro hombre, y no es verdad que el “prójimo” sea necesariamente “próximo”. En esta provocación de emociones, la poesía ha obrado, para el que lee o escucha el poema, en función vicaria, sí, ¡pero de otra vida que no está en la vida! Y el magnetismo que corre por esta cadena –desde el dios que inspira el mensaje, a través del poeta o “spiráculo” del dios, hasta el auditorio sacudido por un engaño fundado en realidades– acontece a través de aquella cadena de locura de que hablaba Platón y que es, para nosotros, la intención ficticia.[27]
Los primeros dos momentos corresponden a la ficción mental del poeta y son anteriores a la obra. La experiencia vital es comparable a una quemadura, a una herida del ánimo, mezcla de dolor y placer, semejante a la del erotismo. El apremio creativo se concreta en la escritura de la que surge el texto, puente tendido hacia un lector apenas prefigurado. El cuarto momento, el de la recepción de la obra, reproduce el ánimo conmovido captado desde la intención ficticia de la obra. Saturado por la primera impresión, el lector asciende por los planos de sentido de la poesía, con una comprensión cada vez más plena de la obra que lee. La erótica de la lectura literaria sigue el camino de ascensión en el que al final habrá re-creado la esencia trina del fenómeno literario: los momentos creativos del poeta, la pluralidad significativa de la obra y su propia sensibilidad. La penetración de la obra indica un avance más en el mundo de la experiencia estética que en el estudio o acopio de obras inertes. La explicación de los recursos poéticos y retóricos de una obra es, en cierto sentido, la explicación del topos del gozo estético del lector, que reconoce en el poetema otra forma de una tradición de la que también participa. Explicar la composición textual es también establecer las condiciones de la experiencia estética.
En el momento de su aparición, la crítica a El deslinde no tuvo una lectura homogénea, según el análisis en contrapunto que presenta Alfonso Rangel Guerra.[28] Raúl Rangel Frías, Arturo Rivas Sainz, Gabriel Méndez Plancarte (en México) y José Antonio Portuondo (en Cuba), aplauden la hazaña de haber inaugurado la teoría literaria en Hispanoamérica de modo sistemático, en tanto hubo algunos antecedentes en el artículo “Notas sobre crítica” y fragmentos de Los últimos motivos de Proteo de José Enrique Rodó, autor admirado por los ateneístas, y ciertas ideas de Jorge Luis Borges en Discusión.
En cuanto al estilo y la estructura, las opiniones se dividieron: Ermilo Abreu Gómez, sin dejar de reconocer el mérito analítico, reclama que la obra tenga una estructura escolástica y Alfonso Méndez Plancarte dice sentirse abrumado por el atomismo de múltiples temas y subtemas (“distingos y subdistingos”). En cambio, Concha Meléndez y Émile Noulet encuentran ameno el texto, observan la presencia de tecnicismos, pero la encuentran justificada, pues en todos los casos su uso resulta necesario y son irremplazables. Luis Emilio Soto (de Buenos Aires) destaca la virtud de Reyes de proceder de lo sencillo a lo complejo en apego de la recomendación cartesiana y Albert Gérard (de la Universidad de Stanford) alaba el difícil equilibrio logrado entre el espíritu de fineza y el espíritu geométrico.
La obra suscitó opiniones desfavorables en cuanto al tratamiento de algunas disciplinas consideradas como linderos de la literatura: Alfonso Méndez Plancarte manifiesta su desacuerdo en lo que se refiere a los paraloquios religiosos, Edmundo O’Gorman reclama para la historia lo que Reyes otorga exclusivamente a la literatura –la posibilidad de expresar una visión de mundo completa–. La reacción más violenta vino de los filósofos, a quienes disgustó que el texto adoptara léxico y procedimientos de la fenomenología: Juan David García Bacca, Joaquín Xirau y Patrick Romanell (de la Universidad de Columbia) critican la aplicación errática de la filosofía husserliana, tanto por emplear algunos términos en sentido lato (por ejemplo “intención”), como por usar un lenguaje metafórico que no se ajusta al rigor del método fenomenológico.
Para preparar El deslinde, Reyes se entregó al estudio y la elucidación de la Poética de Aristóteles, cuya lectura minuciosa reditúa en la audacia con la que interpreta conceptos que tradicionalmente se acartonan en un burdo realismo (como “mímesis” y “verosímil”). Sin embargo, para Ingemar Düring el libro de Reyes era de un aristotelismo demasiado profesoral. El comentario del crítico sueco no representa la opinión de todos los conocedores del estagirita; Werner Jaeger, por su parte, atestigua la manera en que la impronta aristotélica ha generado una reflexión profunda e innovadora: “¡Cuánto me hubiese gustado –escribe al final de su comentario– asistir al asombro que habría producido en Aristóteles la lectura de El deslinde!”, refiere José Luis Martínez.[29]
García Bacca descalificó en bloque la obra porque pensaba que, en principio, la literatura era inabordable desde una perspectiva fenomenológica. Acaso el planteamiento sobre la naturaleza bifronte de El deslinde no resulte sano para quien pretende abordar su estudio. Alfonso Reyes hace saber a sus lectores que la teoría de la literatura no hace filosofía –no, por lo menos, en el sentido en que se entiende la metafísica, la ética y la lógica, por mencionar algunas de las áreas en las que se desempeña–, aunque la presupone en su quehacer. En opinión de José Gaos, en su comentario a La crítica en la edad ateniense, Reyes puede ser calificado como prefilósofo[30] y, en efecto, la obra de Reyes está firmemente plantada en terreno teórico, bien que su reelaboración del discurso filosófico implique inaugurar un nuevo enfoque. La crítica de García Bacca hizo que Alfonso Reyes cambiara la definición de su libro en la primera edición, “fenomenología del ente fluido”, por “fenomenografía del ente fluido” a partir de la segunda edición.
Si inicialmente El deslinde buscó ofrecer la especificidad de la literatura tras cribarla de los textos colindantes, al encarnarse en la letra se presenta como la mezcla de cinco campos abordados rigurosamente. Esta obra podía haber sido una ontología fenomenológica, es decir, una caracterización a partir de un amplio corpus de fenómenos literarios: terminó siendo, sin embargo, una fenomenología de la textualidad, en el sentido más contemporáneo del término. En otras palabras, es un análisis de textos de diferentes áreas (historia, ciencia, literatura, matemáticas y teología) con un criterio de unificación: los grados de ancilaridad literaria o la medida en que ciertas obras participan de características expresivas que no son propias de la literatura.
Las exigencias de los Prolegómenos hacia el lector radican en una amplísima cultura en cada una de las áreas que desarrolla, rudimentos de fenomenología y capacidad reflexiva para relacionar los campos del saber. Era evidente que ante una obra de este tipo cada especialista echaría de menos las positividades de su materia que garantizan la inserción de su disciplina en el universo del conocimiento.
El deslinde fue un texto incomprendido, según Ignacio Sánchez Prado en un artículo reciente, porque fue leído “casi siempre en sí mismo, sin mucha relación con el resto del corpus Alfonsino”.[31] El lector contemporáneo puede acercarse a él para estudiar el entramado de la posmodernidad y para encontrarse con algunas magníficas páginas en medio de la rigurosa urdimbre conceptual, muestra del estilo de Reyes: algunos de sus estudiosos más destacados han sido Roberto Fernández Retamar, Alfonso Rangel Guerra, Evodio Escalante, Sebastián Pineda Buitrago –que ha puesto en diálogo a las teorías de Reyes con las principales del siglo xx–, Víctor Barrera Enderle y el mismo Sánchez Prado.
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