Enciclopedia de la Literatura en México

José Luis Martínez
1993 / 30 sep 2017 08:19

Permanencia de Juárez[1]

En vida, hizo de sí mismo una estatua forjada de pasión domada, de voluntad inflexible, de rectitud moral, de serenidad frente al dolor o la alegría. Juárez el impasible, en efecto. No era sólo que acatara y mantuviera las leyes y el Derecho; él mismo se había hecho la encarnación de la ley y el Derecho hasta extremos históricos. Él mismo fue una vez el espíritu y la justicia de la Reforma, y él fue, durante los años del éxodo, la encarnación viviente de la República. Para él no contaban privaciones, inclemencias o peligros ni lo ablandaban tampoco la ternura, las opulencias o los prestigios de la belleza y la inteligencia. Todo quedaba subordinado en su mente a la función pública de que era depositario y de la que no abdicó ni un solo momento.

Con razón la imagen popular que de él se guarda lo identifica también con una estatua –el grave busto que pone una nota cívica en la rustiquez de los parques y plazas municipales- o con la máscara persistente de los cromos antiguos que, al lado de la efigie de Hidalgo, recuerda la dignidad de México en el lugar de honor de las alcaldías y los juzgados. Las figuras de otros héroes o patricios nuestros están más o menos teñidas de toques caseros o de rasgos de humana fragilidad, ciertos o legendarios, que no empañan su grandeza. De Juárez, en cambio, que también fue carne viva y conturbada, sólo nos queda el paradigma. Ciertamente, Cuauhtémoc es nuestro único héroe a la altura del arte, pero Juárez lo es a la altura de la historia.

Sus mejores biografías han contribuido a afirmar los perfiles “impasibles” de su estatua histórica. Su vida estuvo llena de hecho0s y circunstancias dramáticos: infancia desvalida, estudios llenos de obstáculos, cárceles y destierros, lucha contra el clericalismo y los conservadores, guerra contra la intervención y el Imperio, disensiones civiles, pérdidas familiares. Para cualquier otro temple, ello hubiera sido motivo de lamentaciones, protestas o quebrantos. Pero el indio Benito Juárez todo lo aplacó y lo venció en su ánimo hasta reducirlo a las manifestaciones más sobrias, como querían los estoicos antiguos. De allí que sus biógrafos, para explicar aquella personalidad extraordinaria, insistan en estos rasgos a los que cualquier debilidad es ajena.

México ha tenido la singular fortuna de contar, en cada una de sus encrucijadas críticas, con la decisión arrojada de sus mejores hombres que, en el momento oportuno, y previendo con lucidez la trascendencia de sus acciones, nos impulsaron a dar un paso adelante en la lucha por la libertad y la justicia que ha sido nuestra historia. A Juárez debemos la conquista de dos etapas sin las cuales sería incomprensible nuestra historia y nuestra realidad actual. Cuando los conservadores desataron una de las más feroces guerras civiles para proscribir la Constitución liberal de 1857, un hombre inicialmente sólo se enfrentó a la reacción de cumplir un debe y para defender la permanencia de aquellos principios. Y justo en medio de la lucha implacable que fue la Guerra de los Tres Años, cuando su exiguo gobierno se encontraba en Veracruz, el Presidente Juárez y sus ministros y consejeros decidieron expedir el conjunto de leyes que llamamos Reforma, que crearon las bases para el fortalecimiento del Estado, para la instauración de un régimen de libertades sin sectores privilegiados y para el progreso general del país.

Pocos años más tarde, México se enfrentaba a otra encrucijada crítica y Juárez sería otra vez motor de nuestra historia. Ahora los conservadores juegan su última carta suicida al llamar en su auxilio a un príncipe y a una nación extranjeros. Y una vez más, el mismo pueblo de México y los soldados de la República, que apenas salían de los horrores de la guerra civil, siguen la bandera de aquella permanente, indoblegable afirmación de México que fue el Presidente Juárez. En esta guerra contra la intervención y el Imperio nos sorprenderá siempre el hecho de que guerrilleros y caudillos dispersos, incomunicados y precariamente armados, hayan podido quebrantar a las fuerzas imperialistas y conservadoras que parecían tenerlo todo a su favor. Si algún hecho de armas era favorable o adverso a Vicente Riva Palacio en el sur, Mariano Escobedo en Tamaulipas, a Porfirio Díaz en Oaxaca y Puebla, o a Ramón Corona en el occidente, no podían saberlo sino tardía y confusamente los demás; y sin embargo, la lucha progresaba siempre porque un hombre, acosado y perseguido, que era el Presidente de la República, unía y galvanizaba la voluntad de México.

Gracias a la firmeza, a la lucidez y al patriotismo de Juárez –y junto con él, de los pensadores, soldados y gobernantes liberales- estas dos grandes crisis que sufrió México en el siglo XIX significaron un avance y tienen un sentido positivo en nuestra historia. Gracias a su obra, las leyes de Reforma han llegado a ser la condición misma de la paz pública y del respeto mutuo de que desde entonces disfrutamos, y el triunfo de la República fue decisivo para fortalecer nuestra unidad y para mostrar al mundo nuestra determinación de vivir libres y soberanos.

Uno de los movimientos peculiares de nuestro tiempo es el llamado “desmitificación”. Cielos y tierra van aligerándose de una carga a menudo indiscriminada para quedarse con las figuras esenciales que han de iluminarnos. Cuando emprendamos seriamente la revisión de nuestro panteón cívico, la personalidad y la lección humana y política de Juárez no harán sino crecer.

En él se concilian nuestras discordias porque él es la audacia reformista, la rebeldía contra la injusticia y la visión del futuro, tanto como la lealtad a la permanencia de la patria, el respeto al pacto de la ley y la austeridad personal. Por ello, ser dignos en verdad del legado de Juárez exige de nosotros comprender y realizar, cabalmente, su doble, su múltiple lección. Acaso algunas de nuestras discrepancias actuales se originen precisamente en la confusión de quienes sólo creen válidas una u otra actitud cuando ambas son no sólo compatibles sino también necesarias. Que la inspiración y el ejemplo de Juárez nos reúnan una vez más para conservar y afirmar cuanto nos fortalece, y para saber escuchar las exigencias de nuestro tiempo, y seguir adelante.

Juárez Privado

¿Qué intimidad, qué aspectos, qué pequeñas o grandes debilidades podemos conocer de la estatua de Benito Juárez? Casi ningunos. La lectura del excelente Epistolario (Fondo de Cultura Económica, México, 1957), debido a Jorge L. Tamayo, nos permite indagar cuanto es posible en el archivo privado del patricio al reunir por primera vez 461 cartas conocidas y desconocidas, debidamente ordenadas. Aparte de las cartas –que selectivamente contiene este valioso Epistolario-, quedan los Apuntes para mis hijos y las notas que les siguen –reimpreso hace poco- y los discursos, manifiestos, informes, etc. Que publicó Ángel Pola a principios de siglo y que no se han reeditado aún., para completar el acervo de que disponemos para conocer directamente el pensamiento juarista.[2] Y supuesto que los historiadores aprovecharán debidamente este epistolario para aclarar tantas materias aquí tratadas y aún debatidas, y el lector común podrá comprender, gracias a estos documentos, más cabalmente la vida y la obra del gran liberal y defensor de la República, espiguemos ahora, entre sus múltiples incitaciones, la débil huella del Juárez privado que su texto nos entrega.

Notas Caseras: Desde su finca en Pomoca, Melchor Ocampo, a mediados de 1861, envía a don Benito y “a su comadrita” tres cajoncitos, uno de vino del país, que aunque tiene aún “un gusto salvaje”, puede tomarse con té con lo que le da olor y sabor de fresa, y “los otros dos cajoncitos llevan varios ates, de los que ya recomendé a la señora chirimoyate” Y añade don Melchor: “Ya no dirán que el guayabate es la única industria de Michoacán”(pp.137-138)

Iniciada ya la intervención francesa, a fines de 1863, comienza a peregrinar el presidente Juárez en su viejo coche que le sirve de Palacio Nacional. Su familia, protegida por Pedro Santacilia, viaja también acercándose a la frontera norteamericana. Alguien cuenta a don Benito que sus hijas, por entonces en Saltillo, han ido a algún baile, y sentencioso como siempre, su padre comenta: “Me alegro que las muchachas bailen, lo que les hará más provecho que rezar y darse golpes de pecho” (p. 231).

Durante su permanencia en Chihuahua, en 1865 –el años más aciago de la invasión francesa-, Juárez sufre la pérdida de dos de sus hijos lejanos, Pepe y Antonio. Sin embargo, deseosos de alentarlo, los amigos y vecinos de Chihuahua, dice don Benito, “casi se han vuelto locos el día de mi Santo”. “Los vecinos principales y hasta las señoras hicieron un punto de honor celebrar el día de mi cumpleaños. Me dieron una comida suntuosa en la noche de ese día y en la de hoy habrá un magnífico baile, con el mismo objeto” (p. 303).

Mientras el presidente peregrino se encuentra en el Paso del Norte, hoy Ciudad Juárez, Margarita su esposa y su familia están en Washington, atendidas por el embajador Matías Romero, quien lleva a la señora a una recepción presidencial. Pero algún cronista imaginativo del Herald escribe que la señora Juárez se presentó “elegantemente vestida y con muchos brillantes”. Y ella se apresura a aclarar las cosas ante “Mi estimado Juárez”, como lo llamaba. “Eso no es cierto, toda mi elegancia consistió en un vestido que me compraste en Monterrey poco antes de salir, y con tantos cuidados y pesares no me había puesto el único vestido que tengo regular y que lo guardo para cuando tengo que hacer alguna visita de etiqueta nomás; respecto de brillantes no tenía más que unos aretes que tú me regalaste un día de mi santo porque mis demás cositas las tengo en Nueva York. Te digo todo esto porque no vayan a decir estando tú en el Paso con tantas miserias y esté aquí gastando lujo”. Pero doña Margarita aprovecha la carta, escrita en un encantador estilo familiar, para aconsejar a su marido respecto al personal de la Embajada: “Procura mandar una ordencita para que estos comisionados Carbajal y Santos Ochoa se vayan porque son tan inútiles, y el segundo tan necio”, ya que “con esa percha de inútiles, qué esperanzas quieres que yo tenga en que hagamos algo; sólo Dios nos puede sacar de este atolladero ya que te he quitado bastante tiempo con mis sandeces que te entrarán por un oído y te saldrán por el otro…” (pp. 350-351).

Dineros y bienes: Durante los azarosos años de su presidencia errante, era natural que los recursos del gobierno escasearan y, consiguientemente, sus sueldos y gastos. A lo largo de sus cartas de estos años son frecuentes las alusiones a préstamos o apuros económicos, tratados siempre con la mayor puntillosidad. Su yerno Pedro Santacilia presta diez mil pesos a la señora Juárez para atender sus gastos durante su permanencia en los Estados Unidos p. 298), pero don Benito puede decir llanamente en una carta de 1866: “Estoy muy arrancado y necesito algún dinero” (p. 364). Sin embargo, dadas “las escaseces de nuestro erario” tiene los mayores escrúpulos en recibir algo de lo que se le adeuda (p. 361), y cuando los vecinos de Chihuahua le hacen un donativo de cinco mil pesos para sus atenciones más precisas, pide al general Escobedo “distribuya esa suma entre las mismas personas que la han exhibido, en el concepto que me basta el acto espontáneo con que la han ofrecido para estar satisfecho” (p. 369).

Austeridad: Un comentario marginal de Juárez, a propósito de las inclemencias que su familia debe de estar sufriendo en el invierno de Nueva York, da idea clara del estoicismo que practicaba y aconsejaba aún en los hechos más triviales- “Yo creo –le decía a Pedro Santacila en carta de 1865- que el frío, así como el calor, aunque mortificantes, son una necesidad que las leyes de la naturaleza han establecido para conservar y vigorizar al hombre, a las plantas y a los animales, y es necesario no contrariar estas leyes si no se quiere llevar en el pecado la penitencia” (p. 337). Otro pasaje de una carta también dirigida a Santacilia muestra la rigidez e intransigencia de sus normas morales. El general Felipe Berriozábal andaba de paseo en Nueva York con su amante y pretendió visitar con ella a la señora de Juárez. Lo impidió Matías Romero, y Juárez comenta: “Hasta dónde puede llegar la insolente desvergüenza. Cuando se ofrezca puede U. decir que tenía U. expresa recomendación mía para que esa mujer no visitara a mi familia, pues a más de que el esposo legítimo de esa prostituta es paisano y amigo mío y de la familia, yo fui el padrino de su casamiento” (p. 340)

Juárez y los escritores: En una época como la que cubre la vida pública de Juárez, en que los escritores tuvieron una vinculación estrecha con la vida política, es extraña ña caso total ausencia de alusiones literarias en estas cartas. En general, los escritores existían para él sólo en sus aspectos o actividades políticas o públicas, y aun le preocupaba mantener frente a ellos una distancia que no le impidiera tratarlos como a simples ciudadanos. Aun a propósito de Francisco Zarco a quien estimaba, decía que él no “ejerce influencia alguna sobre mí, como equivocadamente creen o fingen creer algunos, ni yo la ejerzo sobre él, ni me gusta ni quiero hacer indicación algunas a éste ni a ninguno de los escritores públicos sobre sus escritos, porque no quiero contraer compromisos que me priven de la libertad de obrar contra ellos cuando cometan alguna falta en su profesión” (p. 228). Ocasionalmente muestra respeto por Ignacio M. Altamirano y le complace que se hubiera arrepentido de sus ataques (p. 314) A manuel Payno lo menciona de paso y con Vicente Riva Palacio trata de asuntos militares y políticos. En cambio, sobre Guillermo Prieto –a quien la historia muestra tan ligado a Juárez- hay en estas cartas alusiones poco cordiales y aun despectivas. “El amigo Guillermo ha estado admirable con si lira” 8p. 304), es lo mejor que dice de él; pero luego hay un incidente enojoso porque Prieto quería que se suprimiese la administración de correos –durante la intervención francesa-, a lo que se opuso el presidente Juárez (p. 328 ss.), y más adelante, tras de referirse a la debilidad y falsedad del carácter del autor del Romancero nacional, Juárez descubre las razones turbias que movían a Prieto en su pretensión y le dispara un “este pobre diablo…está ya fuera de combate” (p. 339).

Una sola vez, Juárez hace una cita literaria poco feliz aunque tierna: “los niños son, como dice la autora de la Choza del T. Tomás, rosas del Edén que Dios arroja en el camino de los desgraciados” (p. 301).

Esta breve indagación del Juárez privado que pueden entregar sus cartas nos devuelve intacta su figura histórica. En los hechos cotidianos, en los “cuidados pequeños” que decía Darío, lo mismo que en las grandes acciones, se muestra la verdad de un temple humano. Y el Juárez casero, el amigo, el padre y el esposo es el mismo, impasible y recto, que el presidente Benito Juárez salvador de la República.

Enero de 1958

 

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