2018 / 27 jul 2018
La bola (1887) es la primera novela de Emilio Rabasa. Apareció en la imprenta de Alfonso E. López y Compañía con la leyenda “Novela original de Sancho Polo”, uno de los seudónimos del autor. Tal como lo anunciaba la portada, es la primera de las cuatro que conforman la serie “Novelas mexicanas”: La bola (1887), La gran ciencia (1887), El cuarto poder (1888) y Moneda falsa (1888); cabe destacar que las obras poseen una unidad temática y un desarrollo cronológico que permiten una lectura secuencial.
La bola narra el inicio de la carrera política de Juan Quiñones –joven ilustrado de San Martín de la Piedra– al verse involucrado en La bola, un levantamiento armado que dirige Mateo Cabezudo para derrocar al jefe político del pueblo. La novela concluye en el momento en el que Mateo Cabezudo gana la lucha, es nombrado jefe político y decide llevarse a Remedios del pueblo.
El Realismo de la novela no responde únicamente a la descripción espacial y construcción de los personajes, sino también a la exposición de los mecanismos de corrupción y proselitismo habituales en la política, que Rabasa reproduce desde su experiencia como jurista.
La buena recepción de la obra produjo una segunda edición al año siguiente. Sin embargo, pese al reconocimiento que la historia del derecho mexicano le ha otorgado al autor y las múltiples ediciones que se han hecho de la novela –incluida una adaptación radiofónica de Radio Educación y Radio Chiapas en 2014–,[1] falta un mayor acercamiento crítico por parte de los estudios literarios para rescatar los alcances estéticos y políticos de esta obra de Rabasa.
Cuando se publicó La bola (1887) transcurría el segundo periodo presidencial de Porfirio Díaz, por lo que resulta imposible hablar de la obra de Emilio Rabasa sin referirnos a las condiciones políticas, sociales y culturales que marcaron a México durante el Porfiriato (1876-1911).[2]
Para este momento, la situación política del país podría calificarse como estable: tras la Guerra de Reforma y los levantamientos armados encabezados por Díaz para cesar los gobiernos de Benito Juárez y Lerdo de Tejada –el Plan de la Noria (1871) y el Plan de Tuxtepec (1872)–, el Porfirismo se instauró como un gobierno centralizado cuya política de paz y prosperidad se mantuvo gracias al paternalismo, represión y control militar. Los levantamientos armados a los que se refiere Rabasa como La bola no son todavía la Revolución mexicana, sino movilizaciones “menores” que ocurrían debido a la incipiente administración; Cosío Villegas habla de “la desaparición de una generación de gobernantes experimentados y patriotas, y su sustitución por una generación de advenedizos [militares y políticos jóvenes inexpertos]”:[3] los Jacinto Coderas y Mateo Cabezudo de la novela.
El Porfiriato fue heredero de los proyectos educativos y sociales del gobierno juarista, especialmente de la iniciativa de Gabino Barreda para introducir el positivismo en México. La Ley de Instrucción Pública (1867) y la fundación de la Escuela Nacional Preparatoria (1868) fueron el origen de un modelo pedagógico que se concretó en la Ley Reglamentaria de Educación (1891) para una instrucción laica, gratuita y obligatoria, la multiplicación de centros de enseñanza, la creación de la Escuela Nacional de Maestros (1887) y otras doscientas escuelas para formar docentes, así como la fundación de la Universidad Nacional de México (1910).
En el positivismo también se encuentra el germen del grupo conocido como Los científicos: políticos, intelectuales y hombres de negocios, partidarios del Porfirismo, que ostentaban el poder económico, político y cultural del país. Pese a la filiación liberal de sus integrantes, la ideología positivista del régimen fue determinante para los proyectos emprendidos. Bajo el lema “Orden y progreso”, Díaz impulsó la modernización del país: creación de industrias, inversión extranjera y comercio; en la misma línea, se encuentran las obras para instalar las primeras líneas telefónicas, renovar los sistemas de telégrafo y correo, construir vías férreas, carreteras y puentes.
No obstante, el bienestar económico y social de la época sólo fue evidente para una pequeña parte de la población: la clase alta, conformada por aristócratas, industriales, inversionistas extranjeros, comerciantes y hacendados, que se vieron favorecidos por las reformas económicas. Para el resto, la pacificación del país, el progreso y crecimiento económico significaron la represión violenta, el despojo de la propiedad comunal indígena a favor del latifundismo, la explotación laboral en las industrias y el atraso de las comunidades rurales. Esta desigualdad incitó la crisis política que culminó finalmente en la revolución de 1910.
La contradicción entre un proyecto liberal y un gobierno conservador se manifestó también en el ámbito cultural: la creación de academias, monumentos, museos y teatros, así como el impulso dado a los estudios históricos, la literatura y otras artes, respondían a una postura oficialista: se buscaba la asimilación de los grupos étnicos y la homogeneización de las manifestaciones culturales; y, pese a la postura nacionalista que gobernaba el discurso intelectual desde principios del xix, el afrancesamiento de la arquitectura, moda, artes y literatura venía a corroborar que el progreso deseado se encontraba en los modelos extranjeros.
Uno de los aspectos más representativos de esta administración fue el control de la prensa para mantener la imagen política del régimen y desarmar los movimientos oposicionistas: desde la censura, destrucción de imprentas y creación de periódicos subvencionados, hasta la cárcel y persecución de editores y periodistas. Sin embargo, estas medidas no frenaron el surgimiento de clubes, periódicos y partidos que se enfrentaban al gobierno y reflexionaban sobre la necesidad de terminar la dictadura. Por ejemplo, en el caso periodístico, en la novela La bola se expone brevemente dicho fenómeno con el periódico La Conciencia Pública, vocero de la causa rebelde. En cuanto al ámbito político surge el Partido Liberal Mexicano, fundado por los hermanos Enrique y Ricardo Flores Magón (1906), cuyos miembros alimentaron las filas de la revolución.[4]
Las manifestaciones literarias escaparon de la censura con mejor suerte. El modelo –que influyó en la conformación de una literatura nacional– heredado de proyectos como las “Veladas literarias” (1867-1868) y El Renacimiento (1869) ambos dirigidos por Altamirano, se reprodujo en la creación de El Liceo Mexicano (1885) –nombrado Liceo Altamirano a la muerte de éste en 1893–, las tertulias (que se continuaron en casa de Luis González) y la revista El Liceo Mexicano (1885-1892). Este impulso a las letras estimuló la proliferación de asociaciones y revistas literarias, así como el incremento en la producción de libros.[5]
La novela finisecular respondió al triunfo de los liberales en 1867: con Clemencia (1869), Altamirano inauguró una literatura de corte romántico-nacionalista cuyo objetivo era la construcción de la identidad mexicana y la defensa de los ideales, empezando por la libertad. Las obras escritas en esta época comulgaron con el Costumbrismo español y el Naturalismo y Realismo franceses, al retratar los modos de vida y las costumbres de diversas regiones del país. Autores como Vicente Riva Palacio, José Tomás de Cuéllar, Manuel Payno, Rafael Delgado y Ángel de Campo se inscriben en estas estéticas.[6]
Unos años después, en 1889, surgió una nueva generación de escritores, más preocupados por la libertad artística y el lenguaje que por las funciones sociales de la literatura. Con la influencia francesa del Parnasianismo y el Simbolismo, en Hispanoamérica se originó el primer movimiento estético independiente: el Modernismo. En México estuvo representado por la Revista Azul (1894-1896), a cargo de Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufoo, y la Revista Moderna (1898-1911), en la que colaboraron José Juan Tablada, Amado Nervo y Bernardo Couto Castillo. Al mismo tiempo, las asociaciones literarias y periódicos culturales dieron paso a la circulación cada vez más libre de libros e ideas.
Por su parte, la obra de Rabasa quedó ya lejos de la literatura nacionalista: la sociedad que retrata no es heroica, al contrario, vive en constante pugna; sus personajes no son patriotas ni intentan exponer un proyecto de nación; su lucha es por establecerse en el poder. José Luis Martínez considera a Sancho Polo, lector asiduo de Benito Pérez Galdós y Miguel de Cervantes, “el introductor del realismo a la manera española. [...] un grado evolutivo más avanzado del Costumbrismo, al que añadía una pintura más detenida del ambiente y un estudio más atento de los caracteres”.[7] El realismo de La bola sirve, así, a la crítica social y política; un estilo que se mantiene durante toda la tetralogía.
“Chico en lo chico y grande en lo grande”: el Realismo en La bola
Tanto Alfonso Reyes como Carlos González Peña coincidieron en nombrar a Sancho Polo el “iniciador”[8] o “introductor”[9] del Realismo en la novela mexicana. Ciertamente, el Realismo surgió en México en la década de 1880, cuando el segundo Romanticismo estaba a punto de extinguirse y el Modernismo todavía estaba en ciernes; si bien esta transición no fue precisamente una ruptura: en las obras escritas en estos años, convivieron elementos heterogéneos de estas tres corrientes.
La bola, con su indudable fondo político, niega cualquier lazo con el Romanticismo –“ni que quiera seguir, hilo por hilo y lamento por lamento, la historia triste de un amor escrofuloso”–[10] y con el Naturalismo –“He leído después en algún libro de Zola que las bocas como aquéllas son sensuales; pero la verdad es que Remedios era más dulce y afectuosa que ardiente y apasionada”–;[11] al igual que se aparta del Costumbrismo de Rafael Delgado, José Tomás de Cuéllar y José López Portillo, al no centrarse en los cuadros de costumbres y en las descripciones paisajistas.
El Realismo, definido por Óscar Mata, “aspira a mostrar de manera objetiva los sucesos de la vida humana. [...] El autor realista se esfuerza en determinar las leyes que rigen a la sociedad, lo que lo lleva a criticar a las instituciones; presta mucha importancia a las ciencias, sobre todo a las exactas, así como a la sociología y a la política”.[12] Apoyado en su conocimiento del derecho mexicano y experiencias administrativas, Rabasa eligió la objetividad para la anécdota, trabajó en el estudio de caracteres y construyó una novela de tesis sobre la política nacional.
Así, más que narrar los hechos de La bola –un fenómeno regional y popular–, el autor se concentró en describir personajes que pertenecieran tanto a San Martín de la Piedra como a cualquier pueblo que igualara su administración: el jefe político, el recaudador de contribuciones, el administrador, el presidente del Ayuntamiento, el concejal, el síndico, el militar, el caudillo o cacique; en su conjunto, la novela retrata a un solo tipo, una sola caricatura: el individuo que accede al poder y se corrompe.
El Realismo de Rabasa no reside en la reproducción fiel del lenguaje rural –se sacrifican los regionalismos en aras de un lenguaje culto, una prosa bien cuidada y el discurso politiquero–; tampoco en la construcción de personajes característicos –cuya diferencia, analizada a fondo y más allá de la apariencia física, sólo radica en la jerarquía–. La novela apela al entorno social del lector y malestar político de la época: “chico en lo chico y grande en lo grande, así se celebra la aurora de ese sol [el 16 de septiembre] en toda nuestra nación, por un acuerdo tácito de once millones de pareceres”;[13] “si el lector ha vivido en algún San Martín de la Piedra, tendrá por excusada demasía la pintura. [...] ¿Quién no ha visto en casos tales al jefe político ponerse serio y engestado, como si cada vecino fuera un revolucionario peligroso?”.[14]
Antonio Magaña Esquivel, después de comparar la tetralogía del mexicano con La comedia humana de Balzac, hace hincapié en la sátira “de los vicios y las injusticias de la política de su tiempo” y en “el valor documental de sus novelas”.[15]
“Al recordar mis años juveniles”: construcción de la anécdota
A diferencia de sus coetáneas publicadas por entregas, La bola nació como una novela impresa en formato libro; por extraño que ahora nos parezca mencionarlo, este simple cambio en el orden de producción modifica la escritura y recepción de un texto. Un libro permite al autor la revisión conjunta de la obra; en cambio, la novela por entregas significaba una escritura progresiva y apresurada, a veces dictada por el gusto del público –lo cual se reflejaba en fallas estructurales o descuidos al modificar la historia: secuencialidad de la anécdota, desarrollo de un personaje, confusión en los nombres, reaparición de un personaje muerto–. Según Umberto Eco:
El nacimiento de episodios sucesivos se debe a las exigencias del público, que no quiere perder a sus personajes. Se establece una dialéctica entre demanda del mercado y estructura de la intriga, de suerte que en un determinado momento se saltan incluso ciertos requisitos fundamentales de la trama, que parecerían inviolables incluso para la novela de consumo.[16]
En cuanto a la recepción, la periodicidad del folletín creaba un suspenso natural: el lector tenía que esperar una o dos semanas para continuar la historia; en el libro se tiene la obra terminada, por lo que los mecanismos de tensión –y lectura– cambian.
Con Altamirano, la novela abandonó la estructura de enredos y recibió la encomienda de mostrar una trama simple para entretenimiento e instrucción del lector. Rabasa se ciñó a la nueva tradición y diseñó una estructura lineal sin grandes revelaciones: “No haya temor de que, ignorados sus padres, resulte luego la hija del sultán de Marruecos en la penúltima página de este libro”;[17] la tensión narrativa se construye en torno a la lucha armada y al futuro incierto de Remedios. No pocas veces, el autor recurre a la interrupción de la trama al finalizar un capítulo para generar suspenso: “Y aquí fue Troya”,[18] “Algo grave tenía que suceder”,[19] “resistí un instante y… no sé más”.[20] El mecanismo se reproduce al concluir la novela; puesto que La bola se pensó como parte de una serie, el narrador cierra el libro con esta frase: “Y si esto le parece al lector insuficiente para punto final, ponga punto y coma, espere otro librito, y no reñiremos”.[21]
Uno de los aciertos de la prosa de Rabasa es la introducción de capítulos descriptivos y reflexivos, que contribuyen tanto al realismo y la construcción de la tesis como a mantener la tensión en la obra. Estos paréntesis suelen ser breves y de gran eficacia narrativa, puesto que el narrador apela al conocimiento previo del lector, falta de memoria o dificultad de reproducir los discursos: “Ya el lector (apasionado de las novelas como debe de ser para tener en sus manos la presente), adivinó sin duda”;[22] “Si yo hubiese tomado de memoria el discurso íntegro del fatuo tinterillo, quizá no pudiera resistir a la tentación de estamparlo aquí”;[23] “Así comenzaba aquella hoja que me rehúso a copiar por su extensión excesiva”;[24] “y ahorrándome yo trabajo, dejo al lector el de subrayar cuanto guste en el párrafo anterior”.[25]
Para la tetralogía, Rabasa eligió un narrador en primera persona: Juan Quiñones escribe sus memorias políticas desde su “alma de viejo”,[26] empezando la narración a sus 20 años: “Perdónenseme estas pequeñas digresiones referentes a mi persona; mas, por una parte, están justificadas con el hecho de tener yo tan principal parte en los acontecimientos que voy a referir”.[27] Esta cualidad de protagonista y testigo le permite combinar la objetividad y el sentimentalismo de las dos líneas que sigue la novela: la lucha por el poder y el conflicto amoroso con Remedios.
“Si el lector quiere conocer el teatro”: los espacios de la novela
La historia de La bola se desarrolla principalmente en San Martín de la Piedra, un pueblo que se construye desde la ficción como una metáfora de la situación nacional. El Realismo de la obra le exige una existencia física, que el narrador proporciona amparado en un pacto de verosimilitud: “el pueblo existe como existo yo, que en su parroquia tengo mi fe de bautismo”;[28] a lo que añade referentes geográficos –río de los Venados, paso de Aguilar, rancho de la Guayaba, arroyo del Pedregal– y una queja por la omisión de la cabecera en las cartas y tratados geográficos publicados.
Manuel González escribió: “la descripción del paisaje pasó para él poco menos que inadvertida, a que no le fue dable determinar con colores vívidos el universo visible. En este aspecto no llegó a la sublimidad”.[29] Pero, más que el paisaje, al narrador le interesa describir el acomodo de las casas, que responde a la organización social de “sus gentes”, desde la periferia hacia el centro: casucas de paja, casas blanqueadas de adobe y calles empedradas con habitaciones confortables. En el centro, se concentra el poder administrativo y económico, representado por los edificios principales: la iglesia, tiendas, portales comerciales, la jefatura, Ayuntamiento y escuela. La correspondencia espacio-personajes no es determinista: muestra únicamente las tareas administrativas de “cada persona en su anterior y propio sitio”: Coderas en su “polvorienta” oficina, el maestro en su “ruinoso” salón, los Llamas en su rancho, el síndico en el matadero, el recaudador en la recaudación y Severo en el juzgado a “roer” expedientes.[30]
La población también se divide por un arroyo que sirve de frontera natural para dos barrios: los de las Lomas y los del Arroyo; la ubicación geográfica se convierte en pretexto para una visión positivista: los de las Lomas, más alejados del desbordamiento del arroyo, se creen más civilizados. Estas diferencias se vuelven políticas cuando don Mateo se levanta en armas: los de las Lomas apoyan al candidato del Gobierno, mientras los del Arroyo se unen a La bola.
Pese a que los espacios se colocan dentro de la estética realista, Rabasa extiende sus descripciones para parodiar el locus amoenus del Clasicismo y Romanticismo. Por ejemplo, el rancho de la Guayaba “parecía creado para el idilio de un poeta de buen gusto”; allí la naturaleza se rebela contra los “sueños clásicos, que clásicos y todo, son más desatinados que las fiebres románticas de mayor intensidad”; el “idilio americano” toma las ideas de un “poeta de las bucólicas” y lo adapta a “nuestro siglo y nuestros climas”: sin ovejas, pastoras, galateas, batilos, filenos, rebeles ni zampoñas, sólo llanura, árboles, jacales, becerros, vacas, mozas de sones y trabajadores de siembra.[31]
La imagen del pueblo evoluciona según los eventos políticos: el despilfarro del Ayuntamiento queda explícito con los cohetes, banda, paseo cívico y templete por el día de la independencia; este ánimo festivo termina con el enfrentamiento público entre Cabezudo y Coderas durante la ceremonia. Entonces, el pueblo se transforma en escenario de conspiraciones y miedo: las autoridades se reúnen y envían correos, la gente escasea en las calles o camina deprisa. Tras el levantamiento, la lucha armada y acción se trasladan a la periferia: la “cuna de la revolución” es la ranchería de Venta-quemada, Juan tiene que refugiarse en el rancho de la Guayaba, Remedios se esconde en el rancho de San Bonifacio, el campamento de don Mateo se instala en una llanura a las afueras del pueblo y las primeras batallas se dan en el campo. Aun así, el pueblo se convierte en el objetivo final: tomar la plaza significa la victoria, y el poder pasa de Coderas a don Mateo cuando éste logra entrar con su campaña. La novela termina con la vuelta del pueblo a un orden aparente.
“El paseo cívico de siempre”: los personajes
La observación de Emmanuel Carballo de que las “criaturas” de Rabasa “representan maneras de comportarse en la realidad social y política”[32] vale tanto para La guerra de tres años como para La bola: el autor reproduce y caricaturiza, mediante la ironía, las figuras del político y del adulador en diferentes escenarios. Al analizar los personajes de la novela, observamos que la adulación, vanidad e hipocresía están presentes en todos en mayor o menor medida: el “trajecillo flamante” de Juan,[33] la “gravedad cómica” de la banda o la preferencia del maestro por el parentesco de sus alumnos,[34] la “adulación indirecta y disimulada” del síndico más la “eterna y fastidiosa pedantería” del orador,[35] la hipocresía de Cañas al delatar a sus amigos,[36] las lisonjas del pueblo para ganar el favor de don Mateo.[37]
Juan Quiñones –el emisor de estos juicios, negativos todos– resulta un claro ejemplo de la corrupción a la que están sometidos los personajes de Rabasa; su evolución a lo largo de la tetralogía le sirven al autor para probar su tesis sobre el poder: en La bola, es apenas un joven de veinte años que se mete como revolucionario por amor; en La gran ciencia, se muda a la capital del estado y funge como escribiente del gobernador en turno; para El cuarto poder y Moneda falsa, llega a la Ciudad de México, comienza su carrera de periodista y se deja corromper por el accionar político. En palabras del mismo Juan: “los hombres, con la edad, van perdiendo poco a poco tres cosas: los cabellos, la vista y la vergüenza. Creo que, a pesar de mis esfuerzos, no he podido sustraerme enteramente a los rigores de esta terrible ley”.[38]
En La bola, sin embargo, Juanito no está todavía interesado en el poder; su único objetivo es salvar a Remedios, lo cual le da ciertos tintes de personaje romántico. La contradicción del personaje es latente: aborrece la adulación de los funcionarios pero la practica cuando es necesaria; acusa la forma en la que don Mateo ha adquirido sus cargos pese a que lo admira; menosprecia la opinión pública en los periódicos de oposición, mas escribe un pliego, declina un nombramiento que anhela y participa en La bola aunque condena su violencia. Este rechazo a las instituciones, las autoridades y los discursos politiqueros componen la crítica de la realidad política que domina al país.
Juan sufre una evolución casi determinista a lo largo de la novela. En las primeras páginas, es un muchacho más o menos ilustrado: sabe escribir con letra inglesa y gótica, tiene un puesto provisional en el Ayuntamiento, conoce la gramática de Quiroz, la aritmética comercial, ha leído el Instructor y el Periquillo; en pocas palabras, “tenía formado un caudal de instrucción, que abrazaba retazos de ciencias naturales, tajadas de Historia, jirones de Geografía y aun ciertos mendrugos de Náutica y Derecho natural”.[39] No es sino después de rechazar el cargo de secretario y unirse a La bola cuando comienza su transformación: “¡yo tramando revueltas! ¡yo perseguido! ¡yo haciendo proclamas! Luego era hombre hecho y derecho”.[40]
No obstante, la pertenencia de Juan a La bola siempre se debate entre el miedo del joven ilustrado y la grandeza del héroe romántico; este último sólo puede surgir plenamente tras el encarcelamiento de su madre: “ira, dolor y encono, [...] todo lo malo que existe latente en el hombre honrado se levantó en mi alma, sofocando a todo lo bueno, [...] como para convertirme por este último atributo en la bestia más feroz de todas las bestias”.[41] A partir de este momento, Juan cobra fuerza como personaje protagónico: empuña las armas, organiza al ejército, recluta gente y da órdenes con “el imperioso tono” de un personaje que se inviste de autoridad;[42] este crecimiento tiene su clímax al tomar la plaza y darle la victoria a los bolistas, una acción que queda en el anonimato salvo para don Mateo, quien desde entonces se vuelve su enemigo.
Este Bildungsroman –pese a que la historia no inicia con la infancia de Juan, sí es un claro ejemplo del aprendizaje moral, social y político que tiene el personaje– está acompañado de un decaimiento moral: los actos de “ferocidad infames” y la hipocresía dejan de ser significativos para el joven, quien poco a poco ve disminuir “la integridad y energía” de su “juicio moral”.[43] La bola opera una transformación negativa en los hombres, quienes quedan reducidos a las pasiones, bestialidad y maldad. Al finalizar la obra, Juan ha aprendido los mecanismos de violencia y poder de la vida pública; “todas las mañas que se ponen en juego en la política”,[44] necesarias para las siguientes novelas.
Ahora, La bola no es sólo la historia de Juan, sino también la de Mateo Cabezudo, quien representa toda la generación de militares que ascendieron al poder gracias a sus influencias y que podemos identificar con la figura del caudillo, definido por Carlos Martínez Assad como aquel que logra el poder “a través de sus cualidades carismáticas y de su capacidad para realizar alianzas fundamentales en las lealtades personales [...]. Se le asocia también al atributo para la conducción de fuerzas armadas”.[45] El Porfirismo y la Revolución, dado su carácter militar, favorecieron el surgimiento de caudillos nacionales y regionales, entre ellos Álvaro Obregón, Emiliano Zapata, Francisco Villa, Tomás Garrido Canabal, Saturnino Cedillo o el mismo Porfirio Díaz.
Rabasa le otorga a su personaje una “sólida arquitectura” y un “duro semblante”, imposibles de confundir “con ningún otro de los seres vivientes”,[46] una descripción que contribuye a la mitificación de su poder. La historia de don Mateo podría ser la del héroe trágico: de origen humilde –analfabeta hasta después de los 25 años, hijo de una lavandera–, separado de su destino por la leva, regresa a su tierra, después de algunos años, convertido en cabo; luego deja las armas y se retira al campo.
Sin embargo, su transformación no está exenta de crítica: en su primera salida, pelea sin conocer el bando al que pertenece; su valor y su “calidad de militar” le otorgan “cierta superioridad” entre los pedreños y un puesto de concejal en las elecciones; en otro movimiento revolucionario, vuelve a las armas, organiza un ejército minúsculo, toma “de su propia autoridad el grado de teniente”, se une a la lucha sin saber el bando nuevamente y el partido triunfa; sube a comandante de escuadrón “de autenticidad no comprobada” y es nombrado recaudador de contribuciones “que atrapó sabe Dios cómo”.[47] La estampa es certera: vestido de paisano, pero con la medalla y la cinta del héroe.
Si las funciones autoimpuestas no fueran suficientes, Rabasa le concede reconocimiento no por sus méritos sino por su violencia: la gloria militar (si la hubo) queda opacada por la cualidad de “valientísimo”, alcanzada por abofetear a varias personas, entre ellas un jefe político cuyo sucesor prefiere “ganarse la voluntad de aquel hombre temible”; con ese antecedente, su influencia aumenta y los jefes políticos se hacen sus “amigos forzados”.[48] A la par, su condición social también mejora: aprovechando una desamortización, adquiere tierras que le otorgan riquezas mayores que las de los comerciantes Gonzagas; las familias más importantes (los Gonzagas, los Llamas, el tendero español, los de las Lomas) lo invitan a sus tertulias e intentan ganar su simpatía
Su posición moral, como bien demostró al pelear en bandos sin distinción, es nula (un discernimiento “romo” o “apático”, dice Rabasa): “protegía a la gente buena de San Martín y también a la mala, por natural generosidad y sin reparar en quiénes la merecían y quiénes no. [...] Tenía por iguales a todos sus coetáneos, favoreciéndolos o golpeándolos sin distinción de ningún género”.[49] Sus acciones son apartidistas –siempre y cuando sirvan para alcanzar el poder–, no así el recibimiento que tiene entre los habitantes del pueblo: los del Arroyo lo apoyan para que resuelva las injusticias a las que se ven sometidos, mientras que los de las Lomas lo ven como una amenaza para sus privilegios. Cuando parece que se convertirá en el nuevo jefe político, el Gobierno del Estado elige a Jacinto Coderas –“Comandante de la Guardia Nacional, hombre duro si los hay y de pocas o ningunas pulgas, mala fama y peor catadura”– con el objetivo de frenar la influencia de don Mateo y “someter de grado o por fuerza al cacique”.[50] De este enfrentamiento resultará La bola.
Los personajes de La bola han sido criticados por su falta de complejidad y psicología; Manuel González Ramírez dice: “Aunque quiso pintar almas, en realidad retrató cuerpos, con la impersonalidad de la contemplación objetiva: tan fríamente, como el naturalista; con la precisión escolástica del abogado”.[51] Sin embargo, Rabasa sí les otorga emociones: el enfrentamiento entre Cabezudo y Camilo Soria –antiguo jefe político y ahora seguidor de Coderas– no podría existir sin la ira que le produce a don Mateo la deshonra de su hermana –una de las violencias que le otorgan poder al caudillo es precisamente la golpiza que le propina a Soria para recuperar a su sobrina–; en medio de la lucha, la preocupación del tío y de Juan es poner a salvo a Remedios, quien está en peligro de ser secuestrada por los hombres enviados por su padre para recuperarla.
El último rescoldo de Romanticismo en la prosa de Rabasa es la motivación de Juan para la lucha; como los héroes románticos, pelea por amor a dos mujeres: Remedios y su madre. El amor que siente por la joven es heredera de la tradición altamironiana:
Y allí, por primera vez, en medio de la noche más azarosa y terrible de mi vida, sintiendo el amor más grande y la más tierna compasión por aquella desgraciada niña, puse sobre su frente mis labios y le di un beso que no oyeron ni los insectos del campo. Ni una sombra de impureza empañó la limpidez de mi alma honrada, y sentí en lo más íntimo el recogimiento misterioso y dulce del creyente que murmura fervorosa oración.[52]
Emmanuel Carballo diría que son “ensoñaciones y escapatorias de la imaginación o del afecto; [...] su trasfondo romántico”,[53] pero, más que negar o recriminar el Romanticismo que persiste en la novela, debe decirse que estos pasajes aportan tensión y nos regalan personajes humanos, no sólo tipos.
“Hablaba en tono resbaloso como piel de gato”: los discursos de la novela
Uno de los aspectos que Rabasa critica más en La bola es la capacidad de manipular por medio de la palabra: desde la adulación que hacen los funcionarios –“el síndico hablaba en tono resbaloso como piel de gato, con el jefe político, en esa entonación que parece que trata de rozar blanda y flexiblemente la nuca del que escucha. [...] adulación indirecta y disimulada”–[54] hasta la función propagandística del periodismo.
Esta postura resulta coherente con la forma en la que el narrador introduce los discursos políticos en la novela. Del discurso cívico del orador, Severo, se reproducen sólo fragmentos –“no conservo sino frases sueltas que llegaron a mi oído”–[55] cuyo contenido es revolucionario: el yugo de la tiranía española, el movimiento de independencia y el exordio de imitar a esos héroes: “Reunamos nuestros esfuerzos, y levantemos del abatimiento a esta patria bendita tan digna de mejor suerte”.[56] Pese a que Juan critica al orador y su mal uso de la retórica (hecho que se evidencia en la falta de atención por parte del público), el mensaje llega tanto al personaje como al lector: “jamás me había ocurrido que aquella tierra y aquellas gentes mereciesen mejor suerte que la que llevaban”.[57]
En cambio, el discurso politiquero (encarnado en la proposición laboral que hace Coderas a Juan) se reproduce completo, acusado de poco ingenio e inteligencia, muy diferente del hábil Cañas, “el político, el fino, el mañoso, el sutil”.[58] El cumplimiento del deber, el servicio al Gobierno, la recompensa por estos servicios, la mejora en la posición social y el inicio de la vida pública componen toda la argumentación: “además de que es nuestro deber, pues también el Gobierno sabe recompensar a los buenos servidores que le… que le… es decir, a los buenos servidores que sirven y que se rifan”.[59]
En cuanto a los diarios, Rabasa introduce los artículos de La Conciencia Pública, un semanario de reciente aparición dirigido por Pérez Gavilán –el jefe de la revuelta–, “el órgano autorizado de los descontentos”.[60] El periódico expone los gastos de la Administración, impuestos, tiranía, situación precaria del pueblo, malas condiciones de los servicios públicos, abuso de la policía y mal gobierno. En una editorial, llama a tomar las armas para “romper las cadenas de la odiosa tiranía” y “reivindicar sus derechos usurpados”;[61] en el mismo número se publica un “Plan libertador” que denuncia la violación de los derechos ciudadanos por parte del Estado, justifica la revolución, declara “la supremacía de las leyes constitutivas” y clama por la soberanía y el sufragio;[62] también aparecen dos gacetillas: una que comunica la orden de aprehensión contra el revolucionario Pérez Gavilán y tres compañeros, y otra en la que se dan a conocer las primeras movilizaciones armadas.
La difusión del diario responde a los medios de la época: a San Martín llegan sólo tres ejemplares (para los Llamas, don Mateo y Severo), sin suscripción, y pasan “de una a otra casa para ser leídos en voz alta, en medio siempre de un considerable grupo de personas” que aun escuchan la noticia tres o cuatro veces.[63] Aquí, vale la pena recordar la situación del periodismo durante el Porfiriato: la censura, persecución y subvención para combatir los periódicos oposicionistas –según María del Carmen Ruiz Castañeda, “en 1888 el gobierno tenía en la capital 30 periódicos subvencionados [...]; en los estados 27 periódicos oficiales y casi toda la prensa local”–.[64] La Conciencia Pública no es la excepción: la policía acude a la redacción, aprehende al gacetillero por los “artículos subversivos” y embarga la imprenta;[65] no obstante, como sucede con la prensa de oposición, los editores declaran que el diario seguirá apareciendo.
Los artículos de La Conciencia Pública desaparecen al final de la novela para darle voz al periódico oficial del Estado: “anunciaba que el general Baraja se había sometido al Gobierno” y era nombrado jefe político, mientras que al licenciado Gavilán le otorgaban un cargo en la capital.[66] La coerción vale tanto para las personas como para el discurso. Algo similar sucede con los comunicados (oficiales y personales) que envía don Mateo al gobierno tras la victoria de los rebeldes: las cartas personales –dirigidas al gobernador, secretario del despacho y un amigo íntimo de ambos– justifican el levantamiento y ofrecen apoyo incondicional “a la buena causa de los poderes constituidos”;[67] en cuanto al comunicado oficial, Cabezudo anuncia, “como quien ha obrado de acuerdo con el superior”, la victoria de su bando, pacificación del territorio, toma del poder político y su disposición “para combatir a los revoltosos, que sin razón ni fundamento continuaban alzados en armas contra el Superior Gobierno del Estado”;[68] documentos que Juanito no puede menos que calificar de cínicos.
Queda un último discurso: el de La bola en San Martín de la Piedra: las circulares para pedir gentes, armas, caballos y dinero, y una proclama, “en un tono como el de La Consciencia”, que don Mateo encarga a Juan.[69] De la proclama, no sabemos nada, salvo que es la “más enérgica que ha parido cerebro revolucionario”[70] y que Cabezudo la usó para autoproclamarse teniente coronel; el contenido tendrá que imaginarse o, bien, identificarse a partir de la tesis que sustenta la novela.
La situación inicial de La bola es la de una sociedad que sufre la desigualdad social: en unos cuantos párrafos, el narrador expresa la escasez de maíz, los impuestos sobre el arroz, el aumento a las contribuciones; la consecuencia directa es el surgimiento de una opinión pública contraria al discurso oficial, el rechazo hacia los jefes políticos y la adhesión del pueblo a los líderes que encabezan la oposición: “andaba la política descompuesta y la situación delicada, en virtud de que el descontento cundía en las poblaciones más importantes del Estado; [...] en una palabra, que la bola se armaría antes de mucho”.[71]
Los primeros juicios sobre La bola son completamente subjetivos: Juan no habla como revolucionario fiel a los ideales del movimiento sino como enamorado; la lucha servirá, primero, para salvar a Remedios y después para derrocar la tiranía:
También yo podría cuidarla, y antes me matarían que tocarle un cabello. ¡Oh!, en cuanto a eso sí que no cabía duda: ¡yo sería un tigre!... Bien visto el caso, la revolución era justa y legítima; se trataba de derrocar la tiranía y la tiranía es abominable. Yo no sabía cuáles eran los abusos del poder; pero el Gobierno abusaba, era cosa fuera de toda duda y discusión. ¡Hombre!, y es bonito el papel que acaba con los tiranos; algo hay de eso en el Instructor que he leído con particular atención.[72]
El desconocimiento de la problemática social es una constante: el levantamiento no está encauzado por la defensa de los derechos sino por la insensatez, el frenesí y la curiosidad de la población, esta última manipulada por el interés político de algunos hombres; el cura, testigo de varias bolas, es el más indicado para expresarlo: “Éste es el país de los hechos consumados, el país de las aberraciones. [...] El Gobierno reconoce y confirma el grado de coronel que la bola dio a don Mateo; le nombra jefe político del distrito, y en carta particular le ofrece apoyar su candidatura de diputado”.[73]
Si bien una gran parte de los pedreños sigue la revolución para exigir condiciones más justas, existe una minoría que lamenta y teme “los desórdenes” que acompañan el movimiento: “los que tenían que pagar los gastos de la revolución, y en segundo los que tenían que seguirla, improvisando instintos belicosos”.[74] El discurso positivista es claro: “El hombre trabajador se interesa por la paz”. Esta postura tiene su defensa en los Llamas, propietarios del rancho de la Guayaba, a quienes Rabasa les otorga cierta ilustración mediante su afición por la literatura; desde su perspectiva, La bola es un capricho de gente “desordenada y sin oficio” que perjudica a los hombres “trabajadores y honrados” que tienen que prestar dinero a la lucha.[75]
Condensada en un párrafo final, la tesis de la novela consiste en mostrar la diferencia entre la revolución y La bola:
¡Ya todo aquello se llamaba en San Martín una revolución! ¡No! No calumniemos a la lengua castellana ni al progreso humano, y tiempo es ya para ello de que los sabios de la Correspondiente envíen al Diccionario de la Real Academia esta fruta cosechada al calor de los ricos senos de la tierra americana. Nosotros, inventores del género, le hemos dado el nombre, sin acudir a raíces griegas ni latinas, y le hemos llamado bola [...] La revolución se desenvuelve sobre la idea, conmueve las naciones, modifica una institución y necesita ciudadanos; la bola no exige principios ni los tiene jamás, nace y muere en corto espacio material y moral, necesita ignorantes. En una palabra: la revolución es hija del progreso del mundo, y ley ineludible de la humanidad; la bola es hija de la ignorancia y castigo inevitable de los pueblos atrasados.[76]
Si la revolución significa el progreso, “la rápida transformación de la sociedad y las instituciones”,[77] La bola sólo puede perpetuar la injusticia y atraso, tanto económico como moral, de sus participantes; primero, porque el escenario no son las grandes ciudades, sino las comunidades rurales; segundo, porque se hace sobre los intereses y pasiones de un grupo (el cacique, el político); y tercero, porque es necesario renunciar al trabajo honrado para tomar las armas. El mensaje final de La bola es uno: el país y la política no tienen remedio, en tanto el juego de poder sea más importante que los derechos del pueblo.
“Para mejor ilustración del que lea”: crítica y recepción de la novela
Uno de los factores que deben tomarse en cuenta para estudiar la recepción que tuvo La bola es su publicación desde el anonimato: el Rabasa jurista se esconde tras el seudónimo de Sancho Polo; y si bien este ocultamiento no se aparta demasiado de la costumbre de la época, resulta significativo por ser la primera obra de un autor relativamente nuevo.
Contrario a lo que sucedía con otros escritores decimonónicos, cuyos seudónimos eran bien conocidos, Sancho Polo no es una firma cargada de autoridad ni reconocimiento. Ángel Pola, al consignar los testimonios de Justo Sierra y Joaquín Pagaza, se asegura de dejar muy en claro que “ninguno de los jueces conoce al autor”, pese a lo cual opinan que “Escribe bien; es una cosa notable; se parece a Galdós”, “Escribe bien, muy bien; es una cosa notable, muy notable y si se corrige de uno que otro defectillo, dentro de poco llegará a ser inmejorable”.[78]
También Gutiérrez Nájera diría “No tengo la honra de conocer a Sancho Polo y aun presumo que no existe. Pero el señor Sancho Polo, o como en realidad se llame, es un buen novelista”; el escritor destaca su filiación con Pérez Galdós y Pereda, aunque le recomienda apartarse de ese estilo “artificioso”. De La bola concluye que “es una obra buena y una obra honrada”, “perfectamente histórica”, con personajes hábilmente construidos y “muy buena observación” en los capítulos.[79]
Cuando la autoría recayó en Rabasa, los comentarios se volcaron hacia su edad e instrucción como jurista. La tetralogía fue considerada entonces una obra de juventud, adjetivo que, mal empleado, puede descalificar una obra al suponer que su escritura posterior habría sido mejor. González Peña fue el primero en llamarlas así cuando, al preguntarle a Rabasa por su “vieja dedicación” a la literatura, éste le contestó que fue una “humorada de juventud”[80] o un “pecado juvenil”.[81] Enrique González también las denominó “páginas de juventud”.[82]
Quizá Alí Chumacero lo reivindica al afirmar que “de esa ‘humorada’ habían salido cinco libros que cimentaron el realismo de corte español en nuestra literatura”, un mérito que concluye con la observación de que la lectura “de su reducida producción literaria lo hace crecer a nuestros ojos y hallar el reconocimiento de quienes saben que la literatura, además de una humorada de juventud, es un largo proceso”.[83]
En cuanto a su profesión, la crítica literaria ha relacionado sus dotes de sociólogo y abogado con el buen desarrollo de sus novelas; aunque el sentimiento que gobierna las opiniones es el de haber perdido un novelista frente al ejercicio del derecho mexicano. González Peña lo llama “jurisconsulto” que “por vocación, era novelista”,[84] Antonio Magaña lamenta que el autor “haya eludido su evidente vocación de novelista, para entregarse a la ciencia jurídica”[85] y aun Emmanuel Carballo siente que “ya no se interesaba por la literatura, o no la consideraba digna de figurar en su bibliografía”.[86]
Pese a lo anterior, Ralph E. Warner ha hecho notar que sus novelas “fueron un éxito, súbito, y con toda probabilidad, sorprendente para el mismo autor”.[87] Podría buscarse una explicación en su relación con El Universal y otros diarios importantes para los cuales escribió. Tras la publicación de La bola, durante las últimas semanas de diciembre, varios diarios (La Patria, El Diario del Hogar, La Juventud Literaria) publicaron una carta de José María de Pereda a Casimiro del Collado, fechada el 20 de noviembre; “el ilustre autor de los Cuentos montañeses”, con quien Gutiérrez Nájera emparentó a Rabasa, comenta la “novelita” en los siguientes términos:
Su autor, “si no descarrila”, me parece un completo novelista que podrá ser tan bueno como lo mejor de acá [España]. La filiación que le da Gutiérrez Nájera en su crítica, me honra demasiado para que yo me atreva a decir que tiene razón en lo que me alcanza de ella. En lo que estoy enteramente de su parecer es que no son tan novelistas como Rabaza [sic], aunque sean escritores meritísimos, como he tenido ocasión de ver en sus respectivas novelas otros autores mexicanos que vd. me ha dado a conocer igualmente. [...] Revelan los breves párrafos un “humorista” de buen ojo, de exquisito gusto y de buen estilo. Hay en él algo de lo bueno de nuestro “Clarín”, sin que esto sea para mí un defecto, como lo es, en opinión suya, para Rabaza, el que éste tenga algo de mi estilo y manera. No hay que confundir las “coincidencias” con las “imitaciones”.[88]
En las mismas fechas, se anunció la publicación de La gran ciencia, la segunda de las cuatro novelas, alabando “la corrección y fuerza de su lenguaje”, “lo bien intencionado de sus sátiras”, “la esacta [sic] descripción de caracteres y costumbres” y la proeza del “gran novelista, avis rara por desgracia en estos tiempos y en estos países”.[89]
Sin embargo, la crítica decimonónica no se caracterizó por su rigidez académica, sino por su carácter de reseña –medida por la amistad o el enfrentamiento que había entre los autores–. Las lecturas que hicieron los contemporáneos de Rabasa sobre La bola se reducen básicamente a dos tópicos: la herencia galdosiana en la prosa –lo que viene a significar el buen uso de la norma castellana– y la introducción del realismo a México. Ángel Pola anotó que sus antecedentes están en “el Siglo de Oro de la lengua castellana” y que es “es el primero que en México escribe en castellano”.[90]
Ralph E. Warner y Carlos González Peña repitieron estas observaciones; dice Warner: “es el primer realista de indiscutible valor”;[91] y González Peña: “es D. Emilio Rabasa el introductor del realismo en la novela mexicana”, tiene ascendencia “en los grandes novelistas españoles de su época, y en particular en Galdós, a quien sigue en composición y estilo”, con una prosa “llana, seca y en ocasiones con cierto dejo clásico”;[92] juicio que reproduce años después en El Universal (4 de mayo de 1930) y en el Boletín Bibliográfico Mexicano (marzo-abril de 1949).
Medio siglo después, Alfonso Reyes reiteró los juicios de que Rabasa “fue iniciador del realismo en la novela”, estuvo “Influido por Galdós” y “Hay interés en la narración, gracia en la manera de decir y sabor castizo en su prosa”.[93] Más cercano a nuestra época, Jorge F. Hernández recuerda que la prosa rabasiana “ha quedado catalogada como primer ejemplo de novela política mexicana”.[94]
Uno de los alcances más interesantes de la novela es la inclusión de Rabasa en la obra del estadounidense Frederick Starr, Reading from Modern Mexican Authors (1904); el autor incluye la traducción de algunos capítulos y esta cita de Luis González Obregón:
There are notable for the correctness of their style, for masterly skill in description, most rich in precious details, for the perfect way in which those who figure in them are characterized, for the natural and unexpected development, as well as for many other beauties, which we regret not being able to enumerate here.[95]
Sin embargo, no todas las críticas resultan positivas: cuando se trata de analizar sus personajes y descripción, las opiniones difieren. González Peña resaltó su vena satírica, la “copia de tipos humanísticos y característicos de los ambientes que reflejó”, las descripciones sumarias, la “vivacidad” de su narración, la soltura de los diálogos y los “lindos paisajes” que hace “a rápidas pinceladas”.[96] Por el contrario, Enrique González Martínez le pidió “un poco más de aliño”, “mayor trascendencia de la que nos produce la pintura fiel”, brevedad, un estilo “más acicalado y perfecto”, un “análisis penetrante de almas” en vez del “objetivismo descriptivo”; aunque defiende su “sinceridad ingenua”, el “fuego del entusiasmo”, la “frescura infinita de las primeras impresiones”, la sátira y el “vago perfume poético”.[97]
El extremo contrario es el prólogo de Manuel González Ramírez: Rabasa “fue ingenuo con sus ficciones” como “si los dedicara a una edad de níquel”, la descripción del paisaje “pasó para él poco menos que inadvertida”, sus personajes no presentan “las complejidades del alma humana” ni “motivos de psicología literaria”, “nunca llegó a los linderos de la caricatura”, las acciones “parecen movimientos mecánicos”, sus novelas “constituyen los esfuerzos poco menos que iniciales del autor” y “conservan el valor y la vida de las flores silvestres, [...] tienen el encanto de la humildad, la temperancia del propósito y la virtud de compartir en algo nuestra propia existencia”.[98] Cuando Manuel González finaliza diciendo que son “parte de nuestra tradición. Y ahí puede encontrarse la razón de su privanza”,[99] tendríamos que recordar la expresión de Gutiérrez Nájera, quien lo consideraba buen novelista “a pesar de ser mexicano”.[100]
Seguramente, la novela no es “una de las mejores entre las mexicanas”, como aseguró González Peña,[101] pero sí fue ampliamente leída por sus contemporáneos, cuyo hecho lo demuestra la segunda edición apenas un año después de su publicación.
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La bola describe cómo se gesta, se desarrolla y triunfa una revolución local a través de dos personajes principales: Juanito Quiñones, un joven idealista, y su contraparte, don Mateo Cabezudo, un político con mucha ambición y pocos escrúpulos. Las aventuras de Juanito en el pueblo y su participación en la revuelta, mezcladas con su historia de amor, marcan la novela. La prosa clara de Emilio Rabasa, aunada a su sentido del humor, hacen que la historia se convierta en una lectura entretenida y agradable.
Un clásico de la literatura mexicana que conserva su vigencia. Considerada como una de las grandes novelas realistas de México, La bola pertenece al ciclo denominado novelas mexicanas, que Emilio Rabasa publicó entre 1887 y 1888. Se ubica a finales del siglo xix en el pueblo de San Martín de la piedra, el cual representa en buena medida a toda la nación. Cuenta los conflictos políticos y militares que se dan en la mencionada población y que enfrentan los ideales de orden y progreso contra la dura realidad; una realidad en la que prevalecen el desorden y las ambiciones personales. Aunque parece tratar asuntos políticos y sociales ya resueltos, basta profundizar en sus páginas para advertir hasta qué punto muchos de los problemas planteados aún son materia de discusión en México. La gran eficacia y actualidad de La bola residen en el brío literario, en la velocidad narrativa, en la imaginación que confiere a los estereotipos la verdad de las situaciones.
Carlos Monsiváis.