18 sep 2018
La feria, novela del escritor mexicano Juan José Arreola (Zapotlán el Grande, hoy Ciudad Guzmán, Jalisco, 1918 - Guadalajara, Jalisco, 2001) fue publicada por primera vez en 1963 bajo el sello de Joaquín Mortiz. La feria cuenta la historia de Zapotlán el Grande durante el periodo de mayo o junio a octubre de un año de mediados del siglo xx, es decir a lo largo de la temporada que va de la siembra del maíz a la cosecha y las festividades en honor a San José, patrono de los zapotlanenses.
Quienes cuentan La feria son los propios habitantes de Zapotlán. Son sus voces las que oímos –junto con las de unas cuantas “personas” ajenas a esta población–. ¿De qué hablan? De sí mismos, de sus parientes, amigos y adversarios, de otros zapotlanenses, de lo que está ocurriendo en su pequeña ciudad. Pero no hablan de corrido: toman turnos o se alternan. Algunas de las voces nunca vuelven. Otras son recurrentes: invaden la página, dicen algo y dan un paso atrás, sólo para reaparecer páginas adelante.
Queda claro con esto que La feria es una obra fragmentaria: está hecha de las partes entremezcladas de esas múltiples alocuciones. Formada por múltiples historias parciales, destacan dos: la de la disputa por la tierra y la de la organización de la feria. En la primera, los indios de Zapotlán pretenden, una vez más, recuperar las tierras que obran en poder de los hacendados pero que por derecho les pertenecen. Para ello, se organizan, buscan ayuda y agotan las instancias legales. Los hacendados, por su parte, se valen de todos los medios a su alcance para mantener la tenencia. En la segunda, la responsabilidad de costear y realizar la feria de octubre recae de pronto en los tlayacanques. Normalmente, algún zapotlanense de clase alta, nombrado mayordomo, reúne y aporta los fondos. Esta vez, sin embargo, tras la súbita muerte del mayordomo en funciones, el cura determina que la feria la harán “entre todos”.[1] Mucha gente poderosa –terratenientes, miembros de la jerarquía eclesial y gobernantes– reprueba la decisión porque puede afectar sus intereses y trata de descarrilar el proceso, lo que da lugar a una serie de pugnas.
Estas dos historias mayores se enlazan entre sí y con otras: la del zapatero que decide probar suerte como agricultor; la del niño en confesión que refiere a un cura sus tentativas sexuales y sus juegos con el lenguaje; la del arribo a Zapotlán del Señor San José y su proclamación como patrono; la de la creación de una zona de tolerancia, por orden municipal; la del temblor; la del triángulo amoroso entre don Salva, Chayo y Odilón; y la del aprendiz de novelista que se enamora platónicamente de una fuereña.
Lo que atestiguamos como lectores de La feria es la actividad verbal de los personajes. Vemos a los pobladores y a otros emisores hablar, contar, apuntar, relatar. Éste es el primer plano y ésta es la acción principal: la acción de decir y escribir. La feria trata de un montón de gente –un pueblo entero, Zapotlán– hablando.
La feria no es una novela tradicional. No contiene un gran narrador, como exige la convención, sino una rotación de narradores menores. No relata una historia articulada con sus posibles ramales. Presenta muchas historias y estampas que, yuxtapuestas, cuentan la vida de una comunidad. Protagonizan La feria el lenguaje y Zapotlán. No por nada Adolfo Castañón se refiere a ella como una “geografía verbal”.[2] La visión del tiempo es otra: no se miran el pasado, el presente y el futuro desde un punto pivote –normalmente el del narrador, que sirve de referencia y organiza la observación–, brincamos entre presentes, entre los presentes de los múltiples narradores, no importa si están a mitad del siglo xx, en algún año de la Revolución o el Virreinato. Ni siquiera el tratamiento del espacio es convencional: Zapotlán se desdobla, es el cúmulo de sitios donde hablan los pobladores y, en un plano diferente, la suma de lugares a los que se refieren. Zapotlán es una sola realidad de dos niveles.
En los albores del siglo pasado, Joyce, Kafka y Proust cuestionaron la vigencia de los procedimientos narrativos en boga y plantearon otros, sustancialmente distintos. Derrumbaron las puertas de toda una dimensión vedada de la existencia: la intimidad, es decir la conciencia y su flujo, los procesos mentales, los frondosos jardines de la vida anímica, las pesadillas. Destronaron de esta forma al narrador omnisciente para dar derechos plenos a las voces subjetivas. Lo que siguió con Woolf, Dos Passos y Sartre fue la multiplicación y la fragmentación de las voces y los puntos de vista. La feria proviene de esa voluntad rebelde y creadora. Reconoce sus modelos en la novela Manhattan Transfer, de Dos Passos; en Point Counter Point, de Huxley; y en Le Sursis, de Sartre, obras mosaico y plurifocales por antonomasia.
En ese sentido, La feria es una novela polifónica, contrapuntística, donde los múltiples emisores y sus voces concurren en un solo espacio y en un solo tiempo, se entremezclan, se confunden, se igualan, se contraponen, se complementan. Es un caso extremo de descomposición de los elementos de la narración en diferentes partes, de la unidad a la pluralidad, del narrador omnisciente al vitral de narradores, de la voz cantante a las voces sonantes, del héroe a los villanos, de la línea argumental al poliedro, del espacio integrado al espacio colmena, del tiempo histórico al tiempo misceláneo. Es una novela límite. Pende de la orilla misma del género. No cumple con ninguna de las condiciones de la novela clásica, sólo la de ser una obra narrativa más o menos extensa. “Sin que podamos decir de ella que no es una novela […], atenta en gran medida contra los convencionalismos del género a los que –como lectores– estamos acostumbrados”.[3] La feria es una obra de inspiración experimental.
Experimento feliz de fragmentación y arte combinatoria, sin caer en el abismo, en la inteligibilidad, condujo hasta sus últimas consecuencias el trastocamiento de las categorías narrativas. No las hundió en la oscuridad, las volatilizó a base de luz. Planteó el problema de la descomposición estructural –y social– en clave de comedia. De ahí, quizás, su desdoro. Una novela liviana en una era solemne cuando no pretenciosa. La feria tiene un defecto imperdonable: es divertida. Con ella, Juan José Arreola formó el segundo brazo de sus tenazas y cortó cadenas. Desencadenó la imagen y desencadenó también la materia.
Estructura
La feria es un texto hecho de varios textos: narraciones, coloquios, cartas, un cuaderno de apuntes, un diario, etcétera. La mayoría de estos textos, a su vez, se subdividen. Algunos en muchas partes, otros en unas cuantas. Estas partes de narraciones, coloquios, cartas, más los textos que, por breves, se mantuvieron completos, son los 288 fragmentos que –entremezclados– constituyen La feria. Para señalar mejor la separación entre estos fragmentos, cada uno está antecedido de un pequeño dibujo o viñeta; “asteriscos”, dice el libro en los créditos. Así como estas marcas de división, hechas por Vicente Rojo, mantienen cierta relación temática con el texto circundante, así también aun cuando alternan con otras, las partes de los textos subdivididos mantienen una secuencia temporal lógica. La segunda, la tercera y la cuarta partes de un diario, por ejemplo, van apareciendo en este mismo orden, si bien interrumpidas casi siempre por fragmentos de otros textos.
Discurso
El discurso de La feria incluye o sugiere numerosas variantes del lenguaje articulado. En él se dan cita la exhortación, el recuento, el relato histórico, el informe, la confesión, la interjección, el elogio, la relación, el cuadro de costumbres, la escritura legal, la autobiografía, el reclamo, el contrato, la exposición pública, la denuncia, el relato, la invectiva, el decreto, la apología, el sermón, la evocación, el chisme, la profecía, la oración, el desplegado, la leyenda, la rima, el epígrafe, la poesía, el discurso político, el testimonio, la reconvención, el popurrí, el apocalipsis, la opinión, la reseña, la nota periodística, el acta, la condena, la canción, el diario, el cuento, la carta, la declaración, la visión mística, las instrucciones, el regaño, el corrido, la décima, la crónica, la queja, la advertencia y la absolución, entre otros. Este tutti frutti de discursos se puede clasificar según distintos criterios.
De acuerdo con el canal o medio de transmisión: algunos son discursos orales y otros escritos. El informe, la carta, el decreto, el desplegado y el diario, por ejemplo, son discursos escritos. La confesión, el sermón, la canción y el regaño –aunque pueden ponerse por escrito, como de hecho ocurre en el libro– son discursos orales. Siempre que un fragmento de la novela corresponde al canal oral, abre con un guion largo, de modo que casi no hay lugar a la confusión.
De acuerdo con su registro: hay discursos formales, discursos informales y otros que se sitúan entre estos dos extremos. La escritura legal y el contrato emplean un lenguaje formal. La interjección, el chisme, la opinión, usan lenguaje informal. En medio estarían la nota periodística, el diario y la leyenda.
De acuerdo a su propósito se asocian con una o varias de las categorías retóricas clásicas: la narración, cuyo propósito es contar una historia; la descripción, cuya función es detallar el aspecto de una persona, un lugar, un hecho o una acción; la exposición, que busca ofrecer información o explicar algo; y la argumentación, que da razones para probar una idea y convencer. El recuento, el relato, la leyenda, el informe y la confesión, por ejemplo, son discursos predominantemente narrativos. El elogio y el cuadro de costumbres, descriptivos. Las instrucciones, la escritura legal, el contrato y el decreto, expositivos. La apología, la opinión y el discurso político, argumentativos. El cuadro de costumbres, sin embargo, añade con frecuencia pasajes narrativos; el relato y la leyenda recurren a la descripción; la confesión, al discurso expositivo; y así sucesivamente. Rara vez, entonces, aparecen en estado puro.
En La feria, el grado de subordinación entre géneros es mínimo. Su polifonía permite que mantengan su autonomía, que no se subordinen nunca al impulso y el arbitrio de un narrador central. Responden, en todo caso, a la voluntad del autor implícito, es decir “el autor interno de la obra, sólo actuante en ella”.[4] Forman parte, sí, de una novela, de una obra cuyo efecto general es, en último término, narrativo, pero la diversidad genérica en su sistema fragmentario, que sin aislar aparta y sin oponer contrasta, logra que esos géneros destaquen en cuanto tales.
Oralidad y escritura, lenguaje informal y lenguaje formal, textos técnicos, íntimos, literarios, todo tipo de géneros. Valga esta taxonomía para mostrar una característica importante de La feria: la multiplicidad discursiva.
Emisores
Más que de narradores, en el caso de La feria conviene hablar de emisores. Hay en ella, por supuesto, narradores, esas entidades que cuentan algo al interior de los distintos relatos: Juan Tepano, por ejemplo, quien toma la palabra al comienzo del libro y en otras partes para contar la historia de los indios tlayacanques y el despojo del que han sido objeto o el zapatero vuelto agricultor, quien relata sus trabajos y sus días en el campo, pero encontramos también otros tipos de emisores.
Como hemos señalado, en La feria hay muchos textos que no son propiamente narrativos –exhortaciones, denuncias, diálogos, monólogos, actas, etcétera–. Los emisores de estos textos no son, por definición, narradores, son denunciantes, interlocutores, exhortadores. Esto no quiere decir que dentro de una denuncia, una confesión o una reseña no pueda haber pasajes narrativos. En su primera aparición, el niño que se confiesa responde al cura que tenía siete años cuando hizo su primera comunión y añade: “Siete entrados a ocho. La hice dos veces”.[5] La pregunta le da pie para contar algo. El niño deviene narrador, pero en sentido estricto es un interlocutor.
En La feria, hay emisores en primera persona, es decir personajes: pobladores de Zapotlán y, en unos cuantos casos, forasteros que guardan relación con el pueblo, así sea indirecta. Dentro de esta categoría, encontramos emisores-protagonistas y emisores-personajes secundarios. El niño en confesión pertenece a los primeros: es la figura central de sus enunciaciones. El zapatero vuelto agricultor, San José y el miembro del ateneo son ejemplos también de emisores-protagonistas, pero también lo es esa voz inidentificable que quizás aparece sólo una vez y que habla de su afición por la chirimía, él también está al centro de su propia enunciación. El fragmento 191 sirve para ilustrar el caso del emisor-personaje secundario. Algún zapotlanense se refiere en diálogo, aunque la única intervención que aparece es la suya, al miembro del ateneo que se halla bajo el encanto de Alejandrina, poetisa de Tamazula que va de casa en casa promoviendo su libro de versos y unas cremas. La figura principal del texto es el ateneísta: “—¿Ha visto usted semejante cosa? Este hombre que parecía tan serio, allí lo tiene usted de la ceca a la meca, cargándole el tambache de menjurjes y de versos inmorales a esa sinvergüenza. ¿Qué no habrá un alma caritativa para que se lo vaya a contar a Matildita?”.[6]
Muchos de estos emisores en primera persona emplean el singular: “¡Ya soy agricultor!”;[7] “Denuncio a Vuestra Majestad […]”;[8] “Me acuso Padre de que el otro día […]”;[9] “[…] tomé algunas precauciones”.[10] Sin embargo, no es infrecuente que prefieran el plural: “Somos más o menos treinta mil”;[11] “[…] ponga atención a nuestras rústicas palabras […]”;[12] “[…] estamos ahora en un ambiente de verbena”.[13] Incluso, saltan del singular al plural o al revés: “[…] en tiempos de la refulufia fuimos la capital del Estado […]. Quisiera no acordarme”;[14] “Dejamos lo del curato por la paz y resucitamos el pleito en 1909. […] la ocurrencia fue del señor cura, pero yo creo que fue más bien de Señor San José”.[15]
En La feria hay, asimismo, emisores en tercera persona. A diferencia de los emisores-personajes, no participan de ninguna manera en la vida de Zapotlán. No ocupan, de hecho, ningún lugar en el mundo enunciado, pero (por ars poetica) lo conocen y, desde esa dimensión meramente enunciativa, hablan de él. El emisor en tercera persona del fragmento 64 es omnisciente; ajeno a Zapotlán, conoce hasta el pensamiento de sus pobladores: “El cortejo se detuvo un momento frente a la tienda […]. Los que llevan el ataúd son de baja estatura […]. Don Fidencio se imaginó la cabeza del licenciado allí tan cerca de la suya y le dieron ganas de hablarle al oído, lástima que ya estuviera muerto… ‘Licenciado, Licenciado, la letra de cambio ¿de veras se le perdió? Si la letra no aparece ¿qué será bueno hacer? ¿Se lo digo a su hermano, o me quedo callado?’”.[16] Emisores como los de los fragmentos 14, 109 y 127 también son omniscientes.
Entre los emisores en tercera persona hay al menos un narrador con, categoría con la que se designa al enunciante que, sin contarse entre los personajes, adopta la posición de uno a varios de ellos para contar. El narrador de “Pitirre en el jardín”, relato brevísimo que constituye el fragmento 200 y que ha sido escrito por el niño en confesión, se mantiene pegado a la figura, los deseos y las ideas de Pitirre, el protagonista. A diferencia de los omniscientes, este narrador no tiene otro saber ni otra perspectiva que los del personaje.
Muchos de los emisores se dirigen a un tú o un usted explícito. A veces, este tú o usted es a todas vistas otro personaje, es decir un habitante más de Zapotlán o un forastero: Vuestra Majestad, el sacerdote que oye al niño en confesión, el hombre que aboga por los indios tlayacanques en el fragmento 51 o don Federico. Pero en otras ocasiones, los emisores le hablan a ciertos visitantes, gente que evidentemente no es parte de la población ni interviene en su vida más que como testigo de lo que escucha y observa: “—Este pueblo, ahí donde usted lo ve, con todas sus calles empedradas, es la segunda ciudad de Jalisco […]”;[17] “—Cuando el tren acaba de subir la Cuesta de Sayula, un viento fresco y ligero llena los vagones. […] Miren, respiren, éste es el viento que les digo…”;[18] “—¿Saben qué es en realidad lo que viene a ver todo ese gentío a la feria de Zapotlán? Pues eso que están viendo ustedes ahorita, el Desfile de los Carros Alegóricos […]”.[19] Si bien estas enunciaciones se deben en realidad a una primera persona, aunque exista en ellas “[…] un narrador que se identifica gramaticalmente con un yo y que es uno de los personajes”[20] (como existe, por lo demás, en los textos en tercera persona), el empleo recurrente del tú o el usted establece una clara semejanza con la narración en segunda persona.
Es verdad, asimismo, que el tú o el usted al que se dirige ese yo se convierte, de algún modo, en un personaje más. La oralidad, el modo imperativo y otros rasgos sintácticos implican que ese tú está ahí, con el emisor y ocupa el espacio y el tiempo de Zapotlán. Sin embargo, su presencia es tan discreta, su actividad tan ceñida –ver y escuchar solamente– y su materialidad tan escasa, que carece de identidad. Es como la cámara de una película. Una posición nada más o, si se prefiere, un punto de vista, listo para ser asumido por el lector para que lo rebose con su propia identidad.
Gracias a este mecanismo, La feria absorbe al lector, lo fuerza a abandonar ese espacio plasmático, ni real ni literario, donde suelen situarlo tantas obras a la vez envolventes y aislantes, para que, entonces sí, participe de lleno en la vida de Zapotlán, la experimente desde dentro. Y una vez que está ahí, una vez que se ha mezclado entre los zapotlanenses, que va y viene de una plaza a otra, de un racimo humano al siguiente, esas otras alocuciones, las que parecen tener por destinatarios a ciertos pobladores cuyas identidades, no son seguras gracias a la estructura fragmentaria de la novela, bien podrían implicarlo también a él, al lector. Los zapotlanenses, en pocas palabras, nos hablan a nosotros mismos.
Espacio
Hemos dicho que en La feria coexisten dos planos espaciales. Un plano, el más evidente, comprende los lugares a los que se refieren los emisores, equivalentes a la dimensión espacial de cualquier novela tradicional. La mayoría de estos sitios, donde ocurre lo enunciado, forman parte de Zapotlán y sus alrededores: las calles empedradas por donde avanza el cortejo fúnebre del Licenciado, la imprenta, los portales, la parroquia y su atrio, la plaza con su kiosco, la casa de Hojarascas, la de María la Matraca y la cantina, pero también las tierras del zapatero vuelto agricultor, la Cuesta de Sayula, la vía del ferrocarril y el cerro al que sube el cura, entre muchos otros. Unos cuantos sitios más son ajenos al microuniverso de Zapotlán: la Ciudad de México, apenas sugerida, a donde va Juan Tepano a demandar justicia; Judea, tierra de José; Colima; Guadalajara.
El otro plano son los espacios de la enunciación, aquellos donde los zapotlanenses y demás emisores hablan y escriben. Estos lugares conforman el segundo plano espacial. Es verdad que la mayoría está también en Zapotlán, que casi todo ocurre dentro de los linderos de esta población y sus alrededores, pero conviene distinguir entre unos y otros porque, a diferencia de la narrativa común, donde el acto de enunciación y sus condiciones espaciales y temporales son tan sólo una membrana traslúcida para entrar en el mundo relatado y no dejarlo sino hasta el fin de la obra, en La feria la enunciación es la acción predominante y, por lo tanto, el espacio donde ocurre, junto con el resto de sus circunstancias, cobra una particular relevancia.
Este desdoblamiento de las piezas de La feria en dos planos tal vez no es evidente en los primeros fragmentos, pero cuando la novela gana impulso y la variada actividad lingüística llama al fin la atención sobre sí misma, la dualidad también se pone de manifiesto. En el fragmento 49, por ejemplo, un médico relata cómo va a Pueblo Nuevo a visitar a un enfermo. El espacio enunciado es el cuarto del paciente, lleno de imágenes, décimas y vivas. El de la enunciación, alguna plaza, calle o recinto de Zapotlán. La yuxtaposición de los planos espaciales es evidente en las siguientes palabras: “Ya cuando iba a venirme, me llamó la atención una tarjeta postal […]”.[21] En el fragmento 218, Félix Mejía Garay se presenta como miembro de la Comunidad Indígena de Zapotlán el Grande y declara: “[…] en los últimos días del presente mes fuimos a Guadalajara al Departamento Agrario con el asunto del expediente [relativo a la disputa por las tierras], y allá nos encontramos con los señores […]”.[22] Desde su pueblo, Zapotlán, relata lo sucedido en Guadalajara.
La visibilidad de estos dos planos no significa, por supuesto, que ambos tengan siempre el mismo peso. A veces, el plano de la enunciación y el espacio donde ésta se realiza son imperceptibles o, cuando menos, inidentificables. Esto es cierto sobre todo en los textos en tercera persona: “Cuando ya don Fidencio cerraba su tienda, entró una mujer que se puso a examinar detenidamente las velas de cera”.[23] El lugar enunciado –la tienda– es evidente; no así el de la enunciación. A veces, en cambio, éste es mucho más notorio: “—Me acuso Padre de que escribí un cuento. / —¿De qué se trata? / —No. Aquí está. Se lo dejo. Mañana vengo otra vez a confesarme”.[24] Más que el sitio donde el niño escribe, vemos el recinto aislado donde habla con el cura.
Tiempo
¿Desde qué tiempo hablan las voces de La feria? La mayoría de ellas habla no desde el mismo momento, por supuesto, pero sí desde un arco temporal compartido: aquel que corre de mayo o junio a octubre de un año de mediados del siglo xx. Algunas, sin embargo, están situadas lejos: en el siglo i, en el Virreinato, en el siglo xix y en ciertas fechas del siglo xx anteriores a ese arco. Recordemos que estos tiempos son los de la enunciación: todas las voces, por ende, se expresan desde el ahora, desde sus respectivos ahoras –otra cosa es que al hablar se refieran con frecuencia al pasado–. Tanto el rey Carlos ii (1661-1700) como el Coyón conjugan en presente: “Quiero que deis satisfacción a mí y al mundo […]”;[25] “—Con daga le puedo errar al jijazo, por algo son pandas”.[26]
Las voces de La feria hablan desde diferentes presentes, pero ¿de qué tiempos hablan, a qué tiempos se refieren? Se refieren, mayormente, al pasado cercano y al mismo presente, es decir a sus propios tiempos (que son los que más importan, al menos desde el punto de vista práctico): “Acabo de comprar una parcela […]”;[27] “...Don Fulano tiene muchas tierras […]”;[28] “—Me acuso padre de que leí dos libros”;[29] “Hoy, primer domingo de octubre, fue el Reparto de Décimas […]”;[30] “El dinero se ha reunido y sigue reuniéndose […]”;[31] “—Ya estoy metido aquí […]”;[32] “Pasen a tomar atole […]”.[33]
Algunos emisores, sin embargo, se remontan años e incluso siglos: “Somos treinta mil desde siempre. Desde que Fray Juan de Padilla vino a enseñarnos el catecismo […]”;[34] “Carrancistas y villistas nos traían a salto de mata […]”;[35] “Un arriero enfermo pidió posada en la Cofradía del Rosario el año de Gracia de 1745”:[36] “En 1869 algunos obispos pidieron […]”;[37] “Zapotlán y Sayula no se llevan muy bien, desde que tuvieron un pleito de aguas en 1542”;[38] “Esta vara […] es la misma […] que recibió Agustín Hernández […] en 1583 […]”.[39]
En La feria son patentes dos tiempos diferentes, el de la enunciación y el de lo enunciado. Cada una de las voces de los fragmentos 1 al 5 explicita el presente desde el que está hablando: “Somos más o menos treinta mil”;[40] “Vuestra Excelencia como superior y mediador, ponga atención a nuestras rústicas palabras […]”;[41] “¡Ya soy agricultor!”;[42] “Denuncio a Vuestra Majestad […]”;[43] “Este pueblo, aquí donde usted lo ve […]”.[44] Y en cada uno de ellos, salvo en el segundo, otro tiempo, el de lo relatado, se añade a ese presente, aparece como un nivel temporal adicional: “Desde que Fray Juan de Padilla vino a enseñarnos […]”;[45] “Acabo de comprar una parcela de cincuenta y cuatro hectáreas […]”;[46] “[…] y en tiempos de la refulufia fuimos la capital […]”.[47] Esta forma de introducir otros tiempos (los de la Conquista o la Revolución, por ejemplo) niega de alguna manera su condición de cosa consumada, les resta pretérito y los acarrea al presente. Las piezas de otros tiempos participan además en el juego vivo de la fragmentación y la intertextualidad, se entremezclan con las de la mitad del siglo xx y dialogan con ellas en términos de igualdad. Todo esto termina por equipararlas y producir un mosaico de tiempos (siglos, años, instantes) simultáneos. El Zapotlán de La feria es el de todos los tiempos, es la presencia indistinta del hoy y de la historia.
Acción
¿Qué ocurre en cada uno de los niveles de La feria? En el nivel interno, el de lo enunciado, predominan dos historias: la de la lucha por la posesión de la tierra y la de la organización de las fiestas de octubre. La historia de las tierras arranca de inmediato. El emisor del fragmento 1 es el más viejo de los tlayacanques o jefes de la comunidad india de Zapotlán: Juan Tepano. Dice que los naturales son treinta mil desde siempre, refiere los infortunios de dos predicadores y denuncia, sin más, que antes la tierra era de ellos, los indígenas. Sus intervenciones y las de otros indios y habitantes de Zapotlán a lo largo del libro constituyen el relato de una tentativa más de recobrarla. Acuden para ello a la autoridad civil, cuentan con el apoyo de algunos religiosos, siguen juicios costosos e interminables. Del otro lado están quienes de facto poseen la tierra, la “gente de razón” a la que se refiere Juan Tepano. ¿Quiénes son? Los españoles llegados con la Conquista, los criollos, sus herederos –a veces gente abusiva, a veces agricultores o inversionistas que de buena fe compraron terrenos cuyos papeles, sólo en apariencia, se encontraban en orden– con ellos están también, por diversas razones, algunos gobernantes y religiosos.
La historia, por supuesto, es tan vieja como Zapotlán el Grande. Los fragmentos antiguos –los que presentan o simulan bandos, edictos, relaciones, cartas del monarca español y del virrey a las autoridades locales y de regreso, la mayoría de ellos relativos a la tenencia de la tierra y el trato a los “súbditos”– sirven justamente para indicar que se trata de un problema centenario. El desenlace de la novela, según el cual se mantiene el statu quo, indica, a su vez, que el problema continuará. El tratamiento cíclico del relato, que comienza con la siembra y termina con la cosecha y las fiestas de octubre, muestra, pues, un proceso que sabemos periódico y deja incluso la sensación de que el problema es perpetuo, que renacerá en abril sólo para declinar en invierno, que despuntará, ascenderá y se pondrá como el sol.
Esta historia se entrelaza estrechamente con la de las fiestas de octubre. Tras la muerte súbita del licenciado, hombre rico de Zapotlán encargado de recaudar los fondos para la feria, el cura, a falta de voluntarios, decide que la Función la van a hacer entre todos: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; ahora todos somos mayordomos”.[48] Muy pronto se rumora que el cura, en asociación con los jefes de los tlayacanques, está disponiendo de los recursos recaudados “para otros fines muy distintos a los festejos religiosos […], como son los de contribuir a los gastos del pleito que los naturales de aquí siguen en contra de los señores hacendados”.[49] El cura, además, resuelve que el remanente de los festejos profanos no se destinará a las obras del seminario, como lo había prometido el antiguo comité. La reacción no se deja esperar. A instancias de un jesuita avecindado en Zapotlán y que informa de todo a su provincial, se pacta a nivel cupular y el cura insurrecto es sustituido por un religioso a modo, que habrá de velar por el interés de las clases altas y, por supuesto, de las jerarquías políticas y eclesiales. Cuando llega al fin la feria, la marginación de las clases bajas y, en particular, de los indígenas, se pone de manifiesto. A los tlayacanques se les impide el ingreso a la ceremonia de coronación del Señor San José, un acto por lo demás oneroso y ofensivo; si al final pueden entrar, sólo para ocupar sitios secundarios, es porque uno de los organizadores, rara avis, interviene a favor de ellos. El dinero, por supuesto, no se aplica en ninguna de las causas indígenas. Es pólvora que se gasta en infiernitos, en pompas religiosas y, claro está, en el seminario. En una escena clave de La feria, la de los carros alegóricos, vemos a los tlayacanques transportando el Trono de Señor San José,
la única anda que todavía se lleva en hombros. […] Asómense abajo. ¿Qué es lo que ven? Sí, son ellos, los miembros de la comunidad […] que han alcanzado el honor de cargar con el santo y con su gloria. Son cien o doscientos aplastados bajo el peso de tantas galas, cien o doscientos agachados que pujan por debajo, atenuando con la cobija sobre el hombro los filos de la madera, y que circulan en la sombra sus botellas de tequila para darse ánimos y fuerzas.[50]
En torno a estas dos historias centrales entrelazadas, se cruzan otras muchas, tal como quedó dicho al comienzo de este artículo: la del comerciante que incursiona en la agricultura; la del triángulo amoroso de don Salva, Chayo y Odilón; la del Coyón, etcétera. En el nivel externo, el de la enunciación, la acción es precisamente ésa y sólo ésa: enunciar, decir, escribir. La feria es, ante todo, un desfile de voces que relatan, exponen, rememoran, conversan, denuncian, interpelan, describen, estipulan, cuentan, aseveran, niegan… Recorrer la novela, ir de un fragmento a otro, es ir de un acto de la palabra al siguiente.
La feria es una obra que divierte, que entretiene de un modo ligero, juguetón y placentero porque está cargada de humor. Raras son las páginas donde este recurso no aparece en alguna de sus múltiples formas. Como señala Martha Elena Munguía, en la novela encontramos una “[…] increíble variedad de tonos de la risa artística”.[51] En La feria, el humor ocupa tres planos distintos: plano de los personajes, plano de los emisores en tercera persona y plano discursivo.
Plano de los personajes
La mayoría de los hechos cómicos de La feria ocurren en Zapotlán y sus alrededores. Dicho de otra manera, son parte de la actividad de los personajes, de la vida diaria de don Salva, Chayo, Odilón, el zapatero, el cura. El humor, en este plano, sucede al margen de los emisores en tercera persona y del narrador, que tienen, como veremos, sus propios ámbitos humorísticos.
En general, el humor puede ser verbal y no verbal. El no verbal es la clase de humor que en inglés se denomina situational, término cuya traducción literal, por más que suene a anglicismo, es precisa. Lo cómico en este caso resulta del modo en que un “conjunto de factores o circunstancias […] afectan a alguien o algo en un determinado momento”.[52] Dicho de otro modo: resulta de una situación. En La feria, se manifiesta así:
[…] un arriero que traía unos burros de vacío ha sido demandado por don Tonino a causa de daños en propiedad ajena. Estamos en mayo, y uno de estos serviciales animalitos se echó bruscamente en pos de una hembra que se le fue corriendo, esquiva como todas. Y allí va el burro desbocado y loco tras ella. Corrieron como dos cuadras, y nada se les ocurrió mejor que meterse en la tienda. Durante la trifulca rompieron la olla del tepache y algunos otros enseres que don Tonino estima en dieciocho pesos. El arriero no los quiere pagar alegando que ésos son “accidentes de la naturaleza…”.[53]
Lo cómico del pasaje no radica en el lenguaje, aunque transita por él, sino en el suceso mismo. La escena del burro ardiente que, desviado de su labor, persigue afanosamente a una hembra ocurre físicamente, no es un juego de palabras –como sí lo es, por ejemplo, que se diga refulufia en lugar de revolución–, sino un hecho material. ¿Por qué es cómico? Arthur Koestler señala que el humor implica la “[…] percepción de una situación en dos marcos de referencia […] consistentes en sí mismos pero mutuamente incompatibles”.[54] Y lo ilustra con estas líneas de un filme francés:
—Señor, quisiera pedirle la mano de su hija.
—Por qué no. Ya ha tenido lo demás.
“[…] la ‘mano’ de la hija –explica Koestler– es percibida primero dentro de un marco de referencia metafórico, luego en uno literal, corporal.”[55] Éste es “un aspecto del humor: su estructura lógica”.[56] El otro es la “dinámica emocional que infunde vida en esa estructura y hace que una persona se carcajee, ría o sonría”.[57] Para Koestler, como para la mayoría de los pensadores que han estudiado el tema, la risa es un reflejo cuya “[…] única función parece ser la de liberar tensión”.[58]
En síntesis: […] “la ‘bisociación’ de una situación o idea compuesta de dos contextos mutuamente incompatibles en la mente de una persona y la consiguiente transferencia abrupta de su línea de pensamiento de un contexto a otro pone fin de pronto a sus ‘tensas expectativas’; la emoción acumulada, desprovista de su objeto, se queda volando en el aire y es descargada en forma de risa”.[59] Una de las bisociaciones comunes que Koestler comenta es la del híbrido persona-animal: bestias que adquieren atributos humanos, hombres o mujeres con rasgos porcinos, caninos… La anécdota del burro de La feria cae en esta categoría. El jumento se mueve entre la civilidad, la sumisión laboral y el instinto básico desenfrenado. Causante, tal vez ahora ya contrito, de daños en propiedad ajena, es punto menos que una persona ficta. Es también, simplemente, un “servicial animalito”. Pero esta identidad de repente desemboca en otra inesperada: la del burro hipersexuado, en franca persecución. Por un lado, el individuo domesticado, manso. Por el otro, el cuadrúpedo enajenado que se mete hasta la cocina en pos de una hembra. Los marcos de referencia mutuamente incompatibles son claros: circunspección vs. naturaleza.
Hay muchos otros casos de humor situacional en este nivel: Pedazo de Hombre, el fontanero, larga la pata de palo y se va “[…] con los pantalones en la mano brincando bardas de corral con una sola pierna […]”[60] cuando aparece el marido de su amante ocasional; el mayordomo a cargo de la feria, que aprovecha la gracia de San José para entrarle a la lotería, se queda con todo el premio cuando gana, salvo una pequeña parte; don Faustino, en la parroquia, rompe con Señor San José a gritos y le espeta que ya no cree en él porque lo desamparó durante una infeliz odisea náutica por América del Sur, etcétera. Normalidad-deformidad, afirmación-negación de los poderes divinos…: los binomios que dan lugar al humor situacional en este nivel son también numerosos.
No obstante, la forma del humor más común en el plano de los personajes es la verbal. Puede ser tan básica como un juego de sonidos y tan compleja como un relato cómico. Va desde el efecto fácil de términos como el citado refulufia y frases como “Tenderete el petatete […]”[61] hasta el cuento malicioso de “Pitirre en el jardín”,[62] un ejemplo refinado de “humor sostenido”.[63] Entre un extremo y otro hay juegos de ideas, apodos, refranes, agudezas, versos cómicos, ironías, dobles sentidos, caricaturas y ridiculizaciones, entre otras especies. El indio Juan Tepano divierte con el lenguaje cuando inaugura La feria y marca así la pauta: “Somos más o menos treinta mil. Unos dicen que más, otros que menos. Somos treinta mil desde siempre”.[64] Mientras que en la primera oración los vocablos más y menos, atados por la conjunción disyuntiva o, forman una locución que significa ‘de manera aproximada’, en la segunda adquieren sus sentidos ordinarios, de adverbios comparativos. El lector, que acababa de aceptar los términos de un contrato semántico, tiene de repente que suscribir otros, ligeramente distintos. El más y el menos, de pronto, ya no sólo quieren decir ‘cerca de’; también indican un grado superior y un grado inferior, respectivamente, de treinta mil. La tercera sentencia es otra desviación. Del equívoco censal pasamos de pronto a la contundencia: “Somos treinta mil desde siempre”.
Otros botones de muestra: el niño en confesión, que dice que hizo la primera comunión dos veces; Juan Tepano, nuevamente, que después de la demanda legal ante la Junta Repartidora, sintetiza: “[…] y para qué más que la verdad, nos dieron la razón, pero no la tierra”;[65] el emisor del fragmento 50, que explica así el problema de la tenencia del suelo: “El Rey de España mandó dividir todo esto en cinco comunidades indígenas, cada una con su tlayacanque, y los frailes las convirtieron en Cofradías, cada una con su santo y su capillita. Y a la hora que se vino la Reforma, en vez de que las capillas fueran de las tierras, resultó que las tierras eran de las capillas, y por lo tanto, del clero”.[66] No muy lejos del juego de ideas están las ocurrencias o ingenios. El fragmento 124, un collage de locuciones relativas a la recién creada zona de tolerancia, reúne varios:
—Con tal de que no tengan que cambiar todo el pueblo para allá, a la orilla de la laguna…
—Ahora, todo aquel que vaya por allí ya sabe a lo que va. Antes uno podía caer en la tentación, anduviera donde anduviera…
[…]
—Miren, ya estuvo de plática. Mejor vámonos de una vez, todos en bola, a las colmenas de doña María la Matraca. ¡Ella es la reina y yo soy el zángano padre![67]
Mediante el lenguaje también los zapotlanenses ridiculizan. Don Federico se burla de don Cuco cuando pasa el cortejo fúnebre del Licenciado frente a la tienda donde están bebiendo. Don Cuco, se dice, es el hombre más gordo de la ciudad. “‘Un día de éstos –le ha advertido el doctor– nos va usted a sacar un buen susto […]’”.[68] Luego de mirar el féretro camino al cementerio, se queda “viendo sin ver” y se da unas palmaditas en la panza. Don Federico no deja pasar la oportunidad: “No se apure, don Cuco, ya le haremos a usted su cajón a la medida, con media docena de tablones”.[69] En los sermones de don Isaías hay parodia (v. gr. 124). En los fragmentos 58 y 248, dobles sentidos, una forma del humor más bien simplona: “Soy herrero y me gusta golpear el fierro dulce […]”.[70] En estas líneas, ironía: “¡Ah, qué mi Marqués tan elegante…!”;[71] “Don Alfonso ha tenido otra de esas buenas ideas […]”;[72] “Yo vi a una pobre mujer que se puso a llorar adivinando dónde había quedado la bolita…”.[73]
Una última categoría: las expresiones, los dichos o refranes, las adivinanzas, las estrofas de canciones y los versos cómicos. Todas son combinaciones fijas de palabras que, por sí solas o aunadas a un sintagma vecino, efectúan alguna de las variantes del humor arriba mencionadas, con el valor agregado, a veces, de la métrica y la rima.
Plano de los emisores en tercera persona
El humor en este nivel corre a cargo casi siempre de uno o varios narradores omniscientes. Este narrador observa dos conductas distintas respecto de lo cómico: la mayoría de las veces, se limita a presentar de una forma más bien neutra pero eficaz hechos de suyo risibles, trátese de una situación o de las palabras y las ideas de los personajes, citándolos textualmente o parafraseándolos. No es del todo inocente: a sus palabras se debe el efecto cómico, pero el meollo hilarante está en los personajes y sus actos. En el fragmento 64, don Fidencio se apresura a relevar a uno de los hombres que cargan con la caja fúnebre del Licenciado. Además de responder a un llamado ofensivo (“Aquí hace falta un chaparrito”), lo hace de un modo indigno, pegando la carrerilla. Es fácil imaginarse al hombre apocado, de baja estatura, apresurándose sin ceremonia alguna hasta el cortejo. El contraste entre su talle y el de los demás hombres, remarcado por la inclinación del féretro, lo disminuye aún más. El Licenciado tampoco sale bien librado. Casi vemos cómo le cae la cabeza hacia el ángulo vencido del ataúd, sólo para encontrarse, ahí cerquita, los labios y las palabras nerviosas del cerero, que le hablan y le preguntan, en plena marcha luctuosa, sobre una letra de cambio. Muerto nominalmente, el Licenciado mantiene –gracias al trato que le dan el narrador y los personajes– atributos de hombre vivo, lo que facilita y potencia el escarnio. Todo se articula para producir una escena ridícula y divertida. El emisor no hace más que presentarla.
En otras partes, en cambio, el rol humorístico del narrador omnisciente es más activo. En ese coro a cien voces que es la pieza dedicada al temblor, un narrador omnisciente juega con las palabras: “[…] las olas de la laguna, unas vienen y otras van […]”;[74] y otro narrador, o el mismo, recurre al híbrido persona-animal para hacer referencia a la reacción de una mujer: “La recién parida que estaba sola en su cuarto se levantó como vaca degollada con su hijo en brazos”.[75] Lo mismo sucede algunos fragmentos más adelante como parte del relato del triángulo amoroso que incluye a Chayo y Odilón: “Allí está otra vez don Salva caído en el insomnio, como sapo en lo profundo de un pozo […]”.[76] Sin el símil y la consecuente caricaturización, el cuadro, que en realidad sólo muestra a un don Salva desvelado, no tendría mayor gracia.
Plano discursivo
En La feria hay ciertos hechos cómicos que no pueden atribuirse ni a los personajes ni a los narradores, sino a un autor implícito. Donde más fácilmente puede reconocerse es en la elección de los textos, en su segmentación y en la organización de las 288 piezas resultantes, es decir, en la composición polifónica de la obra. Esta articulación entre fragmentos diferentes equivale a una suerte de contrapunto, a una mezcla de voces que al mismo tiempo armonizan y contrastan, a la yuxtaposición de líneas discursivas concordantes y a la vez discordantes. La concordancia casi siempre es temática: dos fragmentos, por ejemplo, que tienen que ver con el problema de las tierras; pero puede ser también dialógica, una voz responde a otra que, en realidad, no está ahí, sino en el ámbito del fragmento precedente; de parentesco, entre uno y otro emisor hay lazos familiares; gramatical, las palabras finales de un fragmento se ligan bien, desde el punto de vista sintáctico, con las que abren el siguiente, etcétera. La discordancia puede ser entre espacios físicos, tiempos, emisores, temas, personas gramaticales, sin descartar por supuesto las categorías mencionadas arriba.
Así, entre los fragmentos hay un grado de concordancia y un grado de discrepancia. Cuando ambos son suficientemente altos, ocurre el humor. La alta concordancia permite que hablemos de una sola situación o idea; la alta discordancia, de la bisociación de esa situación o idea; y de la transferencia abrupta de la línea de pensamiento del lector de un contexto a otro. Los fragmentos 24 y 25 ofrecen un buen ejemplo. El primero es un extracto de la Historia de José el carpintero. Del siglo iv o v, este texto popular entre los cristianos coptos, que profesaban un culto importante al padre putativo de Jesús, forma parte del cuerpo general de los evangelios apócrifos y, en particular, de los de la infancia. El tono de la narración, en primera persona (es el propio Cristo el que habla), es serio, justo, solemne, de previsibles resonancias bíblicas. Presenta al personaje con gran poder de síntesis: “Había un hombre llamado José, oriundo de Belén, esa villa judía que es la ciudad del rey David. Estaba muy impuesto en la sabiduría y en su oficio de carpintero. Este hombre, José, se unió en santo matrimonio a una mujer que le dio hijos e hijas […]”.[77] De ahí, viñeta de por medio, La feria salta a una pieza en la que el propio José repasa la historia de su culto en la liturgia cristiana. “[…] mi verdadera exaltación ritual data apenas del siglo pasado. Fíjense ustedes. En 1869 algunos obispos y fieles pidieron que se incluyera mi nombre en el Ordo misae […]”.[78] El hecho mismo de que el personaje hable así es simpático. Su estilo irreverente, coloquial y entusiasta contrasta con la gravedad que las figuras sagradas de la fe católica imponen entre sus fieles e incluso entre no creyentes, merced a una figuración estética y ritual madurada en el vino de los siglos. He aquí que un santo mayor se sienta, horchata en mano, bajo un laurel de alameda, a platicar de los rumbos que ha seguido su adoración. De pronto, el lector percibe a Señor San José en dos marcos conceptuales mutuamente incompatibles. Privadas de su objeto, sus expectativas se liberan en forma de risa. Pero el efecto es mayor porque venimos apenas de un fragmento en el que esa severidad bíblica ha sido reforzada. El humor está en la pieza en la que José habla, pero también en el juego entre ambos fragmentos.
Una forma más sutil del humor de collage es el uso de extractos de otras obras. La feria toma prestados pedazos de epístolas, décimas, canciones, evangelios y demás textos ajenos. También echa mano de la obra del propio Arreola; “[…] poseí a la huérfana […]” es la línea con que abre el “Monólogo del insumiso”, cuento de Confabulario. La polifonía y la calca no son por necesidad recursos divertidos. Pero metidos en zonas predominantemente lúdicas, estos préstamos adquieren tonalidades festivas. Divierten por esto y porque, provenientes de otras partes, verdaderos foráneos, rompen de cuando en cuando la secuencia de voces vernáculas, oriundas de La feria. En un composición donde la pluralidad se ha vuelto normal, son nota discordante. Así, en medio de las voces del zapatero agricultor y el cronista de Zapotlán, el médico y la mujer de Sebastián, el niño en confesión y el indio Juan Tepano, irrumpen como si nada las de un encomendero y la del virrey De Mendoza, voces, ambas, provenientes de otro siglo y otros sitios.
En el plano discursivo se debe incluir también otra forma del humor que no es interfragmentaria pero tiene por agente al autor implícito o real. Sirva para explicarla el relato fraccionado del integrante del ateneo. Prendado de Alejandrina, una poetisa que vende sus versos encuadernados y una crema para la piel de ciudad en ciudad y de casa en casa, el narrador cree que cuenta la historia de un amor ideal y que su relato evoca a una “auténtica musa”, una criatura sublime. Él mismo, sin embargo, proporciona elementos para una apreciación distinta, si no es que opuesta, de los hechos y la mujer. Consigna circunstancias y actos significativos pero –porque es candoroso, porque sufre el autoengaño propio del enamorado– no parece entenderlos. No llama su atención que la poetisa llegue “[…] bien munida de informes y referencias acerca de casi todos […]”[79] los miembros de la agrupación, una previsión que niega su supuesta espontaneidad. No concibe que los despliegues sensuales de la escritora, continuos y más bien burdos, puedan ser un recurso de seducción para vender: “Una fragancia intensa y turbadora, profundamente almizclada, invadió el aposento. Al respirarla, todos nos sentimos envueltos en una ola de simpatía”; “A media lectura, […] cuando el tono de los poemas ganaba en intimidad Alejandrina describe con precisión los encantos de su cuerpo desnudo […]”.[80] No encuentra contradicción entre el ideal erótico y poético que, a su entender, alcanza la forastera y su condición vulgar, entre lo supuestamente sublime y lo profano (cuando la encuentra, la desestima): “Desde hace varios años, Alejandrina esparce las flores de su jardín a lo largo del territorio nacional, patrocinada por una marca de automóviles. Vende además una crema para la cara […]”; “He logrado también superar por completo el desencanto que en un principio me produjo la actividad mercantil de Alejandrina”.[81] Dicho de otra manera: el emisor nos confía una experiencia íntima que, pese a su desenlace doloroso, ha tocado para él las esferas de lo exquisito y lo trascendental, y nos da al mismo tiempo las notaciones justas para entrever todo lo que hay de ridículo en ello y realizar, a discreción, una lectura irónica y mordaz de su drama. Un poblador semilúcido o naïve por cuenta doble: en su trato con la musa y, más tarde, en su trato con el lector. La superposición de estas dos ópticas es tan diestra y la ironía tan patente que no puede dejar de verse la intencionalidad. El zapatero agricultor es otro ejemplo claro de este tipo de emisor en primera persona naïve.
Un último elemento humorístico en este nivel: las viñetas. Van aquí porque no tienen cabida ni el plano de los zapotlanenses ni en el de los narradores en tercera persona: existen sólo en el plano discursivo. Las viñetas divierten gracias a la conjunción de diversos factores. Queden aquí registrados sólo tres. 1. Están inscritas en un marco lúdico, el de La feria. 2. Son menudas y simples, figuras elementales que plasman ideas básicas (tren, sol, lentes, carreta, trueno, papel picado, día/noche, estrella, rata…). Sin dejar de sugerir el oficio y la destreza de un artista formado (véase la cabeza de res del fragmento 12 o la veleta del 33), su factura es la de la artesanía modesta; hay algo pueril en ellas. Son, en suma, informales, despreocupadas, ligeras: no son serias. 3. Con frecuencia, representan visualmente el texto aledaño, pero con esa factura. Dicho de otra manera, caricaturizan textos. Si un fragmento es chusco, lo salpimientan. Si es serio, lo trivializan.
La respuesta que recibió La feria tras su publicación fue entusiasta. Entre finales de 1963, cuando empezó a circular, y diciembre de 1964, aparecieron al menos 25 textos valorativos –entre notas, reseñas y entrevistas– en los principales medios impresos nacionales: la “Revista Mexicana de Cultura”, suplemento de El Nacional; “La Cultura en México”, de Siempre!; “México en la Cultura”, de Novedades; “Diorama de la Cultura”, de Excélsior; “El Gallo Ilustrado”, de El Día; y Cuadernos Americanos, entre otros.
Para entonces, Juan José Arreola ya tenía un nombre hecho, gracias a Varia invención (1949) que, en palabras de Emmanuel Carballo “[...] lo situó como uno de los mejores cuentistas [...]”[82] de su época; a Confabulario (1952), que le dio “[...] un sitio aparte en nuestras letras”;[83] y finalmente a Bestiario (1959). Gozaba de la admiración y los méritos necesarios para llamar la atención sobre su nuevo libro. No sorprende, entonces, la amplitud de la reacción. La palestra estaba lista. Lo notable, más bien, es que los elogios fueran prácticamente unánimes. El mismo Carballo calificó La feria de “[…] armoniosa y bella, importante dentro de la obra de Arreola e importante, también, en el panorama de la novela que hoy se escribe en México”.[84] Mauricio de la Selva se refirió a ella como una “[…] novela original, sin par […]”.[85] Raúl Leiva dijo que “[…] el autor, nuevamente, muestra una prosa sabia, tersa, alimentada en los hondos veneros de lo auténticamente popular”.[86] Para Federico Álvarez, se trataba de una “[…] espléndida novela”. Todo en ella, añadía “[…] tiene una mágica vitalidad”.[87] Henrique González Casanova habló de “[…] una de las obras maestras de la nueva literatura mexicana”.[88] Angelina Muñiz-Huberman y Salvador Reyes Nevares, de una obra excelente.[89] A los textos críticos de estos escritores deben añadirse los de Ermilo Abreu Gómez, Rosario Castellanos, Manuel Durán y Luis Guillermo Piazza.
En marzo de 1964, pocos meses después de su publicación, La feria obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores. Integrado por Rodolfo Usigli, Octavio Paz y Francisco Zendejas, el jurado consideró que la novela había sido el mejor libro publicado durante el año anterior, junto con Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, con la que compartió el reconocimiento.
[…] la de Arreola –explicaron– es una obra de maestro y una crónica admirable de Zapotlán. Libro raro por su estructura, donde nadie y todos hablan; donde los hombres se confiesan sus sueños, sus fracasos y sus propósitos, buenos o malos. Libro que intenta apropiarse, para el uso de la novela mexicana, la semántica universal; pero que, en cierta forma, da un paso adelante respecto de las corrientes literarias en boga, especialmente en francés e inglés, haciendo de lo propiamente tradicional, en el cuerpo y el espíritu, una expresión donde lo popular se diluye a filtros estrechamente intelectuales. Libro de juego, casi de pasatiempos, pero que responde gravemente a su intención, a su explosión de feria pueblerina, radicalmente mexicana.[90]
Después de ese primer año, la atención que ha merecido esta novela en comparación con el resto del trabajo narrativo del autor ha sido menor. La frecuencia de aparición de textos sobre La feria disminuyó drásticamente. El Diccionario de escritores mexicanos registra al menos 15 con fechas de 1964; con fecha de 1965, sólo uno.[91] Esta escasez continuó en los años y las décadas siguientes: un material, ocasionalmente dos, cada año, según la misma fuente. La mayoría, artículos y notas publicados en medios no especializados. Lo común, que los autores recojan y presenten en palabras distintas conceptos preexistentes, abunden en referencias a otros libros del autor –sobre todo Confabulario, que es sin duda el más leído y estudiado– y repasen su siempre fascinante y redituable biografía. Algunos de esos trabajos, no obstante, contienen resoluciones perspicaces y originales que han contribuido a conformar el pensamiento crítico en torno a La feria: la idea, por ejemplo, de que Arreola “ha escrito una novela –que en ningún momento deja de serlo– sin abandonar los medios más eficaces del género cuentístico”,[92] de Federico Álvarez o la noción de que los personajes abrevan de la tradición picaresca hispanoamericana, de González Casanova,[93] por citar sólo dos. Mención aparte merecen en esta categoría algunos escritores y críticos contemporáneos –Orso Arreola, Adolfo Castañón, Christopher Domínguez Michael, Felipe Garrido, Hernán Lara Zavala, Jorge Arturo Ojeda, Julio Ortega, Vicente Preciado Zacarías, Saúl Yurkievich y Felipe Vázquez– quienes, a base de textos elocuentes e insistencia, han hecho mucho por mantener vivo el interés en La feria y defender su lugar en la literatura mexicana e incluso hispanoamericana.
En cuanto a la crítica especializada, La feria cuenta una tesis doctoral y siete artículos académicos; cuatro artículos más en los que se habla de ella como parte de disertaciones temáticas en torno a otras obras/autores; al menos tres tesis doctorales sobre el trabajo narrativo de Juan José Arreola, incluida la novela; una tesis doctoral de temática diversa que dedica una sección completa a esta. Asimismo, cuatro libros dedicados por completo a la figura y la obra de Arreola que abarcan, por supuesto, su novela; uno más que lo trata vis à vis Juan Rulfo y doce libros donde La feria recibe menciones valorativas.
Grosso modo, esta crítica señala el carácter fragmentario y polifónico de La feria recurriendo a conceptos como el de novela coral y collage; describe cómo las múltiples voces interactúan; atribuye a este diálogo la unidad de la novela; nombra a un metanarrador que organiza las piezas (D’Lugo, Poot, Pérez, Troncoso, Nélida, Byrd); pondera el carácter preponderantemente oral del libro (Poot, Ortega); analiza las categorías de tiempo y espacio (Merrell); discute si los narradores funcionan como entidades psicológicas individuales o como tipos, es decir ejemplos sociales característicos que cumplen el papel de mostrar lenguajes y actitudes variados (Perus). Dice que los personajes no se ajustan moralmente a un sistema maniqueo (Koch); distingue los elementos históricos y ficticios en la obra y explica su relación (Díaz-Guerra). Estudia el proceso de construcción de la memoria colectiva (García Meza); revisa los recursos humorísticos, paródicos e irónicos y aclara sus funciones en el texto (Munguía). Habla de la forma en que están organizadas las piezas (Tlachi); y cuestiona o matiza la catalogación de la obra desde la perspectiva del género literario (Ojeda, Pollastri).
La feria presenta tantas y tan diversas voces que, a final de cuentas, ninguna de ellas despunta. Podemos reconocerlas mientras estamos con ellas, mientras nos están hablando y cuando reaparecen, pero conforme avanzamos y se acumulan, pierden individualidad. A la larga lo que vemos, lo que en verdad sobresale, es la suma, el conjunto: Zapotlán como un sistema fragmentario de voces. Sin embargo, nada en La feria opaca esta emergencia de lo colectivo, esta formación del todo mediante la agregación y la disimulación de las múltiples partes. Incluso las voces más recurrentes remiten, puede que las recordemos, que vuelvan a la memoria el niño que se confiesa, Juan Tepano, el agricultor, el muchacho del diario, pero no permanecemos junto a ninguna de ellas; el movimiento persiste y al final la sensación es la de haber conocido no a tal o cual habitante, sino a la comunidad entera.
“La novela –señala Saúl Yurkievich– obra como personificación de conjunto que al incluir en su seno a cada personaje lo vuelve complementario partícipe de una realidad colectiva”. Juan José Arreola apunta “[…] al variado desfile, al muestrario que proyecte la supraindividualidad, la ciudad en acto”.[94] Y así como los zapotlanenses desfilan y se suceden hasta hacernos creer que miramos no las partes sino el todo, no al cerero y al indio y a don Silva y a la prostituta y al sacerdote sino a Zapotlán completo, así también a lo largo de La feria desfilan y se suceden las más diversas modalidades del lenguaje, a tal grado también que el lenguaje como tal, como sistema de signos y facultad, cobra protagonismo. “La versatilidad de las voces –dice Sara Poot-Herrera– pone en primer plano la importancia de la palabra”.[95] Arreola no se vale de un género literario o un sistema de representación del lenguaje solamente, ni siquiera de unos cuantos; se vale de las formas más plurales, trata de presentar la mayor diversidad posible, de manera que la secuencia de formas y su concurrencia definitiva sugiera la presencia del lenguaje en cuanto entidad.
En La feria aparecen las dos formas principales de la articulación: la oral y la escrita; numerosos géneros textuales (la carta, la descripción, el informe, etcétera); diversos géneros literarios (la novela, el cuento, el poema); y registros lingüísticos variados (formal, casual, íntimo, etcétera). Este despliegue de modalidades, casi un catálogo, convierte al lenguaje en protagonista. El desfile de especies de una misma clase termina por proponer la clase. Más aún, la encarna. El lenguaje en cuanto abstracción pero también en cuanto organismo está en La feria.
Este acto del lenguaje es, además, esencialmente festivo. La feria del título es, por supuesto, la narrada, la que se celebra en Zapotlán el Grande en honor a San José, con su aspecto solemne y su dimensión lúdica, pero es también la que encarna en la estructura de la obra, en su modo fragmentario, en su pluralidad, su alternancia, su alboroto. La dinámica narrativa de la novela entera reproduce la dinámica social de la feria narrada. Una multitud de voces se congregan, se mueven, se revuelven, se confunden, van y vienen, tropiezan, se confrontan, se alejan, tal como ocurre con los asistentes a una feria. Las voces y, con ellas, las formas del lenguaje, se comportan así. Su actividad asemeja la de un carnaval y es, por tanto, celebratoria. El título lo sugiere y el hecho narrativo lo confirma. El lenguaje está ahí y está en ánimo de fiesta.
Otro tanto vale, por supuesto, para el propio Zapotlán. La feria es en octubre, pero ¿qué no ha sido eso un jolgorio desde abril o mayo, una verbena constante? Puede que ellos, los zapotlanenses, no lo sepan, pero el lector lo vive justo así. Gente que dice, opina, disiente, se aparta, voces contrapunteadas que se burlan unas de otras, juegan, se ríen, se agolpan, se disgregan; un ánimo colectivo lúdico que termina por ahogar las cuitas individuales y de ciertos sectores o, al menos, a distraernos de ellas.
La feria es, por todo esto, una tragicomedia. El tema central de la obra es funesto –la opresión como un eterno retorno– pero sus dos objetos, Zapotlán y el lenguaje, se comportan de manera ligera. El relajo, el humor, el carnaval, el ánimo festivo se burlan de la muerte, la desgracia, la miseria: la relativizan, la distorsionan. Tal vez más que ninguno de sus contemporáneos nacionales, Juan José Arreola entendía que la vida en nuestro país es una máscara doble, una construcción bifronte, burlona y abatida a la vez. Trasladó ese saber a su novela, ejemplo espléndido de la contradictoria y compleja identidad mexicana.
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Arreola, uno de los mejores escritores de ficción breve de México, nos ofrece en La feria, un texto fenomenal que pertenece al género de los Apocalipsis de bolsillo. Sus páginas recogen fragmentos, textuales o deformados, de la más variada tradición oral y escrita, procedente sobre todo de Ezequiel y de Isaías, de los Apócrifos, del cartulario colonial y de los anales de un pueblo imaginado al sur de Jalisco. Se trata en realidad de puros recuerdos de infancia, de cosas leídas, vistas y oídas, puestas unas tras otra, al azar. La fidelidad a los giros populares y el realismo mágico de ciertos personajes son tal vez las mejores cualidades de este libro desordenado, múltiple y singular, breve y abundante.
Año tras año se celebra el día de san José, una feria en Zapotlán el Grande. La ciudad, entre urbana y rural, entre moderna y tradicional, bulle llena de vida. Por ella se mueven gentes de todo tipo y de todos los estratos sociales. Se pueden escuchar las voces de terratenientes, prostitutas, niños, abogados, indígenas, algún zapatero metido a campesino... Obra coral y caleidoscópica.
La feria es un lúdico y poético rompecabezas formado por una serie de fragmentos yuxtapuestos que sorprende y atrapa por su enorme habilidad estilística. Los habitantes de Zapotlán suben al escenario y, con un ritmo cadencioso, casi hipnótico, toman la palabra para explicarnos historias y anécdotas, para hacernos partícipes de sus preocupaciones y sus experiencias vitales.
Arreola, uno de los mejores escritores de ficción breve de México, nos ofrece en La feria, un texto fenomenal que pertenece al género de los Apocalipsis de bolsillo. Sus páginas recogen fragmentos, textuales o deformados, de la más variada tradición oral y escrita, procedente sobre todo de Ezequiel y de Isaías, de los Apócrifos, del cartulario colonial y de los anales de un pueblo imaginado al sur de Jalisco. Se trata en realidad de puros recuerdos de infancia, de cosas leídas, vistas y oídas, puestas unas tras otra, al azar. La fidelidad a los giros populares y el realismo mágico de ciertos personajes son tal vez las mejores cualidades de este libro desordenado, múltiple y singular, breve y abundante.