Paul Claudel (1868 – 1955) ha sido considerado por Gaetan Picon como uno de los cuatro grandes escritores franceses de la primera mitad del siglo, junto a Proust, Valéry y Gide. Sin embargo, la personalidad y la obra de Claudel han sido durante casi toda su vida centros de polémica violentísima. Su militancia católica exacerbada y retadora le granjearon sus primeros enfrentamientos, incluso con católicos como Bernanos y Mauriac. Él contestaba reprochándose “no ser bastante fanático y predicante”, resuelto siempre a “practicar la religión insolentemente”. Breton y los surrealistas lanzaron contra él los ataques más furibundos y Buñuel llegó a insultarlo en una de sus películas. Claudel no era mudo, y entraba gozoso en las polémicas blandiendo la cruz como un brillante panfletario del catolicismo. Fue contra los existencialistas un “engagé” de la acera de enfrente. Pero fue también un gran poeta y un extraordinario dramaturgo. En tanto que escritor se le ha enfrentado más de una vez con Valéry, Saint-John Perse, Aragon y Brecht. Es, en efecto, un escritor ajeno a las tendencias literarias dominantes. Influido de manera positiva, desde su juventud, por el verso de Rimbaud y, desde lejos, por el versículo bíblico y la prosodia de Esquilo, escribió sus grandes odas con una fuerza lírica extraordinaria. Picon ha señalado muy certeramente hasta qué punto la unidad prosódica de Claudel “coincide con la respiración de la vida: tan breve y tan larga como el aliento”. Es un verset “que puede incluir varias frases sin unidad métrica fija… Fundamentada la palabra en la unidad de la respiración, no hay diferencia esencial entre la poesía y la prosa”. De aquí la asombrosa energía que se desprende de muchos de estos versículos. No se extrañe el lector de las frecuentes libertades sintácticas: como han apuntado muchos críticos, Claudel se hizo de una gramática personal de la que surge una sonoridad que evoca liturgias católicas y paganas, envueltas en un extraño júbilo. Gide subrayó sus arrogancias y sus certidumbres. El arte las mezcla en estas odas admirables. Ahora que está a punto de abrirse el nuevo milenio, podríamos, con Claudel, decir: “¡Salud, aurora de este siglo que comienza!/Que otros te maldigan, pero yo te consagro sin pavor este canto…”