Celina o los gatos no es una serie de cuentos sino una sucesión de textos que guardan entre sí ciertas relaciones que se tejen por debajo de la trama visible y sustentan la forma, que es a la vez múltiple y unitaria. Temas, personajes y atmósfera no eluden la vecindad de cierto refinamiento que bordea los cursos, y que es característico de todo romanticismo. Hay un mundo cerrado y una vocación hacia la desolación y el aniquilamiento, que se manifiesta en la progresiva fragmentación y ordenamiento arbitrario del tiempo y del espacio. El lenguaje parece ser la última tabla de salvación accesible en ese naufragio y aun así su validez, como la eficacia de la memoria, se ponen en duda. Su vigencia estaría en una continuidad de las formas, hilo de Ariadna que asegura la voluntad de integrar algo en el laberinto de las voces, los diseños y los ritmos. Al final se recogen, se reincorporan, palabras, frases deliberadamente separadas de su contexto dentro del mismo libro y aun de otros textos de la propia autora y de diversas fuentes, contemporáneas o no. Es el espejo que refleja al espejo, prisma que fija las imágenes en un segundo nivel y que a la vez las desintegra y las dispersa, anticipándose a la labor corrosiva del tiempo y ligándolas con otras visiones, expuestas al mismo proceso.