El genio de Shakespeare (1564-1616) descansa sin duda en su extraordinaria capacidad para entender al ser humano en sus dudas, su dolor y su mal vivir, y en llevarlo, como solución última, con capacidad creativa inigualable, al campo pleno de la poesía, desde donde se levanta un mundo completo que encierra su verdad entre el silencio y asombro.
Entre sus tragedias, principalmente Hamlet, El rey Lear y Macbeth, la obra Otelo, representada por primera vez en 1604, es lo más refinado de su arte dramático. La obra se desarrolla en la Venecia del siglo XVI, con su exotismo nacido de las corrientes culturales de Oriente y Occidente, que se dan cita en esa ciudad, llamada la “joya del Adriático”. Pero además, esta “tragedia doméstica” o “de intriga” rebosa de una riqueza psicológica notable. Otelo, el moro de Venecia, tras los trabajos de la intriga y los celos, se transforma de un valiente militar enamorado, en un ser violento consumido por las sospechas que han estragado su buen juicio, no sin que ello contribuya al enigma de quién es realmente. El misterio rodea también la personalidad del traidor y desleal Yago, que para Coleridge es un resentido que busca un motivo para la maldad sin motivo. Artífice del mal, Yago parece construir el solo la trama de la obra, en la que interviene con la máscara del más refinado disimulo y cinismo. La trama, formada hábilmente por un tiempo largo y uno breve, permite a Shakespeare dar fuerza a las consecuencias de la intriga y, al mismo tiempo, realzar las sutilezas de los personajes. En resumen, el autor isabelino muestra en Otelo su singular talento para manejar, con riqueza y profundidad humanas, cada uno de los elementos estructurales del drama.