La tragedia de Antonio y Cleopatra de Shakespeare (1564-1616) es una obra de madurez; fue escrita en 1606 o 1607, poco después de que escribiera Macbeth. El tema tenía una larga tradición desde Plutarco, Virgilio y Horacio hasta Chaucer y varios dramaturgos contemporáneos de Shakespeare. No es de extrañar que, en este último, semejantes personajes adquiriesen una dimensión legendaria y una intensidad emocional excepcional. Desde luego, con ser una obra que originalmente carecía de divisiones en actos, comporta sin embargo una gran variedad de escenarios.
Este cosmopolitismo, que tiene como núcleo el mundo romano y que impregna la obra en su totalidad, impuso a Shakespeare ejercitar su empatía por todo aquello que sustenta la compleja tragedia de los legendarios amantes. Más allá del juicio moral de la antigüedad y de la cultura cristiana, el tratamiento shakesperiano parece glorificar este amor ilícito que conduce a ambos personajes al suicidio. Así, numerosos críticos cuestionan que los valores estéticos de esta obra descansen en el olvido de una ética ejemplar; más aún, Shakespeare magnifica en esta obra el papel de la pasión y sus virtudes de abnegación y lealtad, si bien más tarde Antonio acusará el olvido de sus deberes públicos pero sin perder nunca su nobleza humana. La doble tragedia de los protagonistas no carece de riqueza de detalles; la caída de los amantes es lenta y azarosa, la suerte final de ambos tiene consecuencias para sus pueblos, los dos son seres excepcionales en cuanto a su capacidad experimentar sentimientos radicales y espontáneos. Esto último contribuye, finalmente, a ciertas imágenes cósmicas o universales, que dan el tono a la obra y le otorgan una magnificencia poco común.