2000 / 26 mar 2019 10:51
Triunfante la república en 1867, después del dramático episodio del Cerro de las Campanas, se inició un vigoroso movimiento de renovación en las letras patrias, cuyo principal animador habría de ser Ignacio Manuel Altamirano.
El poeta Luis G. Ortiz, que se había distinguido por sus poesías eróticas firmadas algunas veces con el seudónimo de Heberto, tuvo la idea de agrupar a sus amigos para que escucharan y juzgaran una comedia escrita por el joven español Enrique de Olavarría y Ferrari, quien deseaba conocer a los autores y críticos mexicanos para poder así hablar de ellos en España. Ésta fue la primera de una serie de aproximadamente doce reuniones de las personalidades literarias más destacadas en la época que se efectuaron con gran entusiasmo. Nacidas sin premeditación, estas veladas literarias surgían del entusiasmo que animaba a los literatos para contribuir al progreso de la literatura nacional. A instancias de Altamirano, algunas de las composiciones poéticas presentadas en ellas se publicaron en cuadernos mensuales que aparecieron en 1867 y 1868.
El volumen formado por estas publicaciones tiene un prólogo anónimo, probablemente de Altamirano, en el que se recuerda el espíritu que reinó en las veladas literarias.[1] Aparecieron en estos cuadernos composiciones de Guillermo Prieto, Fidel (“El emigrado”, “Desconfianza y recuerdo”); Ignacio Manuel Altamirano (“El Atoyac”, “María”); Luis G. Ortiz (“El abandono”, “Una gota”, “Mi fuente” y “Su sombra y su voz”); Vicente Riva Palacio (“La siesta”); Enrique de Olavarría y Ferrari (“Una flor”); José Tomás de Cuéllar, Facundo (“La caridad, “El jugador”); Ignacio Ramírez, El Nigromante (“A la patria”); Manuel Peredo (“El fin de año”, “A Alarcón”); Juan de Clemente Zenea (“La Peregrinación”); Julián Montiel (“A...”, “A una violeta”, “A Luz”); Joaquín Téllez (“La cerveza”); Joaquín Villalobos (“Los dos mundos”, “Colón e Isabel”); Justo Sierra (“Dios”, “El canto de las hadas”); José Rosas Moreno (“¿En dónde está la dicha?”); Juan Pablo de los Ríos (“El hogar”); Timonel (“Anacreónticas”); Rafael González Páez (“En un álbum A...”, “Un canónigo a su sotana”); Agustín E. de B. y Caravantes (“Aspiración”). De Rafael Martínez de la Torre se publicó el discurso que pronunció en una de las veladas, en el que, dirigiéndose a los poetas, los exhortó en estos términos: “Poetas de mi patria, que las bendiciones del cielo sobre esta tierra la fecundicen por la obra de los hombres, a vosotros toca predicar la paz, con ella, vuestras páginas harían el libro de oro en la República.”[2]
Los años que siguieron al triunfo de la república pueden considerarse como una etapa de verdadero renacimiento de las letras nacionales. Se advirtió un inusitado deseo de colaboración de los partidos políticos cuyas luchas habían contribuido al estancamiento de las letras. En el prólogo al periódico El Renacimiento (México, 1869), escrito por Altamirano, se hace un llamado inteligente a los escritores de todos los partidos para que uniendo sus esfuerzos formaran un tronco frondoso de cuyas ramas salieran los frutos que honraran a la patria. El apóstol de esta empresa fue Altamirano, quien alzó su voz de paz para unir a los literatos en una admirable comprensión.
La doctrina nacionalista de Altamirano se haya expuesta en diversas obras del maestro, ya sean prólogos, artículos o comentarios. Particularmente interesantes son los estudios que publicó con los títulos: “Carta a una poetisa”, “De la poesía épica y de la poesía lírica”, y “Revista literaria de 1868”.[3] En esta última Altamirano hace un minucioso recorrido desde los días de oro de la Academia de Letrán y de sus miembros más destacados para avivar el momento que ahora nos ocupa, en los términos siguientes:
Lo repetimos: el movimiento literario es visible. Hace algunos meses todavía, la prensa no publicaba sino escritos políticos u obras literarias extranjeras. Hoy se están publicando a un tiempo varias novelas, poesías, folletines de literatura, artículos de costumbres y estudios históricos, todo obra de jóvenes mejicanos, impulsados por el entusiasmo que cunde más cada día. El público, cansado de las áridas discusiones de la política, recibe con placer estas publicaciones, las lee con avidez, las aplaude; y todo nos hace creer que dentro de poco, podrá la protección pública venir en auxilio de la literatura y recompensar los afanes de los literatos, no siendo ya este trabajo estéril y sin esperanza.[4]
Continúa hablando del campo virgen que tienen el novelista, el historiador y el poeta, para afirmar que éstos poseen la misma riqueza que el agricultor o el industrial. Recorre hábilmente la novelística mexicana del siglo xix y hace una apreciación de Lizardi, Payno, Fernando Orozco y Berra, Florencio M. del Castillo, Juan Díaz Covarrubias, José Rivera Río, Nicolás Pizarro Suárez, José María Ramírez, Juan Pablo de los Ríos, Juan A. Mateos, Vicente Riva Palacio; igualmente estudia a los poetas Chavero y Prieto, así como al crítico teatral Manuel Peredo y al cuentista José Tomás de Cuéllar. Refiriéndose ya concretamente a las veladas literarias nos habla de los diferentes géneros que cultivaron sus miembros afirmando que:
La reunión que asiste a las veladas literarias es el apostolado del porvenir. Allí se escucha el acento sublime de la oda, la voz vibrante del canto guerrero, las suspirantes notas de la trova amorosa, la voz risueña de la burla. Allí la sátira habla su lenguaje punzador y tremendo, la crítica analiza los monumentos literarios de las naciones extrañas, la novela y la leyenda arrebatan la imaginación.[5]
Esto contribuía al renacimiento en todos los aspectos de la literatura. El movimiento literario en México (México, 1868), obra debida al cubano Pedro Santacilia, secretario y yerno de Benito Juárez, mereció el elogio de la Academia de la Lengua Española por la exquisitez de su lenguaje. En el libro antes mencionado nos dice Santacilia que una vez que la confianza reinó en el país vino la prosperidad, traduciéndose desde luego en la fundación de veladas literarias, liceos de la misma naturaleza que los anteriores, academias industriales, empresas de ferrocarril, compañía de telégrafos, fábrica de gas y lonja mercantil.
El movimiento literario surgido de la simple lectura de la comedia Los misioneros de amor de Olavarría no fue sino el pretexto para que florecieron los poetas de la Academia de Letrán, de El Liceo Hidalgo y los jóvenes que habían permanecido mudos durante el lapso de las revoluciones.
Estas veladas, acogidas con tanto interés, sólo subsistieron seis meses. La ausencia de reglamento hacía que el trabajo realizado fuera espontáneo y solamente se obedeció el lema “Orden y cordialidad”. Este carácter de familiaridad que hubo en dichas veladas no volvió a reinar en asociación literaria alguna.
El objetivo principal de estas reuniones literarias fue buscar los medios adecuados para el progreso de la literatura nacional, abandonada durante algún tiempo en favor del periodismo de combate y las luchas fratricidas. Estas veladas llegaron a su fin cuando se celebraron en casas cuya opulencia lastimaba la modestia de algunos participantes, como las verificadas en las residencias de Riva Palacio, Martínez de la Torre o Schiaffino, reseñadas por Altamirano con riqueza de pormenores, en contraste con las sencillísimas casas que ocuparon Ignacio Ramírez y Alfredo Chavero, que también organizaron veladas literarias. Pero en nada afectó el lujo o la pobreza al deseo de perfección en los trabajos literarios que se venía persiguiendo desde los días de Letrán. Altamirano dijo que las reuniones se suspendieron a causa de las funciones de teatro y otras circunstancias puramente de actualidad. Enrique de Olavarría y Ferrari afirmó que terminaron éstas porque así lo quiso Altamirano con la aprobación de todos.
Esta clausura de las veladas literarias se debió posiblemente al derroche de lujo de las últimas reuniones, cosa que no iba de acuerdo con la pobreza de la nación y con la triste situación de las clases inferiores, las cuales padecían miseria y luto por los seres desaparecidos en la lucha. Y puesto que estas fiestas fueron organizadas por los integrantes del partido liberal triunfante tal vez Altamirano, al percatarse de esta anomalía, creyó conveniente suspender dichas veladas a pesar del bien que aportaron a la literatura.
Reseña histórica de las veladas literarias
Las veladas literarias no tuvieron fecha determinada de celebración. La reseña que sigue está apoyada en las noticias que proporcionan algunos artículos publicados en los diarios de la época, así como reseñas históricas de la literatura de esos años.
El orden aproximado en que se sucedieron las veladas fue el siguiente:
Velada Fecha de celebración En casa de
Primera entre el 20 y 30 de noviembre de 1867 Luis Gonzaga Ortiz
Segunda 4 o 6 de diciembre de 1867 Ignacio M. Altamirano
Tercera diciembre de 1867 Agustín Lozano
Cuarta 30 de diciembre de 1867 Luis Gonzaga Ortiz
Quinta 13 de enero de 1868 Manuel Payno
Sexta 20 de enero de 1868 Joaquín Alcalde
Séptima Vicente Riva Palacio
Octava 12 de febrero de 1868 Rafael Martínez de la Torre
Novena 7 de marzo de 1868 Alfredo Chavero y Juan A. Mateos
Décima 14 de marzo de 1868 Ignacio Ramírez y Agustín Siliceo
Undécima Domingo Schiaffino
Duodécima 25 de abril de 1868 Vicente Riva Palacio
Puede observarse que en el cuadro anterior tenemos como quinta velada literaria la habida en casa de Manuel Payno, cosa que está en contradicción con el artículo que el maestro Altamirano publicó en El Siglo xix,[6] titulada “La quinta velada literaria”, en el que se reseña la reunión en casa de Joaquín Alcalde, que en nuestro cuadro está en sexto lugar. La discrepancia proviene de la reseña que Olavarría y Ferrari hace de las veladas en su Historia del teatro en México,[7] en donde menciona como tercera velada la organizada en casa de Agustín Lozano –“que sin ser literato era amigo de los cultivadores de las bellas letras”–, reunión que el maestro Altamirano no menciona. Desconócese el motivo de esta omisión; posiblemente se deba a que el maestro no asistió a ésta y después la olvidó o bien que Olavarría con el transcurso de los años haya confundido la sucesión exacta de las veladas. Exceptuando lo anterior, todas las demás veladas coinciden más o menos (cuestión de días) con los datos de Altamirano, Olavarría y Prieto.
La aportación a las letras
Entre los escritores que concurrían a las veladas la voz más autorizada fue la de su principal promotor, Altamirano, quien recitó en ellas versos saturados de nacionalismo como “El Atoyac”, en donde el paisaje tropical es el asunto principal, y su oda a “María”. Estas composiciones apoyadas en las exposiciones doctrinarias del maestro, contribuyeron a iniciar el movimiento nacionalista en nuestras letras. Ignacio Ramírez se distinguió por el tono satírico de los poemas que dio a conocer en las veladas: “Invocación a la musa” y “A la patria”. Pero la misión principal que realizó Ramírez en las veladas fue la crítica, muy bien recibida por los escritores que buscaban no sólo aplausos sino la fina observación que les permitía superarse.
Don Vicente Riva Palacio, figura distinguida en nuestra historia política y literaria, reunió en su casa a los participantes de las veladas, ofreciéndoles espléndido recibimiento. La contribución poética de Riva Palacio consistió en el romance popular “Siesta deliciosa” y la lectura que hizo Joaquín Alcalde de los primeros capítulos de la novela Calvario y Tabor, cuyo tema era la reciente lucha contra el imperio.
José Tomás de Cuéllar introdujo en las veladas la poesía imbuida de ciencia: así sus apólogos “Los árboles”, “Las palmas” y “Las flores” son ejemplo de este tipo de poesía. El antiguo fundador de la Academia de Letrán, Guillermo Prieto, de regreso del destierro que padeció durante la época del imperio, se alegró de encontrar en las veladas a la nueva generación que le sucedería y dejó oír su voz lírica con los poemas “Éter y ensueños”, “Flores marchitas” y “La fe”. Otro de los escritores al que se considera introductor de la novela folletinesca en México, Manuel Payno, contribuyó con el poema “Las flores”.
Numerosos poetas jóvenes se dieron a conocer en las veladas. Martín Fernández de Jáuregui presentó el romance de costumbres “El coleadero”, y José Rivera Río sus poemas “Corazones blindados” y “Dolor supremo”. El llamado oficial calavera, Joaquín Téllez, hizo reír a la concurrencia con sus composiciones festivas. Poesía llena de pasión fue la presentada por Julián Montiel. Juan A. Mateos, quien en unión con Alfredo Chavero invitó a una de las veladas, recitó sus poemas “Jesucristo”, “Su imagen” “Mi sombra y yo”. El crítico teatral Manuel Peredo presentó el poema “Consorcio imposible”, que mereció la publicación en uno de los folletos de las veladas literarias. El poeta cubano Juan Clemente Zenea leyó un poema épico de reminiscencias clásicas, aunque de asunto americano, el cual agradó al criterio nacionalista que prevaleció en las veladas. Los hermanos Gonzalo y Roberto Esteva contribuyeron con sendas poesías que fueron muy aplaudidas por la concurrencia. Las composiciones de José Rosas Moreno, Hilarión Frías y Soto, José María Ramírez, Manuel Sánchez Facio y Joaquín Villalobos completaron el cuadro de estas animadísimas sesiones.
Justo Sierra guardó siempre un feliz recuerdo de la noche en que se presentó la velada efectuada en casa del novelista Manuel Payno. En ella se dio a conocer con sus bellas poesías “Playera”, “Dios”, “El genio” y “El canto de las hadas”, composiciones éstas que fueron recibidas con aplausos y admiración por los escritores que lo escucharon.[8] Sierra conservó el recuerdo de esta reunión como un honor a él conferido. Al recordar aquella velada exclamó: “¡Qué hombres había allí, la nobleza, la alta nobleza de las letras de la patria!” Y puesto que en esa velada había conocido al ilustre maestro Altamirano fue motivo para que escribiera Sierra una de sus célebres cartas que se recogen en el tomo de Crítica,[9] leída en la sesión solemne con que el Liceo Mexicano despidió al maestro cuando en 1880 partió a Europa. Después de citar a personalidades como Prieto, Ramírez y Riva Palacio, se detuvo en Altamirano para hacer patente su labor magisterial en todo su esplendor y la labor del literato nacionalista en la teoría y en la práctica.[10]
Juan de Dios Peza, otro de los jóvenes asistentes, recordaba también con entusiasmo estas veladas: según sus propias palabras fue llevado “por una persona de respeto”, cuando contaba quince años, a la sesión celebrada en casa de Martínez de la Torre. Allí conoció a los literatos más ilustres de aquella época y cuenta que, al despedirse de Altamirano, éste le dijo: “Ahora sí, hijo mío, a estudiar mucho y a escribir sin miedo, ha renacido la literatura nacional y hay que cantar a la patria libre y unida.”[11] Palabras que son características de la forma en que trataba Altamirano a la juventud literaria de su tiempo. Prieto, que también estuvo presente, le anunció a Peza una nueva publicación que recogería las producciones literarias de los allí asistentes. Se refería sin duda a la revista El Renacimiento, que aparecería en enero de 1869.
Como puede observarse, todos los géneros poéticos fueron cultivados y analizados en las veladas literarias. La épica, que mereció un estudio pormenorizado de Altamirano a lo largo de sus estudios literarios, estuvo representada por el poema de Esteban González titulado “Zaragoza”, el cual seguía la orientación nacionalista señalada por Altamirano. El cultivo de las letras clásicas se mostró en la traducción que hizo Chavero de algunos fragmentos de Homero.
La crítica literaria, indispensable para el progreso de las letras, la ejerció en las veladas Ignacio Ramírez, con razones y conocimientos literarios que le valieron ocupar la silla del magisterio. Compartían este derecho Altamirano y Schiaffino, este último uno de los mecenas de la época.
Las literaturas extranjeras se frecuentaron a través de los trabajos presentados en las veladas, las clásicas de Grecia y Roma y de las modernas la francesa y la alemana. De ésta, Altamirano pedía que se hicieran traducciones que ayudarían al desarrollo de la literatura nacional.
De lo antes dicho puede colegirse que las veladas literarias señalaron un verdadero renacimiento de las letras en el corto tiempo en que se celebraron, de noviembre de 1867 a abril de 1868 y que sin su conocimiento no puede tenerse cabal idea de nuestra literatura durante el periodo denominado, por sus propósitos, nacionalista.