2015 / 27 jun 2018
Calvario y Tabor (1868) es la primera novela de Vicente Riva Palacio (1832-1896). Escrita un año después de la derrota del imperio francés, el autor reconstruye algunos de los acontecimientos que tuvieron lugar durante la intervención francesa, en la que peleó como general en jefe del Ejército del Centro; la mayor parte de la historia transcurre en Guerrero y Michoacán, si bien en el libro quinto la acción se traslada a la Ciudad de México. Estas memorias tienen como marco una historia ficticia: el amor de Alejandra, una joven de la costa, y Jorge, oficial del ejército republicano, quienes se enfrentan a una serie de enredos y obstáculos, la mayoría provocados por el terrible Celso Valdespino.
Actualmente considerada una Novela histórica, el autor introduce personajes de la talla de Nicolás Romero, pero elige narrar la epopeya desde la colectividad del pueblo mexicano, para lo cual crea una serie de personajes ficticios a través de los cuales va reconstruyendo la lucha armada. Este tratamiento del héroe colectivo y salido del común, así como el nacionalismo, la defensa de la libertad y el sacrificio por la patria colocan la obra dentro del Romanticismo. A la par, Riva Palacio se vale del Costumbrismo para retratar lugares, personajes “tipo”, costumbres, giros locales o populares, y otros regionalismos.
La primera edición de Calvario y Tabor apareció en las prensas de Manuel C. de Villegas para los suscriptores de La Orquesta. La novela se dio a conocer por entregas semanales (cuadernillos de 32 páginas en cuartos, con láminas de Constantino Escalante) a partir del 13 de abril de 1868.[1]
En 1867, con la victoria liberal, el fusilamiento de Maximiliano, la expulsión del ejército francés y la reelección de Juárez comenzó el periodo conocido como República restaurada. Durante estos años, la preocupación por reedificar el Estado mexicano se manifestó no sólo en la política y en la economía, sino también en el ámbito educativo y cultural: se dio a conocer la Ley de Instrucción Pública para una educación laica, gratuita y obligatoria; se crearon instituciones con un enfoque positivista y científico, entre ellas la Escuela Nacional Preparatoria, la Academia de Ciencias y Literatura, la Escuela Nacional de Ingenieros y los institutos de ciencias; se fundó la Biblioteca Nacional de México y se impulsó la apertura de bibliotecas públicas.
El mismo año, Ignacio Manuel Altamirano inauguró en su casa una nueva época de las Veladas literarias, tertulias en las que los escritores del momento (entre ellos Vicente Riva Palacio, Juan A. Mateos, Justo Sierra y Guillermo Prieto) se reunían con el fin de dar a conocer sus textos y discutir la situación cultural del país. En una de estas veladas, celebrada en marzo de 1868, Riva Palacio leyó fragmentos de Calvario y Tabor; un mes antes de que apareciera en la imprenta de Villegas.
El auge de los periódicos culturales y de las revistas literarias, así como el desarrollo de la novela nacionalista, responden a la necesidad de forjar una identidad propia y comunicar los avances científicos y tecnológicos, una vez alcanzada la relativa paz política; por ello, la línea seguida por la mayoría de estas publicaciones fue la de servir como mediadores entre liberales y conservadores; La Orquesta, periódico que difundió la novela de Riva Palacio, no fue la excepción: fundado en 1861 por Carlos R. Casarín y Constantino Escalante, era un órgano de oposición satírico y mordaz –el mismo Riva Palacio colaboró como redactor en varias ocasiones (1861, 1867 y 1868) con artículos que criticaban al gobierno conservador, la intervención francesa, el imperio de Maximiliano y los gobiernos de Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada–; sin embargo, una vez acabada la guerra, buscó la conciliación de las diferencias políticas en pos de la reconstrucción del Estado.
En este sentido, Calvario y Tabor igualmente hace un llamado a los mexicanos para valorar los sacrificios realizados por los soldados republicanos en aras de la libertad, y se coloca dentro de la tradición de la novela romántica y nacionalista por entregas (que prevalecía en México desde mediados del siglo xix) al buscar la identidad nacional, defender ideales como la libertad y la independencia, representar personajes comunes, exaltar las pasiones y describir paisajes exóticos; asimismo, se ajusta al gusto costumbrista de retratar usos, costumbres y regionalismos.
Pero Riva Palacio no sólo se apropió de la estética decimonónica, sino que construyó la estructura de Calvario y Tabor en relación a la Pasión bíblica; desde el título, eleva el sufrimiento (y el triunfo) de sus protagonistas al compararlos con la figura de Cristo (aunque los héroes mexicanos primero viven el calvario de la guerra y luego el tabor de la victoria con el triunfo del liberalismo).
Al ser ésta la primera novela del escritor, sienta el modelo que empleará en algunas de sus obras posteriores, como Monja y casada, virgen y mártir (1868), Martín Garatuza (1868) o Los piratas del Golfo (1869), todas de carácter histórico: una mezcla equilibrada de ficción y realidad; no obstante, a diferencia del resto de sus narraciones (ambientadas en la Inquisición y en la Colonia), Calvario y Tabor es la única que se edifica como historia contemporánea –para el autor y sus lectores–, pues se escribe en la inmediatez de los acontecimientos, apenas un año después de la derrota francesa. Quizá debido a esa cercanía, la obra tuvo gran éxito en su época, aunque actualmente pase desapercibida para la historia y la crítica de la literatura mexicana.
“Ésta no es una fábula inventada para entretener el ocio”: la novela histórica
Como hemos observado, Calvario y Tabor se inserta dentro de la corriente histórico-romántica que caracterizó la producción literaria del siglo xix en México. Esta novelística está ligada a dos periodos de fortalecimiento del concepto ‘Nación’: primero, a raíz de la consumación de la independencia, como un discurso que denuncia el colonialismo y busca la configuración de una identidad nacional; y después, tiene su auge entre 1862-1872, tras la guerra de Reforma y la Segunda Intervención francesa, ante la necesidad de reconstruir el Estado y sus instituciones.
Vicente Riva Palacio, al igual que Ignacio Manuel Altamirano (Clemencia, 1869) y Juan A. Mateos (El cerro de las campanas, 1868), elige la guerra del Segundo Imperio (1862-1867) para construir la trama de su novela. La narración histórica comienza en enero de 1865, con una revisión general de la situación en Zitácuaro (ciudad que Riva Palacio había recuperado en julio de 1864), y termina dos años y medio después, en junio de 1867, con la toma de Querétaro, la muerte de Maximiliano y la entrada del ejército liberal a la Ciudad de México. Manuel Sol anota: “Tan verídica y exacta es la descripción de la realidad histórica en Calvario y Tabor que Miguel Galindo en la Gran Década Nacional no duda en incluir varias páginas seguidas de esta novela (Libro Cuarto, cap. i) para mostrar las condiciones en las que se encontraba el Ejército Republicano”.[2]
En sus páginas desfilan personajes históricos como Nicolás Romero (general mexicano que participó en la Guerra de Reforma y en la Segunda Intervención francesa, uno de los principales estrategas en Michoacán), José María Arteaga (general mexicano que operó en el estado de Michoacán a favor de la causa republicana durante la Intervención, fue apresado en la defensa de Uruapan), Carlos Salazar (general mexicano preso junto con el general José María Arteaga en Uruapan), Manuel García Pueblita (general que combatió en Guanajuato y Querétaro bajo las órdenes de Riva Palacio), Luis Carrillo (teniente coronel bajo las órdenes de Nicolás Romero), Luis Robredo (uno de los jefes de mayor confianza para Riva Palacio en las campañas de Zitácuaro), José María Alzati (otro hombre de confianza de Riva Palacio, jefe de su Estado mayor), Nicolás Régules (a la muerte del general José María Arteaga, fue designado Jefe del Ejército Republicano del Centro cuando Riva Palacio dejó el cargo), José Vicente Villada (coronel apresado junto con el general José María Arteaga en Uruapan, escapó del fusilamiento al ser intercambiado por presos imperialistas; más tarde participó en los sitios de Querétaro y México), Porfirio Díaz (general mexicano que apresuró la derrota francesa con los sitios de Puebla y de la Ciudad de México).
Del bando francés, nos encontramos con Maximiliano de Habsburgo (segundo emperador de México; su gobierno se consideró una imposición de Francia y originó la lucha por la restauración de la República), Lafontaine (fiscal en la corte marcial que condenó a Nicolás Romero), Ramón Méndez (coronel del ejército imperialista que apresó en Uruapan a los generales Arteaga y Salazar), De Potier (coronel francés que participó en la guerra de Intervención en Michoacán) y el barón Van der Smissen (coronel comandante de la legión belga que dirigió el ataque a Michoacán).
Todas estas figuras conviven con los caracteres ficticios dentro de la narración: por medio de protagonistas como Jorge y Enrique (oficiales del ejército liberal), Margarita (informante y traficante de los republicanos) o don Juan Caralmuro (liberal acaudalado que radica en la capital), el universo real y el imaginario se entretejen. Sin embargo, el autor introduce marcas que indican al lector cuándo está ficcionalizando un hecho real y cuándo está novelando desde la imaginación: al hablar de José María Alzati aclara que “no es un personaje de novela: ha muerto pocos días después del triunfo de la República”,[3] a diferencia de don Celso Valdespino que “sólo podrá pasar como un personaje de novela”.[4] Otras veces, estas marcas están implícitas en el título de los capítulos: “Algo de Historia” o “Histórico”.
La objetividad de la novela (necesaria al tratarse de un argumento histórico) se logra con un narrador omnisciente en tercera persona, que no debe confundirse con el autor. Si bien es cierto que la crónica de la intervención procede de la experiencia de Riva Palacio en el ejército republicano, Calvario y Tabor no está limitada a la autobiografía; de esta forma, la voz narrativa puede exponer acontecimientos en los que el autor estuvo presente (el ataque a Zitácuaro en marzo de 1865 o la toma de Tacámbaro en abril del mismo año) y otros que no presenció (la muerte de Nicolás Romero y el fusilamiento de José María Arteaga). Además, su calidad de omnisciente nos permite exceder el ámbito de los acontecimientos y adentrarnos en las pasiones de los personajes.
La intención de la novela no se relaciona con el protagonismo que tuvo Riva Palacio durante el conflicto armado (el general no aparece como personaje), sino que responde a la concepción decimonónica de la novela histórica, la cual, según José Emilio Pacheco, “quería ser un arma en la construcción nacional”.[5] En estas obras, el nacionalismo, la libertad o el sentimiento patriótico son motivos recurrentes dentro de la ficción.
Bajo estos términos, Calvario y Tabor tiene una función didáctica y moralizante; es un discurso que enaltece la lucha de los soldados liberales y configura en el lector el modelo de un ciudadano comprometido con el proyecto liberal: “Meditándolo bien, se siente orgullo en pertenecer a un pueblo en que la caridad no es una planta exótica, y en que la igualdad, la libertad y la fraternidad, a pesar de nuestras constantes luchas, no son una quimera”.[6]
“La verdad disfrazada con el atavío de la leyenda”: cómo se construye la ficción
A pesar de su carácter testimonial, Calvario y Tabor no puede reducirse al mero acontecer durante la guerra, puesto que el acto de novelar implica la ficcionalización de la realidad. Este otro nivel de la trama se desarrolla paralelamente al trasfondo histórico: inicia con el enigma de Alejandra, también en enero de 1865, y termina tres meses después del triunfo liberal, en un epílogo que narra brevemente la boda de las dos parejas protagonistas (Jorge-Alejandra, Enrique-Leonor) y el futuro del Cacomixtle.
El orden cronológico de la fábula –tanto el parte de guerra como la construcción ficticia– es lineal, salvo por la introducción de algunas memorias que producen una analepsis en la narración (“El delito de un veterano” con la historia de Plácido y Juan, o la relación de la Guacha en “De la Ceca a la Meca”); la excepción a esta estructura es la simultaneidad de los dos primeros libros.
La tensión narrativa se genera a partir de otro mecanismo: el de la novela de folletín (recordemos que Calvario y Tabor fue publicada por entregas). Según Emmanuel Carballo, “cada folletín, o sea cada entrega de la novela, debe terminar en el momento oportuno, despertando el deseo, la impaciencia de leer la continuación”.[7] El suspenso generado en cada corte se apoya en una serie de temas recurrentes en este tipo de obras: amores obstaculizados, personajes perversos, búsqueda de un tesoro, raptos, huérfanos, un linaje desconocido, falsos herederos, sustituciones, enredos, encuentros sorpresivos y la resolución paulatina de enigmas que conducen al desenlace.
La organización de Calvario y Tabor obedece en gran medida a la intriga folletinesca pero asimismo al nexo historia-literatura a lo largo de los siete libros que componen la obra. El Libro Primero (“La flor de la costa”) se inserta de lleno en la ficción; transcurre en el pueblo de San Luis, Guerrero, y gira en torno a la progenie y la herencia de Alejandra, quien es secuestrada al final por Celso Valdespino. En cambio, el Segundo (“El nido de las águilas”), a pesar de que ocurre al mismo tiempo que el primero, es mayormente histórico: centra su atención en Zitácuaro para describir la situación del país debido a la ocupación francesa y narra la captura de Nicolás Romero.
En el Tercero (“El lobo y el pastor”), estamos otra vez ante un universo ficticio: Alejandra es rescatada por una familia de maromeros, y la Guacha revela la verdadera identidad de Valdespino. El Libro Cuarto (“Penas”) tiene las dos vertientes: históricamente transcurre en Michoacán por las campañas de Carlos Salazar y Manuel García Pueblita, empero contiene episodios novelescos en torno a Murillo, Margarita y la familia que rescató a Alejandra. En el Quinto (“En México”), la narración se traslada a la capital; aquí se exponen los planes de Valdespino para sustituir a la hija de don Caralmuro (el padre perdido de Alejandra) y también se presenta la ejecución de Nicolás Romero. El Sexto (“Fuego, sangre y exterminio”) inicia con el triunfo de las tropas republicanas en Tacámbaro y concluye con el fusilamiento de los generales José María Arteaga y Carlos Salazar, quienes dirigían la defensa de Michoacán.
Como puede observarse, los libros i-vi abarcan un periodo de tiempo relativamente corto: de enero al 21 de octubre de 1865; al finalizar el sexto libro, Vicente Riva Palacio acota: “Nuestro relato tiene que salvar algunos meses, porque aun cuando sean sus personajes fantásticos y de novela, no por eso les ha de estar aconteciendo algo notable todos los días”.[8] Este salto temporal sitúa el Libro Séptimo (“Las tres huérfanas”) en 1867, casi al final de la lucha, cuando la Ciudad de México es sitiada por las tropas republicanas.
Lejos de condensar o acelerar el desenlace, el autor mantiene un ritmo ágil; la prolongación de la anécdota durante 36 capítulos más (los otros libros tenían de ocho a quince episodios) le permite profundizar en la narración del sitio, crear una nueva intriga (la de la cómica Inés) y resolver todos los cabos sueltos: el encuentro de Juan Caralmuro con su hija Alejandra, el reconocimiento de Jorge y Leonor como hijos de Felipe Mondragón, la venganza de Matilde con la muerte de Valdespino, y las bodas de los personajes.
De principio a fin, Riva Palacio maneja con maestría los oficios de historiador y novelista, logrando un justo equilibrio entre literatura y crónica.
Al calor de la costa y el campo de batalla: los espacios de la novela
La historia de Calvario y Tabor se desarrolla principalmente en San Luis (Guerrero), Zitácuaro (Michoacán) y la Ciudad de México. Cada uno de estos escenarios cumple una función diferente dentro del relato.
El espacio de la novela romántica latinoamericana está configurado por dos preceptos: la inclusión de una geografía propia (nacionalismo) y la representación de una naturaleza salvaje (el instinto, las pasiones) en oposición a un ambiente moldeado por el hombre (la razón). De ahí que Vicente Riva Palacio introduzca el exotismo y la exuberancia como características del paisaje de San Luis, cuya flora y fauna resultan insólitas para el lector que no conoce la región: “La brisa acariciaba las altas y graciosas copas de los palmeros y los manglares se inclinaban voluptuosamente hasta las aguas tranquilas y puras del estero, [...] y entre los cuales pasaban de cuando en cuando, tardos e indiferentes, verdinegros caimanes”.[9]
Los espacios se vuelcan hacia un locus amoenus heredado de la tradición hispánica pero con cierto sincretismo mexicano: la descripción es sensualista y voluptuosa, especialmente al oído (las canciones de los costeros, el sonido del mar, el canto de las aves, la música de la vihuela) y a la vista (los plumajes, las flores, las puestas de sol desde la playa, el azul del mar en contraste con el verde de “esa exuberante vegetación del mundo en los tiempos del Génesis”.[10]
El Romanticismo también se caracterizó por exteriorizar las emociones de los personajes a través de la naturaleza. La primera imagen de Alejandra, por ejemplo, es la de una joven cantora en medio de una playa bulliciosa y sensual; sin embargo, al emprender el viaje a Morelia, tras conocer la historia de sus padres, va silenciosa y meditabunda: mientras más se adentra en sus reflexiones, más se adentra en la selva, hasta que el silencio lo envuelve todo y el camino se vuelve sombrío, anunciando la proximidad de su secuestro. Esta metamorfosis del espacio también puede significar una presencia amenazadora de las fuerzas naturales que no pueden ser controladas por el hombre. Así, cuando Jorge se adentra en los bosques para huir de los imperialistas, los árboles gigantescos, los troncos, las ramas, los bejucos, las lianas se vuelven un muro y un laberinto “que hacían más impenetrables aquellas regiones”.[11]
El escenario de la guerra, en cambio, se construye con una estética más cercana al Realismo: se trata de mostrar las consecuencias de la lucha armada, principalmente la destrucción del territorio y la desarticulación de las poblaciones. Muestra de ello es Zitácuaro, que pasa de ser una “fragosa serranía [...], una graciosa ciudad”[12] con casas, comercio y agricultura, a una ciudad desierta que sirve de campamento militar. Estas descripciones también nos muestran la precaria condición de los soldados en los asentamientos, la violencia de los imperialistas al invadir los pueblos, la inclemencia del clima durante las marchas y la conquista de los lugares más inhóspitos. El espacio de la guerra es el del horror y la muerte.
Por último, la Ciudad de México se debate entre la barbarie y la civilización. Al estudiar el espacio en la novela realista, María Teresa Zubiaurre propone que la urbe representa el orden y la domesticación de la naturaleza, pero también el movimiento caótico de las muchedumbres, el triunfo del materialismo y el avance de la modernidad.[13] En Calvario y Tabor, la capital se nos presenta cuadrante a cuadrante trazada por el orden (lo que le sirve al autor para ubicar al lector que no conoce la capital) y es el único lugar que se mantiene al margen de la lucha armada: la gente pasea por la Alameda mientras el ruido de los cañones llega desde la periferia; sin embargo, una vez que se decreta el sitio, la escasez de alimentos y la amenaza de la guerra obligan a los habitantes a abandonar la ciudad, que se convierte en un territorio inseguro y propicio para los actos de barbarie (saqueo, incendios y prisiones).
Sólo con el triunfo republicano, la ciudad y el territorio mexicano recuperan la tranquilidad necesaria para pensar en el progreso.
Héroes anónimos: el Romanticismo
Como corriente ideológica y artística, el Romanticismo usa el discurso literario para hacer la exaltación de la identidad, el nacionalismo y la libertad (como individuos y como nación). Calvario y Tabor es el canto de un país que ha vencido a su opresor y es libre: “Cuando un pueblo que lucha por su independencia no se acobarda ni cede, [...] entonces este pueblo saldrá victorioso, aunque esté oprimido y vencido; será libre, aunque esté esclavizado; llegará a sentarse en el Tabor, aunque sangrado”.[14]
Ya antes hablamos de cómo Vicente Riva Palacio emplea la referencia bíblica para engrandecer la historia. A modo de prólogo, Ignacio Manuel Altamirano escribe:
Cuatro años de espantosa agonía, en que la víctima ha acabado por humillar al verdugo: he aquí el ‘Gólgota’ del pueblo mexicano, de este pueblo mártir sobre cuya cabeza han dejado caer los farisaicos reyes de Europa su anatema y el poder de su fuerza brutal. La victoria, he aquí el ‘Tabor’ desde cuya altura México, el atleta de las libertades americanas, se ha transfigurado delante del mundo y muestra a sus enemigos su rostro que resplandece como el sol.[15]
En cuanto a la configuración del héroe romántico, Cecilia Colón apunta: “El concepto de héroe de novela también cambia, se vuelve más humano, tiene defectos, pero con una gran cualidad: es capaz de luchar por un ideal y llegar hasta donde sea con tal de conseguirlo”;[16] es una persona común, salida del pueblo y por ello más cercana al lector.
La concepción del héroe romántico se extiende a los personajes históricos. El más trabajado es Nicolás Romero, el héroe popular con una “fisonomía completamente vulgar” y que parece más “un pacífico tratante de azúcares o de maíz” que un general; son sus actos de valentía, sagacidad y audacia (“Jamás preguntó de sus contrarios ¿cuántos son?, sino ¿dónde están? y allí iba”) los que producen la mitificación de su persona: “era para sus enemigos y para sus soldados, un semidiós, una especie de mito”.[17]
Sin embargo, no son los héroes nacionales los que reciben el homenaje en Calvario y Tabor sino los soldados anónimos que, aunque no hayan pasado a las páginas de la historia, conformaron la mayor fuerza durante la guerra: “un pueblo que así luchaba por su Independencia, era un pueblo invencible, era un pueblo digno de ser libre”. Para darles voz, Riva Palacio construye dos protagonistas imaginarios que guían la trama: Jorge y Eduardo. Estos jóvenes son el modelo de los mexicanos comprometidos con la patria; el narrador coloca en ellos el cultivo de las virtudes, la lucha por los ideales, la valentía, la amistad y “esa resolución indomable que caracterizaba a los hombres de la República durante el paso de la patria por su época de prueba”.[18] Sensibles y fuertes, sus pasiones no obstaculizan su empresa sino que la alientan. La pasión desmedida que Jorge y Enrique sienten por Alejandra y Leonor es la misma que los empuja a dejar la comodidad de su hogar para unirse a la lucha por la libertad. Nuevamente se confirma la premisa: los soldados son hombres que aman, sienten celos, sufren e incluso lloran (por la madre y la patria):
Quizá se nos tache, porque hacemos llorar a nuestros personajes siendo soldados; pero el que tal diga, no conoce a los mexicanos ni a los soldados. Nuestros jóvenes lloran en el teatro con un rasgo generoso o con una escena tierna de familia; pero son capaces, si es necesario, de arrojarse sobre un parapeto a la cabeza de una columna, o batirse con revólver a diez pasos, antes de que el viento haya secado aquellas mismas lágrimas.[19]
En oposición, Don Celso Valdespino representa la otra cara del Romanticismo: el protagonista malvado que despierta aversión en los lectores. Comienza como un cura falso, y su fama de seductor (ya sea mediante engaños, ya sea por la fuerza) lo convierte en un hombre infame y despreciable; su casa es frecuentada por prostitutas, celestinas y hombres viciosos; gobernado por su apetito carnal. Además, es un traidor al servicio de los imperialistas. Conforme avanza la novela, la maldad del personaje excede los límites de lo terrible y lo infernal, al grado de intentar seducir a su propia hija –sin saber el parentesco– y terminar asesinándola. Pero si algo tiene el Romanticismo es la capacidad de multiplicar el horror y castigar el mal: Tío Lalo, su cómplice, agoniza de rabia; Valdespino, rodeado de una atmósfera que recuerda a lo mejor del género gótico, es enterrado vivo y luego emparedado por Matilde.
“Nomás a su mercé”: el Costumbrismo
Según Óscar Mata, el Realismo tiene tres manifestaciones: el Regionalismo, de carácter social, que “decide ocuparse de los temas y el ambiente propios de una zona geográfica en especial”; el Costumbrismo, el cual “pone su acento en los usos y las costumbres [...]. Hace hincapié en las descripciones (de tipos, costumbres, escenas, incidentes y lugares) y presta menos atención al desarrollo de la trama”, y el Naturalismo, donde se “extrema el análisis de la realidad, recurriendo a documentación muy minuciosa y científica”.[20]
Calvario y Tabor media entre el Regionalismo y el Costumbrismo. La Tierra Caliente se expone como un modelo de filantropía, trabajo y hospitalidad que ha sido destruido por la guerra. Vicente Riva Palacio conocía la región debido a sus campañas militares en los estados de Guerrero y Michoacán, por lo que la descripción que hace de lugares y costumbres acusa una gran precisión: el vestido, las casas, los bailes, los viajes en mula, la comunicación por la cordillera (corredores), las fiestas de pueblo. Además, el autor emplea un vocabulario lleno de regionalismos: palmeros, manglares, malagueña, cayaco, bajareque, jacal, ziranda, parotas, cuirindales; y reproduce el registro oral: nomás, me figuro, pielecita, pujando, dañero, mercé.
En cuanto a la influencia del Costumbrismo en la construcción de los personajes, podemos apreciar que se debaten entre el Romanticismo y el Realismo. La descripción de Alejandra, por ejemplo, reproduce el tópico de comparar a la mujer con una pintura, pero el modelo no es el de una virgen renacentista sino el de una Rebeca bíblica: una mujer de la costa (morena, de cabello y ojos negros) con un cántaro en la cabeza que va cantando una malagueña. Si a ello añadimos su vestimenta: camisa blanca con encajes y holanes, una sencilla enagua azul y adornos de perlas, conchas, corales, tendremos una estampa perfecta. Esta construcción de tipos (sin ahondar en la psicología del protagonista) también se nota en la descripción de los chinacos (soldados): blusas de paño, mezclilla, botonaduras de plata, sombreros anchos, espada, revólver, freno y riendas.
Entre los personajes de corte realista, destacan la familia de maromeros. Su aparición no es gratuita: al igual que los soldados, recorren el territorio mexicano, mostrándole al lector paisajes y poblaciones que de otro modo le serían desconocidas. Por otra parte, responden a la inclusión del pueblo en el proyecto liberal. Miguel Ángel Vásquez Meléndez apunta que en el siglo xix hay una diversificación de los espectáculos públicos: “mientras en el pasado colonial los actos de maroma y equilibrios estaban reservados para espacios marginales, ahora se ofrecían en lugares abiertos con el patrocinio oficial, lo cual significaba un cambio en la aceptación social de los ejecutantes de suertes acrobáticas”.[21]
Riva Palacio se detiene varios capítulos para defender el trabajo honrado que hacen y los convierte en personajes memorables cuando rescatan a Alejandra y se unen a la lucha. La pobreza en la que viven y el rechazo social se ven eclipsados por los valores cristianos que manifiestan: la caridad, la gracia, el trabajo y la unidad familiar. En este punto, existe una alusión de Los miserables (1862): al igual que Víctor Hugo, Riva Palacio retrata protagonistas de clase baja y exalta sus buenos sentimientos, ahondando en los sacrificios que hacen por sobrevivir y mantener la virtud intacta. Algunas anécdotas reproducen pasajes de la novela francesa: Jean Valjean es redimido por el obispo Myriel, Juan Caralmuro también es ayudado por un cura; Fantine cae en la prostitución para salvar a su hija, Matilde renuncia a su honra por su familia. Cuando don Celso visita la casa de Leonor, fija la vista en uno de las rinconeras y el único libro allí es precisamente Los miserables.[22]
Otro caso interesante es el del Cacomixtle, que aparece ligado al tío Lalo. Su apodo hace referencia a un animal cuadrúpedo de color gris y cola anillada más pequeño que un gato (en náhuatl, tlaco-mixtli: medio felino); García Icazbalceta lo describe como “astuto y ágil”.[23] Cacomixtle es un muchacho noble e ingenioso que conoce los planes de Valdespino en contra de Alejandra y trabaja para impedir que se lleven a cabo; cuando la acción se traslada a la Ciudad de México, durante el sitio, usa sus habilidades para conseguir comida y casa, salvando así a Alejandra y a su madre una vez más. Al final de la novela, gracias a sus acciones y sus virtudes, pasa de ser el muchacho que mueve los fuelles al hijo adoptivo de Caralmuro (un liberal rico y respetable), además de convertirse en estudiante de artes y litógrafo comparable con Constantino Escalante.
La astucia y la agilidad que demuestra a lo largo de la novela, así como el ascenso social, tienen un eco en el personaje de la picaresca; durante su primera aparición, Perucho le grita “Buen pícaro eres tú”.[24] Ramón Ordaz hace notar la diferencia entre el pícaro español y la apropiación que se hace en la literatura iberoamericana: “esa transición-travesía de ultramar a las tierras recién conquistadas ‘hidalguiza’, reivindica, limpia de manchas y estigmas al pícaro, al punto que su presencia en las tierras de conquista sofistica sus mañas y trapacerías hasta convertirlas en las artes de un personaje que progresivamente escala posiciones y dignificaciones insólitas”.[25]
Finalmente, es importante aclarar que la clase social no determina el comportamiento de los protagonistas: don Celso, el tío Lalo, Pilar y Ramona son tipos salidos del “pueblo”, empero sus acciones los convierten en antagonistas, no sólo por sus vicios sino también por servir a los imperialistas; por otra parte, don Caralmuro, don Bartolo Murillo y Felipe Mondragón pertenecen a la clase acomodada de la capital que apoya la causa republicana. Los individuos no son juzgados por su condición sino por sus cualidades morales.
“Por honor al sexo”: las mujeres de Riva Palacio
Los personajes femeninos de Calvario y Tabor representan una ruptura del estereotipo romántico (sin llegar todavía a la mujer moderna). Al estudiar la relación entre mujer y Romanticismo, Montserrat Galí Boadella habla de una escisión ontológica “al atribuir al hombre y la mujer cualidades intelectuales y afectivas distintas”: la razón y el intelecto predominan en el hombre, mientras que la mujer se desenvuelve en las esferas de la emoción y la intuición; a pesar de que el Romanticismo privilegiaba estas últimas, “la intuición era sólo útil para la vida privada, la artística y la de las emociones. Así, se colocaba a la mujer en un pedestal, la convertía en musa y tema, pero la encerraba en la casa y se le negaba un papel en el mundo público, político y social”.[26]
A partir de esta concepción, la literatura romántica crea tres protagonistas icónicos: la mujer divina (la mística), la mujer amada (el ángel del hogar) y la mujer perniciosa (la femme fatale). La primera, convertida en religiosa, muestra el camino de la virtud y la espiritualidad; la segunda, idealizada por el amor, posee belleza física y espiritual (pureza), además de que ha sido educada para ser una esposa modelo, dedicada al hogar, al marido y a la educación moral de sus hijos; la tercera, sin embargo, es aquella que ha perdido su calidad espiritual y no controla sus pasiones, es voluptuosa, seductora, perversa, vengativa, demoníaca, por lo tanto se convierte en la perdición de los hombres.
En cuanto al papel femenino en la novela realista, hay que señalar una transición de las sociedades decimonónicas hacia la Modernidad: a mediados del siglo xix, con la Revolución industrial, la mujer se integra a la vida laboral. Surge así un nuevo personaje: el de la mujer obrera o trabajadora (la intelectual, por ejemplo), cuya independencia económica es mal vista. Por otra parte, si bien se conservan iconos como el ama de casa y la femme fatale, hay una evolución de los mismos: la esposa es ahora el centro de cohesión familiar, la primera piedra del proyecto de una nación moderna; la femme fatale se vuelca hacia la prostituta, un personaje que media entre lo marginal y lo productivo, y la adúltera, que es otra forma de liberación en contra de los moldes preestablecidos.
¿Cuáles son las mujeres de Vicente Riva Palacio? Sólo Alejandra, Leonor y Elena pueden considerarse personajes románticos: son el ideal femenino del amor (aun Alejandra, con sus aires costumbristas de la costa). No obstante, Inés, Tula, Anita, Margarita y Matilde se construyen a partir de dicotomías.
Por un lado, Inés, Tula y Anita se desenvuelven en el ámbito de la vida pública: una cómica, las otras maromeras, están a merced de la crítica social, que las considera mujeres frívolas y poco virtuosas; incluso Alejandra, cuando se une a la familia de cirqueros, expuesta a la mirada de la multitud, escucha con turbación, miedo y vergüenza los comentarios de los espectadores: “Están bonitas las muchachas […] A mí me gusta la más chica […] Pues yo escogería a la otra […] estará para chuparse los dedos”.[27] Mas, Riva Palacio refuta esta imagen al presentarlas como ejemplos de moralidad, trabajo honrado y virtudes cristianas:
—¡Toma! Siempre en riesgo; ganando poco; y luego, como que nos desprecia la gente: ahí vienen los “maromeros”, y los “maromeros” por acá y los “maromeros” por allá.
—¡Qué caso haces tú de eso, Tula! Ganamos nuestra vida honradamente y sin perjudicar a nadie. Y como lo dijo aquel cura en las fiestas de San Jerónimo: “más vale que vayan los fieles a perder su tiempo en la maroma, que su dinero en el juego o su pellejo en los fandangos”.[28]
Este discurso se vuelve a repetir cuando aparece el personaje de Inés al final de la novela. En contra de la afirmación de que “una actriz es una mujer que no tiene ni corazón, ni moralidad, ni religión”, ella es descrita como una “cómica virtuosa” que constantemente rechaza la idea de ser la “querida” de un hombre;[29] al final, se compromete con Pablo, un joven rico y de sociedad, pero muere envenenada por Valdespino como venganza al rechazar su seducción.
Otra figura importante es Margarita, quien parte de San Luis para buscar a su marido, don Caralmuro, abandonando a su hija Alejandra. En su viaje, enferma y llega al rancho de un matrimonio de ancianos que la cuidan durante su convalecencia; la mulata se gana el cariño de la pareja y, al morir ellos, hereda la propiedad. Sin embargo, su verdadera actuación comienza tras el ataque de los imperialistas a la casa, cuando se une a la tropa republicana y desempeña un papel de heroína: se convierte en informante y mensajera, participa en las acciones de reconocimiento y avanzada, trafica armas y municiones. Riva Palacio, a raíz de estas acciones, alaba la resolución de las mujeres:
Las mujeres, en lo general, son tímidas; pero cuando llegan a decidirse, ningún hombre puede igualarlas en resolución.
Adán tuvo al alcance de su mano la célebre manzana, y sólo Eva tuvo valor para cortarla. Un hombre no se atrevería a casarse si las obligaciones del matrimonio estuviesen invertidas. Hay monjas, porque las monjas son mujeres; los hombres no tendrían valor ni resolución para hacer y cumplir esos votos.[30]
Finalmente, Matilde, mejor conocida como la “Guacha”. Su historia está marcada por la tragedia: para proteger a su madre –quien es amante de don Celso y tiene una hija bastarda con él– sacrifica su propia honra y cede a los requerimientos del seductor, Valdespino, abandonando casa, esposo e hijos. Conforme transcurre la historia, logra restituir el apellido de sus hijos (Jorge y Leonor) y regresarlos a su padre, Felipe Mondragón, aunque ella renuncia a ocupar su lugar de madre y esposa, puesto que ha cometido adulterio. No obstante, su venganza contra Valdespino es una de las escenas más impactantes de la novela; cuando éste es enterrado vivo, ella se encierra en la bóveda para contemplar su sufrimiento y no cede ante la idea del perdón cristiano, convirtiéndose en un demonio a la altura de don Celso: “no era ya aquella mujer humilde y resignada; sus ojos brillaban con un fuego infernal, su boca se plegaba con una sonrisa que helaba de espanto”.[31] En medio de esta transformación, ella sufre un aneurisma y cae sobre el hombre, quien, incapaz de moverse dentro del ataúd, muere con el cadáver de la mujer “besando” su rostro. Imposible determinar si la naturaleza de Matilde es la de la vengadora o la de la víctima.
Lo único que podemos concluir es la veneración que hace Riva Palacio de la mujer virtuosa y sensible, que participa también del proyecto liberal: “La familia y, sobre todo la mujer, son en México modelos verdaderamente evangélicos y tiernos. Cada hogar es un idilio”.[32] En la exaltación de los ideales románticos, la defensa que hacen Jorge y Murillo de sus amadas tiene el mismo significado y valor que la defensa que hacen, como soldados, de la patria.
Éxito publicitario: recepción de la obra
Según una nota publicada el 9 de mayo de 1868 en La Orquesta, la “interesantísima obra Calvario y Tabor” superó las expectativas de venta en el primer mes, “habiéndose agotado 6,000 ejemplares de la 1ª edición”;[33] por lo que fue necesaria una reedición. A pesar de su carácter propagandístico, este tipo de notas nos ofrecen un panorama de la recepción que tuvo la obra; al respecto, José Ortiz Monasterio añade un fenómeno de la novela de folletín que no debemos olvidar: “el cuadernillo de cada entrega era leído por más de una persona”, además “no hacía falta saber leer para conocerlas, pues con mucha frecuencia se leían en voz alta para beneficio de los iletrados y de los niños”, por lo que concluye que Calvario y Tabor “llegó a un auditorio superior a las treinta mil personas”, una cifra espectacular para la época.[34] No obstante, si consideramos la “avidez” lectora, resulta paradójica la escasez de críticas o reseñas durante los meses en los que circuló la novela. Cabe preguntarnos entonces ¿en qué radica su “éxito” comercial y cómo fue leída?
Una primera respuesta es el sistema de suscriptores: al crear un público cautivo, los editores aseguraban las ganancias y garantizaban a los lectores la conclusión de la obra. Las suscripciones de Calvario y Tabor se hicieron en la librería de José Aguilar, en la de Rosas y Bouret, y con los corresponsales de La Orquesta en los estados, costando las entregas “un real cada una, en capital y real y medio en los Estados, franco el porte, pagándose en el acto de recibirlas”.[35] La Orquesta informaba puntualmente la aparición de cada uno de los cuadernillos; otros periódicos también dedicaban un pequeño espacio a estos avisos: “Literatura Mexicana. Se han publicado: la entrega 10ª del Calvario y Tabor” en El Constitucional;[36] “Calvario y Tabor. Se ha publicado y hemos recibido la 12ª entrega de esta novela” en La Revista Universal;[37] los adjetivos empleados tenían un interés comercial y no reflejaban necesariamente la calidad de la obra: “Las entregas. Cuarta y quinta de la novela Calvario y Tabor que hemos recibido están llenas de interesantes y curiosos episodios” en El Monitor Republicano.[38]
La difusión de la novela asimismo se relacionó con la inclusión de litografías, lo que la hacía más atractiva al lector; desde el principio se anunció que, con las últimas entregas, se repartirían “preciosas láminas dibujadas por Constantino Escalante”,[39] uno de los litógrafos más reconocidos de la época. De hecho, la única nota “crítica” que aparece en este diario no estuvo dedicada al texto sino a las ilustraciones:
ha comenzado a publicar las láminas que han de ilustrar dicha obra, y son dignas de todo elogio las dos que se han publicado, una en la entrega 17 y otra en la 18. Paisajes muy graciosos, figuras muy bien ejecutadas, y una finura extraordinaria en el manejo del lápiz, es lo que se ve en estas preciosas litografías del Sr. Escalante, a quien felicitamos por esta nueva prueba que está dando de su reconocido talento artístico. Ayer hemos recibido la entrega 19, acompañada de otra bonita litografía que representa la muerte de D. Celso Valdespino.[40]
Como se puede observar, la campaña publicitaria de las novelas de folletín se basaba en la creación de expectativas en los posibles lectores. Así, La Orquesta (diario del que Riva Palacio era editor) comenzó a promocionar la obra tres semanas antes de la primera entrega. En una nota sobre las últimas Veladas literarias –reuniones en casa de Altamirano a las que asistían los escritores de la época–, se cuenta que el autor leyó un fragmento de su “magnífica novela” y se procede a hacer una descripción de la misma: Calvario y Tabor se califica de “notable” y “la primera en su género” debido a “la novedad, sentimiento e interés de que está llena”, resaltando las descripciones precisas y la verosimilitud de los hechos. La alabanza termina con un exordio: “Los amigos de Vicente Riva Palacio se le han acercado suplicándole que la publique. Nosotros secundamos igual exitativa pues con esa obra adquirirá nuestra literatura una joya de gran valía”.[41]
Cinco días después, “A petición de nuestros amigos”, La Orquesta repartió el “prospecto” de la novela –un fragmento de la obra que generaba suspenso para conseguir suscriptores– acompañado de una breve reseña en el diario: “es una novela palpitante de interés, y sin temor de equivocarnos podemos asegurar que es la primera en su género”. En los días siguientes, otros diarios hicieron referencia a este adelanto: “Nos dicen los que conocen esta obra, que es la primera en su género. No puede menos de ser así siendo su autor el Sr. Riva Palacio”, “nuestro eminente literato”[42] o “Nosotros hemos oído leer un capítulo de ella, y podemos asegurar que es en extremo interesante por el fondo y por la forma”.[43]
Con estos antecedentes, La Orquesta anunció así la primera entrega para el 13 de abril:
El nombre del autor, bien conocido en la política y en la literatura de nuestro país, es una garantía en la publicación de esta obra. Testigo de los sucesos que refiere, no podrá dudarse de su veracidad. Observador de las costumbres y de los paisajes que describe, nadie como él puede presentarlas al público con tan vivos colores. El Calvario y el Tabor, [así fue escrito en el original] es pues, una novela palpitante de interés por su argumento, por sus descripciones, y por los recuerdos históricos que contiene. Nosotros creemos hacer un servicio a los amantes de la bella literatura, dando a luz una obra que es recomendable por mil títulos.[44]
La nota se reprodujo con palabras similares en el Boletín Republicano,[45] La Revista Universal, La Iberia, El Siglo Diez y Nueve y El Constitucional. Este discurso propagandístico tiene tres elementos centrales: el nombre del autor como “garantía de que la obra será excelente”, el carácter testimonial de un periodo histórico (“cuenta lo que vio, y tal vez lo que hizo, y describe con verdad las costumbres y los lugares que observó y recorrió en sus últimas campañas”) y la necesidad de una literatura nacional y nacionalista. La Iberia subraya este último punto: “Hacen bien [Riva Palacio con Calvario y Tabor, Juan A. Mateos con El Cerro de las Campanas y José M. Ramírez con Una rosa y un harapo] porque la novela les ofrece vasto campo para lucir las prendas de su imaginación y de su talento, para dar a conocer a su patria, y para infundir al pueblo ideas nobles, grandes y generosas”.[46]
En lo que se refiere a la fama del autor, debemos recordar que, aunque Calvario y Tabor era su primera novela, Riva Palacio era ampliamente reconocido por sus obras de teatro y su labor periodística; aun las rencillas editoriales y las críticas veladas hacia su persona hacían una referencia indirecta a su carrera literaria; por ejemplo, El Monitor Republicano se defiende así: “La Orquesta. Nos dedica una satirilla sobre las incorrecciones de nuestros párrafos. Le decimos por toda respuesta que la mano que maneja la pluma del Anillo de Acatempan y de Calvario y Tabor, esgrime mal el Zurriago de Don José Gómez de la Cortina”.[47] Por otra parte, su carrera política y militar, dadas las circunstancias sociopolíticas de la época, también eran objeto de noticia: “El autor de Calvario y Tabor ha sido derrotado completamente, lográndose escapar con unos cuantos. Se dice que no tardará en caer prisionero el general literato”.[48]
En cuanto al carácter testimonial de Calvario y Tabor, su lectura como novela histórica es una de las más trabajadas por la crítica literaria; por ejemplo, Manuel Toussaint afirma que el prestigio de Riva Palacio se debe a su trabajo novelístico dentro de esta corriente: “Comenzó escribiendo guiado por su propios recuerdos; así Calvario y Tabor (1868) encierra episodios de su misma vida en la lucha que sostuvo contra el Imperio. Una vez en el camino de la novela histórica que, desde Walter Scott había llegado a gran apogeo, [...] no se contenta con el pasado inmediato y vuélvese al campo magnífico de la época colonial”.[49] José Ortiz Monasterio también trabaja sobre este punto, pero su análisis parte de un proceso diacrónico: “Hoy leemos Calvario y Tabor como novela histórica, pero en sentido estricto en su época fue más bien una crónica novelada o una novela de actualidad, pues los pocos meses que habían transcurrido desde el final de la guerra no permitían todavía tener una idea clara de cómo serían los nuevos tiempos”.[50]
Una lectura nacionalista: la crítica
El prólogo que escribió Ignacio Manuel Altamirano para la novela refleja la inmediatez de la historia; los “heróicos recuerdos” de Vicente Riva Palacio “son también los de la Patria” y están dirigidos al “Soldado de la República”: “¡[...] valiente hijo del pueblo, que luchaste sin descanso defendiendo la tierra de tus padres! Tú que ahora ves flamear tu orgullosa bandera mecida por el viento de la gloria [...] abre y lee. Ahí está tu historia [...] ha recogido el tiempo en sus arcas de bronce para hacerlas leer a las generaciones futuras”.[51]
Altamirano es uno de los pocos escritores que se ocupan de reseñar la novela de Riva Palacio; en sus Revistas literarias, le dedica estos párrafos:
Calvario y Tabor es la historia de la guerra en el centro de la República; es la epopeya de esos hombres titánicos, que se mantuvieron a las puertas de la capital del Imperio sin alejarse nunca, sin desmayar ni doblegarse, haciendo frente al ejército francés; rodeados de enemigos, defendiendo la bandera nacional aislados y sin esperanzas, pero con la sublime fe del patriotismo que ve en la desventura la grandeza y en el patíbulo la victoria.
Grupo de soldados hambrientos, desnudos, abandonados, cuya cabeza estaba puesta a precio, que no podían ni reclinarla tranquilamente sino que estaban obligados a hacer del insomnio el guardián de su existencia amenazada; viviendo en los bosques y en las serranías, armándose y equipándose con los despojos de sus enemigos, combatiendo sin cesar para poder vivir: he aquí lo que fue ese ejército del centro, cuya epopeya es la poética leyenda de Riva Palacio.
Esta obra se recomienda por más de una cualidad. Fluidez de estilo, en que se une a la elegancia la sencillez; verdad en las descripciones de lugares desconocidos en la República, como los de la costa del sur y la tierra caliente de Michoacán, escenas patéticas y terribles, como el envenenamiento de toda una división; exquisita ternura en sus episodios de amor, fraseología llena de sentimiento en sus galanes y en sus niñas enamoradas; todo esto hace de Calvario y tabor una novela encantadora.[52]
Sobre la “literatura patriótica” del siglo xix, el Boletín de la Biblioteca Nacional hace una revisión que incluye la obra de Riva Palacio y sus contemporáneos; según el artículo, la hazaña del 5 de mayo (la batalla de Puebla encabezada por Ignacio Zaragoza) es el detonante de una nueva vertiente de las “composiciones inspiradas por los héroes de la Independencia”:
Fue así como los poetas de aquel entonces escribieron poemas impregnados de amor patrio, anhelo de libertad, afán de justicia y fe en la creación de la nacionalidad mexicana. [...] Vicente Riva Palacio, especialmente en Calvario y Tabor (1868), describió la lucha contra los invasores franceses y Juan A. Mateos publicó El sol de mayo (1868).[53]
Al hablar sobre El cerro de las campanas, novela de Juan A. Mateos que inaugura la temática de la guerra contra el Segundo Imperio, Altamirano pronostica que la literatura nacional “comienza a ser protegida de una manera eficaz” y que “La avidez de lectura que hay ya en el pueblo, va a ser satisfecha con obras nacionales” por lo que “la protección dejará de otorgarse exclusivamente a las novelas españolas o francesas”.[54]
Sin embargo, la lectura entusiasta de Calvario y Tabor está temporalmente ligada a la victoria republicana. Conforme aumenta el descontento social entre la población, la reciente lucha armada se juzga desde una nueva perspectiva: la independencia nacional y el proyecto liberal se desvinculan del régimen juarista. El mismo Riva Palacio rompió relaciones con el gobierno poco después de la ejecución de Maximiliano, y La Orquesta se pronunció porfirista en septiembre de 1867; dice José Ortiz Monasterio:
abogado como su padre y famoso por la generosidad que tuvo con las tropas enemigas que capturó, debió estar en completo desacuerdo con la decisión de Juárez. En una de sus primeros editoriales en La Orquesta Vicente hace honor a ese lema suyo que recientemente había adoptado: “Ni rencores por el pasado, ni temores por el porvenir.” El editorial del 10 de julio a que nos referimos es precisamente una petición a Juárez para que otorgue el indulto a todos aquellos que colaboraron con el Imperio. En cuanto a la amplitud de la amnistía, Riva Palacio aclara en una editorial posterior [24 de julio de 1867] que sea completa.[55]
La polémica generó diversas respuestas en el ámbito periodístico pero la amnistía no se llevó a cabo. Un año después, la discusión volvió a las páginas de los diarios con la publicación de un capítulo de Calvario y Tabor donde Riva Palacio externaba su postura: Capilla, sargento imperialista, se pasa al bando republicano tras la derrota francesa en Zitácuaro y mata a dos de sus antiguos jefes en un acto de “patriotismo”; Jorge, el protagonista de la novela y oficial republicano, critica este falso nacionalismo y dispara contra él (Libro Cuarto, capítulo viii). Una editorial de La Revista Universal usó el pasaje para responder a una serie de artículos que Riva Palacio escribió sobre el tema en septiembre de ese año; la revista resalta la dureza con la que el autor juzga de asesinos a los “patriotas”, y concluye que la amnistía no puede calificarse de buena o mala, pero que es necesaria para la restauración del país: “la sociedad, la política y los destinos futuros de México exigen grandes y generosas medidas que arraiguen para siempre la paz y el sosiego en toda la República”.[56]
Un siglo después, Edmundo O’Gorman aventuró una lectura radical de la novela como defensa de Maximiliano:
A. Calvario: No todo el episodio de la intervención, sino el sitio de Querétaro.
B. Quién lo padeció: Maximiliano.
C. Tabor: La ejecución de Maximiliano en el Cerro de las Campanas. Maximiliano es víctima inocente por el engaño y la traición de quienes lo trajeron. Inocente por sus intenciones de defender la independencia de México y su integridad; e inocente por sus actos y administración mientras tuvo el poder. Su liberalismo. (Esta es la esencia de la defensa de Mariano Riva Palacio y Martínez de la Torre.) [La] ejecución de Maximiliano es el sacrificio de ese hombre inocente, en ese sacrificio podemos ver el Tabor, porque al no publicarse su abdicación y proseguir la resistencia de Márquez, al caer muerto Maximiliano se termina el poder de los conservadores y por tanto la vieja contienda de la guerra civil, y (para usar las palabras del autor al referirse al Tabor en la toma de México) “allí la Patria bella, radiante, trasnsfigurada, contempla su triunfo”.[57]
El maniqueísmo histórico no sólo condena las figuras de Maximiliano o Juárez, sino que pone en duda la heroicidad de los personajes de la novela. Es el caso de una editorial de La Orquesta que satirizó la pronunciación patriótica de Altamirano para criticar el programa juarista de la junta patriótica:
de ella puede decirse lo que dice el ilustre güero Medina: ‘Las penas que me maltratan, / Son tantas que se atropellan, / Y unas con otras se mellan, / Y por eso no me matan.’
‘Las penas que me maltratan’. Este verso puede ser de una Malagueña de las que cantan los héroes de Calvario y Tabor, como les llama el deslenguado de Nacho Altamirano, a unos desgraciados que bailan jarabe en el Teatro Nacional.[58]
El proyecto de nación que proponía la novela igualmente es criticado por Antonio Aldana en El Monitor Republicano, quien arremete contra “esa bella teoría republicana, por la que tanto hemos luchado y por la que tanta sangre se ha derramado”. En una reescritura del prólogo de Altamirano, el autor compara dos épocas: cuando se escribe la novela, “llena de esperanzas y ventura”, y la actual, “tan llena de desengaños, de dolor y de amargura”; la conclusión es mordaz: cuatro años de Calvario para “sufrir con más resignación el martirio de la tiranía mexicana”.[59]
En este sentido, el prólogo de Altamirano resulta certero al pedir que las hazañas narradas en la novela se reciten a los hijos “en las calladas horas de la noche, sentado junto al hogar” para guardarlas en la memoria y evocarlas “cuando esté próxima a extinguirse en su corazón la llama del patriotismo”.[60] El testimonio de un lector de la época sugiere que estas palabras no fueron escritas en vano:
En el curso de la novela, en episodios que oía con indiferencia una persona a quien yo la leía por las noches, yo sentía que se me venían las lágrimas a los ojos y tenía que suspender la lectura para limpiarlas con un pañuelo.
Por la escasez de mis recursos vivo con una familia en que hay niños desde nueve a doce años: pues bien, me daba gusto verlos sentados en círculo, escuchando atentos y conmoviéndose con la lectura que daba el hermanito mayor, porque usted con una sencillez encantadora ha sabido tocar las fibras más delicadas del corazón, y poner su novela al alcance de todas las inteligencias.[61]
Así, a pesar de los enfrentamientos políticos y el desencanto del gobierno republicano, Calvario y Tabor logró comunicar –con sus 6,000 ejemplares y reedición– el mensaje de libertad y unidad nacional que Riva Palacio le imprimió. Éxito que los editores aprovecharon para anunciar sus siguientes novelas (Monja y casada, virgen y mártir, Martín Garatuza, Los piratas del Golfo y La vuelta de los muertos), recordando siempre el “mérito de las obras que han salido de la pluma del distinguido autor de Calvario y Tabor”, la “avidez y aplauso” del público “hasta el grado de agotarse las ediciones” y el “examen histórico y filosófico de los tiempos coloniales y aun de nuestros días”.[62]
Y si acaso la novela no cumplía con las expectativas del lector, siempre quedaba la opción ofrecida por La Iberia: “Las personas que quieran deshacerse de las obras Calvario y Tabor, Monja y Casada, etc., etc., pueden ocurrir a la librería literaria, 2ª de Santo Domingo núm. 10 y al despacho de la Iberia, adonde se las comprarán”.[63]
Posteriormente una de las estudiosas que más ha contribuido a la revaloración de la obra de Riva Palacio es Clementina Díaz y de Ovando. Libros como Vicente Riva Palacio y la identidad nacional; Las ilusiones perdidas del general Vicente Riva Palacio o Riva Palacio; guerrero y poeta, más el rescate y trabajo editorial sobre Los Ceros nos dan una idea de la importancia de su labor para el conocimiento literario del General.
Las ediciones de Calvario y Tabor
En 1883, quince años después de la aparición de Calvario y Tabor, la Tipografía Literaria de Filomeno Mata publicó una 2ª edición corregida por el autor; si se compara con la de Villegas, no sólo se observa la corrección de erratas, sino que resultan notorios los cambios léxicos, las modificaciones sintácticas e incluso la supresión de párrafos. A pesar de ello, las ediciones posteriores siguen en general la princeps:
*Barcelona: Ballescá y Compañía (colección Novelas Mexicanas Escogidas), 1905 y 1908.
*El Demócrata, 1917.
*Ediciones León Sánchez (colección Biblioteca Popular de Autores Mexicanos), 1923 y 1930 (cada una en dos tomos; en momentos se apartan de la princeps sin explicar sus criterios).
*Editora Nacional, 1963 (edición mecánica de la de Ballescá).
*Prólogo de Vicente Quirarte. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Universidad Nacional Autónoma de México (“Obras escogidas de Vicente Riva Palacio”)/ Instituto Mexiquense de Cultura/ Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1997.
En el 2011, la Universidad Veracruzana publicó la novela en dos volúmenes, dentro de la colección “Clásicos Mexicanos”; es la única que sigue la edición corregida de 1883; el estudio introductorio y las notas de Manuel Sol muestran los cambios que hizo el autor a partir de la princeps. Es la edición que se usó para la elaboración de este artículo.
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Sol, Manuel, “Calvario y Tabor de Vicente Riva Palacio: historia de un texto”, Literatura Mexicana, núm. 1, vol. xx, 2009, (consultado el 29 de septiembre de 2014).
Vásquez Meléndez, Miguel Ángel, “Antecedentes de los cirqueros: chocarreros, titiriteras, maromeros, prestidigitadores y otros prodigios”, [Segunda versión, julio 2012], Artes del Circo y de la Calle, (consultado el 29 de septiembre de 2014).
“Vicente Riva Palacio”, Nuestros humanistas, (consultado el 29 de septiembre de 2014).
Calvario y Tabor; la primera novela que escribió Vicente Riva Palacio (1832-1896), narra la resistencia del Ejército Republicano frente a los invasores franceses y sus aliados mexicanos en el centro del país. Pero quien ocupa un lugar central en la novela es el pueblo, es decir, aquellos hombres que no dudaron en lanzarse a la lucha para defender su libertad. Entre éstos, quizá el más representativo y simbólico sea Nicolás Romero. Junto a la historia tenemos la ficción, cuyos personajes nos recuerdan la novela romántica europea. Con razón decía Ignacio Manuel Altamirano que si por una parte era “una fábula inventada para entretener el ocio”, por otra era la “verdad, aunque disfrazada con el atavío de la leyenda”.
En cuanto a estratega de la narración, Vicente Riva Palacio en Calvario y Tabor -como lo ha dicho doña Clementina Díaz y de Ovando-, “demuestra que sabe narrar”, que sabe “salir airoso en las disertaciones, retorcer la hebra episódica del relato” y descubrir “el dinamismo de la acción” y “el ágil manejo del lenguaje”.
La primera edición de Calvario y Tabor apareció en 1868, apenas tres años después de transcurridos los acontecimientos narrados. En 1883 volvió a ser impresa en los talleres de Filomena Mata, con innumerables correcciones, a tal grado que, en efecto, se puede considerar como una “2ª” edición, corregida por el autor”.
A diferencia de todas las ediciones existentes, que se basan en la primera -y que el autor no se hubiera atrevido a suscribir, pues esto hubiera sido lo mismo que autorizar la reimpresión de la princeps-, la presente edición toma como texto base la segunda, la más próxima a la última voluntad artística de su autor.