Jorge Luis Borges solía afirmar que su origen lector se hallaba en la Encyclopædia Britannica, cuyos volúmenes juzgó como una Biblia moderna por orden alfabético. Esto, sin agotarla, explica la estética de Borges: sus laberintos simbólicos y literales, que hoy llamamos hipervínculos, son “senderos que se bifurcan” para congregarse en una sola dirección total: el universo. Como en “El Aleph”, todos los hechos, tiempos y espacios “ocupan el mismo punto, sin superposición”, y su centro es ubicuo. “Cada cosa –según el narrador del famoso cuento– era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo.” Leer a Borges exige, también, hacerlo “desde todos los puntos” y comas de su cosmos personal.
Así lo entendió José Emilio Pacheco, quien dictó estas conferencias en 1999 para celebrar el centenario del natalicio de Borges. Con gozosa precisión, Pacheco recorre la vida y los milagros de un apellido, una obra y una posteridad. De la cronología íntima y la historia familiar a la disección de sus principales obras; de la literatura comparada a la hipótesis sobre los tantos Borges que en el mundo han sido, “esta declaración de la maestría” de Pacheco es, asimismo, una celebración de dos colegas y autores capitales de la lengua española.
“La idea de laberinto –escribe Pacheco– queda asociada desde muy temprano en Borges a la noción del vuelo hacia la libertad, vuelo que también acaba en fracaso. No importa. Así sea por un instante, se ha mirado la tierra desde donde antes sólo la habían visto los dioses y los pájaros. Hay una salida del laberinto y es el vuelo, imagen por excelencia de la imaginación y la lectura.” José Emilio Pacheco nos hace imaginar y leer mejor –es decir, con exigente libertad– no sólo a Borges, sino esa práctica de vuelo que llamamos literatura.