Sergio Pitol se mueve de un género literario a otro sin encontrar la mínima barrera, de la misma forma en que gran parte de sus protagonistas se movieron por la geografía de la orbe como si las fronteras no existieran. Ahora lo hacen con la crónica, en ensayo y la novela, sin abandonar para nada su condición de viejitos.
Aparentemente, El viaje relata un periplo de dos semanas, realizado en 1986, por la entonces Unión Soviética para conocer la experiencia de deshielo político que ocurría en aquellos lugares. Pero ya en la primera entrada de su diario, Pitol se las ingenia para dislocar la realidad, al grado que al acabarlo sólo sabemos que leímos un libro genialmente construido entre el sueño y la vigilia, sin saber dónde estuvo el límite que los separaba. No es extraño que debamos recoger, en este itinerario, algunos signos oscuros que generarían, poco más tarde, la novela más alucinante de Pitol: Domar a la divina garza.
De lo que sí estamos ciertos es que este hermoso texto rinde un permanente homenaje a la literatura rusa y a sus creadores, casi la única tierra firme entre el carnaval y el desenfreno onírico que imperan en él. La historia reciente y dramática de esa literatura es el otro camino de El viaje, el camino del tiempo, que Pitol recorre con igual libertad y nosotros, de su mano, con igual placer.
Si, en efecto, Sergio Pitol ha vuelto a recorrer algunos de sus territorios que suponíamos había perdido. En esta aparición nos confía algunos trozos de sus diarios de viaje. Concretamente uno que va de Praga al Cáucaso, a Tiflis, la capital de Georgia, pasando por Moscú y por la ciudad que entonces se llamaba Leningrado, en un aparente despertar de primavera. Parece que la intención del autor consiste en describir con un lenguaje preciso, ático clásico, sus peripecias de viajero, hasta que, de pronto, se introduce en esa prosa gélida por fisuras invisibles, como por mero azar, una nota excéntrica, al inicio ligeramente, para después, casi de inmediato, fortalecerse sin saberse cómo, y transformar todo en un galope delirante, ebrio, enloquecido de escenas grostescas, de calamidades regocijantes, de un anárquico delirio que puede desconcertar a quienes desconocen el teatrum pitolorum, pero aún así regocijarlos ampliamente.
Los diarios están arropados de una substancia generada en la propia escritura. En ellos aparece, por todas partes, el sacro bosque literario ruso. Clásicos, románticos y simbolistas y vanguardistas aparecen en un magno desfile carente de cronología: Dostoievski, Tolstói, Pushkin, Pasternak, Bely, Pilniak, Shklovski, Lérmontov, Tsvietáieva y Ajmátova, Bulgákov, Nabokov, Bajtin y compulsivamente Gógol, y aún más el inmejorable Chéjov, el predilecto; el abigarrado altar que guarda las figuras que Pitol reverencia, pero también los recuerdos de otras varias estancias en aquel mundo, como agregado cultural, como turista, como estudioso y últimamente como invitado de los descendientes de Tólstoi, y todavía más, de sus sueños demenciales, de la pasión por sus amigos, de sus perplejidades ante el laberinto del alma rusa (esa matrioshka sin fondo donde todo aparece y desaparece a la vez), de sus obsesiones escatológicas que le permtieron hacer en ese viaje el primer trazo de la que tal vez sea su mejor novela: Domar a la divina garza. El viaje es uno de los ejemplos más radicales del desvanecimiento de una realidad en la literatura y también el más perfecto, elegante y divertido modelo de una magistral construcción narrativa.
«Lo que gobierna a El viaje es la voluntad de estilo: a Pitol no le interesa precisamente contar un paseo o reflexionar sobre unas lecturas o narrar algunas historias extravagantes, sino ensayar una prosa que le permita hacerlo todo al mismo tiempo. Lo que queda es una escritura larga y destilada, de respiración generosa, que recuerda a las páginas memorables del "Nocturno de Bujara", de Vals de Mefisto, uno de los mejores cuentos escritos por un mexicano durante el siglo pasado. Sergio Pitol no sólo es nuestro mejor narrador activo, también es el renovador más esforzado de nuestras letras. Toda una lección vital: el autor más joven y valiente de una literatura tiene casi setenta años» (Álvaro Enrigue, Letras Libres)
Un tratamiento de choque puede lograr resultados inmejorables. Estimula fibras que languidecían, rescata energías que estaban a punto de perderse. A veces es divertrido provocarse. Claro, sin abusar, jamás me encarnizo en los reproches; alterno con cuidado la severidad con el ditirambo. En vez de ensañarme contra mis limitaciones he aprendido a contemplarlas con condescendencia y aun con cierta complicidad. De ese juego nace mi escritura; al menos así me lo parece.
Sergio Pitol
Aparentemente, El viaje relata un periplo de dos semanas, realizado en 1986, por la entonces Unión Soviética para conocer la experiencia de deshielo político que ocurría en aquellos lugares. Pero ya en la primera entrada de su diario, Pitol se las ingenia para dislocar la realidad, al grado que al acabarlo sólo sabemos que leímos un libro genialmente construido entre el sueño y la vigilia, sin saber dónde estuvo el límite que los separaba.