2015 / 01 dic 2017
Un joven que ya ronda los treinta, pluma en mano, permanece inmóvil frente al blanco de la página que la luz del candil ilumina. Sus ojos miran fijamente, a través de la ventana, la oscura noche de piedra de la capital del virreinato; los ojos de su memoria recorren otras tinieblas. Tendría cuatro o cinco años. Atraviesa el salón de la casona enlutada entre los rezos y el olor rancio de flores, cera derretida y sudor. Frente al féretro medio abierto, parado de puntillas, contempla el último gesto de su padre: los párpados hundidos, los labios agrietados, la piel lívida: debajo se adivina ya la espeluznante calavera. Con el recuerdo latiendo en el centro de su frente, Luis de Sandoval Zapata (ca. 1620-1671) echa a andar el primero de 29 sonetos que compondría en torno a su obsesión más grande: la fugacidad de la vida, la inminencia de la muerte.
Contrariamente a lo que pregonan, esos sonetos, que debieron componerse en la década de 1640, han sabido perdurar a lo largo de los siglos y hoy son, entre las que se conservan, las obras más admiradas de Sandoval, quien actualmente es considerado una de las figuras más relevantes de la literatura virreinal, junto a sor Juana, Juan Ruiz de Alarcón o Bernardo de Balbuena. Los 29 sonetos, no obstante, no sólo se alzan como una cumbre aislada en el ámbito local: son una pieza imprescindible del corpus de poesía española de la primera mitad del siglo xvii; y su autor, un miembro más de la generación de Lope de Vega, Luis de Góngora y Francisco de Quevedo. Con la voz cavernosa, oscura y auténtica de Sandoval Zapata, la Nueva España se suma, sin desentonar, al coro de la lírica hispánica en el crescendo del Barroco.
Nota: Los veintinueve sonetos forman parte del libro Obras editado en 1986 por José Pascual Buxó bajo el sello del Fondo de Cultura Económica.
Al igual que gran parte de la poesía novohispana, los 29 sonetos de Luis de Sandoval Zapata inicialmente circularon en copias manuscritas, de mano en mano, entre los aficionados a la poesía de la ciudad de México. A pesar de que en su momento debieron haberse difundido y celebrado ampliamente, corrieron con la suerte de muchos otros versos que no llegaron a la imprenta: más temprano que tarde, los papeles en donde habían sido copiados se fueron perdiendo, apolillando, desechando ya muertos sus dueños o bien, con los años, fueron a parar a los sepulcros de una biblioteca. Ya en su Estrella del norte, en el ocaso del siglo xvii, escribía Francisco de Florencia sobre Sandoval: “No han quedado de su ingenio y de su pluma más que las cenizas de algunos poemas”.[1]
De los 29 sonetos logró conservarse una sola de aquellas copias. Estuvo perdida durante siglos hasta que, por fortuna, en los años treinta del siglo pasado, un nigromante llamado Alfonso Méndez Plancarte la encontró, numerados bajo el rubro de “Sonetos de Dn. Luis de Zapata”, entre las páginas de un volumen misceláneo del siglo xviii, en el que varios frailes de la Compañía de Jesús, a la cual perteneció nuestro autor por un tiempo, cultivaron un verdadero jardín de versos deleitables, erigieron panegíricos e, incluso, ensayaron unas décimas subidas de tono: “A un cura que tenía en la mampara la pintura de una dama dormida con una flecha”. El volumen se halla resguardado en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México (Ms. 1600) y, como se ve, su contenido merece darse a conocer.
Desde su exhumación, los 29 sonetos han sido impresos en letra de molde varias veces, privilegio del cual no gozaron en su época. En 1937, Méndez Plancarte ofreció cuatro a los lectores del siglo xx en su artículo “Don Luis de Sandoval Zapata (siglo xvii)”, publicado en la revista Ábside. Poco después, en 1945, él mismo publicó otros más en su antología de Poetas novohispanos. Segundo siglo (1621-1721). Parte primera. A inicios de los setenta, Gabriel Zaid publicó su propia selección de los 29 sonetos en Ómnibus de poesía mexicana, los cuales en 1975 fueron impresos en su totalidad, finalmente, por José Pascual Buxó en Muerte y desengaño en la poesía novohispana (siglos xvi y xvii). Este último es el responsable de la edición de 1986, sucesivamente reimpresa, de las Obras del autor novohispano que hoy circula entre nosotros.
Los sonetos del Ms. 1600 son sólo las cenizas, los bellos aunque pálidos rasgos, de una obra vasta que alguna vez relumbró con intensidad. El hallazgo de Méndez Plancarte vino a confirmar la altura poética de Sandoval, la cual sólo era insinuada por sus dos textos antes conocidos. El primero, la Relación fúnebre a la degollación de los Ávila, narra la ejecución de dos nobles criollos del siglo xvi, quienes habrían emprendido el primer intento insurgente; el segundo, un soneto en que se compara a las rosas transformadas en la imagen de la virgen de Guadalupe con el ave fénix. Hoy conocemos una que otra obra más del autor. Destaca el Panegírico a la paciencia, exquisita muestra de oratoria sagrada virreinal, que Gerardo Torres dio a conocer en la revista Vuelta en 1985. Sin embargo, son muchas más las obras perdidas que las encontradas: sabemos que Sandoval Zapata escribió comedias teatrales (una censurada por el Santo Oficio), un ramillete de versos guadalupanos y otro de versos profanos, incluso, un opúsculo cuyo título podría intrigar a más de uno: De Magia.
La copia de los 29 sonetos en el Ms. 1600 dista de ser pulcra, de hecho, es una mala copia. De haber sabido que sería el único testimonio con el que contaría la posteridad, el admirador de Sandoval que la realizó habría procedido con más tiento. Abundan en ella las erratas de repetición: el copista repite en la línea que está escribiendo la palabra que se halla justo encima. ¿En alguno de estos dos versos debe cambiarse la palabra belleza?, ¿qué palabra iría en su lugar?:
la que, cuando belleza se miraba,
luz mortal de belleza se atendía[2]
Esta repetición de hermosura, fea errata, ha querido enmendarse sustituyendo por dulzura en el verso segundo:
aquí, el garbo, el gracejo, la hermosura,
la voz de aquel clarín de la hermosura[3]
Tampoco creo que Sandoval haya querido repetir el verbo abrasar en los versos siguientes. En esos paralelismos con los que suele rematar sus sonetos varía siempre todos los elementos (por ejemplo: “sólo vivió lo que tardó en hacerse, / sólo tardó lo que duró en quemarse”):[4]
te empiezas a abrasar cuando despiertas,
te acabas de abrasar cuando agonizas[5]
Hay también erratas que tienen que ver con confusión de grafías similares. En el soneto cuarto, se lee que la materia prima, luego de informarse en un bello jazmín, se desvanece en cenizas. En el manuscrito se escribe “Después que tanto honor te desnudaste”, aunque es más lógico que Sandoval considere un horror y no un honor el que la flor se haya destruido. En el soneto cuyo epígrafe reza “Día de Corpus en México” se lee: “La luz agota su festivo modo, / mayo a la aurora: ¡oh lástima a la fiesta!”.[6] ¿Qué debemos entender por mayo a la aurora? Creo que es muy probable que Sandoval escribiera rayó la aurora, lo cual tiene mucho más sentido: ‘amaneció y se acabó la fiesta, ¡qué lástima!’
Aunque no deja de ser lamentable la forma, disminuida, en la que estos sonetos han llegado a nosotros, hay que admitir que ello les confiere un cierto halo de misterio. Aunados a la complejidad y a la singularidad del poeta, de lo cual hablaremos más adelante, estos errores hacen que los poemas transmitan la sensación de estar inacabados, los vuelven inintencionadamente modernos. Ejercen en nosotros una fascinación similar a la que ejercen los bocetos de Leonardo, las esculturas sin pulir de Miguel Ángel, los cuerpos de Rodin. Este estado, un escalón antes de la forma última, va muy bien con su contenido: los sonetos, como la vida, concluyen y nos dejan con el deseo, imposible de satisfacer, de algo más, que debió ser y nunca conoceremos.
A través de la calavera de cristal
Los 29 sonetos de Sandoval Zapata están todos atravesados, de un modo o de otro, por el tema de la muerte, en cada uno se trasluce la idea de que la vida es un instante, de “que es nada todo el aparato vano”.[7] Podrían considerarse, salvo por unas pocas excepciones, como una serie de desengaños, de escarmientos que buscaban recordar a sus lectores que este mundo es pura apariencia, que hay que preocuparse más bien por las cosas del otro: reiteraciones del tópico antiquísimo del vanitas vanitatum, todo es vanidad de vanidades. El carácter aleccionador se acentúa con el uso de la segunda persona; aunque Sandoval se dirige a un velón, a una garza, a una rosa, no hay manera de no sentirse apelado por versos como: “lo menos fue tu muerte, que ya habías / empezado a morir cuando naciste”.[8]
La recomendación hecha por san Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales, la constante meditación sobre la muerte, fue tomada muy en serio por sus seguidores, quienes solían buscar un cráneo, recordatorio del término ineludible, para tenerlo cerca en todo momento. Fieles al ambiente jesuítico en el cual seguramente fueron concebidos, los sonetos de Sandoval debieron fungir como útiles aliados de esas meditaciones. Venían a ser, son todavía, una calavera inmaterial, como hecha de cristal, por usar una imagen del propio autor, contraparte de la tangible: al alzarla frente a sí, el lector puede ver su rostro de vivo sobrepuesto al del muerto que será y, al mismo tiempo, el mundo todo perfilado por los bordes nítidos de la muerte.
Si bien los sonetos del Ms. 1600 no fueron copiados escrupulosamente, sí es posible ver una voluntad ordenadora en la manera en la que fueron dispuestos. Podríamos agruparlos, grosso modo, de acuerdo a siete núcleos temáticos. El primero estaría conformado por los poemas dedicados al “velón que era candil y reloj”,[9] que Sandoval compuso quizá pensando en esas velas en cuya cera se escribían las horas y, al consumirse, iban marcando el paso del tiempo. En cierto sentido contienen ya las ideas fundamentales que alumbrarán nuestro lúgubre recorrido por el resto de los sonetos. En el segundo núcleo, 6-8,[10] se reúnen tres a quienes podríamos llamar las “fúnebres hermosas”: Isabel, muerta que conserva su belleza, la dama que “se vio en una calavera de cristal” y la “cómica difunta”. El soneto 9 está dedicado a un loro (“aunque el idioma racional no sabes, / imitas los humanos movimientos”)[11] y los sonetos 10-11,[12] “a una garza remontada”: los tres formarían el grupo dedicado a las aves. Hay cinco sonetos amorosos verdaderamente notables (12-16)[13] y doce poemas a las flores (18-29)[14] con los que Sandoval puede competir con los mejores poetas jardineros de los Siglos de Oro. El sexto grupo lo constituyen poemas que podríamos llamar de circunstancias: “Día de Corpus en México”[15] y “En la muerte del príncipe don Baltasar Carlos",[16] acaecida en 1647 –único dato, por cierto, que nos permite dar una fecha aproximada para los sonetos.
“A la materia prima”[17] constituye un grupo en sí mismo: soneto filosófico construido sobre la idea del hilemorfismo aristotélico-tomista, antecedente de la célebre ley: “la materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma”. En él, Sandoval increpa a la materia prima: ¿es posible que, habiéndote informado en tantas criaturas distintas y habiendo muerto todas ellas, no hayas escarmentado y sigas entregándote una y otra vez a la destrucción?: “¿Qué, no eres sabia junto a tantas muertes?”.
Aunque, como ya se dijo más arriba, los 29 sonetos merodean alrededor del tema del sepulcro, no todos lo abordan de la misma manera. En esas diversas vías de abordarlo radica en gran medida la singularidad de Sandoval Zapata. A este respecto, el matiz más importante, a mi ver, es el que concierne al binomio vida-muerte. Para Sandoval, la línea divisoria, si es que la hay, entre la vida y la muerte no es clara: “lo mismo es la hermosura que la sombra, / lo mismo es el aliento que la nada”.[18] Lo anterior conduce a la idea, vinculada al hilemorfismo del poema anterior, de que aquello mismo que nos vivifica es lo que nos aniquila: entre más lleno se está de vida, más cerca se está de la muerte. Enrique Serna habla de la paradoja de lo “vivificante-destructor”: el ser en la poesía de Sandoval “vive porque se destruye y para destruirse”.[19] Así, el poeta dice al velón: “El aire que te enciende es quien te amaga / y, ventilado de un impulso, paces / vida y muerte en el aire que respiras”;[20] advierte al loro sobre las balas que habrán de abatir su vuelo: “En tu fuga tus plumas no desveles, / porque cuando las bates vas soplando / en la hoguera, la muerte y el estruendo”; [21] si los dedos del sol abrieron la rueda de la flor, será también el sol la espada que la corte, las fauces en las que crujirá, marchita:
Sol que la anima es su mayor espada,
áspid secreto que el morir le acuerde,
a sus almenas de alabastro muerde
por deshacer su fábrica exaltada[22]
Si se nace para morir, se pregunta el poeta, ¿para qué prolongar lo inevitable? Los 29 sonetos exhalan un desgano vital apabullante y helado, insisten en la inutilidad de la existencia y alientan, con una suerte de ímpetu suicida, a la flor, a la llama, a que se apaguen: “Acábate ya, efímera lucida, / que haber vivido más es haber visto / mayores desengaños por más muertes”;[23] “No te escribas periodo tan florido, / porque en estos papeles de la vida / más fácil es borrarse que escribirse”.[24] El poeta presenta un panorama en el que la muerte, entre todas, parece siempre la opción preferible: “Pierde respiraciones y hermosura, / que si ha de envejecerse con los días, / mayor mal es la vida que la muerte”.[25]
¿Para qué luce el velón y florece la rosa si es tan sólo para entregar su belleza al polvo? Buxó ve en “esa fugaz belleza de los objetos mundanos”, que Sandoval pinta con detalle, una “imagen o figura de la belleza y sabiduría eternas... de la armonía que le concede el espíritu que la ocupa; espíritu que seguirá encarnando una y otra vez en aquellos seres de vida transitoria, reflejos imperfectos de la suprema perfección del universo”.[26] Más cercano al talante de Sandoval me parece el juicio de Serna: “las flores del novohispano... no sólo representan la engañosa brevedad de la vida, sino su absurda crueldad”.[27] Absurda crueldad: Sandoval no anda muy lejos de la “muerte sin fin de una obstinada muerte”. Si nos ofrece un retrato verbal minucioso de la belleza de las flores, de la llama, del ave, de las damas, es precisamente para dejarnos caer de más alto, para que sea más dolorosa la pulverización de ese torbellino de plumas, centellas, pétalos y morbideces.
No todos los sonetos presentan un panorama tan desolador. La serie de fúnebres hermosas es interesante precisamente porque en ella tres damas vencen, cada una a su modo, a la muerte. El soneto 6 recuerda varios casos de Inquisición. Isabel al parecer ha muerto por envenenamiento: los “bebedizos del napelo” del último terceto aluden a una bebida venenosa que, mediante brujería, buscaba conseguir el amor de una persona pero solía provocarle una muerte lenta. Con su hermosura, esta Isabel triunfa de la muerte: “Isabel expiró; quedose, cielo, / muerta la vida y viva la hermosura; / venció a la muerte, sus venenos pisa”. Otra dama, habiéndose visto en la calavera de cristal que le recordó la transitoriedad de su belleza, parece burlarse de la muerte cuando exclama, en los últimos tres versos: “La muerte ha de morir, que como se hizo / de cristal, que a la vida se parece, / quedó la misma muerte quebradiza”.[28] Frente a tu sepulcro, habla el poeta con una actriz difunta, que tan bien interpretó en vida distintos papeles, “...la muerte se quedó dudosa / si la representaste como muerta / o si la padeciste como viva”.[29]
Los poemas amorosos también presentan su visión particular de la muerte. En los sonetos 12 y 14,[30] ésta se presenta como un tormento menos cruel y preferible al de la ausencia de la amada. En el primero, un hombre enamorado de un imposible se retuerce en su cama mientras ve al sol nacer y morir cada día. El desdichado, que “...vive y llora y nunca yace”, enviada a la aurora, que vierte sus lágrimas de rocío, pero sin dolor, y al sol, que, “...aunque hoy expira... mañana yace”. En el segundo, las aguas de un arroyo gozan, si permanecen quietas, muertas, de la hermosura recostada en los márgenes que se refleja en su tersa superficie. Pero si esta misma hermosura entra en las aguas y las agita, las aviva, éstas, espejo roto, no pueden reflejar más al objeto de su deseo y se quejan: “muertas nos detuvimos a mirarte; / para no ver, a vivas nos condenas; / mayor mal es la vida que la muerte”.
La amada en la poesía de Sandoval Zapata puede vivificar a sus amantes con su hermosura del mismo modo con que puede asesinarlos. “Belleza a un balcón del ocaso”, soneto al que volveremos líneas abajo, nos presenta una dama que se muestra al atardecer: a diferencia del sol que desfallece en el poniente, ella vivifica con sus resplandores al enamorado que la contempla. Por el contrario, Lísida, una belle dame sans merci, esa femme fatale de los Siglos de Oro, dio de beber a un pájaro y, del solo contacto, el terrible fuego de su hermosura le propinó, como a sus amantes, una “dichosa muerte”.[31]
En el polo opuesto a la muerte lamentable del velón, las flores o el loro, nos topamos entre los 29 sonetos con una muerte heroica, que en vez de reducir hasta la ceniza, enaltece a las estrellas a quien la sufre: despeñamientos que pretenden, diría sor Juana, “su nombre eternizar en su rüina”. El soneto al príncipe Baltasar Carlos cierra con la sentencia: “Filipo gane el mundo con la espada / y tú la eternidad con la memoria”[32] –habría sido difícil que don Luis deseara al príncipe, muerto a los 17 años, una muerte que no fuera honorable.
Tenemos otras dos muertes, igualmente gloriosas, pero deseadas. Serna señala, tal vez con razón, que las metamorfosis de Sandoval son heroicas cuando son “elegidas por el ser” y lamentables cuando son “impuestas al ser”.[33] En primer lugar tenemos “Riesgo grande un galán en metáfora de mariposa”, soneto que aprovecha las últimas brasas de un tópico instaurado desde el Cancionere de Petrarca. El amante es como una mariposa encandilada con el brillo de aquella a la que ama: “¡no te acerques!, dirán todos los poetas al enamorado, que habrás de hallar la muerte en esa lumbre”. Sandoval, por el contrario, incita al galán-mariposa a arder entre las llamas del candil: “Dichosamente entre sus lumbres arde, / porque al dejar de ser lo que vivías / te empezaste a volver en lo que amabas”.[34] Olivares hace una lectura sacra de esta última invitación:[35] ¿qué otra llama habría de ser deseable si no es la del amor divino? Puede ser, pero, como ya dijimos, en Sandoval la muerte parece siempre una opción preferible y, como veremos, en su poesía hay una intención clara de dar un giro a los tópicos enmohecidos de antaño. La conjunción de ambas cosas bien puede devenir en el soneto 16.
En segundo lugar están los sonetos, enigmáticos, a “una garza remontada”.[36] Digo enigmáticos porque no parece muy claro a qué mito, a qué creencia se refiere el poeta en estos versos, si es que se refiere a alguno. En ellos, se alienta al ave a elevarse, como Ícaro, hasta ser consumida por el sol y arder, para siempre, con la luz fría de las estrellas. Por un lado, existe la creencia, desde Plinio, de que las garzas (o grullas) se elevaban, como los aviones, por encima de las nubes y las tempestades; por otro, se sabe que a finales del siglo xvi, los astrónomos añadieron a la cartografía sideral la constelación representada por el mismo animal. Sandoval, atento a las novedades de la ciencia como buen jesuita, parece haber mezclado estas dos noticias para dotar a la nueva constelación del origen mitológico del cual carecía:
Tú que rompiste esa ciudad del viento
trepando al sol, alcázares de nieve...
En dos alas espíritu embarcado,
si por ardiente de tan grande abismo
voló planeta de erizada espuma,
no descienda tu espíritu elevado,
pase a constelación tu parasismo,
quédate estrella, ya no bajes pluma.[37]
Si Luis de Sandoval Zapata es un poeta interesante debido a su peculiar visión de la muerte, no lo es menos debido al lenguaje poético en que la cristaliza. El vanitas vanitatum que se cierne sobre los lectores en cada uno de los sonetos se reviste con la gala de la más suntuosa retórica: la calaca de Sandoval está más cerca de la Catrina de Posada que del esqueleto siniestro de Valdés Leal.
El artilugio retórico fundamental, el que subyace a los 29 sonetos, es el concepto. Gracián, en su Agudeza y arte de ingenio, lo define como sigue: “es un acto del entendimiento, que exprime la correspondencia que se halla entre los objectos”.[38] Definición vaga, sí, pero que el mismo Sandoval ejemplifica a la perfección con este bello pasaje extraído de su Panegírico a la paciencia:
Quien ve a un pájaro advertidamente con el timón en la cola, con la proa en el pico, con las velas en las alas, con las áncoras, dice plumada nave es ese pájaro para los piélagos del aire que, haciendo verde ribera para los árboles, echa las áncoras de las uñas al puerto eminente de las ramas.[39]
Esta cadena de imágenes engarzadas es la que da solidez y cohesión a la estructura de los sonetos. Leamos el segundo cuarteto del 23,[40] dedicado a unas florecillas rojas armadas con espinas:
Para presidio del coral viviente
¿qué le ha importado su cancel de abrojos?
Para pasarse a fúnebres despojos
son los alientos de la muerte puente.
Para “descifrar” el concepto hay que atender al significado de las voces. El Diccionario de Autoridades define presidio como “la guarnición de soldados que se pone en las plazas, castillos y fortalezas para su guardia y su custodia”; cancel como una “antepuerta de madera, lienzo o cuero que defiende del aire o a los que entran el que vea lo que está detrás de él”; y puente levadiza como “la que regularmente hay en los fosos de los castillos o plazas fuertes”. Como se ve, términos todos pertenecientes a un campo violento, bélico. Sandoval dice que no le ha importado (no ‘le ha sido provechoso’) a la flor ni el presidio ni el cancel que la defienden como una fortaleza, pues los alientos de la muerte pasan sobre los abrojos como por un puente, desdeñando toda defensa. El duelo entre la flor y la muerte se transforma en una batalla de dimensiones insospechadas.
Las metáforas que sustentan los conceptos de la poesía de Sandoval parecen estar inspiradas en el principio del hilemorfismo, expuesto en el soneto cuarto, arriba referido. La materia que conforma estas criaturas verbales parece recordar sus estados anteriores: el fuego cuando solía ser pájaro, el pájaro cuando flor, la flor cuando fuego... Nos encontramos ante un universo donde las cosas confunden sus bordes: el loro es un “Pimpollo sensitivo de los vientos, / esmeralda con vida de las aves”;[41] la mariposa, un “vidrio animado”;[42] una flor blanca se transforma “En noche verde cándido lucero, / oloroso algodón, plata florida”,[43] para después abrir los pétalos, como un “pájaro de nieve”.[44] Siguiendo la creencia popular de que las aves nocturnas bebían el aceite de los candiles, la llama se transforma en una lechuza que bebe el “humor blanco” del velón:
Inmóvil luce cuando alada vuela
en plumas de esplendor ave callada,
esa antorcha que, líquida y dorada,
bebe humor blanco, líquida avezuela.[45]
Tal promiscuidad entre las diferentes encarnaciones de la materia prima no puede sino engendrar sinestesias y prosopopeyas. Las primeras son esperables debido a que una flor que es, al mismo tiempo, una estrella, bien puede emitir “en cielo de verdor luz olorosa”;[46] otra, que al mismo tiempo es un “ruiseñor nevado”, puede cantar con fragancias, “con voz del aire”.[47] Las prosopopeyas son también resultado de que las cosas inertes conserven algo del ímpetu vital que las impulsaba cuando solían ser criaturas vivas. Las hay hermosas: “La primavera marchitó su risa”;[48] exquisitas, como esa en que el poeta parece requebrar a la flor: “en camarines del abril doncella, / al balcón del pimpollo te asomaste”;[49] y otras, desconcertantes cuando menos, que bien podrían sorprender al más osado vanguardista: “el párpado sediento” del sol.[50]
Los 29 sonetos también ejecutan malabares en la cuerda floja de la sintaxis. Pongamos un solo ejemplo: el primer y arduo terceto del 14,[51] “Clori dormida junto a un arroyo”:
Despierta Clori, Sol, Cupido, Marte
deshace espumas y despeña arenas,
dicen contra la vida de su suerte:
Clori, es evidente, se equipara con el sol, quizá por lo rubia y por su belleza deslumbrante, con Cupido, porque como él enamora, y con Marte porque, a su semejanza, incita a la guerra amatoria. El sujeto de deshace y despeña tendría que ser Clori, y sus correspondientes epítetos, mientras que el sujeto de dicen no puede ser otro que las espumas y las arenas. Por tanto debemos suponer una violenta elisión del relativo: “[Clori] deshace espumas y despeña arenas, / [las cuales] dicen contra la vida de su suerte”. Los poemas de Sandoval Zapata no son un manual de gramática. Casos como el anterior no constituirían, necesariamente, un muestrario de “errores”: son las formas verbales, torcidas si se quiere, en las que el autor pudo expresar su visión del mundo.
Góngora tenebroso, Quevedo resplandeciente
Durante los Siglos de Oro la creación literaria no estaba regida por lo que hoy conocemos como originalidad. La labor del poeta consistía, en líneas generales, en reelaborar una serie de tópicos, moldes e imágenes preestablecidos y legitimados por la tradición: decir lo mismo pero de otro modo. Dadas estas circunstancias, la originalidad de nuestros autores clásicos, si es que podemos hablar de tal cosa, no radica en el tratamiento de un tema nunca visto, sino en la forma novedosa de tratar un tema ya conocido por todos. Los sonetos de Luis de Sandoval Zapata establecen relaciones estrechas con los de otros autores españoles de los Siglos de Oro, pero no se pierden en el tumulto de versos de aquella época. Su autor sabe dar ese giro preciso a los tópicos, parangonarse y a la vez distinguirse de los autores peninsulares de su generación y de los que lo anteceden.
Ya desde su descubrimiento en la década de los 30, Méndez Plancarte señaló el vínculo evidente que entabla el soneto 8 de Sandoval, “A una cómica difunta”, con el de Lope de Vega (1562-1635), “A la muerte de una dama, representanta única”. Nuestro poeta decidió contender con el apodado Monstruo de la Naturaleza y, como bien indica el mismo Plancarte, “no salió vencido en su intento”.[52] Para muestra, los dos últimos tercetos de las composiciones:
Fingió toda figura de tal suerte,
que, muriéndose, apenas fue creída
en los singultos de su trance fuerte.
Porque como tan bien fingió en la vida,
lo mismo imaginaron en la muerte,
porque aun la muerte pareció fingida[53]
La representación, la vida airosa
te debieron los versos, y más cierta;
tan bien fingiste amante, helada,
[esquiva,
que hasta la muerte se quedó dudosa
si la representaste como muerta
o si la padeciste como viva[54]
Las composiciones dedicadas a los relojes constituyen un verdadero subgénero de la poesía barroca en español.[55] Abundan los de sol, de manecillas y otros, raros especímenes, que en vez de arena, usan las cenizas de amantes desdichados para marcar el paso de las horas. Entre tantos engranajes apretujados y arenas contenidas, he encontrado al menos dos sonetos que entablan un diálogo directo con los tres dedicados al “velón que era candil y reloj” (1-3)[56] de nuestro poeta virreinal. El primero es del dramaturgo y poeta madrileño, Gabriel Bocángel y Unzueta (1603-1658), dedicado justamente al mismo asunto:
Esta partida imagen de la vida,
reloj luciente o lumbre numerosa,
que la describe fácil como rosa,
de un soplo, de un sosiego interrumpida;
esta llama que, al sol desvanecida,
más que llama parece mariposa;
esta esfera fatal que, rigurosa,
cada momento suyo es homicida:
es, Fabio, un doble ejemplo. No te estorbes
al desengaño de tu frágil suerte:
términos tiene el tiempo y la hermosura.
El concertado impulso de los orbes
es un reloj de sol, y al sol advierte
que también es mortal lo que más dura.[57]
Lo que en el español es una “lumbre numerosa”, en Sandoval es una “llama numerosa”;[58] lo que allá, “más que llama parece mariposa”, acá es una “mariposa en pavesas abrasada”[59] –emulación notoria, dicho sea de paso, de la “mariposa en cenizas desatada” de la Soledad primera de Luis de Góngora (1561-1627)–; si Bocángel escribió “cada momento suyo es homicida”, el novohispano responderá con un par de líneas mucho más sugerentes: “invisibles cadáveres de viento / son los instantes en que vas volando”.[60] El lector decidirá qué poema le parece mejor logrado. Lo indudable es que el de Sandoval está impregnado de un ambiente más tétrico: mientras que Bocángel se dirige a un tal Fabio, nuestro escritor, loco genial, interpela a un velón.
Existe otro de Francisco de Quevedo (1580-1645) cuyo epígrafe reza: “Fragilidad de la vida, representada en el mísero donaire y mortalidad de un candil y reloj juntamente”, también dirigido al dichoso Fabio. Basta leer el primer cuarteto para darse cuenta de que, aunque el tema es idéntico al de la serie de Sandoval, el tratamiento difiere completamente: el novohispano nos habla del asunto de la fragilidad de la vida con la mayor seriedad; Quevedo, con una risotada:
A moco de candil escoge, Fabio,
los desengaños de tu intento loco:
que en los candiles es muy docto el moco,
y su catarro, en el refrán, es sabio.[61]
Un soneto de Sandoval de muy ardua lectura, anteriormente citado, “A Clori dormida junto a un arroyo”, juega con el tópico de la dama dormida junto al río. Lo que en la mayoría de los poetas se queda como una contemplación de la belleza reflejada en las aguas, sirve a nuestro poeta para reflexionar sobre la muerte, su tema predilecto, y sobre la ausencia. En el soneto se nos habla de un río quieto (o muerto) que puede reflejar en sus aguas cristalinas a la dama que a su lado se tiende, aunque ella esté lejos, ausente. Pero cuando esa dama se introduce en las aguas y las revuelve, aviva el río, pero no se refleja más en él. La lección es clara:
muertas nos detuvimos a mirarte;
para no ver, a vivas nos condenas;
mayor mal es la ausencia que la muerte.[62]
El soneto guarda estrecha relación con otro de Luis de Góngora, escrito en 1582, cuyo primer verso dice: “¡Oh claro honor del líquido elemento”. En éste, la voz lírica, celosa, ruega al arroyuelo que no enfrene su corriente, que agite sus aguas, pues de otro modo, Neptuno podría poseer el reflejo de su dama, dibujado en la superficie quieta:
vete como te vas; no dejes floja
la undosa rienda al cristalino freno
con que gobiernas tu veloz corriente;
que no es bien que confusamente acoja
tanta belleza en su profundo seno
el gran Señor del húmido tridente.[63]
Como se ve, el asunto de este poema es muy parecido al de Sandoval. Sin embargo, en el soneto del cordobés la reflexión final sobre la muerte y la ausencia no aparece.
Quizá el caso más elocuente en cuanto a la originalidad de Sandoval Zapata se halle en el soneto dedicado “A una dama que se vio en una calavera de cristal”. En esta composición, ya lo hemos dicho, una doncella, al verse reflejada en el vidrio de una calavera, se percata de la fugacidad de la vida:
En calavera de cristal se vía,
en el espejo docto escarmentaba
la que, cuando belleza se miraba,
luz mortal de belleza se atendía.[64]
La joven que, al mirarse al espejo o al contemplar su retrato, se da cuenta del carácter efímero de su belleza es uno de los tópicos predilectos del Barroco. Sandoval sustituye el espejo y el retrato e introduce un elemento novedoso, del todo ausente en el resto de la poesía de la época e indudablemente más significativo: la calavera de cristal, objeto de origen netamente americano.
Se afirma constantemente que la poesía de Sandoval recibe a partes iguales el influjo de Quevedo y de Góngora. ¿Qué quiere decirse con esa afirmación? Si alguno revisa cuidadosamente los sonetos (serios) que Quevedo dedicó al tema de la fugacidad de la vida, notará inmediatamente que sus colores son el gris, el blanco y el negro. Abundan las sombras, la nieve, el humo, los gélidos monumentos:
Ya formidable y espantoso suena,
dentro del corazón, el postrer día;
y la última hora, negra y fría,
se acerca, de temor y sombras llena.[65]
En sus composiciones sobre la muerte, el poeta español no nos exhorta a vivir la vida sino a despreciarla, a reducirla únicamente a un camino hacia el postrero día, a equipararla con la muerte: “Pues si la vida es tal, si es desta suerte, / llamarla vida agravio es de la muerte”.[66]
Góngora, poeta mucho más atento a los placeres de la vida, introduce en sus sonetos fúnebres, como si quisiera echar chispas en la oscuridad, un repertorio de elementos coloridos, apacibles: hay ninfas, Fénix, lilios, verdes montes. A cada elemento horrible, le corresponde otro suntuosamente bello. En este cuarteto, por ejemplo, el poeta se lamenta por la muerte de una dama que, siendo en vida una rosa, al morir vuelve a su hogar, a la tierra. Nótese, frente a Quevedo, el deslumbrante colorido de los versos:
Pálida restituye a su elemento
su ya esplendor purpúreo casta rosa,
que en planta dulce un tiempo, si espinosa,
gloria del sol, lisonja fue del viento.[67]
El poeta cordobés, a diferencia de Quevedo, no nos enseña a prepararnos en vida para el momento de la muerte, sino a disfrutar lo que hay en medio del paréntesis (que no es poco) que cerca la cuna y la mortaja:
goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,
no sólo en plata o víola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en sombra, en nada.[68]
Como hemos visto ya, Sandoval Zapata, al igual que Quevedo, nos exhorta a lo largo de sus 29 sonetos a escarmentar, a detener nuestros pasos y considerar la fugacidad de nuestra existencia. Nos muestra también que aún lo más hermoso, lo más sólido e imperturbable, se desvanece entre la neblina de la muerte. Sin embargo, no aborda el tema con la tenebrosidad de Quevedo. Los sonetos del novohispano, cercanos a Góngora en el terreno de la forma, centellean, se engalanan con una ardua sintaxis, convocan un sinfín de coloridas imágenes. El rigor moral, la actitud de Quevedo frente a la muerte y la suntuosidad verbal y retorcida sintaxis de Góngora convergen, se confunden y equilibran en la obra de Sandoval Zapata, una figura poderosamente auténtica: Góngora tenebroso, Quevedo resplandeciente.
Si desconocemos la mayor parte de lo que alguna vez fue la obra de Luis de Sandoval Zapata, es explicable que también desconozcamos lo que de ésta pudieron haber opinado sus contemporáneos. No obstante, a partir de dos o tres indicios, podemos conjeturar que el respeto del que nuestro poeta gozaba entre sus colegas no era poco. Además de las composiciones dedicadas a algún poderoso o las impresas en los preliminares de la obra de algún otro escritor –por lo general poco interesantes y en cuya redacción se aventuraba cualquier mediano poeta– Sandoval compuso otras que le merecieron triunfos en un par de certámenes poéticos efectuados en 1654 y 1665. Casi 20 años después de su fallecimiento, un hijo suyo, Francisco de Sandoval Zapata, “ingenioso menino de las musas”, resulta ganador en otro certamen, el famoso Triunfo parténico. Al otorgarle su premio, Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) lo llama “heredero del heroico y sublime espíritu de don Luis Zapata, su padre, Homero mexicano”.[69] El padre Francisco de Florencia, a quien ya citamos más arriba, afirma que tuvo Sandoval Zapata “un espíritu poético tan alto que pudo, si no exceder, igualar a los mayores de su edad” y lo llama “Fénix inmortal de la América”,[70] mote que en la Nueva España, además de a Sandoval, sólo le fue concedido a sor Juana.
El hecho de haberse disipado con tanta rapidez resguardó a la obra de Sandoval Zapata de los feroces ataques con que la crítica literaria de finales del siglo xviii y xix embistió a la lírica virreinal. Durante esos siglos, apenas hay mención de nuestro poeta. En su Rusticatio mexicana, publicada en 1781, el padre jesuita Rafael Landívar, desde el exilio en Italia, recuerda a los poetas que han cantado a las orillas de los lagos de México: “Sus nombres grabaron de aquestas riberas en troncos / Zapata, y Reina también, y Alarcón, el famoso en comedias, / a la vez que aliviaban tediosa tristeza con su dulce plectro”.[71] ¿Será ese Zapata nuestro poeta? Me parece viable. En su Biblioteca hispanoamericana septentrional (1821), Mariano Beristáin y Souza repite exactamente lo dicho por el padre Florencia en 1688: toda información acerca de nuestro autor se había ya difuminado.
Salvo sor Juana, ningún poeta novohispano llamó la atención de tantas personalidades del medio literario a lo largo del siglo xx como Luis de Sandoval Zapata. Su verdadera celebridad es posterior al hallazgo de los 29 sonetos, a pesar de que el juicio de quien los descubrió en aquel entonces no fue del todo favorable. Sorprende que Méndez Plancarte, tan proclive al encomio beligerante de los poetas novohispanos, diga que brincan aquí y allá versos deslumbrantes “en medio a una maraña [así fue escrito en el original] prosaica y a veces detestable”. Concluye que fue Sandoval un “Grande poeta fragmentario”.[72] ¿Cuál no lo es? Esos versos deslumbrantes que Méndez Plancarte encuentra son los picos esperables en el cardiograma de todo buen poeta.
Meses después de que los 29 sonetos se dieran a conocer, José Lezama Lima publicó en la revista Grafos unas cuantas líneas maravillosas acerca de Sandoval, plagadas de información absolutamente fantasiosa, bajo el título de “Un poeta mexicano del siglo xvii”. Su afición por el novohispano no lo abandonaría: en el capítulo xiv de Paradiso, Oppiano Licario presenta, durante una tertulia en casa de Jorge Cochrane, su “Cubilete de cuatro relojes”, que no es sino un cuarteto de “sonetos con tema relojero”, entre los cuales se halla, por supuesto, el segundo soneto dedicado al candil-reloj.[73]
En 1952, la UNESCO comisionó a Octavio Paz la compilación de una antología de poesía mexicana, en la cual incluyó algunos de los 29 sonetos y el soneto guadalupano. En el prólogo de la misma, Paz afirma que de cada uno de éstos “pueden desprenderse versos perfectos, no en el sentido unánime de la corrección, sino tersos o centelleantes, grávidos o alados y siempre fatales”.[74]
Quien se encargó de traducir al inglés la antología compilada por Paz fue el mismo Samuel Beckett. El terceto final del soneto a la virgen de Guadalupe dice en español: “Más dichosas que el Fénix morís, flores; / que él, para nacer pluma polvo muere; / pero vosotras para ser María”.[75] En inglés, suena así: “You die more fortunate than the Phoenix, flowers: / for he, feathered to rise, in ashes dies; / but you, Our Blessed Lady to become”.[76]
Hacia el final de sus días, Octavio Paz quedó cautivado por el soneto 13, “Belleza a un balcón del ocaso”. Toma el título, “Un sol más vivo”, y el epígrafe, “desde el Ocaso un Sol más vivo”, de dicho soneto para una sección de su último libro de poesía, Árbol adentro, terminado hacia 1988. En su poema, como ya vimos, el novohispano habla de una mujer que, a la luz del sol agonizante de la tarde, se asoma al balcón y, “sol más vivo”, transforma el occidente en un oriente nuevo. Mientras tanto, según lo interpretó Paz, un hombre viejo “que en el occidente luz rondaba”, contemplaba su belleza y “en un morir enamorado ardía”. Paz, anciano ya como aquel hombre del poema, goza también del amor de su mujer y escribe en los umbrales de la vida:
pido
frente a la tos, el vómito, la mueca,
ser día despejado,
luz mojada
sobre tierra recién llovida
y que tu voz, mujer, sobre mi frente sea
el manso soliloquio de algún río.[77]
Carlos Fuentes tampoco escapó a la fascinación por la oscura y misteriosa figura de Sandoval. En los últimos momentos de su obra teatral, Orquídeas a la luz de la luna, estrenada en 1986, ocurre una alineación inusitada de tres astros: Dolores del Río recita entrecortadamente, el soneto “A una cómica difunta”,[78] mientras el cadáver de María Félix se acurruca en sus brazos. La escena habría dejado atónito al mismo Sandoval.
Por último, está el caso de Enrique Serna, quien escribió una tesis de licenciatura en 1975, titulada La paradoja en la poesía de Sandoval Zapata, francamente lúcida. En 2004 publicó su novela Ángeles del abismo, en la que Sandoval, hombre de teatro, es uno más de los personajes. En ella, Serna nos restituye el retrato del poeta que el siglo xvii nos negó:
salió de la alcoba en calzas y en camisa un hombre como de cuarenta años, con una melena entrecana derramada en los hombros. Pálido como ánima en pena, de hombros caídos y manos finas, tenía un perfil de halcón fatigado, ya fuera por los excesos de la vida alegre o por los trabajos del intelecto. A pesar de sus ojeras y de su figura escuálida, era un hombre apuesto, con un ardor sombrío en la mirada.[79]
La poesía de Luis de Sandoval Zapata, a diferencia de otra de la misma época que ha caído presa del tiempo y el olvido, no es una momia, ni una tumba donde se escriben epitafios para la historia literaria. Muy a pesar de lo que pregonan, los poemas del autor han venido a ser longevos y siguen tan vivos como lo estaban hace trescientos años. Parece que Sandoval encontró en la poesía un camino para evadir aquel abismo donde veía perderse sin remedio a los que amaba, a las aves más altivas y a las flores más presuntuosas. Escribió para burlar, algunos siglos más, aquella muerte que le atemorizaba al tiempo que le fascinaba, e invadía su pensamiento cada noche.
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José Pascual Buxó realizó en el presente libro una edición que es al mismo tiempo un homenaje y un estudio de los textos del poeta novohispano Luis de Sandoval Zapata, precedida de un amplio ensayo introductorio sobre el poeta y su estilo literario.