2010 / 28 feb 2019 22:01
Muy poco se sabía de Luis de Sandoval Zapata (¿1620?-1671) hasta que Alfonso Méndez Plancarte, prácticamente, lo descubrió y dio a conocer en su artículo de la revista Ábside.[1] Desde entonces, bastante se ha avanzado en el conocimiento de este singular poeta. Hoy sabemos, gracias a las investigaciones de Ignacio Osorio Romero,[2] que fue hijo de Jerónimo de Sandoval y Zapata y de Bernardina de Porras. Nació entre 1618-1629,[3] casi con seguridad en la ciudad de México. Hacia 1640 casó con Teresa de Villanueva, con la que tuvo cuatro hijos. Según Félix Ossores[4], “vistió la beca de seminarista de San Ildefonso de dicha ciudad [México] desde 1634; hizo progresos rápidos en sus estudios y muy sobresalientes en Bellas Artes”. Murió en la ciudad de México el 29 de enero de 1671.
Fue un poeta muy reconocido en su época. Carlos de Singüenza y Góngora lo llamó el “Homero mexicano”;[5] otro contemporáneo suyo, el padre Francisco de Florencia, “Fénix inmortal del América” y agregó: “excelente filósofo, teólogo, historiador y político, y un espíritu poético tan alto que pudo, si no exceder, igualar a los mayores de su edad”.[6] De su obra, ya en 1688, el mismo padre Florencia decía que no quedaban “Más que las cenizas de algunos poemas”.[7] Durante mucho tiempo, su celebridad se debió casi exclusivamente a un soneto guadalupano.[8] Según Beristáin, publicó en México unas Poesías varias a Nuestra Señora de Guadalupe[9] y un Panegírico de la paciencia (México, 1645).[10] Hasta antes del artículo de Méndez Plancarte de 1937, además del soneto guadalupano, se tenía noticia de las siguientes obra: un romance y un soneto a la Inmaculada Concepción, premiados en el Certamen poético de la Universidad (México, 1654); un soneto, unas octavas y un romance, también a la Inmaculada para el certamen Empresa métrica (México, 1655); un romance titulado “Relación fúnebre a la infeliz, trágica muerte de dos caballeros [los hermanos Ávila]”, publicado por Niceto de Zamacois en su Historia de México.[11] En 1937, Méndez Plancarte da el campanazo con el hallazgo de los veintinueve sonetos, conservados en un tomo manuscrito misceláneo. Finalmente, en 1985, Gerardo Torres publicó el Panegírico de la paciencia, y dio noticia de otras dos composiciones: un soneto y una décima “Al autor” publicados en las preliminares del libro de Francisco Corchero Carreño Desagravios de Christo.[12] A lo encontrado, hay que añadir lo perdido (por lo menos hasta ahora), de cuya existencia da testimonio el mismo Sandoval Zapata. En primer lugar están las obras mencionadas en el prólogo del Panegírico:
[…] Con la censura de este gran ingenio me atrevo a prometer a la curiosidad las Misceláneas castellanas, muchos versos humanos y divinos, la Apología por la novedad, la Información panegírica por Orígenes, el Epicteto cristiano, y sobre todo algunos opúsculos latinos, como el de Magia, Examen vanitatis, Doctrinae Gentium et haereticorum y las Quaestiones salectae…[13]
En segundo lugar, está su producción teatral. En su artículo “Documentos para la historia del teatro en la Nueva España”, de 1944, Julio Jiménez Rueda presentó algunos documentos inquisitoriales en los que consta que Sandoval escribió las siguientes obras de teatro: Lo que es ser predestinado (cuya representación prohibió el Santo Oficio), El gentil hombre de Dios (“representada este año próximo pasado de 59 en la fiesta de Corpus Cristi, e impresa”),[14] dos comedias de santa Tecla y dos autos sacramentales, Los triunfos de Jesús sacramentado y Andrómeda y Perseo. Así como puede verse, el unánime reconocimiento del que gozaba Sandoval en su tiempo se apoyaba no en unas cuantas participaciones en certámenes, sino en un conjunto de obras, del que ahora, por desgracia, tenemos más ausencias que presencias.
Descendiente de conquistadores, había heredado un ingenio de azúcar; pero, como se dijo en su tiempo, también el ingenio y genio aventureros que acabaron por arruinarlo. Habrá que releer su quevedesco Panegírico a la paciencia antes de condenar su prosa, según la rutina viene haciéndolo. Porque ya no puede negársele la condición de poeta, uno de los mayores en la Nueva España para Rafael Landívar, y dotado de magia expresiva para su crítico más reciente. Le deleitan las flores y su belleza de un instante. Sabe labrar un soneto a las metamorfosis de la materia prima, que él llama “viudeces”, con ser tema escolar y abstruso, manoseado un día por Acuña. Como es filosófico, es erótico: “¡Abrásate en el fuego que buscabas —dice al amante, jugando la metáfora de la mariposa—, Dichosamente entre sus lumbres arde!” Tiene ojos abiertos al color, como se ve en su “Blanca azucena”, y en aquella rauda contemplación que va y viene entre la mujer y el ocaso. Posee el rasgo trágico y narrativo para el ajusticiamiento de los Ávilas. Y sabe exclamar ante una cómica difunta:
Tan bien fingiste, amante, helada, esquiva,
que hasta la muerte se quedó dudosa
si la representaste como muerta
o si la padeciste como viva.[1]