Una de las preocupaciones más constantes de los historiadores de la literatura hispánica, especialmente de quienes escriben sobre el ámbito americano, es buscar las características comunes de la literatura del gran conjunto –aparentemente heterogéneo– de las naciones de habla española. Como contraparte, está también buscar las características que hacen de cada literatura nacional o regional algo delimitable, original y distinto de las otras literaturas escritas en español.
Ya en la actualidad, a partir del auge literario de Hispanoamérica en los años cincuenta, se acepta que la literatura del mundo hispánico posee tanto rasgos comunes que la unen y le dan cohesión, cuanto diferencias que la segmentan y regionalizan. En cambio, en la crítica y en la historiografía literarias de los siglos xviii, xix y de la primera mitad del xx, las polémicas, discusiones y argumentaciones sobre si las literaturas hispanoamericanas eran o debían ser dependientes o independientes respecto de la literatura española peninsular se sucedían constantemente.
En la crítica y en la historia de la literatura mexicana –a la que me voy a limitar– abundan los mismos argumentos y prejuicios. Entre éstos, es común encontrar que el único camino que se reconoce y defiende como verdadero es de la filiación directa y sumisa a la literatura peninsular castellana o, en el otro extremo, el llamado a romper con la tradición hispánica.
Esta toma de posiciones antagónicas se da tanto en la crítica, de carácter más bien descriptiva, que clasifica y da noticia de la producción literaria, como en la de carácter más bien normativo –abundante en los siglos xviii y xix–, que intenta predeterminar y guiar la producción literaria, dictando los criterios de contenido, estéticos y formales a los que debe responder la “buena literatura”. Como resultado, vemos que, en el caso de México, abundan los criterios de un casticismo extremo, los que censuran todo lo que se percibe contrario al imperio español, los academicistas a ultranza, los antigongorinos y las posturas revolucionarias de distintas gamas que, en los casos extremos, se lamentan de la filiación y parentesco con lo peninsular hispánico, o que incluso se lamentan por no haber sido colonia anglosajona.
Los problemas que llevaron a esta toma de posiciones antagónicas se derivaron, en parte, de las circunstancias políticas, y en parte, del desconocimiento de la propia literatura de América. Las luchas de independencia en las diversas regiones americanas constituyen, por supuesto, un factor esencial. No era posible que la mayoría de los escritores y de los críticos dedicaran su tiempo y su energía a rescatar su pasado próximo, sino que tenían que ocuparse intensamente en colaborar con su pluma en la instauración y fortalecimiento de los nuevos gobiernos independientes, o –como también sucedió– en atacar los movimientos de emancipación y defender el viejo imperio español.
En México se puede decir que la historiografía literaria no empieza hasta el siglo xviii. Antes, desde los primeros años de la colonia, hay –como señala José Luis Martínez– noticias varias y descripciones de las literaturas prehispánicas y de la propia producción colonial: las crónicas y las historias de escritores como Sahagún, Motolinía, Alba Ixlilxóchitl, Sigüenza y Góngora y Clavijero; pero no fue sino hasta las últimas décadas de la Colonia cuando se empezaron a emitir juicios críticos y se emprendieron investigaciones historiográficas propiamente dichas sobre la actividad literaria.[1]
La primera gran obra de historiografía literaria mexicana, la Bibliotheca Mexicana de Juan José de Eguiara y Eguren, iniciada alrededor de 1735 y publicada en 1755,[2] es fruto de una fuerte reacción contra el desconocimiento que había en España, y en general en Europa, de la literatura de América. El teólogo y canónigo de la catedral de México, Eguiara y Eguren, emprendió su obra llevado, como él mismo dice, por la “indignación y cólera” que le produjo la lectura de las Cartas latinas del deán de la iglesia de Alicante, Manuel Martí,[3] quien, para disuadir a un adolescente que deseaba trasladarse a la Nueva España escribe una “infamante nota […], una [cito a Eguiara] injuria tan tremenda y atroz a nuestra patria y a nuestro pueblo […] con que se ha pretendido marcarnos […], para decirlo, en términos comedidos y prudentes, hija tan sólo de la ignorancia más supina”.[4] La injuria y la ignorancia efectivamente existían, y aún hoy sorprenden. Escribía Manuel Martí al adolescente:
¿Adónde volverás los ojos en medio de tan horrenda soledad como la que en punto a letras reina entre los indios? ¿Encontrarás, por ventura, no diré maestros que te instruyan, pero ni siquiera estudiantes? ¿Te será dado tratar con alguien, no ya que sepa alguna cosa sino que se muestre deseoso de saberla, o –para expresarme con mayor claridad– que no mire con aversión el cultivo de las letras? ¿Qué libros consultarás? ¿Qué bibliotecas tendrás posibilidad de frecuentar? Buscar allá cosas tales, tanto valdría como querer trasquilar a un asno u ordeñar a un macho cabrío. ¡Ea, por dios! Déjate de esas simplezas y encamina tus pasos hacia donde te sea factible cultivar tu espíritu, labrarte un honesto medio de vida y alcanzar nuevos galardones. Mas por acaso objetaras: ¿dónde hallar todo eso? En Roma, te respondo.[5]
Aunque Eguiara llevó a México desde España una imprenta para imprimir su propia obra, sólo alcanzó a publicar un tomo con 782 referencias sobre autores e instituciones culturales de la Nueva España. Puesto que el interés principal de Eguiara era defender y dar a conocer al mundo los valores de la Nueva España, su Bibliotheca comienza con un extensísimo prólogo que constituye una apología vigorosa de la cultura mexicana: “La Nueva España [dice], también llamada España Magna y Reino mexicano, es la más ilustrada de todas las regiones de América.”[6] Uno de sus objetivos más importantes fue mostrar los valores de las culturas indígenas y la capacidad intelectual de los indios de México, lo cual cumplió con la pasión exagerada propia de quien se defiende:
[Los niños indios] aprenden más presto que los niños españoles y con más contento los artículos de la fe por su orden, y de las demás oraciones de la doctrina christiana, reteniendo en la memoria fielmente lo que se les enseña. […]. No son vozingleros, ni inquietos; ni díscolos, ni soberuios; no injuriosos ni renzillosos, sino agradables, bien enseñados, y obedientísimos a sus maestros. Son afables y comedidos con sus compañeros, sin las quexas, murmuraciones, afrentas y los demás vicios que suelen tener los muchachos españoles […]. Son con justo título racionales, tienen enteros sentido y cabeça. Sus niños hacen ventaja a los nuestros en el vigor de espíritu, y más dichosa viveza de entendimiento y de sentidos, y en todas las obras de manos.[7]
Aunque la Bibliotheca Mexicana resultó poco manejable, porque Eguiara tradujo al latín no sólo el texto y los nombres de los autores, sino también los títulos de las obras, ésta fue la base sobre la cual bibliógrafos e historiadores posteriores empezaron a estudiar y a dar a conocer la literatura novohispana. Tal es el caso de José Beristáin de Souza, quien aconsejado por Gregorio Mayans y Siscar, en 1790 inició su investigación que publicó en 1816 bajo el título de Biblioteca hispanoamericana septentrional. En ella consigna 3 687 autores novohispanos y aprovecha mil artículos de Eguiara (entre impresos y manuscritos), y –como él dice– los “descarga, los lima y los corrige”, y les añade dos terceras partes.[8]
Como ya se ha dicho, en casi toda la historiografía mexicana se evidencia una exagerada expresión de la propia ideología, de acuerdo con la época y la facción política a la que haya pertenecido cada autor. Así como Eguiara en su afán de defender lo autóctono, presenta un panorama idílico, Beristáin, aunque también defiende lo nativo de América, como casticista extremo, amante del imperio y enemigo acérrimo de la independencia, exagera en sus desmedidos ataques a los revolucionarios y en su defensa de todo lo relacionado con Fernando VII. Beristáin inicia su obra con la siguiente declaración de dependencia de España:
Desde los remotos ángulos de la américa boreal vuela hasta los Reales pies de V. Mag. una obra que no podría haberse escrito, si los gloriosos progenitores de v. Mag. hubiesen pensado solo en extraer (como calumniosamente murmuran los enemigos de España) de estas regiones el oro y la plata de sus minas, en hacer un comercio iniquo, y en observar una política tirana y mezquina. De justicia, Señor, debe consagrarse esta Biblioteca al heredero legítimo de aquellos príncipes, que fomentaron baxo la zona tórrida los estudios y las ciencias, y supieron formar en ella, no colonias miserables, sino un nuevo imperio, que sirviese eternamente de honor y de apoyo al ilustre, poderoso y antiguo, que había heredado de sus abuelos.[9]
Por otra parte, Beristáin muestra sin ninguna reticencia su indignación profunda ante las ideas de los liberales, influidos por los filósofos franceses, a quienes recrimina porque el movimiento de independencia de México sea un hecho inminente:
¡Lograsteis al fin, lograsteis, émulos impíos y libertinos de la católica España, introducir en su dócil, pacífica y piadosa américa la ponzoña y veneno de las pestilentes y funestas máximas de la política anticristiana, para despojar a mi ínclita nación con los cañones de vuestras plumas, de las ricas posesiones que no había podido quitarle la fuerza de los cañones de hierro y de bronce![10]
Dentro de los avances metodológicos de Beristáin está el haber ordenado sus amplios artículos biobibliográficos por apellido, y no por nombre de pila como en la época de Eguiara. A pesar de las inexactitudes en la reproducción de los títulos, el desorden en las biografías y la desmesura en el lenguaje, el gran mérito de la obra reside en haber hecho acopio de tantos y tan diversos datos, lo cual facilitó que los bibliógrafos que le siguieron pudieran, a partir de su información aclararla, ampliarla y aumentarla. Así, a los tres volúmenes que abarca la obra de Beristáin, se añadió más tarde un cuarto que incluye las adiciones de Félix Osores, José Toribio Medina, José Fernando Ramírez, Joaquín García Icazbalceta y Nicolás León.[11] Según señalan Pedro Henríquez Ureña, Luis G. Urbina y Nicolás Rangel, Beristáin se valió también de obras hoy perdidas, como una Historia de la literatura mexicana de Ascárate y otra anterior del jesuita Agustín Castro.[12]
En pleno siglo xix, en medio de guerras civiles y de luchas continuas por la independencia contra las potencias expansionistas (España, Inglaterra, Francia, los Estados Unidos), se escribieron las primeras historias literarias propiamente dichas. Cabe destacar como obras valiosas, aunque de posiciones ideológicas encontradas, la del culto liberal, cronista y novelista, Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) y la del también ilustrado liberal, político republicano, poeta, periodista y crítico, José María Vigil (1834-1893), por un lado. Por el otro, está la obra del erudito, lingüista, filólogo y crítico ultraconservador, Francisco Pimentel (1832-1893), conde de Heras, prefecto político de la ciudad de México en tiempos del imperio de Maximiliano, fundador de la Academia Mexicana correspondiente a la Real Academia Española (1875), y miembro de muchas sociedades científicas nacionales e internacionales.
Es bien sabido que Altamirano persiguió el objetivo de hacer de la literatura un arma que ayudara a consolidar la independencia. Quería formar una cultura nacional que sirviera de eje para integrar a la dispersa sociedad mexicana. Ya consolidada la república, en 1880, escribe Altamirano:
El pueblo no quiere ya verse obligado […] a dar un solo paso atrás en la senda política que ha recorrido regándola con su sangre. Intérpretes nosotros de esa voluntad manifestada de mil maneras, llegamos a la vida de la publicidad periodística, firmemente resueltos a no separarse jamás de esa línea de conducta que nos imponen el deber y la convicción.[13]
Se podría decir, con Huberto Batis, que Altamirano “quiere repetir en la literatura el grito de Dolores, para llegar a un arte que revelara así su filiación con Europa, pero también una novedad de forma y fondo, criolla.”[14]
José María Vigil, también liberal y republicano, evalúa los logros de la república en materia de producción literaria y llega a conclusiones contrarias a las de Altamirano, que ni la independencia de México por sí sola, ni el periodismo son los medios indicados para que las letras prosperen. en su artículo, "Algunas consideraciones sobre la literatura mexicana", de 1876 dice:
Consumada la independencia, parecía que la condición de los hombres estudiosos iba a cambiar por completo; sin embargo, [...] la larga serie de disturbios intestinos, han contribuido a mantener un estado de cosas, que en realidad se diferencia muy poco del antiguo [...]. Por otra parte, estas circunstancias excepcionales han impreso a los espíritus una dirección altamente perjudicial para la literatura: hablamos de la fiebre política y del consiguiente desarrollo del periodismo. La necesaria agitación que aquélla produce, es por sí sola más que suficiente para absorber del todo los espíritus, que no tienen la tranquilidad necesaria para dedicarse a los estudios profundos que exigen obras bien meditadas [...]. El camino que el periodismo ha abierto a la juventud no puede considerarse como un medio a propósito para que las letras prosperen.[15]
Además de sus múltiples artículos sobre diversos aspectos de la historia literaria colonial y del siglo xix, al morir en 1909, Vigil dejó inconclusa una historia general de las letras de México. Su Reseña histórica de la literatura mexicana, que sólo alcanzó a llegar al siglo xviii,[16] es un interesante, equilibrado y amplio estudio de los tres siglos novohispanos.
Francisco Pimentel es el reverso político de figuras como Altamirano y Vigil. De su obra, Historia crítica de la literatura y de las ciencias en México, desde la conquista hasta nuestros días , Pimentel sólo alcanzó a publicar en 1885, lo referente a los Poetas , que después corrigió y aumentó en una nueva versión que se conoce como la Historia crítica de la poesía en México (1892). Su otro estudio, Novelistas y oradores mexicanos, se publicó póstumamente, en 1904.[17] La obra de Pimentel, aunque se puede considerar como la primera historia sistemática de la literatura mexicana, ha estado marginada de la mayoría de las historias de la literatura mexicana escritas en el siglo xx. Una de las razones por las que la obra de Pimentel cayó en descrédito, piensa José Luis Martínez con sobrada razón, fue "su desafortunada inquina contra la poesía de Sor Juana",[18] que condenó por su marcado gongorismo y extravíos poéticos. Así, la obra de Pimentel a la vez da muestra de su capacidad de investigación y de su amplia cultura, pero también de su dogmatismo y su intolerancia. Pensaba este erudito conocedor de filosofía que la crítica debía aprobar lo bueno y lo malo y señalar y corregir lo malo. ejemplos de su exagerado antigongorismo y de su actitud dogmática son los siguientes: "verdaderamente causa dolor ver ingenios como el de Sor Juana, extraviados de esta manera",[19] dice Pimentel cuando se refiere al Primero sueño. Cuando comenta Pimentel el soneto de Sor Juana a un retrato, "Éste que ves, engaño colorido,/ que del arte ostentando los primores/ con falsos silogismos de colores/ es cautelosos engaño del sentido", lo que aprueba e incluso lo alaba, pero encuentra que tiene "un defecto notable, que es la palabra silogismos; y si en su lugar [dice Pimentel] se pusiera apariencias, quedaría una bella composición".[20] Sus juicios injustos y ásperos le valieron la crítica de sus contemporáneos y sucesores. Carlos González Peña, por ejemplo, en su Historia de la literatura mexicana de 1928, utiliza explícitamente juicios de Pimentel, y sin embargo, al hablar de él sólo dice que era "hombre sin estilo, sin gusto ni discernimiento crítico; pero pueden dispensársele sus deplorables juicios literarios, a truque de la copia de noticias que logró allegar".[21] En efecto, a pesar de su rigidez y su negatividad ante la literatura, los datos y los materiales que reúne Pimentel son excepcionalmente valiosos y muchos han servido de base para posteriores historias de la literatura. Hay que hacer notar que Pimentel era cuñado del bibliógrafo Joaquín García Icazbalceta (1825-1894), y que gracias al acceso que tuvo a la biblioteca de este erudito, pudo reunir tanta información.
De las visiones de conjunto de la literatura mexicana escritas en el siglo xix hay que mencionar también las ojeadas breves de Pedro Santacilia, Del movimiento literario de México (1868),[22] de Enríque Olavarría y Ferrari, El arte literario en México (1877)[23] y de Manuel Sánchez Mármol, Las letras patrias (1902).[24] Aunque escrita desde la otra orilla, mención especial merece la visión muy compleja y amplia sobre la poesía mexicana de Marcelino Menéndez y Peláyo, que sirve de "Introducción" a la parte dedicada a México de la Antología de poetas hispanoamericanos, publicada por la Real Academia Española en 1893. A este estudio se refieren Pedro Henríquez Ureña, Luis G. Urbina y Nicolás Rangel como el que "ofrece la síntesis de una evolución literaria de cuatro siglos con mayor fuerza que ningún otro trabajo hecho sobre el asunto, y es definitivo, sobre todo, en el estudio de las influencias que han obrado sobre la poesía mexicana".[25]
Entre los trabajos bibliográficos más notables, en cuanto a exactitud, erudición, mesura, equilibrio y objetividad está, en primer lugar, la Bibliografía mexicana del siglo xvi, del ya mencionado Joaquín García Icazbalceta, publicada en 1886,[26] de la que Menéndez y Pelayo dice que es "obra en su línea de las más perfectas y excelentes que posee nación alguna".[27] Hoy tenemos de ella una excelente edición, puesta al día, por otro gran bibliógrafo, Agustín Millares Carlo.[28] Para el seiscientos está el también valioso, pero más limitado, Ensayo bibliográfico mexicano del siglo xvii, del canónigo Vicente de Paula Andrade, publicado en 1899,[29] que sigue el orden cronológico de Icazbalceta y que, como él, sólo incluye lo editado en México. Sobre el siglo xviii está la extensísima obra –en seis volúmenes– de Nicolás León, que se empezó a elaborar y a publicar en la revista Anales del Museo Michoacano en 1890, pero cuyos primeros tomos no empezaron a aparecer hasta 1902.[30] Como complemento de estas bibliografías están los eruditos trabajos, La imprenta en México, La imprenta en Puebla, La imprenta en Veracruz, La imprenta en Guadalajara, y La imprenta en Mérida, del bibliógrafo hispanoamericanista, José Toribio Medina, publicados entre 1904 y 1912.[31]
En el siglo xx, aunque se ha hecho mucha investigación sobre literatura mexicana, hay muy pocas historias en conjunto. Omito aquí, por inabarcables todos aquellos trabajos elaborados en este siglo que no son propiamente historias literarias. Tampoco incluyo los manuales escolares que no aportan investigación nueva. Entre las pocas historias literarias, una de las más originales, aunque de las menos difundidas, es la de Luis G. Urbina en su "estudio preliminar" a la Antología del centenario (1910), donde revisa y analiza con juicio agudo la literatura del siglo xix.[32] Su otra obra de conjunto, publicada en Madrid en 1917, fue elaborada a partir de cinco conferencias que dio en la universidad de Buenos Aires, y abarca desde las crónicas de la conquista hasta sus propios contemporáneos. Una de las historias más conocidas es la ya mencionada de Carlos González Peña de 1928,[33] que, con claridad y orden, pone al alcance del gran público información recogida por investigadores anteriores a él. Algo semejante hace Julio Jiménez Rueda en su Historia de la literatura mexicana también de 1928 y también muy consultada.[34] Las ojeadas de conjunto más recientes son –hasta donde yo sé– las que hizo Francisco Monterde para la Historia general de las literaturas hispánicas, que editó Díaz Plaja en los años cincuenta; éstas fueron sobrias y útiles, pero tan breves que funcionan más como orientaciones bibliográficas que como síntesis interpretativas.[35] Lo mismo puede decirse del manual de María del Cármen Millán, de 1962.[36]
Resulta extraño que desde los años veinte, desde González Peña y Jiménez Rueda, no se hayan hecho más intentos de síntesis globales. No es el momento de preguntarse por qué no los ha habido, sino de percatarse de que es necesario ya emprender una nueva síntesis: han pasado sesenta años, cuatro generaciones y estamos acercándonos al fin del siglo. Decía Pedro Henríquez Ureña, como ya dije, que "cada generación [...] debe justificarse críticamente rehaciendo las antologías, escribiendo de nuevo la historia literaria y traduciendo nuevamente a Homero".[37]
Altamirano, Ignacio Manuel, “La República”, 15 de febrero de 1880. [Reproducido en Antología, México, D. F., Universidad Nacional autónoma de México, 1981, pp. 125-126].
Batis, Huberto, “La revista literaria El Renacimiento”, en Ignacio Manuel Altamirano, Crónicas de la semana, México, D. F., Instituto Nacional de Bellas Artes, 1969, p.14.
Beristáin de Souza, José Mariano, Biblioteca hispanoamericana septentrional o catálogo y noticas de los literatos, que nacidos, o florecientes en la América septentrional española, han dado a luz un escrito o lo han dejado preparado para la prensa, 1ª ed., México, Imprenta de la calle de Santo Domingo y esquina de Tacuba, 1816-1821.
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Castro, Agustín, Antología del centenario. Estudio documentado de la literatura mexicana durante el primer siglo de independencia, t. i, ed. de Justo Sierra, Luis G. Urbina, Pedro Henríquez Ureña y Nicolás Rangel, México, D. F., Imprenta de Manuel León Sánchez, 1910.
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