El jesuita Agustín Castro —autor del fragmento épico, La Cortesíada y de cierto Tratado de Prosodia— describió en metro latino las ruinas de Mitla, tradujo a Fedro, Séneca, Anacreonte, Safo, Horacio, Virgilio, Juvenal, Milton, Young, Pope, Boileau, Gessner y el seudo-Ossian; y en verso castellano, compuso una descripción de Antequera Oaxaca. Su curiosidad era universal. Puso a Bacon en español, escribió de anatomía. Y en sus epístolas Horacianas, comentó a Lope de Vega y dejó una nueva “arte poética” construida según los monumentos de la literatura española. Pero sus obras quedaron manuscritas y andan perdidas en los archivos de su destierro —Ferrara, Bolonia, Forlí, Castel San Pietro—, y sólo nos queda la referencia de su empeño por reducir la antigua métrica cuantitativa a la moderna métrica silábica. Lo cual no fue en él, como en el Carducci de las “odas bárbaras”, una mera transportación poética, sino, además, el efecto de una teoría equivocada sobre la identidad de ambas métricas, teoría que todavía en nuestros tiempos particiába Leopoldo Lugones.
Acaso pueda achacarse al destierro de los jesuitas la pérdida de los manuscritos del padre Agustín Pablo Pérez de Castro quien, según su biógrafo Juan Luis Maneiro, había dejado en los comienzos una historia de la literatura mexicana o hispanoamericana. Ésta y las demás obras del veracruzano Pérez de Castro quedaron inéditas en Italia y se consideran hasta ahora perdidas. Probablemente esta historia lo era, según la acepción que en la época se tenía del concepto de literatura, de toda la producción cultural escrita y, consiguientemente, sólo de manera secundaria tocaría lo que hoy entendemos por literatura.