1996 / 06 abr 2018 10:53
El universo celebrativo de la Nueva España
Los ciudadanos de la isla de Utopía –según el veraz testimonio de santo Tomás Moro–,[1] sólo consideraron necesario celebrar un día de fiesta al principio y al final de cada mes. Reacios a aceptar este tipo de templanza, los habitantes del virreinato de la Nueva España previnieron en cambio desde época temprana varias reuniones mensuales de carácter festivo, quizá con el único deseo de no caer en tal severidad. La puntual realización de un verdadero cúmulo de festejos y celebraciones hace aún más evidente el aturdimiento y la resistencia que, sin lugar a dudas, experimentaron nuestros antepasados al rechazar semejante moderación.
Al menos eso es lo que se desprende de los juicios emitidos por todos aquellos personajes que redactan, en forma hasta cierto punto oficial, las imprescindibles descripciones escritas en prosa y en verso que, todavía hoy, podemos leer sobre cada una de las fiestas y solemnidades efectuadas por los pobladores del amplio territorio conquistado por Hernán Cortés.
El poeta y dramaturgo sevillano Juan de la Cueva (1550-1610) tuvo ocasión de realizar un viaje al Nuevo Mundo en el último tercio del siglo xvi. Durante esa breve estancia en tierras mexicanas, el artista hispalense logró distinguir tales muestras de júbilo y dolor dentro de una epístola dirigida al licenciado Laurencio Sánchez de Obregón, primer corregidor de México. Ciertamente, resulta muy significativo observar cómo ya en los tercetos iniciales de esta célebre composición, De la Cueva fabrica una de esas "crónicas autobiográficas" o "confesiones rimadas" que, según el punto de vista de Francisco A. de Icaza,[2] constituyen gran parte de la producción lírica de aquellos años.
Los informes que el autor del Ejemplar poético ofrece sobre las festividades llevadas a cabo en las Indias, a lo largo de la primera centuria de la dominación hispánica, conforman un apreciable documento relativo al incesante sincretismo cultural que por entonces se desarrolló entre los conquistadores y los indígenas, asegurando los distintos niveles de integración propiciados por las nuevas comunidades americanas.[3]
Al sugerir que los artistas poseen la capacidad de pintar a su antojo desde una "risa fingida" hasta un "falso lloro", Juan de la Cueva porta con beneplácito la bandera de Apolo que comparte en Sevilla con su hermano Claudio, quien por esa época llegó a obtener el nombramiento de medio-racionero de la Catedral de México.[4]
A los veinticinco años de edad, el futuro creador del teatro nacional sólo estaba ansioso por dejar plasmada en sus versos la enorme satisfacción que él mismo experimenta al referir que la ciudad de México siempre le fue muy propicia: "Yo en ella –afirma de la Cueva–,[5] a mi placer me huelgo y me revicio."
No podemos negar que tal convencimiento presenta, en el fondo, un origen bastante ambiguo. Después de hacer un exaltado elogio de los edificios, bellezas, frutos, comidas y artesanías de esta localidad, el poeta español pone de relieve la aspereza que, en su opinión, prodigaba la "gente natural" en estos contornos. Con este criterio, los indios quedan caracterizados ante sus ojos como un grupo de hombres de trato difícil y lenguaje incomprensible que, contra todos los pronósticos, captura en forma misteriosa la atención de aquellos "gachupines" que –como él– tienen oportunidad de admirar los diversos aspectos de cada una de las celebraciones indígenas:
La gente natural, sí, es desabrida
(digo los indios) y de no buen trato,
y la lengua de mí poco entendida.
Con todo eso, sin tener recato,
voy a ver sus mitotes y sus danzas,
sus juntas de más costa que aparato.
En ellas no veréis petos ni lanzas,
sino vasos de vino de Castilla
con que entonan del baile las mudanzas.
Dos mil indios (¡oh extraña maravilla!)
bailan por un compás a un tamborino,
sin mudar voz, aunque es cansancio oílla...
Otras veces se quejan y lamentan
de Amor, que aun entre bárbaros el fiero
quiere que su rigor y fuego sientan.
De su hemisferio ven la luz primero
ausente, que se ausentan del mitote
en que han consumido el día entero...
Esto, porque es notable, lo notamos
los que de España a México venimos,
que allá ni lo sabemos ni alcanzamos.[6]
La extrañeza que le producen otras "cien mil" maravillas del suelo mexicano –acordes todas ellas con la exigente medida de los deseos y peticiones del insigne viajero–, es relegada en la última parte del poema, cuando el autor confiesa que su lira ya se ha inclinado a cantar "mayores cosas" en su próximo regreso a España.
Actualmente, las actas del cabildo de la ciudad de México pueden aún brindarnos la oportunidad de asistir a las juntas y asambleas donde, con fecha remota, los regidores de esta urbe todavía pequeña tomaron los primeros acuerdos para amenizar y engrandecer las funciones públicas que pronto conformarían el apretado calendario cívico-religioso de la colonia.
El afán conmemorativo que prodigan los animosos escribanos reales encargados de redactar esos protocolos, surge sin duda a partir del momento en que la capital novohispana quedó trazada a compás, bajo la dirección del alarife Alonso García Bravo, según las últimas recomendaciones urbanísticas perfiladas por la arquitectura renacentista.[7] Aun al saberse poseedores de una doble tradición festiva –la indígena y la peninsular–, los pobladores del virreinato intentan obedecer al pie de la letra las numerosas consignas políticas y religiosas que empiezan a estructurar el universo celebrativo local. Es difícil olvidar cómo el factor sincrético generado desde el inicio entre ambas culturas, agilizó en gran medida la organización y el cumplimiento de cada uno de los ritos y ceremonias de orden lúdico-evocativo que los novohispanos adoptan con el objeto de celebrar la vida y la muerte de una manera alegre y triste a la vez.
Por diversas causas, los moradores de la Nueva España rechazaron con aplomo las rigurosas limitaciones que imponen los utópicos al colocar en primer plano los placeres del espíritu.[8] Así, nuestros ancestros suelen colocar en un sitio privilegiado los deleites sensoriales tanto al llevar a cabo ese tipo de celebraciones y regocijos, como al escribir las obligadas obras de circunstancias que a la sazón exigían los principales acontecimientos históricos de la vida colonial: la fundación de nuevas ciudades, el cumplimiento de viejos ritos, la llegada de los virreyes, la consagración de los obispos, la canonización de los santos, el nacimiento de los príncipes, la muerte de los monarcas, etc.[9] Creado pocos años después de la publicación de la Utopía de Moro (Basilea, 1516), este virreinato tuvo en efecto la suerte de presenciar, con cierta frecuencia, la temprana ejecución de algunos de los proyectos gubernamentales y administrativos que diseñó aquel desafortunado canciller.
Al estudiar el temprano contacto establecido en América entre la cultura donante y los pueblos receptores, George M. Foster explica la forma en que ambas entidades étnicas suelen alcanzar la "cristalización cultural",[10] por medio de la secuencia temporal de la aceptación y del rechazo que presentan las nuevas culturas híbridas: "La reducción que los días festivos sufrieron en América no significa que España tenga en todo una mayor variedad, porque los elementos americanos nativos [...] se han agregado al contenido de las fiestas que la Iglesia introdujo."[11]
El festejo indiano, bajo esta óptica, siguió desde luego las formas tradicionales de la diversión festiva y la dramaturgia funeraria que, por lo regular, siempre han ofrecido un carácter colectivo, efímero y artesanal.[12]
La contingencia de las fiestas y solemnidades americanas es tan patente que, por lo general, casi todas ellas logran trascender solamente por medio de los fugaces textos de corte laudatorio donde a veces quedaban registrados tanto el diseño escrupuloso como la consumación momentánea de cada festividad.
Con tales antecedentes, las poesías de ocasión elaboradas por el heterogéneo grupo de poetas y aficionados que por ese tiempo vivían en América, cumplen el abierto propósito de levantar un monumento igualmente breve y perecedero a la memoria de los sucesos regocijantes o luctuosos que llegan a abundar en la España de los Austrias y los Borbones.[13]
La poesía de circunstancia en el quinientos novohispano
Las composiciones poéticas que fueron producidas en la Nueva España al calor de las numerosas fiestas y solemnidades locales, pueden alcanzar un sello propio con relativa facilidad, a través del triple carácter colectivo, efímero y artesanal que parece distinguirlas desde el Quinientos, esto es, desde el primer siglo del coloniaje.
Realmente, las noticias conservadas sobre este asunto son bastante reveladoras, sobre todo si hacemos hincapié en la elevada cantidad de hacedores de poesía que colaboran voluntariamente en los frecuentes certámenes, torneos, vejámenes, mascaradas y homenajes de índole literaria que se organizan en las principales ciudades del Nuevo Mundo durante el período virreinal, todavía dentro de los lineamientos de la cultura caballeresco-feudal.[14]
Perfiladas como el verdadero corolario de las festividades cívicas y religiosas que solían efectuarse a lo largo de todo el año, las piezas en verso redactadas al preparar y reseñar tales sucesos, cumplen desde luego una doble tarea lúdica y docente, casi siempre dentro de los márgenes despótico-señoriales suscritos por la corte española. No obstante, resulta conveniente poner de manifiesto que, en forma esporádica, la poesía producida al socaire del festejo indiano también solía caer en los terrenos de la clandestinidad. Los ejemplos que podríamos aducir en torno a la presunta ilegalidad de una parte más o menos considerable de la producción literaria del Quinientos novohispano, bordean desde luego los límites estéticos y doctrinarios impuestos en forma directa por las autoridades peninsulares afiliadas a la dinastía de los Habsburgo. Ciertamente, la creación de los incontables poemas laudatorios y burlescos que por entonces fueron redactados en nuestro territorio con un inflamado tono de elogio y reprobación, llegó a convertirse en un ejercicio muy practicado y redituable a ambos extremos del Océano Atlántico.
Por esta causa, las piezas de circunstancia fabricadas artesanalmente por los versificadores coloniales, logran colocarse en el mismo nivel que las crónicas de aquellos historiadores que por esos días también se detienen a registrar, exaltar, enaltecer y cuestionar tanto la abierta satisfacción vivida por la "república de españoles", como la velada alegría experimentada por la "república de indios" que, en aparente armonía, coexisten en estas latitudes bajo la dirección de la propia cultura conquistadora.[15]
Hace ya varias décadas, Alfonso Méndez Plancarte ofreció la oportunidad de conocer una amplia muestra de las obras rimadas que se escribieron en México a partir del cantar o romance que, según el decir de Bernal Díaz del Castillo, repetían de memoria los hombres de Cortés, tras la trágica retirada de la "Noche Triste".[16]
Los poemas seleccionados en esa recopilación cronológica, ayudan naturalmente a ejemplificar, de manera espléndida, algunos de los cambios formales y conceptuales que, a lo largo del siglo xvi, presentan los artistas locales al vivir de lleno las últimas "luces medievales" de la poesía castellana tradicional, los primeros "aires renacentistas" de la corriente italianizante, y, finalmente, las "estremecidas novedades" propuestas en su momento por el Manierismo y el Barroco.[17]
A través de la rápida difusión de las primeras coplas burlescas que aparecieron escritas en los muros blancos de la capital novohispana, resulta sencillo explicar cómo, con el paso del tiempo, los habitantes de esa urbe se ven constreñidos a favorecer el desarrollo de las artes liberales que requerían de un aplicado ejercicio del entendimiento y la emoción. Cuando acuden a presenciar la celebración de los fastuosos regocijos llevados a cabo en este territorio a lo largo del siglo xvi, todos ellos encuentran la oportunidad de constatar cómo poco a poco se incrementa en suelo americano el número de poetas, versificadores, coplistas, villanciqueros y simples aficionados a la poesía. Sin embargo, aunque muchos de estos artistas ocasionales se convierten en colaboradores asiduos de tales demostraciones de júbilo y dolor, es un hecho que semejante factor no llega a consagrarlos a todos como verdaderas figuras literarias.
En las postrimerías de esa centuria, el poeta y dramaturgo novohispano Fernán González de Eslava tiene la ocurrencia de satirizar a los miembros de aquel concurrido gremio al cual él mismo pertenece, convencido de que por esa época ya había en México más poetas que estiércol.[18]
Ciertamente, esta situación tuvo su origen en el apoyo que el propio Hernán Cortés otorgó a las actividades musicales y poéticas, al incluir entre su servicio personal a una bien equipada banda de músicos españoles y a un vistoso cortejo de instrumentistas indígenas que, en ocasiones, también llegaron a actuar como danzantes y recitadores.[19]
La prohibición que se impuso en la Nueva España a los bailes, danzas, mitotes y representaciones teatrales durante el ejercicio del arzobispo fray Juan de Zumárraga –emitida aproximadamente en el año de 1547–,[20] no pareció contribuir a la reducción de los pujantes afanes creativos que inicialmente mostraron los primeros soldados y frailes españoles, tanto al ridiculizar en forma hiriente a sus compañeros de jornada, como al establecer las bases del teatro de evangelización.
La condición burocrática, mercantil, burguesa, agrícola, laica o clerical de los versificadores novohispanos, nunca llegó a impedir su participación en las grandes conmemoraciones que se celebraban en las principales ciudades coloniales, casi siempre ante la mirada represiva y escrutadora de la Inquisición.
Al buscar acomodo a la mitad del camino que lleva de lo divino a lo profano, los poetas locales cumplían con esmero los propósitos emanados de la religiosidad y la civilidad, circunstancias fenomenológicas que a menudo ayudaban a consolidar la coherencia social y la conciencia crítica de los artistas que colaboran de forma colectiva en la fiesta cultural.[21] Lógicamente, conviene recordar que por medio de las composiciones efímeras redactadas en tales ocasiones de regocijo y dolor, los poetas nacidos o avecindados en la Nueva España brindan a la postre la oportunidad de fijar de modo directo la memoria festiva del pueblo mexicano. A través de esa serie de testimonios artesanales, cuyas imágenes ilustran de manera admirable el primer siglo de vida colonial, tenemos hoy la posibilidad de reconstruir buena parte de aquel pasado.
No obstante, como señalábamos con anterioridad, algunas de esas piezas literarias logran traspasar los márgenes ideológicos y formales impuestos por la corte española. Si analizamos de cerca varias de estas obras poéticas, seguramente nos daremos cuenta de que, al acceder en el amplio espectro de la ilegalidad, muchas de ellas retardan las fronteras propuestas con criterios tradicionales. Al señalar las relaciones existentes en nuestro territorio entre literatura e Inquisición, Margarita Peña apunta lo siguiente:
Resulta lógico que dentro de un estado virtualmente policíaco que se prolongó durante tres siglos, todo aquel que se apartara un ápice de la ortodoxia fuera considerado sujeto sospechoso, y frecuentemente los "heterodoxos", los que disentían, solían también escribir. Sus escritos, a veces meramente literarios, constituyen un "corpus" sorprendente que el ramo Inquisición brinda al estudioso de la literatura mexicana. Es lo que hemos llamado la "literatura amordazada" de la colonia, el amplísimo testimonio de la disidencia individual en la época colonial.[22]
EI panorama que ofrecen tales muestras artísticas a lo largo de incontables procesos inquisitoriales, suele aglutinar desde los versos líricos compuestos en tono devoto por el poeta novohispano Pedro de Trejo, con el objeto de participar en las honras fúnebres que se organizaron en la provincia de Michoacán por la muerte del príncipe don Carlos (1569);[23] hasta las coplas satíricas producidas por el conjunto de autores que se inscribieron en el certamen poético convocado por los artífices plateros, para celebrar el establecimiento de la fiesta de la Inmaculada Concepción (1618).[24]
Evidentemente, el festejo indiano pronto llegó a cobrar una importancia muy especial en la vida cotidiana de la Nueva España, ya que, en los días de fiesta, el comercio local estaba obligado –bajo serias restricciones– a mantener un horario que no interfiriera con los actos cívicos o religiosos que se acostumbraban realizar.
En la actualidad, según hemos podido observar, todavía conservamos varias de las relaciones que se escribieron en prosa y en verso durante el siglo xvi, sólo con el propósito de ofrecer un reflejo fiel de los curiosos injertos poético-musicales que a la sazón se compusieron, pintaron y ejecutaron para adornar los arcos triunfales y los túmulos funerarios erigidos de modo espectacular en el Nuevo Mundo.
Pergeñados a veces en una extraña lengua –mezcla de los idiomas español, latino, náhuatl, zapoteca y otomí– tales ejemplos de arte híbrido guardan en el fondo la misma temática que exigía la rutinaria existencia colonial, cuyo desarrollo se encontraba constantemente amenazado por la "indecente introducción"[25] de usos novedosos o sofisticados que, generalmente, resultaban contrarios a los cánones impuestos por el régimen absoluto de la monarquía peninsular.
Por diversas razones, las ordenanzas que por entonces se publicaron para regular el festejo indiano, apenas tuvieron aplicación relativa o esporádica dentro de las provincias de la Nueva España y el Perú, donde la perdurabilidad de los ritos, cultos, fiestas, tradiciones y costumbres indígenas logró influir de manera muy estrecha en la vida cotidiana de ambas colonias. Realmente, no sería difícil comprobar cómo aquellas piezas artísticas que se crearon en suelo americano con un evidente carácter sincrético, fueron, asimismo, bastante apreciadas, a pesar del rechazo que por ese tiempo parecía existir contra la visible proliferación de juegos, danzas, mitotes, solemnidades y regocijos de origen prehispánico. Cuando menos, ése es el temor que se perfila en los documentos firmados en época temprana por los obispos fray Juan de Zumárraga, Juan de Zárate y Vasco de Quiroga, en los que intentan dar respuesta a las inquietudes presentadas por el emperador Carlos v en torno al "desasosiego" y la "infidelidad" que provocan los espectáculos indígenas en el ánimo de los españoles. La preocupación que ese gobernante español demuestra al señalar los límites que separan lo divino de lo profano, vuelve a surgir de manera intermitente a lo largo del Quinientos, dentro de algunas de las composiciones de circunstancia donde los novohispanos comienzan a prodigar su alegría, tratando de dispensar una fidelidad a toda prueba tanto a la Iglesia como a la corona.
De todos modos, debemos advertir que, a veces, en forma paradójica, esa sospechosa felicidad tenía sus orígenes en la tristeza y el desengaño. El aspecto frágil y contradictorio que proyectan las fiestas y solemnidades americanas es tan patente que, por lo regular, casi todas ellas logran trascender sólo por medio de los manuscritos pasajeros producidos por los artistas ocasionales que desean levantar un monumento aparentemente duradero a la memoria de un suceso regocijante o luctuoso. Con tales obras, los poetas locales únicamente consiguen enfatizar el perfil transitorio y accidental de la naturaleza humana. El texto del Túmulo imperial de la gran ciudad de México, apareció impreso con la firma del maestro Francisco Cervantes de Salazar, primer catedrático de retórica en la universidad local. A pesar de ello, los poemas ditirámbicos que se incluyen en esas páginas carecen de nombre de autor. Con sobradas razones, varios críticos atribuyen tales composiciones a ese cronista, recientemente llegado al Nuevo Mundo.
Como es bien sabido, el libro contiene la descripción de las exequias de Carlos v celebradas en la capital novohispana por el año de 1559, y fue publicado en esa ciudad por el tipógrafo Antonio de Espinosa un año después. Con este volumen, Cervantes de Salazar brinda desde luego la oportunidad de presentar al estudioso de la literatura mexicana algunas noticias sobre el trabajo interdisciplinario que desarrollan durante el Quinientos los artistas del virreinato.
En igual medida que en la España del Renacimiento, los moradores de esta provincia también se preocupan por encargar la construcción de los monumentos funerarios a los más famosos arquitectos, escultores, pintores y poetas de la localidad, quienes por lo general solían caer en "aguerridas competencias"[26] antes de que los patrocinadores eligieran el mejor proyecto presentado.
La licencia para la publicación de este libro fue otorgada por el virrey don Luis de Velasco, con fecha 1 de marzo de 1560, y, sin mayores preámbulos, revela el innegable espíritu intelectual de ese gobernante al exponer su deseo de conservar un puntual registro de aquella pira funeraria.
Y para mi mandado se ha recopilado las cosas que en las dichas honras se hicieron: y porque es justo que quede memoria dellas, he mandado se imprima en molde. Atento a lo cual, doy licencia y facultad a vos Antonio de Espinosa, Impresor, para que podáis imprimir la relación de las dichas honras, con los versos y epitafios, prosas, letreros, así en Latín como en Romance, como en el dicho Túmulo estaba, con el dibujo dél.[27]
Por otra parte, el prólogo dirigido por el magistrado Alonso de Zurita al "prudente lector" de la obra, no sólo pone de manifiesto la "prudencia" y el "ingenio" que Cervantes de Salazar prodigaba al acometer cada una de sus empresas literarias, sino que también expresa la certeza de que ese escrito agradaría a todos sus posibles lectores.
Erigido en la capilla del convento de San Francisco, el catafalco descrito en el Túmulo imperial requirió desde luego la colaboración experimentada de un nutrido grupo de artistas, artesanos, burócratas y vecinos de la ciudad de México. Durante los tres meses que tardó la edificación de este monumento luctuoso, intervienen en el proyecto las más diversas personalidades de la colonia: el arquitecto Claudio de Arciniega, autor de la traza original del conjunto; el regidor Bernardino de Albornoz, alcaide de las atarazanas y encargado de la realización material de esa obra, y, naturalmente, el maestro Francisco Cervantes de Salazar, cronista oficial del evento y poeta al que se hallan atribuidos los sonetos castellanos, los epitafios latinos y las octavas rimas que figuraban en el cuerpo de aquel mausoleo efímero. Al mencionar los nombres de estos tres individuos, resulta conveniente hacer hincapié en el estupendo trabajo que efectuaron los anónimos pintores españoles e indígenas "de toda la comarca de México"[28] que acudieron a realizar los incontables escudos, emblemas, figuras y alegorías que se habrían de colocar en las paredes y columnas de ese edificio conmemorativo, fabricado con materiales perecederos. La parte descriptiva del Túmulo imperial se conserva de modo fragmentario, debido a la falta de dos fojas del impreso original. Por esta causa, las noticias que ahí aparecen registradas presentan una estructura hasta cierto punto divergente, a partir de la escisión que separa de golpe los dos planos artísticos que el propio autor seleccionó inicialmente, con el objeto de ofrecer a sus lectores una reproducción fiel del monumento; el arquitectónico (fojas 1-3) y el pictórico-literario (fojas 6 ss.). Si analizamos con cierto detenimiento el segundo nivel, resulta fácil observar que ese doble interés informativo tiende a replegarse cuando Cervantes de Salazar se limita a "pintar" y "transcribir" los jeroglíficos y las poesías que complementaban aquella construcción fúnebre.
Vinculadas de manera integral a los lineamientos iconológicos e iconográficos que por entonces imponían algunos jerarcas civiles y eclesiásticos, las figuras visuales que allí se describen también quedan homologadas con las letras que quizás él mismo había redactado en latín y español, como verdadero corolario alegórico-metafórico de ese conjunto cuya fábrica –en opinión de Edmundo O'Gorman– había seguido los cánones "del mejor gusto a la italiana".[29]
En el segundo parámetro –el más extenso de ambos–, la presencia alegórica de la ciudad de México llega a figurar en uno de los cuadros colocados hacia el lado de la capilla mayor. Dibujada sobre una laguna según el modelo real, la urbe se hallaba acompañada hacia un extremo por "muchos ídolos quemados y quebrados arrojados del templo", y, hacia el otro, por "muchos indios hincados de rodillas, adorando una cruz rodeada de rayos de sol".[30] Como es obvio suponer, los indígenas también daban gracias a Dios por el hecho de que, "con industria de Hernando Cortés",[31] todos ellos habían recibido el catolicismo precisamente bajo el gobierno de Carlos v.
Los retratos de Moctezuma y Atahualpa –emperadores que gobernaban por la época en que los españoles llegaron al Nuevo Mundo–, aparecen bosquejados más adelante en la misma actitud, tocando "con rostros alegres" el cetro de aquel monarca que los había sojuzgado únicamente "para vencer al demonio que los tenía vencidos".[32]
No deja de parecer inquietante mirar cómo las "figuras de bulto" que abundaban en los frontispicios del túmulo, remitían generalmente a un origen bastante diverso. Mientras que, por un lado, los reyes de Francia e Inglaterra tenían que compartir uno de esos cuadros con el Gran Turco y el dios Harpócrates, por el otro el dios Júpiter se sentía obligado a conceder un espacio más o menos privilegiado al papa Alejandro vi y al rey Fernando el Católico. Por este motivo, los personajes históricos que a la sazón se habían destacado en ambos mundos se ven obligados a codearse con los seres alegóricos creados por la mitología, la leyenda, el folklore y la religión.
El diálogo que sostienen España y la Muerte dentro de un soneto escrito en versos endecasílabos que, para ser exactos, se encontraba fijado en la primera columna de la capilla de san Joseph, es, por muchos motivos, representativo de la extraña convivencia propiciada en ese texto entre individuos de diferente naturaleza:
España:
¡Oh, Muerte! ¿De qué tienes alegría
en tiempo de tan gran desconsuelo?
Muerte:
De ver que ya he quitado deste suelo
el bien que indignamente poseía.
España:
¿Pues qué te movió a ti, que tal porfía
tuviste de llevar nuestro consuelo?
Muerte:
Movióme haber estado con recelo
que vuestro Carlos inmortal sería.[33]
Posteriormente, en otro de los sonetos castellanos incluidos en el Túmulo imperial, Cervantes de Salazar se atreve incluso a poner en tela de juicio la autenticidad de aquellas poesías encomiásticas o laudatorias, donde un grupo de seres concretos –los vecinos de la Nueva España– establecían contacto con una colección de personajes abstractos:
No son honras aquestas que hacemos
a nuestro invicto César que lloramos;
antes con su memoria nos honramos,
pues por sus altos hechos merecemos.
Estas muestras de muerte y los extremos
de dolor y tristeza que mostramos,
son por nosotros mesmos, que quedamos
muertos, perdido el bien que en él perdemos.[34]
Así, junto con el triple carácter colectivo, efímero y artesanal que parece singularizar a las poesías de circunstancia, el lector acucioso también puede advertir ese tono hasta cierto punto fingido, inventado, falso y artificioso que adopta este tipo de composiciones, producidas regularmente al calor de las más diversas fiestas y solemnidades. El festejo mismo adquiere en este nivel algunos rasgos de ficción. En el fragmento anterior, el propio autor de esas cuartetas admite en un momento determinado el hecho de que, en algunas ocasiones, los pesares y regocijos no sólo estaban planeados para homenajear a una figura en particular, sino que también acusaban su génesis en esa serie de presiones catárticas que a menudo tenía la sociedad colonial.
El tercer soneto endecasílabo transcrito por Cervantes de Salazar es, igualmente, una pieza dialogada en la que intervienen, a la manera teatral, el pueblo mexicano y el propio emperador Carlos:
¿Por qué dejaste, César no vencido,
un reino que en el mundo es extremado?
Dejélo por ser peso muy pesado
para subir con él donde he subido.[35]
A través del cuarto "soneto-diálogo", los habitantes de la capital novohispana vuelven a proclamar en voz alta su firme adhesión al Estado y a la Iglesia, sacando a colación el viejo tópico de la fama con el que el medievo aún se hacía presente en la vida cotidiana del Renacimiento:
¿Pues quién le ha hecho agravio tan notable,
dejando al mundo de su bien desierto?
La muerte es la que hizo el desconcierto,
pensando de ganar fama loable.
Ése no fue morir, sino llevalle
donde el debido pago se le diese,
ni sin morir convino Dios pagalle.[36]
Por lo que toca a las "octavas rimas" que aparecían repartidas en esas mismas columnas pintadas de color negro, conviene recordar los versos panegíricos que proyecta una de ellas, junto al resto de los "epitafios" que complementan el brillante "aderezo" de aquella tumba:
Agora muere aquel que fue, viviendo,
causa de nueva vida al Nuevo Mundo;
agora sube al cielo el que subiendo
la fe, quiso mostrarse sin segundo:
con Dios reinará el rey que a Dios sirviendo
por él libró su pueblo de profundo,
y así con gran razón triunfa en la gloria
y gana muerto del morir victoria.[37]
La trayectoria humanista que Francisco Cervantes de Salazar inaugura al verter al castellano la Introducción para ser sabio (Sevilla, 1544), de Juan Luis Vives, queda sin duda confirmada con la escritura de los innumerables epitafios latinos que él mismo introdujo en aquel edificio luctuoso, donde la pirámide del poder de los Austrias encontraba un feliz acomodo en las majestuosas "agujas piramidales" que sostenían las armas del imperio español.
Por el tiempo en que la ciudad de México presenció la ejecución de los hermanos Alonso de Ávila y Álvaro Gil González de Ávila –degollados el 3 de agosto de 1566 por encabezar la conjuración alentada indirectamente por don Martín Cortés–, el poeta novohispano Pedro de Trejo redactó los versos hexasílabos de una pequeña pieza conmemorativa donde justamente intentaba describir la rebeldía que impulsó a los jóvenes criollos contra la poderosa burocracia gobernante.
El tono que De Trejo adopta en esta obra resulta, todavía, bastante fiel y apegado a los modelos dogmáticos de la metrópoli, sobre todo si tomamos en consideración el hecho de que este versificador colonial decidió apoyar la "pena" y "rigores" de aquel ruidoso ajusticiamiento, con el cual las autoridades españolas intentaron reprimir las voces de los hijos de los conquistadores:
Mueran los traidores
viva siempre el rey,
pues que con su ley
da a todos favores.
Fue considerado
en trino consejo
modo y aparejo
para que el pecado
fuése castigado
con pena y rigores...
Esta voz real
con ánimo fuerte
apregona muerte
para cada cual,
y así no hay mortal
que esté sin temores,
pues que con su ley
da a todos favores.[38]
Durante la segunda mitad del siglo xvii, Luis de Sandoval y Zapata sacó nuevamente a relucir la degollación de los hermanos Ávila en un célebre romance que ha sido divulgado profusamente en la actualidad, y que está calificado como una verdadera protesta política en favor de la causa criolla.[39]
Precursor de este artista barroco por el tema histórico que ambos eligieron al elaborar esas dos poesías de ocasión, De Trejo parecía conocer a fondo los secretos de la literatura panegírica, concebida en su doble finalidad clásica: la exaltación de la gloria nacional y el elogio de un personaje relevante.
Si bien es cierto que este poeta novohispano no vacila en caer con frecuencia en un abierto aire de heterodoxia y clandestinidad, también es verdad que, dentro de esta obra de circunstancia que él mismo redactó antes de sufrir la persecución del Santo Oficio, su voz aún nos resulta acorde con el régimen despótico-señorial de los Habsburgos.
Diez años después de la celebración de las exequias del emperador Carlos v, el propio Pedro de Trejo tuvo oportunidad de participar en las honras fúnebres que se prepararon en la provincia de Michoacán, tanto para exaltar la memoria del muy "alto" y "serenísimo" príncipe don Carlos, primogénito de Felipe ii, muerto el 25 de julio de 1568, como para encarecer el recuerdo de la "meritoria" y "serenísima" reina doña Isabel de Valois, esposa de ese monarca, fallecida al parecer el 13 de octubre siguiente.[40]
En las páginas centrales de su Cancionero general –conservado de manera paradójica en el expediente donde están asentadas las actas del proceso inquisitorial por "proposiciones heréticas" que se le siguió–, Pedro de Trejo pudo incluir todavía los sonetos endecasílabos y las octavas rimas que compuso al asistir a ambas solemnidades, efectuadas seguramente en la ciudad de Pátzcuaro por el año de 1569, cuando era prelado de aquella diócesis el obispo don Antonio Morales y Molina, sucesor de Vasco de Quiroga.
El primer soneto escrito por De Trejo para esta ocasión, desarrolla, en forma sorpresiva, el tema de la Santísima Trinidad, cuya trayectoria puede seguirse con todo detalle a través de la evolución que alcanza el arte novohispano en los siglos xvii y xviii. En la pintura colonial, eran frecuentes ciertas representaciones heterodoxas de ese misterio, ajenas totalmente a la imagen canónica de tres personas distintas. Según el punto de vista de José Moreno Villa, tal representación nos enseña tres hombres iguales en todo, esto es, en facciones, en vestiduras y en color.[41]
Si analizamos esa pequeña pieza de Pedro de Trejo desde este ángulo, es muy probable que los versos que la componen también lleguen a presentar esos mismos escarceos "heréticos" de índole contestataria y marginal que, a la postre, sirvieron como pretexto para iniciar el proceso inquisitorial que llevó a la ruina a ese coplista mexicano:
Aquella Trinidad y esencia pura,
supremo Hacedor, Dios inefable,
conmutador de todo, inconmutable,
inenarrable poder y hermosura.
Aquéste llevó a Carlos al altura,
trocó lo transitorio por lo eterno,
quitóle de ocasiones del infierno,
por ser el más subido de natura.
En suelo fue monarca esta criatura
y con eterno gozo es recibido,
en bienaventuranza colocado.
Está en delectación que siempre dura
con el que tiene su mismo apellido,
por ser de los mortales el dechado.[42]
Abordadas desde este punto de vista de origen heterodoxo, ambas trinidades –la divina y la imperial–ofrecen a todas luces las mismas características que proyecta la figura estudiada con anterioridad, reconocible en un cuadro al óleo pintado por Miguel Cabrera que representa precisamente a "La Santísima Trinidad".[43]
Poeta de "asuntos dogmáticos" y "poemas laudatorios" en opinión de Sergio López Mena,[44] el autor de estos versos realmente se vio en serios problemas con la inquisición de México, a pesar de que en la dedicatoria del Cancionero general él mismo había suplicado a Felipe ii lo amparara "de cualquier detractadora y roedora polilla", en clara alusión a los familiares, consultores, fiscales y jueces del Santo Oficio.[45]
Las actas que actualmente conservamos sobre el largo proceso "criminal" que sufrió Pedro de Trejo en la segunda mitad del siglo xvi, a raíz de las "enmiendas" y "correcciones" que realizó en ciertos textos devotos extraídos de los Salmos de David, señalan cómo este artista local no sólo fue condenado a trabajar en galeras durante el lapso de cuatro años, sino que también recibió la orden de no volver a escribir coplas por el resto de sus días.[46]
Documentados un poco después de la fecha en que nuestro autor tuvo que librar un primer juicio inquisitorial que quedó abierto el 22 de mayo de 1568, a causa de ciertas proposiciones temerarias que él mismo había lanzado a las puertas de la cárcel de Colima,[47] los poemas funerarios aludidos con anterioridad presentan desde luego las mismas vacilaciones ideológicas y formales que aparecen en las obras de encargo de aquellos poetas que, como De Trejo, se dejan seducir por las homologías léxicas y metafóricas que la lírica sagrada suele establecer con la lírica profana:
¿Quién pudo dar la muerte al más subido
de todos los mortales de la tierra?
¿Quién entró con paz a excusar guerra?
Me cuenta ahora Juan si lo has sabido.
Fue Dios, que viene y va sin ser sentido
y tiene limitada a los mortales
la vida para bien y para males.
Y aquéste destejió lo más tejido.[48]
La poesía de Pedro de Trejo está catalogada dentro del género tradicional o popular, a partir sobre todo de los constantes estribillos que figuran en varias de sus composiciones devotas, amatorias y burlescas: "Hombre y Dios por Ella sido, / que antes era sólo Dios"; "Pues se hizo el que no era, / ¡muera el galán, muera!"; "Que yo en vida que viviere/ daré amor a mexicano", etc.[49] Vertidas "a lo divino", las serranas de tema amoroso que provenían de los cantares populares de Castilla y Andalucía adquieren en el Cancionero general un tratamiento "decididamente alegórico".[50] Así, por medio de la "Zarabanda, glosada a lo divino", de Pedro de Trejo, el maestro Alfonso Méndez Plancarte registra el probable origen novohispano de esa danza "llamada a universal popularidad".[51]
Al poner de relieve algunos de los ecos medievales que perduran en la obra de este desafortunado coplista, el propio Méndez Plancarte presenta como ejemplo la estancia de arte mayor que se perfila en la "octava rima" compuesta a las honras fúnebres de la reina doña Isabel:
¡Oh Luz que a la luz de acá, transitoria,
das gracia que alumbre de tu voluntad
para que entendamos que tu Majestad
en fin es el premio de toda victoria!
Llevaste del suelo la que es meritoria
de gracias por ser amor y amistad
de reinos discordes, porque esta beldad
gozase temprano del bien de la gloria.[52]
Ciertamente, estas poesías laudatorias trascienden de algún modo la mera exaltación producida en el momento de su creación y logran transmitir la verdadera ideología del autor.[53] A través de esas coplas compuestas según los modelos del siglo xv, Pedro de Trejo ya se da a conocer como un dudoso prosélito de la monarquía española. Desde una perspectiva más superficial, este poeta sólo quedaría considerado como el panegirista de Isabel de Valois, llamada la "reina de la paz" por haber propiciado la amistad entre Francia y España, mediante la paz de Chateau-Cambresis, pues no hay que olvidar que era hija de Enrique ii de Francia y Catalina de Médicis.
Los certámenes literarios que comienzan a proliferar en la Nueva España durante el último tercio del siglo xvi, reciben también el nombre de "justas poéticas" por las múltiples semejanzas que tales eventos guardaban con los torneos caballerescos de la Edad Media.
Convocados por los colegios, universidades, cabildos, gremios, cofradías y órdenes religiosas que a la sazón perfilaban la vida cultural de la colonia, esos concursos llegaron a constituir un acontecimiento hasta cierto punto común en las principales ciudades del Nuevo Mundo. La capital mexicana no fue la excepción. Por esa época, los poetas locales participaron con verdadero entusiasmo en aquellas reuniones que eran respaldadas por las autoridades civiles y eclesiásticas de la ciudad, casi siempre con el objeto de celebrar "espléndida y ostentosamente"[54] las diferentes fiestas y solemnidades del calendario americano.
Ya como artistas, ya como jueces, o ya simplemente como meros espectadores, los novohispanos a menudo solían involucrarse en aquellos festejos populares, cuya descripción arroja tanto los nombres de los olvidados vecinos que participaban en tales combates, como los estilos de las composiciones rimadas que se sometían a concurso.[55]
En el ámbito puramente civil, debemos recordar, en primer término, el certamen que tuvo la "respetuosa finalidad"[56] de conmemorar la llegada del virrey don Álvaro Manrique de Zúñiga, marqués de Villamanrique, quien arribó a la ciudad de México el 17 de octubre de 1585. Celebrado sin duda a principios del año siguiente, este fastuoso espectáculo podría ejemplificarse actualmente con alguna de las obras que el licenciado Eugenio de Salazar y Alarcón compuso por entonces en honor de aquel gobernante que viajó a las Indias acompañado por su mujer. Tales poemas se conservan todavía en nuestros días, ya que están incluidos en la Silva de poesía, volumen inédito que contiene la mayor parte de la producción en verso de este poeta colonial.
Aunque nadie ha podido comprobar que esas piezas laudatorias fueron presentadas en efecto a dicho torneo, resulta fácil imaginar que cuando menos alguna de ellas recibió como premio el reconocimiento de la pareja homenajeada. El manuscrito original de esa antología poética –preparado para la imprenta por el propio Salazar y Alarcón–, recoge tres composiciones que, si no fueron sometidas a dictamen de acuerdo con la respectiva convocatoria, cuando menos sí se escribieron por aquellos años en que vivió en estos contornos el matrimonio formado por el virrey don Álvaro Manrique de Zúñiga y doña Blanca de Velasco, su joven esposa. La poesía bucólica que ocupa la parte central de este apartado, recogida en el códice de la Silva por dos sonetos compuestos separadamente en homenaje a cada uno de aquellos consortes, es una pieza bastante conocida que se ha publicado fragmentariamente con el título de "Descripción de la laguna de México".[57] Escrito en octavas reales, el poema intercala con ciertos propósitos dramáticos dos largas canciones que ambos esposos interpretan por propia voz en traje pastoril, respondiendo a los nombres simbólicos de Blanca y Albar. Por esta causa, cuando el pastor Albar toma la palabra, el poeta no desaprovecha la oportunidad de poner en práctica algunos rudimentos de filosofía popular, quizá con el objeto de sugerir su incondicional adhesión a la voluntad del "Mayoral supremo" (Dios), que amenaza con distanciar a los amantes.[58] Después de leer los sonetos a que hemos hecho alusión, podemos seguramente mencionar la gran amistad que se estableció entre el madrileño Eugenio de Salazar y aquel aristocrático matrimonio que, de modo "misterioso", obtuvo la gobernación de la Nueva España.[59]
Al celebrar a la "alta" y "excelentísima" doña Blanca Enríquez de Velasco, marquesa de Villamanrique, este artista sólo logra expresar el deseo de poner a la consideración de esa dama la "ruda zampona" que pulsaba. El elevado tono encomiástico que Salazar emplea para encarecer la "virtud pura" de la tercera virreina de México, facilita desde luego la tarea de ubicar cronológicamente ese poema, redactado sin duda antes de la fecha en que el marido de aquella mujer fue destituido de su cargo por "malos manejos", por el año de 1589:
Blanca sobre las blancas, que por suerte
demás que felicísima ventura,
la Nueva España vino a tanta altura
que goza de tu ser sin merecerte.[60]
Es evidente que el soneto que Eugenio de Salazar dedicó al depuesto virrey desde su asiento de magistrado de la real audiencia local, fue escrito también antes de aquel desagradable suceso en el que a su vez se vieron implicados otros oidores de ese organismo burocrático de la corona. Resulta muy significativo que, al corregir el encabezado de esta pieza encomiástica, el autor tachó de manera tajante el calificativo "excelentísimo" que originalmente quiso otorgar a aquel gobernante novohispano. Sin embargo, no podemos negar que los dos tercetos de la composición están cargados de elogios para ese representante de la monarquía española:
Y pues que vino del dador eterno
ser sometida aquesta Nueva España,
virrey excelentísimo, a tu mando:
celebre el don de su ventura extraña,
loe a su pío Dios, pues tu gobierno
justo, pío y seguro está gozando.[61]
Más adelante, a la muerte de doña Francisca Enríquez –hija de los virreyes–, Salazar participó en el "suntuoso" túmulo preparado en honor de aquella joven difunta por los "diversos" e "ingeniosos" poetas de la corte colonial.[62]
Los trece jeroglíficos que él produjo figuran igualmente en la Silva de poesía, junto con las otras composiciones rimadas que le inspiró a nuestro autor el fallecimiento de aquella niña, precisamente a la edad de trece años. En el cuadro marcado con el número 12, el poeta hace dialogar a las ciudades de Sevilla y México: Sevilla, en figura de mujer muy "honesta" y "autorizada", con vestido negro, tocas blancas y un manto sobre la cabeza; y México, frente a ella, en figura de hombre, también muy "autorizado" y vestido de luto:
Sevilla:
México caudaloso,dame cuenta
de aquella prenda ilustre y cuantiosa,
de aquella joya de tan alta cuenta,
de aquella margarita preciosa,
de mi clara Francisca, que se cuenta
de mi clara Francisca, que se cuenta
del Indo al Betis por divina cosa:
que pues te la presté para ilustrarte,
no pienses que con ella has de quedarte.
México:
Clara Sevilla, ¿pude yo escondella
de los ojos de Dios y de la muerte?
¿Pude yo de sus manos defendella?
¿Contra su fuerza pude hacerme fuerte?
¡Ay, quién deseó más nunca perdella
que yo! No merecí tan buena suerte;
no me demandes este bien por tuyo,
que Dios se lo llevó porque era suyo.[63]
Al regresar a la metrópoli, los marqueses de Villamanrique decidieron llevar consigo las cenizas de la joven muerta, dando por concluida la trágica aventura que ambos vivieron en el Nuevo Mundo a finales del Quinientos.[64]
Ciertamente, no deja de resultar irónico que, estando aún en estas tierras donde había recibido tantos reveses, el virrey saliente se vio obligado a presenciar los preparativos del concurso poético convocado en la ciudad de México por el año de 1590. El nuevo evento constituyó realmente un alto tributo de adhesión y afecto a don Luis de Velasco, hijo, quien a la sazón desembarcó en Veracruz, con el nombramiento de nuevo gobernante de este virreinato. Criollo de nacimiento, Velasco asistió ese mismo año a la representación teatral inspirada en un tema "a lo divino" que los colegiales y los maestros jesuitas del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo diseñaron para celebrar su arribo.[65]
Si bien es verdad que desconocemos el nombre de su autor, también es cierto que por aquel tiempo los padres Vicente Lanuchi, Juan Sánchez Baquero, Pedro de Morales, Gabriel de Gamboa, Pedro de Hortigosa y Bernardino de Llanos –miembros todos ellos de la Compañía de Jesús–, colaboraban activamente en las labores docentes y artísticas de aquella sociedad religiosa. Por esta razón, aunque no es difícil que alguno de ellos hubiese escrito esa pieza dramática, tampoco sería raro que el responsable directo de la misma haya sido alguno de los alumnos de esa escuela donde se educaba la juventud criolla de la Nueva España.
Cuando concluyó el primer período de gobierno de aquel virrey formado en suelo americano, el padre Diego García, rector de la misma escuela, convocó a un nuevo certamen literario con motivo de la llegada de don Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, último virrey de México en el siglo xvi. Al proponer los premios y cuantificar las ventajas de dicho concurso, el sacerdote aludido logró imponerse oficialmente ante las autoridades locales. El cabildo de la capital novohispana aportó 200 pesos de oro común para la gratificación correspondiente, alabando las iniciativas de este tipo en una ciudad en la que los vecinos eran muy aficionados a las letras: "con tal premio –aseguró– los poetas se animan a pasar adelante".[66]
Todo parece indicar que las previsiones tomadas para llevar a cabo esta justa poética pudieron efectuarse precisamente entre el 25 de septiembre y el 2 de octubre de 1595, ya que en esos días los regidores celebraron un claustro pleno en el cual se hizo la reseña de las dificultades económicas que padecía la capital, victima otra vez de una de esas etapas de austeridad y depresión que con frecuencia padeció a lo largo del virreinato. Por esto mismo resulta extraño que, a final de cuentas, el cabildo local pudo disponer de veinte mil pesos para los gastos de aquel recibimiento.[67]
A la muerte del rey Felipe ii –ocurrida en el monasterio de El Escorial el 13 de septiembre de 1598–, el doctor Dionisio de Rivera Flores, canónigo de la catedral de México y consultor del Santo Oficio de la Nueva España, recibió el encargo de escribir los detalles de la celebración luctuosa que el tribunal de la Inquisición preparó en la capital por orden del licenciado Alonso de Peralta, inquisidor apostólico de esta provincia.
El libro que resultó de ese mandato recibió el título de Relación historiada de las exequias funerales de la magestad del rey D. Philippo ii, Nuestro Señor, y fue publicado por el año de 1600, en los talleres del impresor mexicano Pedro Balli, con una sugerente dedicatoria dirigida a aquel funcionario inquisitorial que al parecer asistía solo a los autos ventilados por ese organismo.
Según la portada de la obra, el túmulo erigido en honor de Felipe ii no sólo sirvió para exaltar las "virtudes esclarecidas" y el "tránsito felicísimo" de este monarca, sino que también propició la creación de las letras, figuras, jeroglíficos, empresas y divisas que los artistas de la localidad pusieron en tal monuraento funerario, diseñado por el arquitecto Alonso de Arias y decorado por el pintor Andrés de la Concha.[68]
Aficionado a la poesía como otros muchos clérigos de la Iglesia Mayor de México, Dionisio de Rivera Flores también había tenido ocasión de redactar por esas fechas un soneto laudatorio en homenaje del poeta madrileño Eugenio de Salazar y Alarcón, quien a la sazón preparaba su regreso a la metrópoli. La elogiosa composición quedó incluida en las páginas preliminares de la Navegación del alma, poema inédito cuyo manuscrito original se halla precedido por varias de esas piezas encomiásticas. Al anunciar la descripción de aquella solemne pira funeraria, Rivera Flores aprovecha la oportunidad que se le brinda para hacer hincapié en el hecho de que, siendo él mismo quien la adornó y compuso, esa labor lo convertía en la persona idónea para registrar la invención, traza, construcción, prestancia y singularidad del "sumptuoso aparato" que ofrecía el túmulo "desde su planta hasta su fenecimiento".[69]
Sin embargo, lejos de adoptar el carácter anónimo que impuso Cervantes de Salazar al transcribir los versos colocados en el Túmulo imperial –quizá en un insólito gesto de modestia por ser él mismo su autor–, el padre Rivera Flores decidió incluir, en cambio, junto a cada composición, los nombres de los numerosos poetas locales que colaboraron de manera espontánea en aquel volumen colectivo de poesía ocasional. Así, desde las primeras páginas del libro, el editor de esas piezas se preocupa por dejar perfectamente asentada la identidad de aquellos esforzados artesanos que sin duda empezaban a vivir de la poesía. Cuando menos eso es lo que se advierte al revisar la larga lista de versificadores que participan con sus elogiosas coplas en el desarrollo de aquella solemnidad, y entre los cuales podemos recordar los nombres de Jerónimo de Herrera, Diego Ovalle de Guzmán, Fernando Vello de Bustamante, Santiago de Esquivel, Bernardo de la Vega, Luis de Vadillo, Lorenzo de Herrera, Francisco de Solís y Antonio Brambila de Arriaga.[70]
El monumento fúnebre se levantó en la iglesia de Santo Domingo el jueves 1 de abril de 1599, ante la admiración de todo el pueblo que acudió a presenciar aquel acto, cuyo programa estuvo regido por las imágenes arquetípicas de las cuatro postrimerías (Muerte, Juicio, Infierno y Gloria). Es evidente que, junto a las muestras en verso que tuvieron a bien colocar en aquel edificio luctuoso los más prestigiados artistas de la Nueva España, varias poesías aparecieron sin firma. Al transcribir estas piezas cuyos autores se ignoran Rivera Flores incluye, por una parte, los epitafios latinos redactados por creadores desconocidos con el objeto de honrar la memoria del "Rey Prudente", y, por la otra, las composiciones castellanas que, de igual modo, fueron escritas por autor incógnito en alabanza del libro. Tales indicios hacen difícil la atribución de todos esos poemas al responsable de aquel volumen diverso.
La autorización para la estampa de la Relación historiada, quedó suscrita en Chapultepec por manos del virrey don Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, con fecha 18 de abril de 1600. Curiosamente, aunque la aprobación oficial de este libro se encuentra firmada por el padre Pedro de Hortigosa, socio de la Compañía de Jesús y aficionado asimismo a la poesía, es obvio que dicho personaje de nuestras letras no juzgó oportuno insertar en ese texto sus propias composiciones. Autor de ensaladas, villancicos, canciones, glosas y epigramas, este sacerdote jesuita imitó la trayectoria lírica del poeta y dramaturgo novohispano Fernán González de Eslava, creador de los Coloquios espirituales y sacramentales, (México, 1610).
En el pliego que contiene la dedicatoria al inquisidor Alonso de Peralta, el doctor Dionisio de Rivera Flores hace una exaltada calificación del poeta hispalense Fernando de Herrera, patriarca de la "escuela sevillana", confirmando como cosa sabida tanto su "yngenio claro" cuanto su apodo de "El Divino".[71] El doctor Jerónimo de Herrera, natural de aquella ciudad andaluza y médico personal del virrey, es por principio de cuentas el principal colaborador del volumen que ocupa nuestra atención, ya que a él pertenece el mayor número de composiciones escritas en latín y en romance que allí figuran, dirigidas de manera muy especial a la "católica majestad" del rey Felipe ii. Entre las piezas firmadas por él podemos contar seis canciones, once sonetos, ocho octavas reales, trece epitafios latinos y cinco traducciones de autores clásicos. No deja de parecer inquietante que todas aparezcan marcadas en los márgenes del libro, con un pequeño signo en forma de cruz.[72]
Con un soneto endecasílabo, el joven poeta Lorenzo de Herrera –hijo del anterior– participa igualmente en el cálido homenaje que se le brinda al monarca español, haciendo dialogar de modo directo a dos personajes alegóricos, a quienes otorga los nombres de Sermo y Pietas:
Sermo.
¿Quién engendró el dolor que estás llorando?
¿Quién la voz a la lengua libre enfrena?
Pietas.
El profundo silencio y grave pena
me suspenden, mis lástimas callando.
Sermo.
¿Qué causa?
Pietas.
Haber perdido ya la gloria que me daba el gran
Rey de las Españas, ilustre resplandor de todo el suelo.
Sermo.
¿Fuese?
Pietas.
Murió, pues sola la memoria te puede consolar
de las hazañas, con que subió inmortal al alto cielo.[73]
Más adelante, el propio Lorenzo de Herrera presenta un epitafio latino, e incluye a un lado su correspondiente traducción a la lengua romance: Nec mihi Philippo Augusto viuo defuit triumphi decus, nec mortuo victoriae palma ("Ni me faltó a mí, Philippo Augusto, viviendo, la honra del triunfo; ni muerto, la palma de la victoria").[74]
Por otro lado, por medio de una canción que aparece transcrita inmediatamente después del soneto-diálogo que comentamos arriba, el sobrino de Fernando de Herrera logra poner en boca de la Nueva España un eco del dolor, la desazón y la zozobra que atribulaban al incipiente pueblo mexicano en el primer cambio de siglo posterior a la conquista:
Suene mi triste canto
del mísero suspiro en compañía,
de donde nace el velador lucero
hasta do el sol su resplandor envía.
Y con no usado llanto,
más espantoso y fiero,
sustentando en ligero
vuelo, rompa los montes levantados,
abra las peñas, turbe el mar hinchado;
del orbe dilatado
derribe fuertes muros bien trabados,
pues yo, la Nueva España, he ya perdido
mi rey esclarecido.[75]
El bachiller Antonio Brambila de Arriaga –autor de ciertos lunarios y almanaques de factura astrológica y adivinatoria que fueron muy divulgados en México a finales del siglo xvi–, también colabora con entusiasmo en la Relación historiada con dos sonetos encomiásticos. El primero de ellos fue colocado al parecer en el pedestal del Genio, según quedó establecido a la cabeza de aquella composición redactada en forma festiva a pesar de que trataba un tema doloroso:
El amor con que a Dios abrasa, brasa,
de un nuevo Fénix más deshecho, es hecho
mirando al mundo en vida estrecho, hecho,
puso a la Majestad sin tasa, tasa;
pues nada dura ni el thesoro, es oro,
que es bien que cuando más desata, ata,
y deja al alma más querida, herida.
El gran César sacó del lloro, oro,
y le es vida la muerte ingrata, grata,
porque es la muerte apercivida, vida.[76]
Colocada en el primer cuerpo del monumento funerario, la estatua del Genio compartía aquella ubicación con otras figuras escultóricas ya plenamente manieristas o barrocas que, presentando los rostros y manos con una "encarnación al natural", causaban la extrañeza del auditorio por sus diferentes y arriesgadas posturas: el Temor, el Espanto, el Llanto, el Sentimiento, el Entendimiento, el Pensamiento y el Deseo.[77]
La terminología náutica que por esos años ya habían comenzado a ensayar con excelentes resultados algunos poetas finiseculares del Quinientos –Fernán González de Eslava, Pedro de Hortigosa, Juan de Cigorondo y Eugenio de Salazar y Alarcón–, es empleada a su vez por Brambila de Arriaga, un oscuro sacerdote que vivía alejado del bullicio artístico e intelectual de la ciudad de México, primero como el humilde beneficiado del pueblo de Chachalintla (Tlaxcala), y luego como el arrogante maestrescuela de la catedral de la Nueva Antequera (Oaxaca):[78]
La nave San Phelipe, combatida
del pertinaz inglés, francés y moro,
quitándoles la presa y el tesoro,
pasa el estrecho de la muerte en vida.
Con el viento en popa, en alta mar metida
segura va que todo el lastre es oro,
Dios el piloto, el norte el alto coro,
a Puerto Rico, puerto de la vida.[79]
Ciertamente, el soneto-prólogo que antecede a todas estas piezas de circunstancia inspiradas en la muerte del rey Felipe ii y que se halla firmado por el padre Fernando Vello de Bustamante –editor de las obras de González de Eslava–, podría sin duda ayudar al lector a sacar sus propias conclusiones sobre el tipo de poesías que fueron producidas en el primer siglo del virreinato, al calor de las constantes fiestas y solemnidades que por entonces se celebraron en la Nueva España.
Por medio de esta muestra del género laudatorio, ese olvidado poeta colonial logra afianzar el recuerdo de los principales afanes artísticos e ideológicos de la tradición lírica peninsular. Realmente, las palabras de Vello de Bustamante no sólo perfilan de nueva cuenta el feliz encargo de un determinado funcionario real, sino que también proyectan la cumplida labor del poeta ingenioso que siempre sabe improvisar una salida, con tal de ver coronada su misión:
Consentimiento en llanto se convierte,
que de su pecho la grandeza avisa
por aquel gran señor que estrellas pisa,
triunfando de la vida y de la muerte.
Alfonso, aquel pastor de la fe, ordena
las exequias y túmulo divino,
y el coronista es docto cortesano:
pues pinta con deidad la gloria y pena;
la gloria de que goza el sacro Austrino,
y la pena que llora el pueblo Hispano.[80]
Los panegiristas y satíricos de la Nueva España encuentran las mismas salidas lucrativas que con anterioridad habían impuesto muchos de sus modelos peninsulares, desde los elevados puestos oficiales que ocupaban en la corte itinerante de los primeros Austrias. Convertida en un poderoso medio de propaganda política y religiosa en un estado monárquico-señorial, la poesía por encargo también empezó a ser vista en esta provincia como una especie de servicio colectivo, efímero y artesanal que los poetas de ese momento prestaban a la sociedad colonial. Por medio de cada uno de los poemas de circunstancia que se produjeron en México durante el primer siglo del virreinato, los artistas locales no sólo ponían en práctica una amplia serie de temas útiles, como la sátira, el desafío y el elogio, sino que también llevaban a cabo el muy desplegado culto al presente que, entre otras cosas, logró empujarlos a alcanzar la fama, la fortuna y la gloria en un plazo relativamente corto.
Aunque todavía se ignora la suma exacta que Cervantes de Salazar, De Trejo, Salazar y Alarcón, y Rivera Flores obtuvieron en metálico por las piezas laudatorias que hemos analizado, es evidente que estos artesanos de la pluma pudieron disfrutar –en diferente escala– de una posición privilegiada, cuando menos mientras se dedicaron a alabar desde el Nuevo Mundo a los príncipes y jerarcas de la España renacentista y barroca. Sin embargo, antes de concluir este trabajo, también sería saludable recordar que, de ese grupo, solamente De Trejo tuvo que refugiarse en el anonimato, sobre todo por una larga serie de sospechas de rebeldía y heterodoxia.
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