La Oración del 9 de febrero, de Alfonso Reyes, es una de las piezas más perfectas y conmovedoras en la historia de la prosa hispanoamericana. Testimonio de amor filial y de distancia irreparable, Alfonso Reyes la comenzó a escribir, en Buenos Aires, diecisiete años después de la muerte de su padre, el general Bernardo Reyes, quien se expuso, heroico y suicida, a morir ametrallado a las puertas de Palacio Nacional, durante la Decena Trágica. No juzga Reyes, en su padre, al militar levantisco que no se avino, primero, a la decisión del dictador Porfirio Díaz de apartarlo de su sucesión ni, después, a la lealtad debida al gobierno democrático del presidente Madero. Temprano por la mañana del 9 de febrero de 1913, el general Bernardo Reyes, frustrado aspirante a hombre fuerte de México, fue liberado de la prisión de Santiago Tlatelolco para que se pusiera al frente de aquella asonada que volvió ineluctable, radical y sangrientísima a la Revolución Mexicana. La muerte del antiguo gobernador de Nuevo León puso fin, ese día aciago, al Antiguo Régimen.
Alfonso Reyes, tan alejado en temperamento de su padre –disonancia emocional que es uno de los temas nada secretos de la Oración del 9 de febrero–, hubo de marcharse al destierro, manchado por un pecado ajeno, del cual volvería convertido en el más grande escritor mexicano de su tiempo. En un ejercicio de altísima retórica, la que había estudiado en sus fuentes griegas, Alfonso Reyes encaró su orfandad largamente meditada e hizo de su hermoso, distante y errático padre un cómplice reconfigurado gracias a la ternura y, desde luego, a la muerte tan estrictamente trágica que el general eligió.
Muchos de sus lectores hemos osado acusar a Alfonso Reyes de fría y desdeñosa indiferencia por haberse refugiado en una amabilidad libresca ajena a la ansiedad romántica y a la violencia de los siglos. Sabio en aquello en que cabe serlo, el contraste entre la vida y la muerte, lo temporal y lo eterno, Alfonso Reyes dispuso la publicación póstuma –llevada a cabo por Ediciones Era en 1963 y en una edición a la que se agregaba, como se hace ahora, el facsímil del manuscrito– de esta Oración del 9 de febrero para responder, implacable y generoso, a la ofendida impaciencia de sus críticos. Cumplidos cien años de la Decena Trágica y del sacrificio del general Bernardo Reyes, esta oración, más laica que religiosa y más pagana que cristiana, acaso deba ser saludada por los nuevos lectores de Alfonso Reyes como el pórtico de toda una enorme obra que, mal tolerada, desdeñada e incomprendida, es una de las muestras más fieles de civilización –ruina y hogar, monumento y paraíso– que nuestra literatura le puede ofrecer al porvenir.