Hecha con toda seriedad, una historia de las vocaciones literarias no arrojaría otra cosa que una comedia de equivocaciones. ¿De cuántos narradores hechos y derechos no se guarda el testimonio de sus primeras (y, generalmente, vergonzosas) intrusiones en la literatura como poetas? ¿Cuántos de ellos, zurdos por naturaleza, no redactaron durante años un buen número de versos cursis y ripiosos, cortándolos a discreción de su sordera, partidarios de una verbosidad que mutilaba y desaparecía el cuerpo de un relato? ¿Cuántos de ellos, sin poder aceptar que su talento y oficio estaban traspapelados, no cultivaron la poesía con dedicación auténtica pero infructuosa? ¿Cuántos narradores, en fin, no amaron la poesía sobre todas las cosas y fueron mal correspondidos?