Una mañana, el adolescente despierta y siente el fluir de la vida en todas sus venas. Tiempo de realización y felicidad. Ante sus pupilas sedientas vuelve a desentumecerse el verano, la brisa lo hace consciente de su tajante desnudez. El mar se confunde con el cielo y describe una comba en las alturas. Y Helena, un trozo de luz encarnada en un prado repleto de grillo e insectos, se infiltra lentamnete por cada poro. Al fin lo descubre el adolescente: no hay más alegría que el amor furioso, con sus colores afilados y blandos.
El libro de Ayesta es un canto consternado y cólerico, impotente y súblime, lloroso y orgiástico; una emulación de Dios y una aspiración a ser Dios tan humana, tan terriblemente inútil y digna de elogio.
Adrián Curiel Rivera