Salvador Elizondo nació en la ciudad de México en 1932. Con Farabeuf, o la crónica de un instante (Serie del Volador, 1965) obtuvo el Premio Villaurrutia y un reconocimiento internacional que se refleja en sus traducciones al alemán, francés e italiano. Posteriormente ha publicado, en esa misma serie, El Hipogeo Secreto (1986) y El retrato de Zoe (1969).
El universo es un libro, dice Mallarmé; el mundo es su lectura. Si ser lector es el hecho anónimo por excelencia de la actividad humana, es también la más elaborada de sus funciones y su modo de relación más evidente. Que la obra sea depende por igual del espectador que del creador; leer es el acto que confiere existencia al libro y vuelve transparente u opaco lo escrito; es la polaridad autor-lector la que instaura el espacio exacto en que tiene lugar el texto: “El poeta que escribe muere para nacer en el poeta que lo lee”. Un libro de lectura, como El grafógrafo, igual que una escultura para mirar, es algo que se complace en ser visto; en ese sentido éste es un libro de arte por el acabado y el tono de la primera proposición de que nace. La articulación de sus signos, en el ámbito de su pura composición, parece dar relieve a ese concreto intercolumnio que es la obra y cuyos contornos son el lector, sujeto y el autor ¿objeto? Es también, acaso, uno de esos raros libros ejecutados después de haber sido leídos, y que parecen estar escritos con la mirada.
En la prosa de lengua española inventada por Bioy, Lezama, Borges, pocas escrituras como ésta se vuelven verdadera cosa mentale, proyección de una geometría cuya desmesura es, literal y literariamente, aquella en la que se funda el rigor más obstinado.
Con la escritura como única evidencia de su pensamiento, Elizondo crea un mundo nuevo con las palabras: bajo la pluma del grafógrafo el lenguaje adquiere una vida propia. Maestro en la práctica ritual de la digresión, "explora la amplitud del movimiento pendular de la imaginación", para delinear sus estampas con precisión poética.