Decía Stéphane Mallarmé que hubo alfabeto e inmediatamente después aparecieron los versos. ¿Y la prosa? Según Mallarmé “no hay prosa”, afirmación alarmante ante la realidad tipográfica de tantos libros. Digamos que la prosa quedó sembrada en una comarca fronteriza, en un limbo de ávidas pulsiones; tan insaciables, que desataron, al paso de los siglos, a las criaturas multiformes y locuaces que llamamos novelas. Los cuentos siempre estuvieron allí, es decir: en la mente de la tribu, en la otra avidez, la de los niños y los ancianos que dicen siempre “cuéntamelo otra vez”. Los apetitos de la prosa fueron definiéndose contra el fondo oscuro de los ritmos poéticos y nunca los abandonaron del todo; buscaron sus propios horizontes, sus leyes y su modo de asumir una memoria y una tenaz voluntad de forma. Así nacieron la prosa poética y el poema en prosa, a una módica distancia de las narraciones milenarias y emparentados de lejos con las novelas diluviales.
Este libro busca insaciablemente el horizonte donde ha de ser leído. Cree encontrarlo para perderlo en el momento siguiente, que puede ser el de un punto y seguido o el de una pausa prosódica; está hecho de pérdidas y ganancias, de intermitencias y cortes, tajos, interrupciones, pero allí nace su extraña coherencia. En ese ritmo entrecortado quiere encontrar su legitimidad, su ley, su música. Quien lo escribió desconfía de la facilidad con la que puede simularse un estilo, porque sabe, quizá, que el estilo es, o debe ser, una plenitud de la agudeza, puro brillo punzante, sin disimulos ni disfraces.