2002 / 09 abr 2018 10:11
La genial y oportuna idea del latinista y polígrafo español Antonio de Nebrija (1441-1522) de explicitar las reglas gramaticales de la lengua castellana o española (1492) y codificarlas en un tratado formal, resultó de gran trascendencia para el avance de la teoría y la práctica de la ciencia lingüística occidental. Su demostración de que las lenguas vulgares o vernáculas como la castellana o cualquier otra eran, al igual que las clásicas, susceptibles de sujetarse a artificio gramatical, dio pie para que otros casi de inmediato siguieran su lección en ámbitos que ni el propio maestro hubiera jamás entrevisto. Tal fue el caso, por ejemplo, de la gramatización de muchas lenguas amerindias iniciada en los primeros decenios del siglo xvi, y que habría de mantenerse en constante actividad durante los siglos subsiguientes. Fue precisamente en lo que ahora es México donde esta singular e innovadora experiencia dio comienzo. El análisis y sujeción gramatical de las dos lenguas “generales” de Mesoamérica, náhuatl[1] y otomí, se había ya consumado hacia 1531, es decir 10 años después de la toma de Tenochtitlan por Hernán Cortés y sus tropas, y ocho años antes de que Fernão de Oliveira publicara su Grammatica da linguagem portuguesa (Lisboa, 1539), quien fue el primero en Europa en seguir el ejemplo de Nebrija.
Al finalizar el siglo xvi, las principales lenguas indígenas de la Nueva España (náhuatl, otomí, purépecha, zapoteca, mixteca, maya, etc.) habían sido ya objeto de profundos análisis gramaticales y léxicos, por lo que se puede hablar de una verdadera floresta de trabajos lingüísticos y filológicos resultado de esa aventura. No carece de razón el historiador José Gutiérrez Casillas al sostener que “Las lenguas indígenas son el primer capítulo en donde sobresalen los escritores de la Nueva España”.[2]
En el primer volumen de la Historia de la literatura mexicana, Ascensión Hernández de León-Portilla presenta un panorama detallado y jugoso de lo que fue la investigación lingüística y filológica efectuada en el siglo xvi por distinguidos intelectos.[3] Veamos ahora qué nos reserva en esos campos la centuria que el historiador Mariano Cuevas considera como la más fuerte, más sana y más alegre del periodo colonial, y puede ser que no le falte razón.[4]
El siglo xvii, en efecto, es una época de gran auge y estabilidad para la sociedad novohispana, libre en gran parte de los sucesos dramáticos que caracterizaron y conmovieron al primer siglo de dominación española. Ahora la sociedad se halla más tranquila y con más confianza en la inversión de esfuerzos para consolidar la nación fuerte y vigorosa que el siglo anterior delineó en sus rasgos esenciales. Para empezar, el virreinato extiende sus límites progresivamente a la par del avance del siglo y, con ello, el aumento de recursos y riquezas. Y, cosa importante, la población novohispana también crece, sobre todo la nativa, aliviada significativamente del azote de las encomiendas, la esclavitud y los estragos de las mortíferas epidemias que casi barrieron con ella en el transcurso del siglo xvi. La población criolla, mestiza y europea también se incrementa de manera notable en el siglo xvii. Se urbanizan las ciudades, embelleciéndolas con soberbios edificios civiles y religiosos; y en los principales centros de población se levantan o se concluyen majestuosas catedrales y templos y conventos suntuosos. La Nueva España en este siglo y en muchos de sus rincones exhibe abiertamente su prosperidad y confianza en sus inconmensurables recursos. En su todavía lacustre capital, fiel a su vocación de metrópoli, la Real y Pontificia Universidad se halla más robusta y activa que nunca, preparando a la juventud criolla en las más diversas y elevadas disciplinas científicas y humanísticas, y lo mismo puede decirse de los colegios regenteados por las diversas órdenes religiosas, en donde se educaba a la población nativa socialmente más favorecida.
La sociedad novohispana del siglo xvii basa su prosperidad en una pujante economía sustentada en la agricultura, la ganadería, la minería, la industria, el comercio y, desde luego, en la fuerza del trabajo. A diferencia del siglo anterior, que se caracterizó por la búsqueda de enriquecimiento fácil a costa de la explotación irrestricta del país y sus habitantes, en el xvii los inmigrantes peninsulares vienen a la Nueva España ya con una mentalidad distinta de la del pillaje; las generaciones de criollos nacidas en este siglo tienen ya mucho mayor arraigo y aprecio por esta generosa tierra que aquellos nacidos en la centuria precedente. La gran mayoría de la gente económica e intelectualmente productiva son personas que han nacido y crecido en estas tierras y disfrutado de sus múltiples bondades; son individuos ya hechos y moldeados según los usos y costumbres del joven país, y no en cuanto réplicas de los habitantes de la lejana metrópoli. Es por ello que en este siglo es cuando más aflora y se robustece un sentimiento fuertemente nacionalista en favor de la Nueva España, reino al cual ya desde entonces prefieren llamar, de modo muy significativo, “México”.[5]
La Nueva España o reino de México es en este siglo una nación pluriétnica, plurilingüe y multirracial, al igual que lo era el vasto imperio español en esos tiempos. La lengua castellana, por ejemplo, aunque considerada como la principal del país, estaba lejos de tener el estatus de lengua nacional y mayoritaria, a pesar de las frecuentes disposiciones que llegaban de los monarcas españoles para difundirla o imponerla entre la numerosísima población no hispanohablante. La cantidad de idiomas aborígenes hablados en estos no menos vastos dominios era como para evocar constantemente el célebre suceso de Babel, como de hecho con frecuencia lo evocaban los cronistas, historiadores y gramáticos de esta época cuando aludían a esa realidad.
La enseñanza de las lenguas nativas
Como en el siglo anterior, el estudio de los idiomas vernáculos seguirá siendo en éste eminentemente una labor de eclesiásticos. Un suceso importante del siglo xvii en el contexto lingüístico indigenista lo constituye la instauración de las cátedras de lenguas generales (náhuatl y otomí) en la Real Universidad de México. Este importante acontecimiento tenía largos antecedentes, ya que desde 1580 Felipe ii había dispuesto que se impartieran cursos de las lenguas generales en las universidades de México y Lima; ordenanza que, por causas no aclaradas hasta hoy, no se acató de inmediato. Esto lo sabemos porque en 1614 Felipe iii, y en 1627 Felipe iv expiden de nuevo cédulas insistiendo en la necesidad de crear dichas cátedras. No fue sino hasta 1640 que finalmente se inauguraron estos cursos en la universidad.[6] Cabe señalar que en México la enseñanza de las lenguas generales, náhuatl y otomí, así como de otras lenguas con ese carácter en otras regiones (Yucatán, Oaxaca, Michoacán) se practicaba comúnmente desde mucho antes en los conventos, colegios y seminarios de las distintas órdenes religiosas asentadas en Nueva España. Estos centros, fundados en el siglo xvi, siguieron activos durante el xvii, produciendo muchos estudios lingüísticos y filológicos de gran valor.[7] De particular interés resulta el señalamiento de uno de esos centros: el colegio seminario de Tepotzotlán. Fundado por los religiosos jesuitas en las postrimerías del siglo xvi, fue ante todo en el xvii cuando floreció en todo su esplendor gracias a la preocupación siempre constante e indeclinable de la Compañía de Jesús por el estudio de los idiomas de su grey novohispana. En este colegio se enseñaban intensivamente, además de las lenguas clásicas y bíblicas, tres de los idiomas generales del altiplano central mexicano: náhuatl, otomí y mazahua. Aparte de este centro que podríamos calificar de avanzado en el estudio de lenguas indígenas, los jesuitas siempre procuraron tener en sus misiones ministros capacitados en los idiomas regionales, quienes se encargaban de enseñarlos metódicamente a sus compañeros recién llegados. El aprendizaje y dominio de estos idiomas era a tal grado obligatorio en esta orden, que los superiores llegaron a emitir rigurosas disposiciones sobre la materia, como, por ejemplo, impedir la ordenación de los aspirantes a sacerdotes que no demostraran suficiente capacidad en el manejo de alguno de estos idiomas.[8] Muy significativamente el padre Diego de Avellaneda recuerda en su ordenanza de 1592 que “lo principal a que la Compañía viene a estas partes es a aprender lenguas y a andar los nuestros entre los indios”; por lo cual, “es necesario que con gran celo y fervor atiendan a esto: así en lo de saber las lenguas, como en las misiones y trato con los indios”. Más adelante puntualiza: “Y para que los nuestros aprendan con más facilidad las lenguas, todos los que vienen de España a esta tierra empleen, el primer año, en aprender alguna de ellas... [asimismo], ninguno se pueda ordenar de misa hasta que sepa alguna lengua.”[9]
Además de las órdenes religiosas, en este siglo van a destacar también en el estudio de las lenguas indígenas algunos miembros del clero secular, como se comprueba en la elaboración de ciertos trabajos lingüísticos que han llegado hasta nuestros días.
Algunos autores modernos como, por ejemplo, Nicolás León[10] y Lino Gómez Canedo,[11] consideran que la producción bibliográfica en lenguas indígenas mermó considerablemente conforme disminuía el fervor con que los primeros evangelizadores emprendieron la conversión de los indios durante el siglo xvi y avanzaba la castellanización de los mismos. A nosotros, en cambio, nos parece que ni el entusiasmo evangelizador ni el cultivo de los idiomas indígenas decayeron en las dos centurias coloniales subsiguientes.[12] Ambas cuestiones se aclaran echando un vistazo precisamente a la elevada cantidad de trabajos lingüísticos que se elaboraron en México durante los siglos xvii y xviii. Es verdad que, en comparación con el xvi, la elaboración de textos religiosos en lenguas indígenas disminuye considerablemente a partir del xvii, acaso porque para esta fecha se contaba con el amplio acervo legado por los escritores del xvi.
En el presente estudio vamos a ocuparnos fundamentalmente en reseñar la producción de obras lingüísticas resultado de la investigación en ese campo durante el siglo xvii. Distribuiremos estos materiales de acuerdo con las familias lingüísticas a las que pertenecen los idiomas estudiados por los gramáticos y lexicógrafos del periodo en cuestión. No está por demás señalar que los trabajos aquí reseñados brevemente son tan sólo una muestra de lo que fue en realidad la intensa labor en esos campos. Por diversas fuentes sabemos que se elaboraron muchos más de los que han llegado hasta nuestros días, pero que desaparecieron o se extraviaron con el paso del tiempo. Pese a esto último, el acervo de que disponemos en la actualidad es considerable y muy representativo del quehacer científico de la época, que en nada desmerece del anterior.
Estudios sobre lenguas yotonahuas
A esta familia lingüística pertenece el náhuatl o, como más usualmente se le llamaba en la época colonial, mexicano, y sus dialectos o variantes regionales como, por ejemplo, el náhuatl de Occidente, que por primera vez va a ser objeto de estudio en este siglo. Pertenece también a dicha familia la mayoría de idiomas que se hablaban –y algunos de ellos todavía se hablan– en el noroeste de México, muchos de los cuales fueron estudiados por los misioneros de la Compañía de Jesús a partir de los primeros decenios del siglo xvii.
3.1. Estudios sobre el náhuatl o mexicano
Seis obras lingüísticas de distintos autores se publicaron en el transcurso de este siglo sobre el náhuatl, de las cuales cinco fueron artes o gramáticas; en el siglo anterior sólo fueron impresas dos, el Arte de la lengua mexicana y castellana de fray Alonso de Molina (con dos ediciones, la primera en 1571, la segunda en 1576), y el Arte mexicana del padre Antonio del Rincón (1595). La sexta de las publicaciones aludidas es una obra de interés remarcable por su novedad y finalidades: el Vocabulario manual de las lenguas castellana y mexicana, obra con la que iniciamos este repaso histórico de los trabajos sobre el náhuatl efectuados en el siglo xvii.
3.1.1. El Vocabulario manual de las lenguas castellana y mexicana, de Pedro de Arenas (1611)
Una prueba evidente de que el estudio y práctica de las lenguas indígenas no eran asuntos exclusivos de eclesiásticos la ofrece un trabajo muy peculiar, publicado en México en 1611; nos referimos al Vocabulario manual de las lenguas castellana y mexicana, elaborado por Pedro de Arenas e impreso en México por Henrico Martínez. La peculiaridad de esta obra reside por lo menos en dos aspectos; por un lado, se trata de la única obra lingüística del periodo colonial concebida, ejecutada y publicada por un laico y sin finalidades religiosas ni, estrictamente hablando, académicas, como lo fue el resto de la producción lingüística de la época. El Vocabulario manual es un prontuario o guía bilingüe de conversación cuyo objetivo primordial es el de resolver de manera expedita las necesidades de comunicación más urgentes entre europeos e indígenas. Por otro lado, cabe destacar que esta obra es, en su género, la primera que se escribe y publica en América. Es, como lo fueron en el siglo anterior las primeras gramáticas y diccionarios de lenguas indígenas, una iniciativa enteramente novedosa y llevada a cabo con el criterio de la modernidad que se vivía en el momento. Consiste en un conjunto bastante amplio de términos y expresiones relacionados con diversas situaciones y actividades de la vida diaria, expuestos de manera simplificada, sin entrar en complicaciones gramaticales o de otra índole. Los encabezados que el autor pone en cada uno de los “temas” que a su juicio responden a situaciones comunes, son de gran ayuda para el consultante, ya que éste puede encontrar con relativa facilidad el asunto que desea resolver verbalmente. El Vocabulario manual debió tener excelente acogida en el ambiente editorial de la Colonia, ya que fue el libro lingüístico que más reimpresiones tuvo dentro y fuera de ese periodo. En 1982 la Universidad Nacional de México patrocinó una edición facsimilar de la primera, con un amplio y bien documentado estudio analítico por la doctora Ascensión H. de León-Portilla.
3.1.2. El Arte mexicano, de fray Diego de Galdo Guzmán (1642)
Cuarenta y siete años después de la publicación del Arte mexicana del jesuita Antonio del Rincón (1595), el fraile agustino Diego de Galdo Guzmán saca a luz su Arte mexicano, impreso en México en 1642 por la viuda de Bernardo Calderón. Los antecedentes de esta obra y su autor son de no poco interés para la historia de la lingüística náhuatl. Por una parte, es la primera obra de carácter lingüístico que hace imprimir un miembro de la orden de San Agustín; por otra, debido a que su autor fue el primer catedrático que ocupó la tan anunciada y pospuesta cátedra de lenguas generales en la Real Universidad de México, cuya creación, como ya se mencionó, fue decretada por Felipe ii en 1580. Cabe resaltar que fray Diego asumió la impartición de las cátedras de náhuatl y otomí tras ganarlas por oposición el 9 de mayo de 1640,[13] y estuvo al frente de ellas hasta su muerte, ocurrida en 1649. A juzgar por la fecha de la “aprobación” expedida en Tlayacapan por fray Juan Rubio, definidor provincial, el Arte mexicano estaba ya concluido en octubre de 1640, y su autor obtiene la licencia del virrey (Marqués de Villena) para imprimirlo el 12 de enero de 1641. Es muy probable que fray Diego haya redactado su Arte con la intención de usarlo como libro de texto en su curso de mexicano; así lo sugiere un dato que aparece en la “Aprobación” del doctor Pedro de Barrientos, fechada el 6 de febrero de 1641: “el padre fray Diego de Galdo Guzmán... nos hizo relación, aver compuesto un Arte en la dicha lengua mexicana, para la doctrina y enseñanza de los que la cursan...”. De ser así, fray Diego compuso el tratado en un tiempo bastante corto (cuatro meses), a menos, claro está, que viniera trabajando en él desde tiempo atrás.
Galdo Guzmán distribuyó su Arte en tres grandes partes o libros, ajustándose “en cuanto se puede al Arte de la Gramática”, según puntualizan Luis de Fonte y Pedro de Barrientos en sus respectivas “Aprobaciones”. Pero la verdad es que esta subdivisión tripartita no corresponde al modelo de Antonio de Nebrija de los cinco libros tradicionales, sino más bien procede de uno de sus predecesores en la gramatización del náhuatl, fray Andrés de Olmos, quien así distribuye su Arte de la lengua mexicana (1547), aunque el contenido de cada uno de los “libros” difiere en ambos autores. En lo que concierne a Galdo Guzmán, dedica la primera parte a la descripción del nombre, sus accidentes y diversas categorías de los mismos, adjetivos y pronombres. En la segunda parte, trata de la conjugación verbal; en la tercera parte continúa con el estudio de los verbos, y al final de la misma, como bien lo señala Una Canger,[14] “incluye todo lo que le sobra”: preposiciones, adverbios, partículas, numerales, interjecciones y, por último, un capítulo acerca de “Algunas maneras de hablar”.
El Arte mexicano de fray Diego de Galdo Guzmán es el tratado menos original y menos innovador en cuanto a teoría y método gramaticales de las primeras cuatro gramáticas nahuas que conocemos; tal parece que fray Diego –quien sin duda era un excelente nahuatlato y temachtiani del náhuatl– tenía menos dotes de gramático que sus antecesores. Una Canger repara en la deuda que tiene el Arte mexicano de Galdo Guzmán con los tratados de Olmos y Rincón; de este último no sólo parafrasea el título, sino que, como lo demuestra la doctora Canger, transcribe casi textualmente párrafos enteros del Arte del jesuita. En 1890 el Museo Nacional de México reimprimió el Arte mexicano de fray Diego como suplemento de la revista Anales del Museo Nacional (t. iv, pp. 281-394), y en 1904 esta edición se recogió en el volumen preparado por Francisco del Paso y Luis González Obregón, Colección de gramáticas de la lengua mexicana, tomo i, 1547-1673.
3.1.3. El Arte de la lengua mexicana con la declaración de los adverbios della, del padre Horacio Carochi, S.J. (1645)
A sólo tres años de la publicación del Arte mexicano de fray Diego de Galdo Guzmán, y cincuenta después de la aparición del Arte mexicana de Antonio del Rincón, el jesuita italiano Horacio Carochi (1579-1662) saca a luz su Arte de la lengua mexicana con la declaración de los adverbios della, impreso en México por Juan Ruiz en 1645. Carochi entró a la Compañía de Jesús en Roma en 1601 y, poco después, en 1605, siendo aún estudiante de filosofía, se le destinó a la provincia jesuita de Nueva España para continuar sus estudios en el colegio de Tepotzotlán, ordenándose sacerdote hacia 1609. Dadas sus excepcionales facultades en el conocimiento y pedagogía tanto de las lenguas clásicas cuanto de las generales de la Nueva España, la Compañía decidió conservarlo en dicho colegio como instructor en esas y otras materias. En efecto, salvo una breve temporada como doctrinero en la misión otomí de San Luis de la Paz (Querétaro) entre 1609-1610, y de algunos años en que se le encomendaron tareas de carácter administrativo tales como secretario (socius) de dos provinciales (Luis de Bonifaz y Andrés Pérez de Rivas), rector del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo de la ciudad de México, viceprepósito, consultor de la provincia y prepósito de la Casa Profesa, gran parte de su vida transcurrió en el colegio de Tepotzotlán dedicado a la enseñanza y a la redacción de tratados lingüísticos, filológicos y religiosos. Su fama de gran conocedor de la lengua náhuatl y del difícil idioma otomí pronto fue incuestionable. Acerca de su Arte de la lengua mexicana, en términos generales puede decirse que se inspiró en el tratado de su predecesor Antonio del Rincón (1555-1601), cuya influencia el mismo Carochi reconoce al declarar, en el prólogo “Al lector” de su gramática, lo siguiente: “Aviendo salido à luz tres Artes desta Lengua, sufficientes y doctos, en particular el del P. Antonio del Rincón, que con tanto magisterio la enseña, parecerá superfluo éste...” A pesar de esta relación metodológica, grandes diferencias separan en la práctica ambos tratados. El de Rincón consiste en una exposición extremadamente sucinta de la estructura del náhuatl, la cual, aunque acertada, va dirigida más al maestro que al estudiante que desee por sí solo alcanzar el conocimiento de la lengua.[15] La gramática náhuatl de Carochi, en cambio, es de alcances más amplios, ya que puede servir de guía tanto al maestro como a todo aquel que quiera no sólo aprender aceptablemente la lengua mexicana, sino incluso aprenderla a la perfección, como asegura él mismo en el prólogo: “para los que quieran saberla con perfección... quise componer vn Arte, tan claro, y adornado de exemplos, que pudiesse qualquiera por sí con suffiente estudio aprender esta lengua”. Y no mentía ni exageraba el autor al ponderar de ese modo su trabajo, pues tanto sus contemporáneos cuanto eruditos posteriores (incluso de nuestro tiempo) admiten sin reparos que la gramática náhuatl de Carochi es la más completa, lúcida y metódica de cuantas se escribieron en el periodo colonial.
Como su predecesor Rincón, distribuye Carochi el corpus gramatical del náhuatl en cinco libros, cada uno subdividido en varios capítulos. En el libro primero, que comienza con un rápido repaso de cuestiones fonológicas, se introduce en el estudio detallado de la morfología nominal (nombres, pronombres y preposiciones); el libro segundo lo dedica a la descripción pormenorizada de la flexión verbal, con interesantes referencias a fenómenos morfofonológicos y morfosintácticos. El libro tercero está dedicado al estudio de la derivación nominal y verbal, procesos muy productivos en náhuatl; en el breve libro cuarto expone los procedimientos de composición nominal y verbal y, por último, en el quinto y más extenso de los libros del arte, estudia de manera exhaustiva las diferentes clases de adverbios y conjunciones nahuas.
Muchos son los méritos y aportaciones de la gramática náhuatl de Carochi como para poder resumirlos en breves líneas. En 1983 la UNAM patrocinó una reedición facsimilar del Arte de Carochi con amplio y aleccionador estudio introductorio por el doctor Miguel León-Portilla, y en tiempos más recientes otros distinguidos investigadores han resaltado el valor del tratado desde diferentes puntos de vista,[16] de manera que a estos estudios remitimos al lector interesado para su consulta.
3.1.4. El Arte de lengua mexicana, de fray Agustín de Vetancurt (1673)
Tras una pausa de casi un siglo en materia de publicaciones lingüísticas sobre el náhuatl, los franciscanos vuelven a la carga con la edición del Arte de lengua mexicana compuesto por fray Agustín de Vetancurt, impreso en México en 1673 por Francisco Rodríguez Lupercio. Este erudito fraile nació en Ayotzingo, población a poca distancia al oriente de la ciudad de México, hacia 1620. Según Salvador Cruz,[17] fray Agustín tomó el hábito en el convento franciscano de Puebla; en 1646 fue electo lector de artes, teología y lengua mexicana. De 1654 a 1669 ejerció varios cargos en los conventos de Tlaxcala, Veracruz y Actopan, regresando a la ciudad de México en 1671 donde, al parecer, permaneció hasta su muerte, ocurrida poco después de 1701. Escribió varias obras históricas y religiosas, entre las que destacan su Crónica de la provincia del Santo Evangelio de México (1697) y su Teatro mexicano (1698).
En cuanto a su Arte de lengua mexicana, es un tratado “compendioso”, fácil de seguir y bien ilustrado con ejemplos. En su distribución y exposición del corpus gramatical náhuatl el autor sigue muy de cerca el Arte del padre Rincón, aunque al principio del tratado sólo admite que llevará a cabo su tarea “siguiendo en cuanto pueda el Arte de Antonio de Nebrija”, pero en realidad a quien más sigue es al Antonio tezcocano: baste confrontar los encabezados de los libros tercero, cuarto y quinto para constatar que son idénticos a los del Arte de Rincón. Vetancurt, sin embargo, introduce de su cuenta algunas innovaciones metodológicas importantes. Así, por ejemplo, dedica el libro primero a dar un panorama global de las diferentes categorías gramaticales nahuas, de las que va a tratar con más detalle en el resto del tratado. Su larga experiencia como lector de ese idioma en el colegio de San Francisco seguramente lo indujo a idear este recurso pedagógico para familiarizar más prontamente a sus estudiantes con la estructura del náhuatl. En los cuatro libros restantes (subdivididos en “notas” numeradas que hacen las veces de capítulos) desarrolla, “siguiendo el estilo del arte latino de Antonio”, el análisis morfológico de nombres, pronombres, verbos, adverbios y partículas (libros segundo y tercero); en seguida aborda la “composición”, entendida como el comportamiento sintáctico de las partes de la oración[18] (libro cuarto) y, por último, siguiendo a Rincón, dedica el libro quinto al estudio “de la quantidad de las síllabas y número de los accentos”, para terminar de igual modo que Rincón y Carochi, a saber, con una lista de “algunas dicciones que mudan la significación por variación del accento”. De Carochi, en concreto, adopta de Vetancurt la idea de incluir un “índice de los libros y parágrafos del Arte”. Culmina su Arte con un apéndice consistente en una “Instrucción breve para administrar los santos sacramentos de la confesión, viático, matrimonio y velaciones en lengua mexicana”, idea original del padre Vetancurt que sería muy imitada en lo sucesivo por autores de otras gramáticas.
Pero no solamente a la visión mercadotécnica del impresor podemos atribuir el éxito editorial del Arte del padre Vázquez Gastelu, ya que la obra en sí tiene sus propias cualidades. Por ejemplo, es la gramática más sucinta de todas cuantas se escribieron en Nueva España, característica que sin duda la hacía muy atractiva para los principiantes, fueran éstos religiosos o laicos. Consta de diez folios de preliminares sin numerar y 32 folios numerados, de los cuales los diez últimos, siguiendo la idea de Vetancurt, están ocupados por un confesionario y un catecismo bilingües. La exposición gramatical está dividida en dos partes (como en el Arte de Molina, a quien sigue de cerca); en la primera, después de una breve explicación sobre pronunciación y acentos, describe la morfología de nombres, pronombres, preposiciones, conjunciones e interjecciones; en la segunda parte estudia la conjugación verbal, dedicando el último capítulo a los nombres numerales y diversos modos de contar en la lengua mexicana. Por su brevedad, el Arte no es abundante en ejemplos ni excesivo en reglas; contiene sólo lo indispensable para que el aprendiz tenga una idea general de la lengua y prosiga adquiriéndola con el uso.
3.1.6. El Arte de la lengua mexicana según la acostumbran hablar los indios en todo el obispado de Guadalaxara, parte del de Guabliana y del de Mechoacán, de fray Juan Guerra (1692)
Con este largo pero descriptivo título salió de la imprenta de la viuda de Francisco Rodríguez Lupercio en 1692 este singular tratado gramatical compuesto por el franciscano Juan Guerra. Su singularidad reside nada menos que en el hecho de ser la primera codificación gramatical de una variante regional del náhuatl, a saber, la que ahora conocemos como “náhuatl de occidente”. Fray Juan Guerra es muy explícito al justificar en el prólogo “Al lector” la necesidad de describir dicha modalidad: “Aunque ay muchos Artes de la lengua mexicana, no sirven para estas partes, porque la lengua mexicana que acostumbran hablar los naturales en ellas, es muy diferente, que la mera Mexicana, porque ya le añaden sylabas à los vocablos, ya se los quitan, y muchas vezes son del todo diferentes”. Aunque desde mucho antes diversos autores había reparado en la existencia de diferencias fonológicas y léxicas en las distintas comarcas donde se hablaba el náhuatl,[20] en realidad ninguno había pensado que estas divergencias con respecto al náhuatl central (el de México y sus alrededores) fueran tan profundas como para considerar la existencia de variantes o modalidades autónomas. En el caso del náhuatl del occidente la situación era distinta pues, como informa Guerra, las diferencias con la “mera mexicana” (el náhuatl aludido) eran tantas, que las hacían dos modalidades muy diferentes una de otra, al grado de que la utilidad de las gramáticas mexicanas existentes resultaba nula para explicar el funcionamiento de las hablas occidentales. Es por ello que fray Juan adopta el compromiso de elaborar un tratado gramatical adecuado para esta realidad lingüística que no se dejaba aprehender por los métodos existentes.
En la estructuración del Arte fray Juan trata de seguir el esquema latino de Nebrija de los cinco libros, con tanta ortodoxia que, a diferencia de sus predecesores, deja libres el segundo, el cuarto y el quinto, aduciendo que “En el segundo se havía de tratar de los géneros y pretéritos, y passa en blanco este libro, por no tenerlos este idioma”; y “En el quarto se había de tratar de la sintaxis y como el nombre en este idioma sea indeclinable (esto es no tenga casos) ¿de dónde le ha de venir la syntaxis?”. En cuanto al libro quinto, en el que debía tratar “De la quantidad de las syllabas y de sus accentos”, lo deja en blanco “porque será obscurecer a los principiantes la claridad de este Arte, y ofuscarles los entendimientos... y más si no han estudiado sylabas”, de manera que la estructuración de su Arte se reduce a una división bipartita. Fuera de este servil y desafortunado apego al modelo nebrisense, en realidad del gramático que más influencia exhibe es de Vetancurt (el “aprobador” de su Arte), de cuya gramática copia textualmente numerosos pasajes, encabezados y capítulos, y hasta la división en “notas” de los libros a que finalmente quedó reducido su tratado. En la primera parte, tras un breve preámbulo que dedica a cuestiones fonológicas y ortográficas, trata “De las declinaciones de los nombres y pronombres y conjugaciones de verbos”; en la segunda (libro tercero) estudia de manera extremadamente resumida las ocho partes de la oración.
En su descripción de lo que él llama “idioma usual de estas partes”, fray Juan remite constantemente a la que considera “mera lengua mexicana”, de manera que en ocasiones cuesta trabajo saber si se está refiriendo a ésta o al “idioma usual”. De aquí resulta un análisis comparativo o más bien contrastivo entre ambas modalidades, antes que una descripción exclusiva del “idioma usual”. Pero a pesar de éstas y otras deficiencias metodológicas que se detectan en esta primera aproximación al estudio de la dialectología náhuatl, la obra tiene el innegable mérito de la originalidad.
3.2. Artes y vocabularios de otras lenguas yutonahuas
A pesar de los tempranos intentos de conquista y colonización del noroeste de la Nueva España, éstos comenzaron a cuajar sólo ya muy avanzado el siglo xvi, consumándose plenamente en el transcurso del xvii. Este avance dio oportunidad a la iglesia novohispana de emprender la catequesis de numerosas etnias de esta vasta región, para lo cual había que empezar por el aprendizaje de sus idiomas. Estas tareas, llevadas a cabo principalmente por operarios de la Compañía de Jesús, dieron amplios frutos. En el dominio lingüístico, con seguridad se puede afirmar que fueron muchas las gramáticas y vocabularios que se escribieron aunque, como ya se dijo, sólo un escaso número de ellos ha llegado hasta nuestros días. Los cronistas religiosos y los bibliógrafos dan noticias de un buen número de trabajos lingüísticos efectuados a lo largo del siglo que nos ocupa, tales como el Arte de la lengua principal de Sinaloa, del padre Luis Bonifaz; el Arte y vocabulario de la lenguas tepehuana y tarahumara, del padre Gerónimo Figueroa; otro Arte y vocabulario de la lengua tepehuana, del padre Juan Font; el Arte y vocabulario de las lenguas acaxee y xixime, del padre Pedro Gravina; el Arte de la lengua guasave, del padre Fernando Villafañe, etcétera.[21] Incluso algunas obras que se sabe con certeza se imprimieron como, por ejemplo, el Compendio del arte de la lengua de los tarahumares y guazapares, del padre Tomás de Guadalaxara, impreso en Puebla en 1683, no ha sido posible hasta el presente localizar algún ejemplar.
Entre los pocos tratados lingüísticos de este periodo que lograron sobrevivir tenemos el Arte de la lengua cahita conforme a las reglas de muchos peritos en ella, obra al parecer compuesta por el jesuita siciliano Tomás Basilio (c.1582-1654), publicada por primera vez en México en 1737. Los ejemplares de esta primera edición son sumamente escasos; en 1890 el Arte fue reeditado en México por Eustaquio Buelna, y en 1987 la editorial Siglo xxi reprodujo esta última con estudio preliminar de José G. Moreno de Alba. Como revela el título de la primera edición, este Arte es en realidad producto del aprovechamiento de varios intentos previos de codificación gramatical de la lengua, hechos “por muchos peritos en ella”. Está estructurado en cuatro partes, aunque la distribución del corpus lingüístico en ellas es bastante arbitraria y a veces confusa. En la primera parte el autor trata de todo esto: formación de pretéritos, futuros, voz pasiva, formación de nombres y de verbos, orden y composición de palabras y sintaxis; en la segunda aborda nombres, pronombres y semipronombres; en la tercera retorna al estudio del verbo (esta vez con más detenimiento); y, por último, en la cuarta parte describe el uso de preposiciones, adverbios y conjunciones. Complementa al Arte un vocabulario español-cahíta y un breve catecismo y doctrina cristiana en lengua cahíta.
De la primera mitad del siglo xvii data –probablemente– un manuscrito anónimo y sin fecha sobre la lengua heve o eudeva, llamada también dohema, lengua hoy extinguida que formaba parte del grupo sonorense de la familia yutonahua, y cercanamente relacionada con el ópata. El manuscrito en cuestión, custodiado en la biblioteca de la Historical Society de Nueva York, lleva por título “Notas para aprender con facilidad la lengua heve o eudeva”; se publicó por primera vez en México en 1981, precedido de un confuso y mal traducido estudio preliminar de Campbell W. Pennington.[22] Se trata de un brevísimo compendio gramatical de esa lengua integrado por 58 “notas” en las que el autor intenta explicar de manera un tanto desordenada las “ocho partes de la oración”. Acompañan a este manuscrito una “cartilla eudeve”, la cual consiste en una también brevísima doctrina cristiana, y un vocabulario español-heve y heve-español, probablemente de autores distintos al de las reglas gramaticales. El editor de las Notas informa acerca de la fotocopia de un Arte de la lengua hegue del padre Baltasar Loaysa, existente en la biblioteca de la Universidad de Tulane, en Nueva Orleáns, que probablemente tenga relación con el manuscrito de la Historical Society.
Los estudios sobre lenguas mayances
Pese a la intensa actividad que se desarrolló en el campo de las lenguas del área maya durante la segunda mitad del siglo xvi, en realidad pocos testimonios nos legó dicha centuria sobre tal quehacer. Es aún más de lamentar que ninguno de los artes que las fuentes aseguran se escribieron en esa época hayan llegado a las imprentas. En el siglo que nos ocupa la situación es diferente, pues no sólo algunos trabajos sobre lenguas mayances se dieron a la imprenta, sino también varias obras manuscritas lograron salvarse de la desaparición y llegar hasta nuestros días, como en seguida veremos.
4.1. El Arte en lengua de Maya, de fray Juan Coronel (1620)
La primera gramática sobre la lengua maya o yucateca que se publicó fue el Arte de la lengua de Maya,[23] impresa en México en 1620 por Cornelio Adriano César, en la imprenta de Diego Garrido. Cabe mencionar que en ese mismo año y por la misma imprenta se publicó del mismo autor una Doctrina christiana en lengua de Maya. Nació Juan Coronel en la villa de Torija, en la Alcarria, en 1569; estudiaba en la Universidad de Alcalá cuando decidió ingresar a la orden franciscana en el convento de San Diego de esa ciudad; tenía por entonces 15 años de edad. Después de profesar, pero corista aún, fue enviado en 1593 a la misión de Yucatán, donde pronto aprendió la lengua yucateca, en parte empíricamente y en parte con ayuda de los materiales lingüísticos preparados por los primeros evangelizadores de dicha provincia. Debido al dominio que logró de esta lengua, le fue encomendada la tarea de iniciar en ella a los religiosos que recién llegaban de España. Con respecto a esto último y a los orígenes de su Arte, el cronista López Cogolludo (quien fue uno de sus alumnos) señala que: “Para facilitar este trabajo, redujo el arte antiguo a más breve método y le leyó muchos años, siendo maestro de su enseñanza, y yo fui uno de sus discípulos, cuando llegué de España...”[24] Pasó 62 años en la provincia de San José de Yucatán, en la cual desempeñó muchos cargos importantes en varios conventos de la orden, entre ellos el de definidor de la provincia. López Cogolludo, su principal biógrafo, comenta que no llegó a ser provincial “por parecer demasiadamente rígido”. Murió en el convento de Mérida el 14 de enero de 1651, a los 82 años de edad. Como dato curioso cabe añadir que un hermano de fray Juan, Francisco Coronel, también franciscano y misionero en Filipinas, compuso un Arte y vocabulario de la lengua papanga, impreso en Macabela en 1621.[25]
El Arte de fray Juan Coronel fue desconocido para la gran mayoría de los bibliógrafos, al grado de que algunos hasta dudaban si en verdad se había publicado, ya que no habían podido dar con ningún ejemplar. A principios de este siglo el erudito yucateco Juan Martínez Hernández localizó una copia fotográfica en la biblioteca de la Universidad de Tulane (Nueva Orleáns), hecha por el mayista William Gates de un ejemplar del que hasta ahora se desconoce el paradero; el sabio yucateco obtuvo una copia que le fue facilitada por Franz Blom, en ese entonces director de la sección Middle American Research Institute de dicha Universidad. Martínez Hernández reeditó el texto del Arte, sin los preliminares, al frente de su edición del Diccionario de Motul, publicado en Mérida en 1929. Muy recientemente el Centro de Estudios Mayas de la UNAM sacó una nueva edición crítica y anotada del Arte en lengua de Maya, al cuidado del experto editor y filólogo René Acuña.[26]
El Arte en lengua de Maya no está dividido en partes o libros; comienza sin preámbulos con el estudio de los pronombres, de los cuales distingue tres clases: primeros, segundos y terceros; pasa enseguida al análisis detenido del verbo maya de acuerdo con el modelo latino de las cuatro declinaciones, en sus distintos tiempos, modos y voces. Después de presentar los paradigmas de cada una de estas conjugaciones, procede a explicar los pormenores y excepciones de cada una de éstas; explica también la morfología de los verbos pasivos, neutros, absolutos, activos y sus diferentes “mudanzas” en la sintaxis verbal. Dedica las últimas páginas a la exposición del funcionamiento de las partículas, siempre en relación con la sintaxis verbal, y acaba el Arte con un listado bilingüe de los nombres de las partes del cuerpo humano.
4.2. El Arte de la lengua maya, de fray Gabriel de San Buenaventura (1684)
La segunda gramática maya se publicó en 1684, es decir 64 años después que la de fray Juan Coronel. Se trata del Arte de la lengua maya, compuesto por fray Gabriel de San Buenaventura, impreso en México por la viuda de Bernardo Calderón en dicho año.[27] Según la fecha que aparece al calce de la “Aprobación” por fray Juan de Torres (9 de mayo 1675), la obra estaba lista para la imprenta nueve años antes de su publicación. Otros documentos preliminares confirman este hecho. Cabe mencionar que entre estos últimos figura un “sentir” firmado por fray Agustín de Vetancurt, en el cual mucho pondera el cultivo y sostenimiento de las lenguas indígenas en las misiones novohispanas.[28] Poco es lo que se sabe de la biografía de este culto franciscano de origen francés, de quien se dice murió en La Habana en fecha posterior a 1695.
La estructura –si se la puede llamar así– del Arte de San Buenaventura exhibe a las claras la influencia de su predecesor Coronel, y seguramente también de los anteriores gramáticos mayistas, ya que en una “Advertencia” en la pág. 5 así lo sugiere: “Nota, que entre todos los [autores] antiguos, ha avido diferencia de pareceres sobre este vocablo ich [ve]l. ych ... A lo qual digo, que puede haver sucedido esta diferencia, por ignorar algunos à los principios la letra con que se avía de escrebir, y assí ad placitum la escrevían vnos con y. vocal: otros con y. ypsilon...” Una de las diferencias más notables entre ambos autores reside en que San Buenaventura incluye al principio de su Arte una “Explicación del abecedario”, la cual consiste en una serie de indicaciones referentes a la fonología y ortografía mayances, muchas de ellas no muy acertadas. Al igual que su predecesor, toda la descripción de la lengua gira en torno del estudio de pronombres, verbos y partículas; acerca del nombre sólo indica muy al principio del Arte que “Todos en general son indeclinables por sí solos, pero ayudados de los quatro pronombres se declinan”. Así pues, su tratado gramatical resulta una revisión y ampliación del de Coronel. Siguiendo el ejemplo de fray Agustín de Vetancurt, inserta al final unas fórmulas para administrar sacramentos a los enfermos y unas breves pláticas referentes a la confesión, bautismo, matrimonio y extrema unción.[29]
4.3. Calepinos, vocabularios y diccionarios yucatecos
La constante actividad de investigación desarrollada en el siglo xvii en torno de la lengua maya en los diferentes conventos franciscanos de Yucatán, se aprecia aún más claramente en la elaboración de copiosos diccionarios bilingües compilados por tenaces frailes lexicógrafos. Es probable que en muchos de los conventos existieran estas recopilaciones léxicas con el fin de utilizarlas como auxiliares en el aprendizaje y enseñanza de la lengua maya, así como de apoyo en las labores filológicas. Algunos de estos diccionarios fueron producto de labor colectiva de frailes e informantes nativos, otros de autores individuales pero auxiliados también por colaboradores indígenas. De este siglo data el llamado “Diccionario de San Francisco” (maya-español, español-maya), manuscrito que fuera descubierto por el célebre filólogo mayista Juan Pío Pérez (1798-1859) en 1820; el original (fechado en 1690) se perdió y sólo se conoce por la transcripción que, tras muchas vicisitudes, logró culminar el diligente filólogo.[30] Desde el siglo pasado hubo varios intentos de editarlo en Mérida; sin embargo, la primera edición completa se hizo en Austria en 1976, revisada y añadida por Oscar Michelon.[31] Otro diccionario maya encontrado y editado por Pío Pérez fue el llamado “Diccionario de Ticul” (por haberlo hallado en el convento de ese lugar), quien lo integró en su obra Coordinación alfabética de las voces del idioma maya, publicada en Mérida en 1898, cuyo original manuscrito data también del siglo xvii. Por otra parte, en 1937 la célebre profesora Eulalia Guzmán llamó la atención acerca de un copioso diccionario manuscrito existente en la Biblioteca Nacional de Viena, Austria, intitulado Bocabulario (sic) de Maya Than por su abecedario (Codex Vindobonensis N.S. 3833), presumiblemente recopilado por varios lexicógrafos del siglo xvii. Se publicó por primera vez en Graz, Austria, en 1972, con introducción del americanista danés Ernest Mengin.[32] Recientemente la Universidad Nacional de México sacó a luz una edición crítica y sumamente anotada por René Acuña, que incluye el facsímil del manuscrito y su transcripción.[33] El editor opina que el manuscrito de Viena es en realidad una copia hecha en el siglo xvii por varios “pendolistas” de una obra original compuesta en la segunda mitad del siglo xvi. Asimismo, conjetura que este vocabulario probablemente se formó en el pueblo de Maní, y que tal vez sea obra del célebre colaborador indígena de fray Diego de Landa, Gaspar Antonio Chi (1531-1610), gran latinista y autor de varias obras históricas y etnográficas. A esta serie de diccionarios hay que sumar todavía el manuscrito perdido del Vocabulario maya-español, español-maya de fray Gabriel de San Buenaventura, del cual nos dicen quienes lo conocieron que constaba de 500 pliegos, y es el que Brasseur de Bourbourg incluye en su traducción francesa del Arte de dicho fraile.
4.4. Estudios sobre otras lenguas mayances
De los varios tratados gramaticales y léxicos que debieron haberse escrito en este siglo sobre diferentes idiomas de la familia mayance sólo tenemos noticia segura de dos: el Arte y vocabulario de la lengua mame, del fraile mercedario Diego Reynoso, y el Arte de la lengua tzotzlem o tzinacanteca, del franciscano Juan de Rodaz.[34] El primero de ellos se publicó en México en 1644, impreso por Francisco Robledo. En él se basó Francisco Pimentel para la descripción que de esta lengua incluye en su Cuadro descriptivo,[35] sirviéndose de un ejemplar impreso que existía en la Sociedad de Geografía y Estadística; en 1916 Alberto María Carreño, con base en el mismo ejemplar, publicó separadamente el vocabulario, precedido de un estudio sobre los mames y su lengua.[36] Fue reeditado en París por el conde de Charencey en 1892, en el volumen xxii de las Actes de la Société Philologique. Pimentel tacha el Arte de “diminuto y oscuro”. El mame o mam, llamado también zaklohpakap, forma, junto con el teco, el grupo mayance tecomam, lenguas que se hablan en el sureste de Chiapas, pero principalmente en Guatemala.
La segunda de las obras fue concluida en 1688 y se conoce gracias a un traslado que de ella hizo el fraile dominico Dionisio Pereyra en 1723, manuscrito que se encuentra en la Biblioteca Nacional de París, y lleva un largo título que refleja su variado e interesante contenido: “Arte de la lengua tzotzlem o tzinacanteca con explicación del año solar y un tratado de quentas de los indios.” Un extracto de la parte gramatical fue editado por el conde de Charencey en 1876.[37] La primera edición completa de la obra se debe a Mario Humberto Ruz, quien la incluye en el primer volumen de Las lenguas del Chiapas colonial, publicado por la UNAM en 1989. En la “presentación” del volumen el profesor Ruz resume: “El Arte propiamente dicho desgrana lo relativo a nombres, adverbios, preposiciones y conjugaciones, deteniéndose sobre todo en lo que toca al verbo, al cual se dedican 21 de las 40 páginas, donde trata de conjugaciones, modos, tiempos, personas, neutros, activos, pasivos y sus conversiones, para venir a rematar con dos cuadros en los que se ejemplifica lo tratado [...] El autor no se limita a traducir el idioma tzotzil empleando como referencia la gramática latina; señala en ocasiones particularidades de la pronunciación, e incluso influencias del tzotzil en el castellano hablado por los indios. Asimismo, ejemplifica a los religiosos los errores a los que puede dar lugar un manejo incorrecto del idioma.”
A esta familia lingüística pertenecen, entre otros, tres idiomas relativamente cercanos entre sí: otomí, mazahua y matlatzinca, los tres hablados en la parte central de México; de ellos el más extendido era (y continúa siéndolo) el otomí y con numerosos hablantes, razón por la cual se consideraba, como queda dicho, la segunda lengua general de la Nueva España. Estos tres idiomas –y en particular el otomí– se tenían entre los más dificultosos y “bárbaros” de estas partes, entre otras causas debido a su carácter de lenguas tonales y a la realización de complejos fenómenos morfofonológicos, todo lo cual los hace de intrincada estructura gramatical, de difícil acceso para quienes deseaban –y desean– aprenderlas.[38] Esto, naturalmente, no fue jamás obstáculo insuperable para los ministros evangelizadores pues, según aseguran los cronistas religiosos, siempre hubo operarios muy capaces de predicar en ellas y redactar artes, diccionarios y textos espirituales.
Apenas despunta el siglo xvii cuando ya aparece una obra manuscrita sobre el otomí, el Arte breve de la lengua otomí y vocabulario (trilingüe), fechada en octubre de 1605. En su elaboración parecen haber intervenido dos personas que trabajaron en épocas distintas, aunque tradicionalmente –arte y vocabulario– se atribuyen a la autoría de fray Alonso Urbano (c.1522-1608). El abultado manuscrito se encuentra en la Biblioteca Nacional de París, y fue publicado por primera vez en 1990, precedido de un valioso estudio introductorio de René Acuña, en el cual despeja muchas dudas y resuelve numerosas incógnitas referentes a dichos arte y vocabulario otomís.[39] Para empezar, demuestra que fray Alonso no era fraile agustino, como se lee en el encabezado del Arte (“...compuesto por el pe. fray Alonso Urbano de la Orden de N.P.S. Augustín”), sino franciscano, nacido en Mondejar (prov. de Toledo) hacia 1522, y llegado a la Nueva España alrededor de 1557, ya sacerdote ordenado. Según Torquemada (citado por Acuña), fray Alonso ya predicaba en náhuatl y otomí antes de 1560. En relación con las obras lingüísticas que se le atribuyen, Acuña cree que únicamente el Arte breve es obra de fray Alonso, y esto tal vez sólo en parte, pues sospecha que pueda ser un extracto bastante torpe de un tratado mayor efectuado por un autor anónimo poco escrupuloso y fiel. En cualquier caso, el editor sugiere que el Arte (breve o extenso) fue compuesto por Urbano antes de 1571, es decir antes de la publicación de la primera edición del Arte de la lengua mexicana de fray Alonso de Molina.[40]
Urbano comienza su descripción gramatical de la lengua otomí con una afirmación tajante: “En esta lengua no hay género ni declinaciones, salvo que, para el vocativo, prolongan la final con acento agudo...”, y de ahí continúa describiendo dicha categoría sin recurrir al sistema de declinaciones. Más adelante trata, de manera un tanto desordenada, del resto de las partes de la oración. Acuña considera que el Arte breve de fray Alonso, en la versión que conocemos, no es más que una serie de apuntes gramaticales de escaso o aun nulo valor didáctico, sobre todo porque sigue el modelo nebrisense de manera laxa, lagunosa e insuficiente.
Por lo que respecta al Vocabulario que acompaña al Arte breve, es éste un diccionario trilingüe español-náhuatl-otomí que tuvo su origen, según demuestra Acuña, en unas anotaciones hechas por Urbano en los márgenes y espacios en blanco de un ejemplar del Vocabulario de fray Alonso de Molina impreso en 1555, existente en la Biblioteca Nacional de Antropología de Historia y examinado minuciosamente por Acuña.[41] De este examen concluye que, fuera del conjunto de anotaciones autógrafas de fray Alonso, el resto de las entradas otomís son obra de otro autor, probablemente un indígena hablante nativo de esa lengua.
De fecha posterior a la redacción o traslado del Vocabulario trilingüe, es un diccionario otomí de autor anónimo que se encuentra en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México (Ms. 1497); es un volumen de 470 folios escritos recto-verso, que lleva al final la siguiente inscripción: “Acabose este Bocabulario de trasladar Lunes treinta de en[er]o 1640 años”. Diversos investigadores lo han atribuido a distintos autores, entre ellos al padre Horacio Carochi.[42] Una descripción más o menos detallada de este diccionario la ofrece René Acuña en la “Introducción” al Arte breve y vocabulario trilingüe de fray Alonso Urbano (loc. cit., pp. xli-xlvi). Acuña encuentra numerosas coincidencias formales entre este diccionario y el trilingüe, así como con el Arte de Urbano.
Por lo que toca a estudios sobre otras lenguas otopames, cabe citar en primer término la obra intitulada Doctrina y enseñanza de la lengua mazahua, escrita por el sacerdote secular Diego de Nájera Yanguas, impresa en México por Juan Ruiz en 1637.[43] Esta obra es importante por ser la primera y única que se escribió e imprimió sobre la lengua mazahua durante la época colonial. Del autor se expresa en los siguientes términos el bibliógrafo Beristáin: “Don Diego de Nájera, natural de la Nueva España [n. en 1570], presbítero, cura y párroco del pueblo de Xocotitlán en el arzobispado de México, examinador sinodal y comisario de la inquisición, benemérito y digno de todo elogio por haber sido el primero que escribió en el idioma mazahuatl, que viene a ser un otomí sublime. Falleció antes del año 1637, pues en su testamento dejó mandado que de sus bienes se costease la impresión de sus opúsculos”. El padre Nájera asegura en el prólogo “Al lector” haber impartido doctrina a los mazahuas por más de 43 años, por lo que es de suponer dominaba a la perfección su lengua, aunque él con modestia advierte que carece de la “erudición y eminencia” de otros escritores en lenguas indígenas.
La descripción gramatical de la lengua mazahua se reduce en este autor a una serie de 21 breves “Advertencias en lengua castellana muy necesarias para hablar con propiedad la lengua que llaman maçahua”, que ocupan tan sólo los primeros diez folios del impreso. En los siguientes 167 Nájera ofrece una extensa y variada guía bilingüe español-mazahua consistente en frases comunes, preguntas y pláticas destinadas a la impartición de sacramentos, así como preguntas relacionadas con temas de la vida diaria. Esto último recuerda el modelo del Vocabulario manual de Pedro de Arenas, ya comentado. Los últimos dos folios (sin numerar) los destina a una “Tabla de las cosas contenidas” en el libro, que es un sumario de los temas para comodidad del consultante.
Pasemos ahora a ocuparnos de los trabajos que sobre la lengua matlatzinca redactaron los frailes agustinos Diego Basalenque y Miguel de Guevara.
Fray Diego Basalenque (1577-1651) nació en Salamanca, pero desde muy niño llegó con sus padres y numerosos hermanos a vivir a la Nueva España para ser asistidos por un pariente cercano, el próspero minero de Topia (Durango) Diego Basalenque, hermano de la madre, y de quien algunos miembros de la familia tomarán el apellido. Fue este acaudalado tío quien apoyó los primeros estudios de fray Diego en Puebla, continuándolos más tarde en México, en el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús. Ingresó en la orden de San Agustín en 1593, ordenándose sacerdote en 1601.[44] Además de cumplir con funciones ministeriales, a lo largo de su vida desempeñó muchos cargos administrativos y docentes en su orden: prior de varios conventos, visitador, provincial, etc., y maestro de artes (filosofía), teología, derecho canónico, gramática y lenguas indígenas. Escribió varias obras pedagógicas, filosóficas y espirituales, así como una Historia de la provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán (impresa en 1673), y tres obras lingüísticas: el Arte de la lengua matlaltzinga, un doble diccionario matlatzinca, y un Arte de la lengua tarasca.
Basalenque empezó a interesarse en estas lenguas en 1636 cuando, tras una especie de retiro voluntario en el convento agustino de Zacatecas, fue invitado en ese año a residir en el de Charo, lugar donde confluían hablantes de matlatzinca y tarasco o purhépecha. Tan rápidamente aprendió estos idiomas, que antes de 1638 tenía ya preparado su Arte de la lengua matlaltzinga, y probablemente también sus vocabularios matlatzinca-español y español-matlatzinca. En efecto, aunque los manuscritos de estas obras están fechados en 1642, la fecha corresponde no a la terminación de las mismas, sino al año en que un copista anónimo las puso más o menos en limpio quizá con la idea de prepararlas para la imprenta. Esto lo sabemos por varios indicios pero sobre todo por un dato que se le escapa a otro agustino gramático, fray Miguel de Guevara, en su Arte doctrinal y modo general de aprender la lengua matlaltzinga, fechado éste en 1638. Muy al principio del Arte, fray Miguel comenta que: “En esta lengua parece no haber más de tres casos, y sacada la raíz de las declinaciones de los nombres, conforme al arte de nuestro maestro Fr. Diego Basalenque, se dan igualmente todos, y no obsta sonar de un modo el dativo” (cursivas intencionales). Esto quiere decir que ya en 1638 el manuscrito del Arte matlatzinca de Basalenque funcionaba como texto de consulta.
El Arte matlatzinca de Basalenque es de corte clásico, es decir, respetuoso del modelo latino de descripción gramatical pues, si bien desde el principio admite que “aunque los más nombres son indeclinables, algunos se declinan y todos se pueden reducir a declinación...”, fuerza la estructura de la lengua indígena para que concuerde con el modelo. Comienza con lo que él llama “cartilla matlaltzinga”, que es un repaso de las 18 “letras” del alfabeto castellano, con las cuales intenta describir el sistema fonológico del matlatzinca. El resto del tratado está subdividido en ocho partes, de acuerdo con las ocho partes de la oración, culminando su descripción con un apartado sobre las partículas, con breves indicaciones acerca de su distribución y de los cambios que sufren al entrar en contacto con otros elementos gramaticales. Las obras lingüísticas del padre Basalenque sobre el matlatzinca permanecieron inéditas por más de tres siglos, hasta que en 1975 las editó por primera vez el gobierno del Estado de México como partes de la colección Biblioteca Enciclopédica del Estado de México (vols. xxxiii-xxxiv), con amplio estudio crítico por Leonardo Manrique Castañeda.
Del año 1638 data el segundo tratado gramatical que conocemos sobre el matlatzinca, el ya mencionado Arte doctrinal y modo general de aprender la lengua matlaltzinga, de fray Miguel de Guevara (c.1585-c.1646) quien, dicho sea de paso, era pariente de Hernán Cortés. Fray Miguel entró en la orden de agustinos en 1610 y, al igual que Basalenque, ocupó durante su vida varios cargos importantes en conventos de la provincia agustiniana (consultor en Tiripetío, procurador en Charo, prior de Undameo, Pátzcuaro y Salamanca, visitador de la provincia, etc.). Según consta en la portada de su manuscrito gramatical, era experto en las tres lenguas generales de la provincia de Michoacán: mexicana, tarasca y matlatzinca. Fue también filósofo y poeta: se le atribuye, el célebre soneto “No me mueve mi dios para quererte...”.[45] Su Arte doctrinal permaneció inédito hasta el año 1862 en que lo publicó la Sociedad Mexicana de Geografía;[46] el manuscrito fue encontrado incompleto por el presbítero y filólogo guanajuatense José Guadalupe Romero en 1859, quien lo donó a dicha corporación. Según los editores, al manuscrito le faltaban 39 fojas, laguna que afecta significativamente la descripción gramatical. Comienza ésta con un breve ejemplo de las “declinaciones” de los nombres, seguido de una serie de advertencias y notas no siempre muy lúcidas acerca de particularidades morfológicas de dicha categoría gramatical; en seguida explica someramente cuestiones referentes a los pronombres demostrativos y a la sintaxis nominal. De aquí pasa a exponer las “Reglas generales por donde se han de conocer las conjugaciones y partículas de los verbos para las cuatro [declinaciones]”; de este apartado sólo podemos ver el inicio, pues es aquí donde faltan las 39 fojas del original; únicamente se aprecia parte de la conjugación de los verbos “comer”, “amar” y “tener (miedo)” en algunos tiempos y modos, exposición que resulta bastante confusa por la forma de presentarla. Salta el texto a una serie de palabras distribuidas, según parece, de acuerdo con ciertos campos semánticos, pero donde los términos y expresiones no atienden siquiera a un orden alfabético. En la siguiente sección trata de inducir al estudiante a aprender la lengua por medio del recurso de frases y expresiones comunes, tanto relacionadas con situaciones cotidianas, cuanto a asuntos referentes a la religión. Después de esta relativamente amplia sección, presenta otros campos semánticos que no incluyó antes, y que tratan de nombres de cosas comestibles, aves, peces e insectos, modo de contar y numerales. Sigue a esto último una lista bilingüe de verbos en primera persona, y luego unos “avisos generales para todos los idénticos [?] verbales y su conocimiento”, que es un retorno a la demostración del paradigma verbal. Finaliza la parte gramatical con una relación alfabética “De todas las partículas... necesarias curiosa y trabajosamente notadas para saberlas”, y un listado de adverbios y de verbos recíprocos. Las últimas páginas del Arte doctrinal las dedica a exponer la “Declaración y modo de mostrar el ministro la doctrina cristiana”, que consiste en la presentación bilingüe de las oraciones y dogmas más comunes de la fe católica. Fray Miguel de Guevara sin duda dominaba en la práctica la lengua matlatzinca, pero no acertó a sistematizar su estructura y exponerla de manera congruente.
Estudios sobre idiomas de otras familias lingüísticas
6.1. El Arte de la lengua tarasca, de fray Diego Basalenque
Esta lengua no tiene relaciones cercanas con ninguna otra de las lenguas de México, lo que la convierte en una lengua aislada desde ese punto de vista. Aunque bibliógrafos como Eguiara y Beristáin reportan un Arte de la lengua tarasca por el jesuita Tomás Chacón (1558-1650) y un arte, diccionario y confesionario compuestos por el franciscano Ángel Serra, lo cierto es que la única obra lingüística que del siglo xvii logró conservarse sobre esta lengua fue el Arte de la lengua tarasca de fray Diego Basalenque. En el breve prólogo del Arte el autor informa que después de haber compuesto el arte y diccionario de la lengua matlatzinca, se interesó por el estudio de la tarasca, cuyo aprendizaje confiesa haber efectuado a través de las gramáticas de los franciscanos Maturino Gilberti (1558) y Juan Bautista Bravo de Lagunas (1574). Con honestidad confiesa que su Arte no es más que una simplificación de los de aquéllos, sobre todo en lo referente a su disposición, aunque con algunas aportaciones personales. Dividido en cinco libros, dedica el primero a cuestiones fonológicas y ortográficas; el segundo al análisis de las partes de la oración; en el tercero, el más breve de todos, “de los casos de los nombres y verbos”; en el cuarto describe las partículas “elegantes” y algunas figuras retóricas y, por último, el quinto lo dedica al estudio de las partículas en general. El Arte de la lengua tarasca corrió con mejor suerte que el de la matlatzinca pues, aunque no se publicó en vida del autor, se imprimió por primera vez en 1714, se reimprimió en 1886, nuevamente en 1962 (en edición patrocinada por el gobierno del estado de Michoacán) y por cuarta vez en 1994 (Morelia, Mich., Fímax Publicistas), con estudio introductorio de J. Benedict Warren.
6.2. La gramatización del zoque
El idioma zoque constituye junto con el mixe y el popoluca la familia lingüística mixe-zoque. Estas lenguas se hablaban y se siguen hablando en los actuales estados de Oaxaca, Tabasco, Veracruz y Chiapas. En concreto, el zoque se hablaba, grosso modo, en la región istmeña de Santa María Chimalapa (Oaxaca), en Tecpatán y su región (Chiapas) y sur de Tabasco, formando varias áreas dialectales.
Aunque la evangelización de los hablantes de estas lenguas se inició tempranamente en el siglo xvi, no tenemos la certeza de que antes de 1672 se hubieran redactado escritos lingüísticos sobre alguno de estos idiomas, lo cual, evidentemente, no significa que los frailes no hubieran aprendido y aun enseñado sin el respaldo de artes y vocabularios.[47] Precisamente del año 1672 proviene el primer tratado gramatical y léxico conocido sobre una lengua mixe-zoqueana, a saber, el Arte breve y vocabulario de la lengua tzoque conforme se habla en el pueblo de Tecpatan, compuesto por el dominico Luis González. Conocemos esta obra gracias a un traslado que de ella se hizo en 1762, manuscrito que, como muchos otros, fue a parar a la Biblioteca Nacional de París, donde hasta la fecha se conserva (Manuscrits mexicains, 67). Lo publicó por primera vez el americanista francés Raoul de la Grasserie en París en 1898.[48] Recientemente se publicó por primera vez en México junto con otros documentos zoques coloniales, editados por Mario Humberto Ruz.[49]
La perspicacia de los frailes gramáticos no se limitaba a la observación y descripción de sistemas lingüísticos, sino también en muchos casos reparaban en la existencia de ciertos fenómenos inherentes a la realización de las lenguas, tales como, por ejemplo, la variación regional o dialectal de las mismas.[50] Así, la precisión que hace fray Luis González en el título de su tratado en el sentido de que es “conforme [al] habla [...] de Tecpatan” no es ociosa, sino pertinente, pues con ello indica que está consciente de la existencia de otras modalidades de zoque, para cuyo aprendizaje seguramente su Arte breve no serviría. Divide éste en dos partes, la gramatical y la léxica, siendo la primera extremadamente parca, ya que sólo considera cuatro partes “declinables” de la oración: nombre, pronombre, verbo y participio. La segunda parte, el vocabulario, es mucho más extensa y valiosa sobre todo por la gran cantidad de vocablos que incluye.
6.3. Una gramática de la lengua chiapaneca
La lengua chiapaneca se extinguió en nuestro siglo; su último hablante, una anciana, falleció alrededor de 1940.[51] Junto con el mangue de Centroamérica –también extinguido– forman la familia lingüística mangueña, de remotos vínculos genéticos con la otopame. El idioma chiapaneco se hablaba en la región de Chiapa de Corzo, en el actual estado de Chiapas. La más antigua obra gramatical que sobre esta lengua ha llegado hasta nuestros días es el Arte de la lengua chiapaneca del dominico Juan de Albornoz, manuscrito proveniente del siglo xvii. Fue publicado por primera vez en París (junto con una doctrina cristiana de fray Luis Barrientos) por Alphonse Pinart en 1875. Actualmente Mario Humberto Ruz prepara la primera edición mexicana de este valioso Arte y otros documentos en lengua chiapaneca, que integrarán el tercer tomo de Las lenguas del Chiapas colonial.
6.4. El primer arte conocido de la lengua totonaca
La lengua totonaca se hablaba en un enclave sumamente importante de la geografía novohispana, a saber, la fértil y rica zona del norte del actual estado de Puebla y noroeste de Veracruz. Junto con el tepehua forma la familia lingüística totonacana. Diversas fuentes coloniales informan sobre algunos artes y vocabularios compuestos por los evangelizadores del siglo xvi, pero ninguno de ellos logró conservarse.[52] En 1990 la Universidad Nacional dio por primera vez a luz una gramática totonaca de autor desconocido que, según dictamen de Miguel León-Portilla, es muy probable que proceda del primer tercio del siglo xvii. Tentativamente se propone al padre Eugenio Romero como autor de este Arte, redactado quizá en el convento franciscano de Hueytlalpan, el mismo donde fray Andrés de Olmos terminó en 1547 su Arte de la lengua mexicana. El manuscrito del Arte de la lengua totonaca fue hallado en la biblioteca del renombrado filólogo Pablo González Casanova (1889-1936), de donde pasó a la Escuela Nacional de Antropología; en la actualidad se resguarda en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México. La edición, que incluye el facsímil y su transliteración, fue preparada por el lingüista estadounidense Norman McQuown, gran conocedor de la lengua totonaca. La exposición gramatical del Arte está subdividida en cinco libros; León-Portilla, en el dictamen que da sobre la autenticidad de la obra, señala la coincidencia del esquema metodológico seguido por el autor del arte totonaco, con el Arte mexicana del jesuita Antonio del Rincón.
La necesidad de transmitir mensajes y contenidos ideológicos y culturales a las etnias americanas, compelió a los ministros eclesiásticos europeos a adentrarse decididamente en el babélico y críptico mundo lingüístico aborigen. Ante la imposibilidad –o incluso la inconveniencia– de hacerles adoptar el castellano –de grado o por fuerza– con la rapidez que lo requerían las circunstancias, la Iglesia optó por seguir el camino quizá más difícil, pero sin duda el más seguro para lograr sus objetivos de cristianización y absorción cultural de los pueblos amerindios. Junto a muchos otros beneficios, esta resolución fue particularmente significativa para el desarrollo de la lingüística y la filología occidentales. Las muestras del quehacer lingüístico y filológico del siglo xvii que hemos repasado a lo largo del presente ensayo, ilustran bastante bien las tendencias metodológicas que rigieron la investigación en esta fecunda época.
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